27 5479ee — Pájaro en mano

1

EL suelo era de albero y se notaba muy pisoteado. Por esta causa no absorbía bien la sangre, que formaba un vasto charco alrededor del cadáver. No había sido una muerte limpia. Tampoco breve.

Al menos la muchacha ya no sufría. Su cuerpo yacía en una postura antinatural sobre la gran piedra plana que hacía las veces de ara de sacrificios. Semejaba una marioneta rota. El autoproclamado sacerdote que le había abierto el pecho y sacado el corazón no era excesivamente diestro en el oficio. La víctima se había debatido con furia nacida del terror, el dolor y la desesperación. Los acólitos, con los nervios de punta y al borde de la histeria, la trataron con excesiva rudeza. Aparte de descoyuntarle un hombro, le habían propinado una soberana paliza para que no chillara tanto. Aun así, el cuerpo se había tensado como una ballesta cuando el cuchillo bowie hurgó, sajó e hizo palanca entre las costillas. Resultaba asombrosa la fuerza que podía brotar de una criatura tan flaca. Logró zafarse de los acólitos e incluso dar unos pasos, pero las rodillas le fallaron y fue arrastrada de nuevo al ara entre lloros y gritos. Esta vez se aseguraron de que no escapara mientras concluía el ritual.

Tras la tempestad no vino precisamente la calma. Los acólitos aporreaban con unas toscas baquetas diversos instrumentos ceremoniales, construidos a base de bidones oxidados. La garrafa de aguardiente que iba desfilando entre ellos no contribuía a la armonía percusionista, aunque ayudaba a olvidar el mal trago que les había hecho pasar una víctima tan poco colaboradora, empecinada en deslucir lo más sagrado.

El sacerdote, cubierto de sangre hasta las cejas, alzó el corazón recién arrancado hacia el cielo, mientras salmodiaba una incomprensible letanía llena de consonantes fricativas. El despojo aún albergaba algo de calor, y delgadas volutas de vapor se elevaron hacia la constelación del Endriago, aunque se disipaban enseguida. Era una noche clara de invierno, con el aire inmóvil y diáfano como el cristal más puro. Enjambres de estrellas y las cuatro lunas brillaban gloriosas, sin titilar apenas, sobre un firmamento negro como ala de cuervo.

Sin embargo, ninguno de los hombres admiraba aquella maravilla. Los que no iban borrachos como cubas danzaban cual posesos en torno al ara. Daban saltos, batían palmas y pasaban por encima de las hogueras de leña, dejando tras de sí estelas de chispas. El humo de las fogatas se perdía en lo alto al tiempo que trazaba complejos y fugaces arabescos. En los troncos de los árboles cercanos, las sombras vibraban, alternando el rojo y el negro.

La ceremonia se fue tornando más y más frenética. Las palabras del sacerdote se atropellaban en sus labios, y un hilillo de saliva le corría por la barbilla. Él, mejor que nadie, sentía en los huesos que una presencia inefable se cernía sobre sus cabezas. Arrojó el corazón a las llamas y se postró de hinojos, a la vez que agitaba los brazos como las aspas de un molino. La invocación a los dioses había sido formulada. ¿Cuál de ellos respondería a la plegaria, y con qué talante se manifestaría a sus devotos?

Súbitamente todo movimiento quedó congelado, tan inmóvil como la muchacha muerta: el sacerdote, con los brazos en cruz, los labios entreabiertos y la mirada extraviada; los acólitos, en posturas a cuál más grotesca; uno de los danzantes suspendido en el aire mientras brincaba sobre la hoguera, como un demonio en su hábitat natural; el propio fuego, que parecía esculpido a hachazos en bloques de ámbar…

Una figura surgida de la nada deambuló pausadamente entre los hombres. Atravesó sin inmutarse al individuo de la hoguera, pasó por encima del cadáver y se detuvo a la altura del sacerdote. Poco a poco, sus rasgos fueron cobrando nitidez. Era un varón de mediana estatura, vestido con un traje azul marino que debía de ser muy caro, aunque no le sentaba del todo bien. Le sobraba un poco de tripa, y el nudo de la corbata estaba mal anudado. Tomó la palabra, mientras jugueteaba con un puntero láser.

—Como ustedes habrán podido comprobar, el rito Maila constituye el eje en torno al cual gira lo fundamental de la cultura Alasir. Nacimiento, plenitud sexual, ocaso y muerte: todo conduce al declive y a la extinción. El sentido de la ceremonia radica en la interrupción de la caída, otorgar fecundidad a la Naturaleza y renovar las fuerzas de la propia sociedad. La sangre y la virginidad poseen un alto valor para los Alasir, quienes deben ofrecerlas a los dioses para que éstos insuflen nuevas fuerzas al cosmos, el cual seguirá su curso un año más, tan inmutable y predecible como siempre.

El hombre sonrió y chascó los dedos. Las luces se encendieron, mostrando el salón de actos repleto de público. Sobre el escenario las figuras se tornaron translúcidas, como hieráticos fantasmas.

—Reconozco que estas escenas pueden resultar duras para los más jóvenes de ustedes, pero el ánimo melindroso es algo que todo antropólogo de campo debe superar. Recuerden que el bien o el mal absoluto no existen; cada sociedad posee sus propios valores que la hacen única. Todo es producto de distintas evoluciones culturales y no podemos considerarnos moralmente superiores por haber tenido más éxito.

Se permitió una pausa melodramática para observar al público, satisfecho de su intervención, cuando vio una mano alzada. Era una joven rubia con el pelo recogido en una coleta, muy parecida a la muchacha sacrificada. Sin duda sería una recién licenciada en su primer congreso. El hombre decidió ser condescendiente.

—¿Sí…? —preguntó con semblante amable.

La joven se levantó. Estaba muy seria, pero no nerviosa. Un diminuto micrófono flotó hasta ella.

—Doctor Thunberg, si no me equivoco, el equipo utilizado para filmar el ritual Maila es un Holoscán Sempai de la serie 5000, ¿verdad?

—Uh… Sí, en efecto —la observación le había desconcertado—. Es el mejor para estos menesteres.

—Ese Holoscán requiere una docena de operadores y cámaras para manejarlo adecuadamente, sin contar los escoltas armados que suelen contratarse en los mundos de frontera. ¿Cómo pudieron permanecer impasibles mientras esos bestias violaban por turno y luego asesinaban a la pobre niña? ¿Acaso ninguno tuvo compasión o redaños para intervenir? Estoy segura de que se bastaban para reducir a semejante hatajo de ebrios alienados.

La joven se sentó aún más seria que antes, nada cohibida por haber interpelado a un peso pesado de la Antropología. Randolph Thunberg no perdió su sonrisa condescendiente. «Estos jóvenes de hoy en día…» Reconoció al tipo que se sentaba a su derecha. «Doctor Tariq Prados. Así que eres su discípula, pequeña… Eso lo explica todo». Prados también se había traído a otro de sus estudiantes, un chico moreno que se removía incómodo en el asiento. La intervención de su compañera lo había acercado al centro de la atención del público.

—Somos científicos, señorita —replicó Thunberg—. Recuerde lo que demostraron los físicos en los albores de nuestra Era: la intervención del observador modifica el objeto examinado. Si desea hacer carrera, no permita que la sensibilidad obnubile su buen juicio —pensó en dejarlo aquí, pero una idea deliciosamente malévola lo asaltó; así aprenderían aquellos mozalbetes a no interrumpir a sus mayores—. Me gustaría saber lo que opina al respecto su compañero.

El micrófono voló hacia el joven, que dio un respingo en su butaca. Era un estudiante de doctorado que respondía al nombre de Saúl Súslov: un alumno intachable que había terminado su carrera con la máxima calificación, aunque de carácter tímido y reservado. Le atemorizaba la mera idea de llevarle la contraria a un tipo tan influyente como Thunberg; en verdad, sólo deseaba que la tierra se lo tragase. Aquella cabeza loca de Esperanza Wong era incapaz de quedarse callada cuando algo no le gustaba, y había logrado ponerlo en una situación delicada. Pero Esperanza era una compañera de promoción, y tampoco le apetecía que quedara en ridículo. Además, estaba perdidamente enamorado de ella, aunque no se atreviera a confesárselo. Fue inevitable. Por primera vez en su vida, Saúl se levantó para contradecir públicamente a alguien.

—Con el debido respeto a usted y a la relatividad cultural, doctor Thunberg, creo que hay cosas que están mal y resultan intolerables para cualquier persona decente. De haber sido testigo de ese horror, hubiera llamado a las autoridades y al diablo la grabación. Pero al menos debo darle la razón en lo que ha dicho sobre la superioridad moral. Sepa que no le considero moralmente superior a los autores materiales de ese crimen.

El doctor Thunberg enrojeció de ira y se dispuso a fulminarlo con una réplica, pero parte del público prorrumpió en un sonoro aplauso. Esperanza y el doctor Prados miraron a Saúl como si lo vieran por primera vez.

El tumulto remitió. Antes de que Thunberg pudiera machacar a su joven oponente, una voz desde la mesa lo impidió:

—Intente abreviar su intervención, doctor Thunberg. Andamos un poquito mal de tiempo.

Aquello terminó de exasperar a Thunberg. Teniendo en cuenta de quién venía la observación, ni siquiera se molestó en parecer cortés.

—Escuche, doctor Didrikson. Yo estoy cumpliendo escrupulosamente con los minutos que me asignaron. No obstante, y con la aquiescencia del moderador —le lanzó una mirada asesina—, los anteriores ponentes se pasaron del tiempo que les correspondía. Como consecuencia, los retrasos se han ido acumulando. Por su falta de autoridad, el último de todos, es decir, un servidor, ha de pagar las consecuencias. ¡Me parece injusto!

—Lo que usted diga, pero vaya concluyendo, por favor. Es la hora del almuerzo, y los traseros se remueven ya en los asientos.

2

COMO resultaba inevitable en cualquier reunión científica, al finalizar el acto la gente se fue agrupando en corrillos para decidir dónde iría a comer.

—Qué bien se lo han montado este año los organizadores; el recinto es una maravilla —comentó Tariq Prados al tiempo que desentumecía los músculos. Ahora que estaba de pie, podía apreciarse que era un tipo alto y robusto; recordaba a un oso de pelo negro y rizado, con alguna cana. Sus alumnos apenas le llegaban a la altura del hombro—. Y tú, Saúl, deberías tomarte una tila para calmar los nervios —suspiró—. Desde luego, no se os puede dejar solos, pareja de iconoclastas.

—Sobre todo Saúl —añadió Esperanza—. Qué callado te lo tenías; resulta que eres capaz de formular tus pensamientos íntimos en voz alta… —lo tomó del brazo—. Gracias por el apoyo, encanto.

—No ha sido nada, mujer —respondió Saúl, sonrojándose.

—Caramba, Tariq, dichosos los ojos. Te perdiste el último congreso —dijo alguien a sus espaldas.

El doctor Prados se volvió y se encontró frente a un colega de complexión delgada, tez muy pálida y pelo cortado al estilo militar. De tan rubio, parecía no tener cejas. En la tarjeta que llevaba prendida al chaleco se leía: «Dr. Claude van der Plaats. Ponente». Los dos hombres se dieron un efusivo apretón de manos.

—Razones de fuerza mayor, ya me entiendes —se cruzaron miradas de inteligencia.

—Me lo figuro. Claude, quiero presentarte a mis dos nuevos fichajes: Saúl Súslov y Esperanza Wong. Van a realizar sendas tesis doctorales sobre la cultura Naoloq —van der Plaats les estrechó las manos—. Mejor será que dejemos las salutaciones para después. Chicos, ¿podríais adelantaros e ir reservando mesa antes que el restaurante se llene? Nosotros trataremos de localizar al resto de la gente, antes de que se desperdigue.

—Parecen espabilados —comentó Claude en voz baja mientras los dos jóvenes se alejaban—, pero la cultura Naoloq es, por decirlo suavemente, un tanto montaraz. ¿Crees que servirán para…?

Tariq asintió.

3

EL impresionante Palacio de Congresos Cor Scorpii ocupaba una superficie equivalente a varios estadios olímpicos. En la fachada, un inmenso holograma anunciaba que allí se celebraba la MDCCXXIV Reunión Conjunta de Antropología. El interior albergaba una imponente aula magna, salas de actos y, sobre todo, bares y restaurantes.

Esperanza y Saúl comenzaban a impacientarse cuando vieron entrar a su director de tesis acompañado de Claude y una mujer. Los estudiantes fueron a saludarla pero, para su sorpresa, se paró delante de ellos, alzó la vista y estudió detenidamente el techo. Luego dio una vuelta a su alrededor mirando atentamente el suelo y exhaló un perceptible suspiro de alivio. Acto seguido se presentó. Se trataba de la doctora Leonor Garay, de la Universidad Politécnica de Vega-1. Una vez roto el hielo, parecía una señora amable y simpática. Con su cabello gris recogido en un moño y sus rasgos faciales afilados, le recordó a Saúl una bruja buena. Tomó del brazo a Tariq y ambos se encaminaron a la barra del autoservicio, charlando animadamente. Claude y los estudiantes quedaron rezagados.

—¿Por qué se comportó de forma tan extraña al principio? —quiso saber Esperanza—. Parecía que buscase algo junto a nuestros pies…

—¿El escrutinio? —Claude se encogió de hombros, sin darle importancia—. Manías de Leonor. Simplemente, estaba comprobando si teníais sombra. Es una historia muy larga —añadió, ante las caras de estupefacción que le pusieron—. Supongo que ella misma os la contará en alguna otra ocasión.

Cuando les llegó el turno, fueron eligiendo las viandas que les resultaron familiares entre un piélago de rarezas gastronómicas. Los gustos de los habitantes de los diversos mundos del Ekumen resultaban increíblemente variados, incluso mutuamente repulsivos. Pese a su curiosidad, dejaron de lado algunos platos con tendencia a moverse, o que amenazaban con saltarles a la cara.

—¿Qué opináis de vuestro primer congreso? —les preguntó Claude, mientras regresaban a la mesa y tomaban asiento.

—Muy interesante —respondió Esperanza—. La charla sobre la evolución de la cultura draqui en Baharna me encantó.

—¿Quiénes están trabajando allí? —quiso saber Tariq.

—El grupo de Parker —informó Leonor, al tiempo que volvía a examinar disimuladamente sus sombras.

—Me lo temía —Tariq sonrió, al constatar la expresión de desconcierto en sus pupilos—. Ya os contaré algún día los chismorreos sobre Parker. Mientras tanto, dediquémonos a la salsa de los congresos: la degustación de platillos exóticos y el fomento de las relaciones académicas. Mirad, ahí vienen los demás. Haced sitio.

Para los chicos, aquel rato fue equiparable a un dulce sueño. Estaban estrechando las manos y compartiendo mesa con algunos nombres que se habían convertido en leyenda dentro de la Antropología. Así, saludaron a Ibay Sangabriel, reconocido experto en las sociedades de las Marcas Iskandéricas, calvo cual bola de billar y con expresión de sempiterno despiste. También estaba allí Basílikis Aspíriz, especialista en cultos cargo, que resultó ser una belleza morena dotada de una silueta escultural. A su lado se sentaba Pyotr Bilbo, el mayor experto ekuménico en el uso de drogas con fines religiosos. Bilbo daba buena cuenta de un chuletón de soja, aunque no paraba de soltar comentarios sobre la carne de verdad.

—Algún día —les dijo a los doctorandos— os invitaré a casa para que sepáis lo que es en verdad una barbacoa digna de tal nombre.

Esperanza y Saúl asintieron cortésmente, sin percatarse de las miradas de alarma en los más veteranos del grupo. Algunos dejaron los tenedores y respiraron hondo.

—S… sí, uno de estos días —farfulló Tariq.

—Os tomo la palabra. Bien, bien… —estudió a los dos jóvenes con ojo crítico—. Así que éstos son tus nuevos discípulos, Tariq. Indiscutiblemente, han empezado a lo grande, atacando a Thunberg en público. Y encima, en las mismísimas barbas del Abuelo.

—¿Quién? —se le escapó a Saúl.

—El doctor Anatoli Didrikson, Profesor Emérito de la Universidad de Murcia, en la Vieja Tierra. Toda una institución en el gremio y mi director de tesis, dicho sea de paso. Mío, y del resto de compañeros de almuerzo. No sólo creó escuela, sino un buen equipo. En cierto modo, consideraos herederos suyos. Mirad, ahí llega.

Saúl y Esperanza fueron presentados a Didrikson, que los saludó y se sentó a su lado. Ante el Abuelo todos mostraban respeto, pero al mismo tiempo se cruzaban bromas entre ellos en un ambiente de franca camaradería. Estaba claro que quienes habían estudiado con el Abuelo lo querían y confiaban en él.

—Tariq me ha contado maravillas sobre vosotros. Os considera muy, pero que muy prometedores. Aunque organizasteis un pequeño revuelo hace un rato…

—Gracias por echar una mano a Saúl, doctor Didrikson —dijo Esperanza, compungida—. Lamento haber sido la causante de…

—Llamadme Anatoli, por favor. Todos mis amigos lo hacen —la interrumpió—. Y ante todo, jamás os avergoncéis por dejar que sea un sentimiento noble, y no una fría consigna académica, lo que guíe vuestras acciones. Tal vez a los ojos de Randolph eso os convierta en peores antropólogos, pero ante los míos os hace más humanos. Qué demonios; si algo quiero en mi equipo, es la capacidad de albergar compasión y empatía. Sed bienvenidos, mozos —alzó su vaso—. ¡Por Esperanza y Saúl, y sus futuras tesis!

Los demás respondieron al brindis, mientras los estudiantes se quedaban un tanto cohibidos por aquel inesperado homenaje. Tariq parecía particularmente orgulloso, como si hubiera aprobado un examen de reválida.

—Enhorabuena, pareja —les felicitó la exuberante Basílikis Aspíriz—. Aunque seáis unos pipiolos atolondrados, si el Abuelo afirma que podéis uniros al grupo, así será. Nunca se equivoca al juzgar a la gente.

—Casi nunca, si hemos de ser justos —puntualizó el propio Anatoli; por un momento su semblante se ensombreció, aunque la mala atmósfera pasó enseguida. Pronto empezaron a cruzarse comentarios mordaces sobre Randolph Thunberg, sus modales, su escasa competencia como investigador y el mucho dinero que manejaba.

—Menudo pájaro está hecho ese Randolph… —se le escapó a Leonor.

—No me habléis de pájaros —intervino en ese momento Basílikis, que lucía muy contenta con un vaso del afamado licor de Antares en la mano—. Acabé harta de ellos en mi primera misión para el Gobierno.

—Uf, ya estamos como todos los años —replicó Claude, y miró a los dos estudiantes—. Siempre acabamos relatando nuestras batallitas. La de los pájaros ya me la conozco…

—¡Pero no los demás! ¡Qué la cuente, que la cuente…! —corearon sus colegas, algo achispados.

Basílikis alzó las manos, como en señal de derrota, y sonrió.

—De acuerdo, no me haré de rogar. Os narraré lo que me sucedió en cierto planeta llamado Ornitia…

4

COMO dirían los antiguos, Ornitia estaba donde Cristo perdió la alpargata, a mano izquierda. O empleando términos técnicos: en la frontera misma del Ekumen, hacia el núcleo galáctico. No obstante, gozaba de una situación estratégica. Por azares del destino, allí había un caprichoso pliegue interdimensional que permitiría viajar a lugares muy distantes con poco esfuerzo. Era raro encontrarse con un punto de salto tan bueno y, según los hipercartógrafos militares, aquel sistema ocupaba el emplazamiento ideal para convertirlo en sede de astropuertos de avanzada. También se hallaba peligrosamente cerca de la esfera de influencia de los Hijos Pródigos, la única civilización humana capaz de tratar de tú a tú a la omnímoda Corporación. Otro motivo más para hacerse con él.

Ornitia, uno de esos mundos ocupado hace milenios por alguna generacional perdida, era muy celoso de su independencia. Sin embargo, a la Corporación le urgía establecer allí una base militar. Para su desdicha, tendría que hacerlo por las buenas, con guante de seda. Ornitia, desde luego, carecía de armamento para oponerse a nuestra Armada. La tecnología de su flota interplanetaria era obsoleta, hasta tal punto que una de nuestras corbetas bastaría para «pacificar» el sistema. Pero un conflicto bélico o diplomático, por nimio que fuese, atraería la atención de los Hijos Pródigos y quizá los tentaría a intervenir. Si habéis visto alguno de sus dromones, os haréis cargo del peligro que entrañaba invadir aquel planeta. Nuestras mayores naves de línea resultan enanas al lado de esos monstruos.

En resumen: Ornitia debía ser convencida de las bondades de unirse a la Corporación. Sus gobernantes recelaban de nuestra intención de respetar sus ancestrales tradiciones, así que antes de enviar un embajador plenipotenciario para negociar, nuestro gobierno encargó a cierta joven promesa de la Antropología que echara un vistazo, para evitar futuros malentendidos. Los de Ornitia dieron su visto bueno y allá me fui.

Para evitar roces con los Hijos Pródigos, cuya esfera de influencia estaba tan cercana, hubo escasas misiones de espionaje. Como consecuencia, se sabía poco del planeta y de sus gentes, salvo algunos rasgos generales. En concreto, allá todo giraba en torno a los pájaros. Perdón, las aves en general, no sea que algún zoólogo se enfade conmigo.

Un discreto transporte de la Armada me llevó hasta Ornitia. El viaje no se me hizo largo y los militares me trataron con exquisita cordialidad. Al fin y al cabo, les podría ahorrar un conflicto con los Hijos Pródigos. Llegamos a las inmediaciones de una estrella amarilla solitaria, con un único planeta habitable de dimensiones similares a Venus, sin una mísera luna. Debe de haber pocos parajes más insulsos en el universo. Aparte del mundo central, lo único digno de mención era una estación espacial situada entre aquél y el sol, justo en el codiciado punto de salto hiperespacial. Mi tarea consistía en averiguar, so pretexto de un estudio antropológico, cómo podríamos convencer a aquella gente de que se llevara su estación a otro sitio y dejara a la Armada el campo despejado.

Su nivel tecnológico dejaba mucho que desear. Ni siquiera poseían astropuertos decentes. El transporte tuvo que adoptar configuración de lanzadera atmosférica y aterrizar en la pista del aeropuerto Cóndor, como si se tratase de un vulgar aeroplano. Un microbús me acercó hasta la terminal VIP, mientras los militares me miraban conforme me alejaba, no sé si confiados o temblando al pensar en quién depositaban sus esperanzas.

El vehículo me dejó frente a una puerta donde me aguardaba un sujeto ciertamente peculiar. Por fortuna, el Abuelo nos entrenó a todos para poner cara de póquer en las circunstancias más inusuales. No hay nada peor que un ataque de risa floja en una primera cita. Así que, pensando en la relatividad cultural y demás zarandajas, me presenté, muy formal:

—Buenos días. Soy Basílikis Aspíriz, consultora del Consejo Supremo Corporativo. Creo que me estaban esperando.

—En efecto, noble señora. Aniceto Zampullín, Somormujo Mayor de la República, a su servicio.

Poneos por un momento en mi lugar. Imaginaos un hombre de uno sesenta de alto, de los que una no miraría dos veces al cruzárselo por la calle: bípedo, simetría bilateral, una cabeza al extremo del cuello… En fin, lo habitual. Ahora bien: envolved eso en un traje forrado de plumas blancas, con una gorguera naranja y un gorro que le habría cortado la digestión a una corista, y empezaréis a haceros una vaga idea de la situación.

Acto seguido, el tal Aniceto profirió un graznido que logró sobresaltarme y ejecutó una complicada danza a la pata coja, trufada de constantes reverencias seguidas de inverosímiles estiramientos de cuello. Y yo allí, más tiesa que un ajo y tratando de mantener la compostura. Había estudiado algunas pintorescas culturas de la Vieja Tierra en las que recibían a los visitantes ilustres mediante bailes o actuaciones de grupos folclóricos, pero aquello pertenecía a otra esfera de comportamiento. Reconocí el ritual de apaciguamiento de ciertas aves acuáticas, muy bello en los documentales zoológicos pero que interpretado por un varón adulto quedaba un tanto, digamos, fuera de contexto. Si aquello era el comienzo, pensé, ¿qué mil horrores me aguardaban en Ornitia?

Aniceto concluyó su numerito y, sudoroso y resollando, me sonrió e invitó a acompañarlo con un gesto galante. Mientras caminábamos se recompuso el traje, el cual había perdido alguna pluma durante el frenesí danzarín. Me pregunté si no estaría dando la nota con el mío, un sobrio terno gris, por más que sea el uniforme obligatorio de diplomáticos y antropólogos cuando viajamos a mundos con culturas potencialmente susceptibles. Está considerado como políticamente correcto en cualquier rincón del cosmos.

—Discúlpeme por ofrecerle una bienvenida tan pobre, señorita Aspíriz —se disculpó—, pero su estancia entre nosotros ha de resultar discreta. Tendrá que hacerse pasar por turista. Hay sectores reacios a intromisiones foráneas, y pondrían el grito en el cielo cual necios periquitos de saber que usted viene para estudiar nuestras costumbres. A mí, por el contrario, incluso me halaga —prosiguió, obsequioso—. Estoy deseoso de averiguar cómo se percibe nuestro hogar a través de los ojos de una extraña. Una extraña tan atractiva como las doncellas Cacatúas de Cresta Amarilla, si me permite el atrevimiento.

«Supongo que será un piropo. Huy, que te veo venir…»

Antes de que tuviera tiempo de articular una réplica ingeniosa, la puerta se abrió ante nosotros y entramos en la terminal VIP. Era enorme, del tamaño de varios campos de fútbol. Lo primero que me vino a la mente fue pensar que me hallaba dentro de una catedral de cristal y acero, diáfana y hermosa si no fuera por el olor y el ruido. Debía de haber miles de aves, encerradas en amplias pajareras de barroco diseño. Cómo no, se dedicaban a hacer lo que cualquier bicho de su especie: cantar, piar, gorjear, pavonearse, discutir, pelearse y regalar al mundo una fracción apreciable de su propio peso en forma de guano. No había un lugar que estuviera libre de ellas. El espacio que en otros mundos ocuparían cuadros, vidrieras, hologramas o estatuas Hihn aquí quedaba en poder de los pájaros. Para una recién llegada como yo, aquella algarabía y el derroche de color resultaban abrumadores.

Tampoco me dejaron tiempo para admirar el paisaje. Un borrón anaranjado se precipitó desde lo alto, propinándome un susto de muerte, y se plantó ante nosotros. Con el corazón a punto de salírseme por la boca, reconocí a un pájaro Whakkamole adulto, esos engendros oriundos del planeta Galadriel que remedan el cruce entre un pavo real y una bicicleta. Me miró muy serio, abrió el pico y anunció, con un tono de voz que me recordó al de Aniceto:

—Las gentiles criaturas aladas de Ornitia te saludan, ¡oh, bella extranjera! Que tu estancia entre nosotros sea fructífera como la progenie de la Codorniz, ¡oh, sabia como el sagaz Búho Real! Furufufú ak ak.

—Uh… Ssssí, muchas gracias —logré farfullar.

—Muy bien, Teófila, te lo has ganado —le arrojó un terrón de azúcar, que el animal pilló al vuelo—. Nos vemos en casa. En ca-sa —vocalizó con claridad, mirándolo a los ojos.

El pájaro Whakkamole asintió.

—En casa. Bella extranjera. Sagaz búho. Furufufú ak ak —y se marchó volando, algo insólito para un ser de su tamaño.

—Un encanto esta Teófila, ¿eh? No todo el mundo ha logrado adiestrar a una beldad así para que cumpla órdenes simples y recite parlamentos fuera de su mundo natal. Como mucho, se limitan a repetir frases cortas. Me he permitido esta pequeña sorpresa para homenajearla debidamente, señorita Aspíriz.

—¿Es una hembra? —pregunté por hablar de algo, mientras trataba de reorganizar mis ideas.

—Qué sabe nadie… La bauticé así porque me hizo gracia, no más. Puede que los pájaros Whakkamole ni siquiera tengan sexos separados. Resulta un misterio cómo se reproducen. Hace siglos alguien trajo una camada, levantando las iras de los ortodoxos. ¿Aves alienígenas, no originarias de la Madre Tierra? Pero toda vida con plumas es sagrada; nadie se atrevió a sacrificarlos y al final nos acostumbramos a su presencia. Andan un tanto asilvestrados pero, de vez en cuando, alguno se arrima a una persona, hacen buenas migas… Se considera un magnífico presagio, e incluso puntúa en el currículum. Que me lo digan a mí —para tratarse de alguien tan bajito, bien que se henchía de orgullo—. Sin duda estará cansada por el viaje. Será mejor que agilicemos los trámites y la deje en su hotel para que repose un poco, señorita Aspíriz.

—Puede llamarme Basili. Los tratamientos tan formales me hacen sentir vieja —traté de ser amable. En verdad, el pobre parecía desvivirse para que me encontrase a gusto. Asimismo, cosa lógica, tenía que llevarme bien con mi guía en aquel mundo extraño—. ¿Dónde tenemos que ir ahora?

—El equipaje ha sido facturado al hotel. Descuide; a diferencia de lo que cuentan las leyendas acerca de los aeropuertos de la Vieja Tierra, aquí nunca hemos perdido una maleta. La documentación nos fue remitida por su Gobierno, así que nos saltaremos un engorroso trámite burocrático. Sin embargo, no podemos eludir la visita al banco, para el cambio de divisas. En Ornitia nos negamos a sustituir nuestra moneda de toda la vida por los créditos estelares corporativos.

—Vaya. Soy un desastre para las operaciones aritméticas mentales, Aniceto —me dio la impresión de que se ruborizaba cuando empleé su nombre de pila—. Espero que su sistema monetario no sea muy complicado.

—¡Quia! Enseguida se le coge el tranquillo. Mire, ahí es.

Siguiendo con el símil de la catedral, las capillas laterales estaban ocupadas por diversas oficinas imprescindibles en los aeropuertos, sobre todo las de vehículos de alquiler. En una de ellas podía leerse un rótulo en grandes letras blancas sobre fondo azul iridiscente: «LA URRACA PERSEVERANTE. SEGUNDO BANCO NACIONAL — SUCURSAL Nº 66. ¡EMPOLLE SU DINERO CON NOSOTROS!» Me quedé un tanto perpleja, pero me dejé llevar y entramos.

5

«¿Esto es un banco o una pajarería?» Por supuesto, me guardé mucho de expresar mis pensamientos en voz alta. La oficina consistía en un mostrador amplísimo tras el que se parapetaba una docena de cajeros. A sus espaldas había cientos de jaulas cúbicas llenas de gorriones y canarios en su mayor parte. Entre tanto pajarillo menudo, pude entrever alguna cacatúa ninfa con la cresta enhiesta y los mofletes arrebolados. Mientras Aniceto explicaba mi situación al cajero de turno, yo me dediqué a observar a los clientes. El que tenía más cerca era una señora ya mayor, con un abrigo de plumas tan polícromo que provocaría dentera al fantasma de Van Gogh. Llevaba un trío de gansos atados con sendas correas.

—Muy buenas, Mauricio. Venía a efectuar un ingreso en mi cuenta.

—Por supuesto, señora Collalba —obviamente, deduje que se trataba de una clienta habitual—. ¿Todo, o le dejo algo en efectivo?

—Tomaré un taxi, así que tendré que llevarme un poco.

—Como guste. Si me permite…

El cajero agarró las correas y, con poca colaboración por parte de los animales, logró pasar los gansos al otro lado del mostrador. Uno intentó pegarle un picotazo en la entrepierna, pero el hombre estaba curtido en aquellas lides y no se dejó avasallar. Salió por una puerta trasera y al cabo de unos segundos regresó con una jaula en la que revoloteaban unos cuantos jilgueros.

—Veo que no ha traído su monedero, señora Collalba, así que me he tomado la libertad de proporcionarle uno.

—Eres un encanto, Mauricio.

Entonces me di cuenta de que la jaula llevaba adosados unos correajes, y podía transportarse como una mochila. La señora se la cargó a la espalda y abandonó el banco. Una chica joven, que cubría su bien proporcionado cuerpo con un top y un pareo confeccionados a base de plumas verdes, comentó a su compañero:

—¿Te fijaste en esos gansos? ¡Qué ordinariez! Hay gente que no sabe educar a su dinero.

—Y que lo digas, cariño. Mucho nuevo rico, eso es lo que hay —le respondió el hombre, un tipo alto y gordo que llevaba pantalones bombachos, suéter recubierto de plumas rojas y un bonete con alas blancas encasquetado en la cabeza.

Miré a mi izquierda, intentando no poner cara de boba. Un señor estaba conversando con otro cajero. Iba acompañado de una hembra de avestruz con un lazo rosa en la cabeza, y trataba de ingresarla a plazo fijo.

—Son los ahorros de la familia —aseguraba, mientras el empleado le informaba sobre los intereses y, en general, acerca de los servicios que ofrecía la entidad bancaria.

«Dios. Si no estoy soñando, esta gente usa las aves como moneda. Imposible…» Pero aquello era real. Yo no tenía tanta imaginación.

Mientras Aniceto seguía platicando con el cajero, me llamó la atención un individuo de torvo semblante y traje de plumas grises que arrastraba un inmenso jaulón con ruedas lleno de cuervos. Habló en voz baja con un cajero, que asintió con cara seria y lo invitó a pasar a un despacho anejo mientras unos empleados retiraban aquel armatoste. Al cabo de un rato, el cliente salió con una jaula más pequeña que encerraba un par de gaviotas junto a unas palomas de níveo plumaje.

—¡Menuda desfachatez! —se le escapó a la chica del conjunto verde—. Los hay que blanquean el dinero negro sin pudor alguno, delante de todo el mundo…

—Y el banco lo consiente. No sé adónde iremos a parar, cariño.

«No puede ser verdad…»

En ese momento, Aniceto requirió mi atención.

—Permítame un momento, Basili. Su Gobierno nos ha girado una jugosa suma para financiar su estancia entre nosotros. A efectos prácticos, equivale al sueldo de un funcionario acomodado, así que no sufrirá penurias. Considero que abrir una cuenta en este banco es una buena elección, ya que posee sucursales en todos los núcleos urbanos dignos de tal nombre.

Miré de reojo al cajero. Seguro que el bueno de Aniceto se llevaba alguna comisión por recomendarme aquella entidad, pero tanto me daba. Bastante tenía con asimilar lo que aquella gente entendía por dinero.

—Me pongo en sus manos. Eso sí, tendrán que explicar a una novata como yo de qué modo debo manejarme. Si me sacan de los créditos corporativos…

—Descuide —intervino el cajero; ahora que me fijaba, su indumentaria parecía talmente la de un grajo—. Aunque no son muy habituales todavía, ya hemos atendido a otros turistas como usted, para satisfacción mutua. Mañana tendrá disponible una de nuestras tarjetas de crédito, que también sirve para los cajeros automáticos. Si uno no está familiarizado, siempre es mejor llevar poco efectivo encima. Muchos establecimientos permiten el pago con tarjeta; no obstante, conviene siempre portar algo suelto en el monedero.

—Sí. En un mercado callejero o en una cafetería no suelen aceptar tarjetas —puntualizó Aniceto—. Mañana a primera hora tendrá la suya en el hotel.

Yo les dije que amén a todo, mientras trataba de imaginarme cómo sería un cajero automático que dispensara pájaros. No pude.

Firmé unos cuantos documentos y me encasquetaron la jaula mochilera. Me la eché a la espalda, sintiéndome un tanto ridícula con aquella pinta de Papageno.

—¿Usted no lleva la suya, Aniceto? —inquirí mientras me la acomodaba.

—Soy un comodón —se encogió de hombros—. Habitualmente sólo voy a sitios donde me conocen, y apuntan los gastos en mi cuenta.

Nos despedimos del cajero. Conforme nos acercábamos a la puerta, me pareció que la del pareo verde me lanzaba una mirada desdeñosa y mascullaba la palabra «ornitófoba». Se lo comenté a Aniceto, mientras procuraba que el aleteo de los pajarillos a mi espalda no me distrajera. Noté cómo se envaraba. El tema debía de resultarle incómodo, o tal vez se trataba de un extraño tabú.

—Ah, sí… No vaya a juzgarnos a todos por el rasero de algunos intolerantes. Al ver su atuendo desplumado, la tomaron por una turista de allende los mares. Cada vez se ven más, y suponen una saneada fuente de ingresos para el sector hostelero. Los acogemos de mil amores, aunque los tradicionalistas… —se encogió de hombros y dejó la frase inacabada.

—Perdone, Aniceto, pero sigo sin enterarme. Recuerde que yo vengo de mucho más lejos. Piense en mí como una niñita de parvulario a la que debe enseñar lo que para usted es tan cotidiano que ni repara en ello. No me vea como a una correosa antropóloga.

—¿Correosa? No hace tanto que usted salió de la incubadora, seguro.

—Deje de adularme y explíqueme lo de la ornitofobia, por favor.

Mi acompañante suspiró.

—Lo intentaré, aunque me resulta un tanto embarazoso. La invito a un café, para hacer acopio de valor.

—Muy bien, pero deje que pague yo, para ir acostumbrándome.

—Si insiste…

Había una cafetería bastante apañada en la zona VIP. Estaba abarrotada a aquellas horas, lo cual me chocó. La gente se movía entre las mesas y la barra con soltura, sin tropezar entre ella ni atropellar el sinfín de jaulas monedero que los clientes dejaban en el suelo. La algarabía era increíble. Aquello parecía un concurso de canarios cantores hiperactivos, e incluso había unos cuantos machos de perdiz roja retándose sonoramente, que me tenían la cabeza loca. Como podréis deducir, la gente solía hablar muy alto en aquel planeta.

Nos apropiamos de la única mesa vacía que quedaba en el local, dejé todo el atalaje en el suelo y Aniceto llamó la atención de un camarero que iba ataviado como un pingüino de Adelia. Pidió unos cafés y unos dulces. Mientras los traían, le pregunté:

—Me admira lo concurrido que está el sitio, para tratarse de un aeropuerto con baja densidad de vuelos. Incluso el ambiente de la sucursal bancaria no era el que cabía esperar de un lugar de paso: gente ingresando a plazo fijo, abuelitas… Esto parece un pueblo, más que otra cosa.

—Es usted muy observadora —me sonrió—. Antiguamente el aeropuerto se ubicaba en las afueras de la ciudad, pero ésta fue creciendo, construyeron un centro comercial y un aviario entre ambos… En suma, las terminales del aeropuerto se convirtieron en puntos de encuentro, lugares de moda, se abrieron comercios… Ya sabe: el hombre planifica, pero los dioses disponen. Y dentro de lo que cabe, esta terminal VIP sigue siendo un lugar exclusivo. Tendría que ver las demás, donde acuden las Cogujadas, Alondras, Carboneros y Estorninos. Mucho ambiente, si uno es partidario de alternar con gente de su condición, aunque lo encuentro un tanto agobiante.

«Apunta, Basili: apesta a sistema de castas».

—De acuerdo, Aniceto, pero lleva usted un buen rato eludiendo mi pregunta sobre la ornitofobia.

En ese momento llegó el camarero con lo pedido.

—Luego se paga en la barra —Aniceto me leyó el pensamiento—. Pruebe el café. Es originario de Ornitia; lo cultivamos en las islas ecuatoriales. Las galletas son de auténtica soja. Los hongos que la fermentan llevan certificado de calidad. Este local es famoso por su repostería.

Probé una y estaban para chuparse los dedos, palabra de honor. Pero mi cicerone se estaba yendo otra vez por los cerros de Úbeda. Lo miré fijamente a los ojos.

—Aniceto…

Mis armas de mujer demolieron sus defensas. Se resignó a comentarme lo que consideraba un baldón de la sociedad.

—Aunque no lo crea, hay personas que no se adaptan a nuestra ancestral cultura. En algunos casos la razón es médica: alergia a las plumas. Es una fatalidad; uno no puede evitar el nacer tullido. En otros… ¿Quién conoce los ocultos recovecos de la psique humana? Todos esos inadaptados han establecido colonias florecientes a lo largo de los siglos en los países del sur. Allí viven a su aire, sin molestar ni ser molestados. Por supuesto, mantenemos intercambios comerciales con ellos. Nos suministran materias primas, y nuestra superior tecnología les vende productos manufacturados. También nos visitan de vez en cuando en calidad de turistas. No están muy bien vistos, como habrá podido comprobar, pero dejan su dinerito y eso hace que sean al menos tolerados. Además, de vez en cuando alguno retorna al nido y acepta someterse a un proceso de reeducación.

Sospeché que ahí había más de lo que me estaba contando, pero lo dejé de momento. No era cuestión de presionarlo y acabar cayéndole mal el primer día.

—Caramba —di un sorbo al café—; sencillamente exquisito. Deduzco entonces que mi indumentaria no es la más idónea para moverme entre ustedes. Le estaría muy agradecida si me asesorara al respecto. Desearía algo que no llamara la atención ni me pusiera en un compromiso.

—Lo tenemos complicado. Resulta difícil que una pollita tan espléndida como usted pase desapercibida.

—Gracias por el cumplido —«Tierno, pero patético», pensé.

—Las que usted tiene, Basili. Conozco a alguien en el hotel que la asesorará a las mil maravillas. ¿Pedimos algo más o ahuecamos el ala?

—Prefiero instalarme en el hotel y desempacar mis cosas, si no tiene inconveniente. Luego, me encantaría que me acompañara a cenar.

—Será un placer y un honor —era incapaz de disimular su felicidad.

Fuimos a la barra a pagar. Aprendí la equivalencia monetaria básica y tuve que abonar un canario flauta por la consumición. Los nativos se limitaban a meter mano en la jaula, agarrar los pajarillos y pasárselos a la cajera, pero eso a mí, con mi torpeza, se me antojó una tarea difícil. Por fortuna, los encargados de cobrar estaban acostumbrados a las personas con discapacidad manual, y se encargaban del proceso. Aquella cajera debía de estar curada de espantos. Supongo que el hecho de que conociera a Aniceto hizo que me ayudara amablemente. No obstante, puso mala cara al siguiente cliente. Éste depositó un pavo adulto encima del mostrador. El animal no paraba de gluglutear y debatirse.

—¿Un pavo para pagar un café con leche? —la cajera echaba chispas—. ¿Es que no lleva usted nada suelto?

El aludido puso cara de circunstancias.

—Lo siento. Yo…

Los dejamos discutir y nos fuimos a por el taxi. Aniceto meneó la cabeza, en un gesto de desaprobación.

—El viejo truco del café con leche… Hay desaprensivos que, con tal de no hacer cola en el banco, piden cualquier cosilla en un bar y entregan una moneda de alto valor para que les den el cambio. ¡Qué falta de civismo!

«Bienvenida a Ornitia», me dije. «Basili, te vas a divertir».

6

CÓMO no, el taxi era amarillo canario, con un maletero diseñado para acomodar a los monederos y su bullicioso contenido. El taxista llevaba un sobrio uniforme de plumas grises, negras y pardas, como un gorrioncillo cualquiera. Nos acomodamos en el asiento trasero e iniciamos el viaje a Fénice, la cercana capital. Yo aproveché el trayecto para tomar nota e instruirme.

Había bastante tráfico por la carretera. Gracias a las inexorables leyes de la aerodinámica, los coches exhibían el mismo diseño general que en otros planetas, aunque ese impedimento era suplido mediante inventivos diseños pictóricos. Alas, picos, garras… Todo un festival para los sentidos, a la par que un atentado contra el buen gusto, en mi humilde opinión.

—Miren, un convoy militar —señaló el taxista—. No sabía que anduvieran de maniobras.

No creáis que la pintura de los camiones era de camuflaje, precisamente. El capó y los laterales habían sido decorados a imitación de feroces águilas y halcones peregrinos. Los uniformes de los soldados tampoco resultaban más discretos.

—Tienen un poco difícil lo de ocultarse frente al enemigo —se me ocurrió decir.

—Ahora van con el uniforme de paseo; ante todo, hay que proceder con decoro —me explicó con paciencia Aniceto—. Los de Operaciones Especiales, debido a la naturaleza de su misión, deben vestirse con atuendos inconspicuos, como vulgares Chotacabras. Es la servidumbre que impone su noble labor. ¡Pero de corazón son nobles Gavilanes, que conste!

—¡Diga usted que sí, señor Somormujo! —apostilló el taxista. Supongo que éste se quedó con ganas de contarme su mili, pero la categoría social de mi acompañante lo indujo a conducirse con discreción.

En cuanto a la ciudad, ¿cómo os la describiría? Los edificios, en sí, consistían en los vulgares paralelepípedos tan frecuentes por todo el Ekumen, como arcólogos en miniatura. Sin embargo, la pobreza de diseño se suplía con un desquiciado barroquismo ornamental. Las cornisas semejaban ramas, las volutas flores y nidos, los caños de desagüe que salían de los imbornales se transmutaban en gárgolas de granito… Las avenidas eran amplias y abundaban los jardines y parques. Veíanse árboles por doquier, y los gorjeos de los pájaros se enseñoreaban del aire. No parecía un mal lugar para vivir, al menos durante una corta temporada.

El hotel Albatros, siquiera fuese para hacer ostentación de su categoría, mostraba una planta original, de ave marina con alas extendidas. Entre ellas había toda suerte de estanques, piscinas y parterres, que convertían el recinto en una jungla domesticada. Llegamos a recepción, y me cité con Aniceto a media tarde, para poder pasear un poco antes de la cena. Me obsequió con una nueva danza pajaril antes de despedirse, y por fin me libré de él. En el hotel debían de estar acostumbrados a aquellas actuaciones, ya que nadie se nos quedó mirando como a bichos raros.

Un botones jovencito con un inverosímil disfraz de gaviota reidora me guió hasta la habitación. Me entregó una arcaica llave metálica para abrir la puerta, y pasé un momento embarazoso a la hora de la propina. Me fié de mi intuición y le entregué un par de canarios de los más lustrosos que portaba. Debí de acertar, puesto que me obsequió con una sonrisa radiante seguida de una reverencia, y se marchó más contento que unas pascuas.

En verdad, no puedo quejarme del trato que me brindaron en el hotel durante el tiempo que residí en Ornitia. Por una vez en la vida, nuestro cicatero Gobierno se había rascado el bolsillo y me alquiló toda una suite principesca. La cama era inmensa, la bañera parecía una piscina y, cuando me enteré de que el minibar corría a cuenta de la casa, mi dicha fue completa. Al cabo de un rato, ni tan siquiera me daba cuenta de la decoración sobrecargada y el papel pintado saturado de bestezuelas con plumas.

Tal como Aniceto me había sugerido, le expresé al recepcionista mis dudas indumentarias. Acudió un conserje a interesarse, y encargó a una doncella (antes de que hagáis un chiste malo, llaman así a las sirvientas) que me acompañara de tiendas. Cuando comenté que hasta el día siguiente no dispondría de tarjeta de crédito, me indicaron que cargara los gastos a cuenta del hotel, que ya se los reembolsarían más tarde.

Creedme, me lo pasé bomba con Angelina. Aprendí más en el rato que estuvimos juntas que en un curso de doctorado; que el Abuelo me perdone. La chica era de clase baja, de la casta de los Verderones, pero estaba empeñada en escalar peldaños en la sociedad mediante el tesón y el trabajo duro. A veces nos sinceramos con un extraño y le confesamos cosas que jamás diríamos a nuestros amigos más cercanos. Angelina me contó sus anhelos de convertirse en Garza, Grulla o incluso (y aquí ponía expresión soñadora) Quetzal. Así podría dar con un novio en condiciones, con el cual compartir nido y que le asegurara el porvenir. Por curiosidad, le pregunté qué opinaba de los Somormujos. Se le escapó un resoplido.

—¿Lo dice por el señor Zampullín? ¡Todos son iguales! Tan sólo por el hecho de ocupar un alto puesto en la Administración, se creen con derecho a pavonearse ante hombres y mujeres. Hay que andarse con pies de plomo al tratar con ellos. Una negativa airada a sus insinuaciones, y se te cerrarían muchas puertas. Debemos tener mucha ala izquierda para manejarlos. ¿Se ha fijado usted en que todos los Somormujos son bajitos? Para mí que sufren complejo de inferioridad y dedican su vida a tratar de disimularlo.

—Sí, en mi tierra ocurre lo mismo con los propietarios de coches deportivos. A mayor tamaño de vehículo, chófer más exiguo.

Al cabo de las semanas acabamos haciéndonos buenas amigas, aunque siempre me trató con cierta dosis de respeto. Tenía muy claro cuál era el lugar de cada una en la sociedad. Al menos, ese primer día logré hacerla feliz cuando, después de un buen rato de compras, la invité a comer en un restaurante caro. Di el dinero por bien empleado. Angelina era una joya a la hora de impartir consejos prácticos, y gracias a ella pude desenvolverme solita por Ornitia en poco tiempo, sin incidentes dignos de mención.

Pero retomemos el hilo del cuento. Según Angelina, mi categoría profesional y (ejem) prestancia física encajaban como un guante en la categoría de Golondrina de Mar. El vestuario asociado era relativamente sobrio y el blanco me favorecía, dado que resaltaba el bronceado y esta cabellera que los dioses y el peluquero me legaron. El traje de paseo informal debió de quedarme bien, ya que cuando Aniceto vino a recogerme tragó saliva y se quedó boqueando unos segundos antes de recuperar la compostura. Pobrecillo. Bueno, tampoco le tengáis tanta lástima; bien que presumía de pareja cuando paseamos por la ciudad, el muy truhán.

Para cuando llegó la hora de la cena, ya lo tenía bajo control. A Aniceto le encantaba hablar o, mejor dicho, que alguien le hiciera caso. El truco consistía en formular las preguntas adecuadas, poner cara de extático interés y cosechar la información que de aquel Somormujo fluía a raudales.

El restaurante, para variar, se llamaba El Nido del Cuclillo. Resultaba bastante sobrio para lo que se estilaba en Ornitia, aunque los reservados imitaban nidos, y las mesas y sillas, huevos. La música de fondo consistía en suaves y relajantes trinos que no ofendían los tímpanos y permitían la charla en voz baja. En cuanto al menú, me fijé en que no había nada de origen avícola, ni siquiera huevos. Esto último me llamó la atención, ya que, supuse, de ese producto no andarían escasos. Archivé la pregunta para más adelante, por si se tratara de algún tabú capaz de arruinar la velada. Por lo demás, en la carta figuraban manjares tanto locales como importados de otros mundos. Aunque Ornitia era autosuficiente, los ricos pagaban caro por disfrutar de las exquisiteces culinarias más insólitas y exclusivas. Otro símbolo de estatus.

Mientras atacábamos unas mollejas de gandulfo pecaminosamente deliciosas, logré que Aniceto se explayara acerca de su cultura. Fue interesante constatar cómo concebía el sistema de castas un tipo de clase alta. Por supuesto, para él se trataba del mejor mundo posible:

—¿Conoce el principio de Peter? —me preguntó; yo mentí y le dije que no—. En un sistema jerárquico normal, todo el mundo asciende hasta que alcanza su nivel de incompetencia. Ergo —apuntó al techo con el dedo índice en un gesto teatral—, a la larga cualquier puesto tenderá a estar ocupado por algún incompetente. En cambio, nuestro sistema frena el ascenso incontrolado, manteniendo un óptimo nivel de eficiencia. Ni por asomo se le ocurriría a un Herrerillo, por muy cumplidor que fuese, tratar de emular los modos y propósitos de un Vencejo, por no mencionar un Alcaudón. ¿Le disgusta, gentil Golondrina de Mar? Siempre queda la puerta abierta al ascenso social, dentro de un orden. Esto hace que las clases inferiores trabajen con más ahínco todavía. ¿No opina usted lo mismo?

—Mi tarea es la de observadora neutral —repliqué—. Los juicios morales quedan al margen de mi profesión. Además, resulta de pésima educación criticar a nuestros anfitriones.

—Muy prudente por su parte. Brindemos por eso.

Alzamos las copas. Mientras bebía de aquel vino exquisito, no pude evitar pensar en Angelina, en sus sueños, en un mundo fascinante edificado sobre la desigualdad. Tampoco olvidaba el motivo último de mi misión, aunque no era el momento de discutir sobre bases espaciales. Me quedaba aún mucho que aprender. Procuré que la conversación (monólogo, a decir verdad) derivara hacia su peculiar sistema monetario y su origen.

—Buena pregunta… —Aniceto quedó unos instantes absorto—. Nuestro mundo fue terraformado hace tantos siglos que olvidamos hasta el nombre de la generacional que trajo a nuestros antepasados. Debió de ocurrir algún tipo de conflicto, porque se han perdido los registros de la época primitiva. Desde que existe memoria escrita, nuestra sociedad sigue unos patrones similares a los actuales, progreso tecnológico aparte. ¿Qué movió a los Antiguos a escoger las aves como moneda? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero hubo sabiduría en sus actos, eso por descontado.

—Normalmente, los patrones monetarios suelen ser objetos o materiales escasos, fácilmente intercambiables: oro, plata, conchas, joyas… En los Estados Unidos, un antiguo país de la Vieja Tierra, incluso el tabaco y el whisky fueron monedas de curso legal en otras épocas. Pero los pájaros abundan en Ornitia, y son un recurso renovable. ¿Entonces…?

Por un momento, titubeó, seguramente ponderando si podía confiar en mí. Le lancé mi mirada especial número cinco, la del cándido arrobo con un toque sensual, no sé si me explico. Supongo que eso, más la botella de gran reserva que el muy irresponsable se había metido entre pecho y espalda, logró que la fortaleza claudicara.

—La tengo por una mujer discreta.

—Ajá —me incliné unos centímetros hacia él y seguí mirándolo fijamente.

—Bien… Tampoco es un secreto de Estado, qué diantre. Y se supone que usted está aquí para aprender sobre nosotros.

—Soy investigadora. Sólo me mueve la búsqueda del conocimiento y la comprensión entre los pueblos.

Los ojos del atribulado Somormujo no se iban de mi escote, aunque Aniceto trataba de disimularlo con nulo éxito. Me incliné un poquito más. Supongo que el perfume también estaría haciendo estragos en alguien que tenía toda la pinta de no haberse comido una rosca en su vida.

—Yo… Uh…

—Sí, Aniceto, decías que las aves…

El tuteo acabó por desarmarlo.

—Ah, eso —se acomodó mejor en su silla, empezando a creer que había nacido para donjuán—. Has empleado el término «recurso renovable», pero es un error. Hay algo en Ornitia que afecta a la capacidad reproductora de nuestros amigos emplumados. ¿La composición del aire? ¿La ausencia de campo magnético planetario? ¿Capricho de los dioses? Solamente bajo condiciones sumamente estrictas pueden tener descendencia. Para eso están los bancos y demás entidades financieras. Los ciudadanos llevan sus ahorros y…

La luz se hizo en mi cerebro.

—… Y allí los ponen a criar.

—Habla con propiedad, gentil Golondrina de Mar: obtienen intereses.

De repente todo cobraba sentido. El mundo era raro de narices, pero tenía su lógica.

—Sin embargo —objeté—, si los pájaros constituyen al patrón monetario, ¿cómo es que hay tantos por las calles, en el aeropuerto…?

—¿Viste alguno suelto, querida?

Ahora que lo mencionaba, todos estaban en jaulas o pajareras más o menos disimuladas. Negué con la cabeza.

—Las Cajas de Ahorros —siguió explicando— deben invertir parte de las ganancias mediante su Obra Social. ¿Qué mejor manera de emplear un porcentaje de los intereses generados que convertirlos en patrimonio público?

—Ahora que lo dices —se me ocurrió una idea maliciosa—, ¿no hay nadie que decida acuñar moneda por cuenta propia?

—Ay, los falsificadores… —se le escapó un sentido suspiro—. Es prácticamente imposible que el dinero dé intereses sin el complejo soporte tecnológico de los bancos. Cuando alguien asevera que lo ha logrado, se le suele tomar por loco. Los falsificadores tratan de hacerse ricos importando aves de otros planetas, pero el dinero falso se reconoce como tal tarde o temprano. En ocasiones, los pájaros lucen más apáticos que si los hubieran disecado. En otras se requiere un análisis de ADN pero créeme, todos esos delincuentes caen.

7

LA velada continuó sin gran cosa que reseñar. Al final Aniceto llegó a ponerse un poco pesado, aunque fui rechazando sus insinuaciones con florentina diplomacia. Después de los postres y el licor, mi achispado compañero insistió en que rematáramos la noche en algún bar de copas. Mitad por agradecimiento a su labor de instructor en los misterios de la sociedad, mitad por lástima, accedí.

En Ornitia, el concepto de bar de ambiente consiste en un local muy amplio con una barra, tras la cual unos camareros disfrazados de alcatraces patiazules servían bebidas. Dispersas por ahí había pistas de baile llenas de entusiastas y abigarrados danzarines aunque, y eso me chocó bastante, no se escuchaba música. Los pobres pájaros de verdad aguantaban estoicamente en docenas de jaulas que pendían del techo, preguntándose por qué diablos todos aquellos pesados no se largaban ya de una vez a dormir y los dejaban tranquilos.

Yo, inocente de mí, me dejé conducir a una mesita baja mientras Aniceto, supuse, iba a por las bebidas. Para matar el tiempo procedí a estudiar los movimientos de aproximación entre hombres y mujeres o, al menos, lo intenté. Mi acompañante no me dio tiempo. Todavía me entran sudores fríos al recordarlo.

De súbito noté que se hizo el silencio a mi alrededor. Me quedé un tanto desconcertada y entonces, en una aparición dramática y profiriendo un horrísono graznido, Aniceto saltó de entre la multitud y se puso a ejecutar una danza de apareamiento en torno a mi mesa.

En el universo ocurren sucesos que sobrepasan nuestra capacidad de plasmarlos en palabras. En el caso concreto que nos ocupa, el vocablo «indescriptible» es lo que más se aproxima, aunque sea un pálido reflejo de la realidad. Indescriptible, puede, mas no insuperable. Aniceto llevaba apenas un par de minutos dale que te pego, graznando y jadeando como una ballena asmática, cuando otro tipo se unió a la danza. Y luego otro. Y otro. Y otro más.

Al cabo de diez minutos, tenía dando saltos en torno a mi mesa a saber: un Somormujo asaz alicaído, dos Urogallos, un Ratonero, un Pato Cuchara (encima, cojo), un Zarapito, un Casuario con algunas copas de más y un sujeto que no pude identificar, pero que amenizaba sus saltos con una trompeta, lo que causaba gran zozobra a sus competidores. Mis sentimientos oscilaban entre el «tierra, trágame» y la genuina curiosidad científica. Finalmente venció la profesionalidad y les dejé hacer, a ver en qué paraba todo aquello.

Aniceto fue el primero en abandonar, incapaz de competir en vistosidad y resistencia física con los demás. Era la viva imagen de la derrota, y se quedó apoyado en la barra, cabizbajo y ahogando sus penas en una cerveza. Le siguió el Pato Cuchara, anadeando por culpa de la cojera, mas el resto no desistía, especialmente el energúmeno trompetista. Me dio la impresión de que otros ardorosos galanes amenazaban con unirse al cortejo. No os riáis, puñeteros, y dejadme seguir con el relato.

En tan singular trance, recordé lo que San Carlos Darwin opinaba de la selección sexual como fuerza motriz del cambio evolutivo: los machos se pavonean y alardean de salud y poderío, pero son las calladas hembras quienes deciden. Para no llevarle la contraria me levanté y saludé a los bailarines con una reverencia, dejándolos con un palmo de narices (perdón, quise decir de pico). Me acerqué a Aniceto y lo tomé del brazo.

—Será mejor que cada mochuelo vuelva a su olivo —le susurré al oído, y así concluyó aquella memorable jornada.

Por fortuna, la danza le había dejado con el ánimo maltrecho, así que no tuve que buscar ingeniosas excusas para darle calabazas. Me caía simpático, pero la idea de aparearme con un Somormujo no figuraba en mi agenda, ni siquiera como deber patriótico en pro de los intereses corporativos. Durante el camino de vuelta, el desventurado galán no paró de quejarse de la arrogancia de los Urogallos y la impudicia del Casuario. Yo me mostré muy comprensiva, me despedí de él en la puerta del hotel con un casto beso en la mejilla y dormí a pierna suelta durante el resto de la noche.

8

ACTOS lúdicos aparte, la estancia en Ornitia me resultó provechosa desde el punto de vista antropológico. Aprendí un montón sobre la sociedad, e incluso llegué a integrarme razonablemente bien gracias a los atinados consejos de la doncella Angelina. Tampoco fue tan difícil. Después de mi tesis doctoral con la tribu Suhakari en el planeta Mirrih, ya estaba curada de espantos. Si logré convencer a aquellos bárbaros de que una extranjera no debía ser convertida en el plato estrella del ágape de celebración del Sol Nuevo, moverme entre pájaros o esquivar las atenciones de Aniceto eran juegos de niños en comparación.

En Ornitia se cobijaba una sociedad pagada de sí misma, orgullosa y próspera. El planeta carecía de metales pesados y combustibles fósiles, pero un sistema avanzado de captación de energía solar, más las plantas de fotosíntesis artificial, bastaban y sobraban para generar riqueza. Por supuesto, existían diferencias entre ricos y pobres, aunque no tan acusadas como en otros lugares. Hay mundos integrados en la Corporación donde las condiciones de vida y las libertades públicas dejan mucho que desear.

Más que las desigualdades económicas, lo que caracterizaba aquella cultura era la estratificación. Para alguien políticamente correcto, resultaba sangrante que los miembros de una casta paria carecieran de expectativas para llegar a ser alguien: reconocimiento social, pareja adecuada, etcétera. Trepar era posible, mas para ello se requería ser inasequible al desaliento y poseer una tenacidad a toda prueba. Pocos lo lograban.

Irritación a la par que admiración: ésos eran los sentimientos que experimenté mientras recopilaba datos. Ya sé que, según el ínclito doctor Randolph Thunberg, un antropólogo que se precie ha de ser un observador imparcial y aséptico. Qué le vamos a hacer.

A pesar de las castas, los ciudadanos de Ornitia no eran precisamente cerriles intolerantes. Monogamia, poligamia, familias extensas, machismo descarado, igualdad entre sexos, dominación, altruismo, colaboración, exhibicionismo, discreción… Cada cual elegía la especie avícola que más se ajustaba a su personal idiosincrasia. Así, los demás sabían a qué atenerse. Si alguien pretendía hacerse pasar por quien no era, enseguida lo calaban y era condenado al ostracismo. Ser más o menos vocinglero no tenía nada que ver con la categoría social. Por ejemplo, las gentes gallináceas solían ser muy extrovertidas, pero no era lo mismo tratar con un Faisán Dorado que con un Pollo de Granja. O, entre los más serios, un Cóndor nada tenía que ver con un Zopilote. A estos últimos, al igual que los Pollos, una nunca los vería en una fiesta de alto copete, sino en las faenas más humildes. Todos y cada uno tenían clarísimo cuál era su papel en la vida.

La religión de Ornitia era previsible: un Huevo Cósmico original, dioses menores que empollaron amorosamente a los Primeros Padres de la Humanidad… En cuanto a los espectáculos, teatro, literatura y cine, me costó lo indecible adaptarme a ellos. Por supuesto, a mis anfitriones les entusiasmaban, pero reconozco que a cualquier extranjero le dejarán fríos títulos como: «Las tribulaciones del Zorzal que quería ser Ñandú», «Avutarda no hay más que una y a ti te encontré en la calle», «No me seas Flamenco y baja esa pierna» o «El siniestro Desplumador». Los matices son legión, y se dan tantos sobreentendidos, que incluso a mí se me escapaba la mayoría.

Como supondréis, me interesaba conocer el modo de vida de los países del sur, donde moraban quienes renegaban de los pájaros. En cuanto se lo sugerí a Aniceto, me puso mala cara y se cerró en banda. Abreviando: no me permitieron viajar allá. Más aún, de intentarlo por mi cuenta me pondrían de patitas en la calle, o sea, de vuelta a casa. Puesto que no deseaba enemistarme con las autoridades, o que mi conducta fuera un pretexto para incrementar la xenofobia de los sectores aislacionistas, debí quedarme con las ganas. Eso sí, me las apañé para entrevistar a alguno de los turistas sureños que pasaban por la ciudad. Según deduje de lo poquito que pude sonsacar a gente tan reservada y suspicaz, estaban hasta el gorro de pájaros, sencillamente. Vivían en lugares donde toda cosa con plumas había sido erradicada en kilómetros a la redonda. Más o menos, funcionaban como la sociedad corporativa estándar, aunque sufrían una incómoda dependencia respecto al norte. No tenían más remedio que aceptar la moneda pajaril, eso sí, en forma de papel moneda avalado por el Banco Central de Ornitia. La mutua dependencia entre comunidades hacía que la hostilidad no pasara de los típicos chistes o de alguna gresca ocasional entre jóvenes exaltados.

En cuanto a lo que realmente preocupaba a la Corporación, ciertamente poco pude hacer. Aniceto ocupaba un alto cargo en la Administración, como no paraba de refregar por la cara a todos sus conocidos, y se podía confiar en él a la hora de pulsar el ánimo del Gobierno. Había recelo, y mucho. En el fondo, creo que se consideraban como entes singulares, léase bichos raros, y temían ser absorbidos por nuestra cultura de masas. De mezclarse con el mundo exterior, su forma de vida, construida a lo largo de siglos sobre una frágil base de improbabilidad, se diluiría como un azucarillo. Cuando le comenté a Aniceto que en la esfera de influencia corporativa había planetas con modos de vida aún más singulares que se mantenían sin problemas, vi que deseaba creerme. Por desgracia, no todos pensaban así. La idea de establecer una base militar era sentida como una amenaza. No se fiaban de nosotros y, repasando la Historia de la Corporación, los comprendo perfectamente.

Así que me dediqué a mi investigación antropológica, sin complicarme la existencia. Al terminar, entregaría mi informe a las autoridades que me pagaban y a otra cosa, mariposa. Lo que luego hicieran los militares no sería de mi incumbencia. Sin embargo, no podía dejar de inquietarme el destino de cuatrocientos millones de almas que soñaban con ser pájaros.

9

RESTABA ya poco para que concluyera mi misión en Ornitia, cuando un buen día Aniceto acudió a mí. Nada más verlo se me figuró que algo grave le preocupaba. Me invitó a comer a un pequeño mesón, La Calandria, y en contra de lo habitual, prácticamente no probó bocado. Se iba angustiando por momentos, así que esperé, sin forzarlo. Le debió de costar lo indecible, pero al final se decidió:

—Todo… todo se viene abajo —y un par de lagrimones resbalaron por sus mejillas. Empezó a hacer pucheros, aunque se reprimió y se secó el rostro con la servilleta. Siguió un silencio embarazoso, que rompía de vez en cuando con alguna frase inconexa—. No tienen derecho… Delincuentes… ¿Por qué desahogar sus frustraciones en unos animalillos indefensos? —y más por el estilo.

Debo de tener vocación de paño de lágrimas, porque no es la primera vez que alguien se me pone a contar sus penas sin invitarlo. Arrastro esta lacra desde pequeña, cuando alguna compañera de clase se pasaba horas a mi lado quejándose porque le habían birlado a la novia. En el presente caso, por fortuna, no recibí una pormenorizada y extensa lista de agravios, sino palabras sueltas y suspiros capaces de quebrar las piedras. Deduje que alguien estaba atacando a los pájaros, y que eso había afectado sobremanera a mi buen Somormujo. ¿Se debía a que en el fondo era un sensiblero, o el crimen era tan horrendo como dejaba entrever? Aguardé, poniendo mi mano sobre la suya con dulzura y escuchando sin osar interrumpirlo. Al cabo de un buen rato, respiró hondo y me miró fijamente a los ojos.

—Escúchame bien, Basili —dijo, muy serio—. Probablemente me desplumarán por lo que voy a hacer, pero quiero pedirte un favor. Te ruego absoluta discreción.

Caray, aquello tenía pinta de importante.

—Si no se trata de algo que atente contra mis principios, te lo prometo.

¿Pensaba en aquel momento cumplir con mi palabra de guardar secreto? ¿O sería capaz de publicarlo si era algo de interés antropológico? Hay veces en la vida en que te hallas ante semejante encrucijada. De todos modos, como ahora veréis, los acontecimientos se precipitaron y me ahorré enfrentarme al dilema.

—De acuerdo. ¿Serías tan amable de acompañarme al Banco Central? Ahora.

Asentí, pagó la cuenta y nos marchamos. Se confirmaba: el asunto debía de ser de muy grueso calibre. Ni en mis más locos sueños habría imaginado que dejarían a una extranjera visitar la trastienda de una humilde sucursal bancaria. Y nos dirigíamos a la madre de todas ellas…

El edificio del Banco Central de Ornitia consistía en una gigantesca caja de zapatos con la típica ornamentación aviar a la cual, a estas alturas, ya no prestaba atención. No entramos por la puerta principal, sino que fuimos a la parte trasera y nos detuvimos ante un muro en apariencia vacío. Aniceto sacó una tarjeta de plástico en forma de pluma y la introdujo por una ranura camuflada. Una sección del muro se abrió, mostrando un lector de iris. Aniceto superó el escrutinio y un panel camuflado se deslizó en silencio. Pasamos a una pequeña habitación carente de adornos. Debimos superar otro escáner y una puerta con cerradura de teclado, bajar unas escaleras y llegar a un sótano bien iluminado.

—Aquí está mi humilde despacho.

Volvió a usar su tarjeta-pluma y una puerta oculta se abrió. El despacho era sorprendentemente amplio. Las paredes estaban alicatadas con los diplomas y condecoraciones que Aniceto había obtenido a lo largo de su vida profesional. Sin duda, aquello servía para impresionar a las visitas, como en las antiguas consultas privadas de los médicos. Quizá para dar la impresión de que era persona atareada, la mesa aparecía llena de carpetas y papeles. En un rincón del cuarto, una escultura en madera policromada de un auténtico somormujo lavanco nos miraba con expresión triunfante.

Mi anfitrión me invitó a sentarme en uno de los sillones, mientras él se dejaba caer en una butaca que más bien parecía el Trono del Carro de Yahveh que Ezequiel describió en la Biblia. Se quedó abstraído durante unos minutos. Al final, suspiró por enésima vez y dijo:

—Los ornitófobos pretenden arruinarlo todo, Basili.

Puse cara de extrañeza, y eso lo animó a proseguir.

—Están enfermos. Sin remedio. Nuestros intentos de reinsertarlos siempre fracasan. He dudado antes de mostrártelo, pero se supone que eres profesional y mujer de fuerte carácter. Reconozco que es muy duro. Se trata de un vídeo incautado a una red de ornitófobos. Los miserables pervertidos sin duda lo usan para excitarse. Sé que herirá tu sensibilidad, pero…

—Venga, ponlo —le rogué; de inmediato me di cuenta de que igual sonaba demasiado ansiosa—. Soy antropóloga, recuerda. Ya estoy curada de espantos.

—Tú lo has querido. Ahí va.

Del techo se desenrolló un lienzo reflectante blanco, que resultó ser una pantalla extraplana. Se iluminó y mostró el salón de una vivienda que podría corresponder a cualquier familia de clase media en la Corporación. Aparecieron un hombre y una mujer que llevaban algo en una bolsa de papel. Se quitaron los trajes emplumados y los arrojaron a la chimenea, donde se convirtieron en cenizas. Dieron saltitos de alegría y acto seguido pasaron a la cocina. Entonces lo hicieron. Miré de reojo a Aniceto. Se estaba poniendo verde.

Los dos actores estaban friendo un huevo, entre ostensibles muestras de alborozo. Cuando rompieron la cáscara, Aniceto dio un respingo. Al depositar su contenido sobre el aceite caliente y empezar a chisporrotear, apretó los dientes y sudó profusamente, como si un negro espanto se abatiera sobre él. Y cuando se lo zamparon, sopando pan en la yema, por poco le da un síncope. Apagó el lector de vídeo y la pantalla retornó a su escondite.

—Creo… Perdón, me falta el aire —se aflojó la gorguera—. Creo que esto bastará para que te hagas una idea de su corrupción moral. Es uno de los más suaves que circulan por las redes ornitófobas ilegales. Tendrías que ver el de la tortilla o el de los huevos revueltos. ¡Qué atroz delectación en el pecado, en lo más sucio! —casi gritó, mientras se secaba el desencajado semblante con un pañuelo.

Yo intentaba no reírme, y me costaba. Lo que para mí era una situación bufa, causaba a Aniceto un indecible sufrimiento. ¿Unos vídeos subversivos ponían en peligro a Ornitia, o había algo más? Me resultaba difícil admitir que el equivalente a la pornografía fuera tan destructivo. Normalmente, aquello constituía una válvula de escape en muchas sociedades represivas. Pronto me sacó de dudas.

—Si sólo se quedaran ahí… Pero su odio contra las aves va mucho más allá. Toma esta credencial.

Me tendió una tarjeta que me colgué del cuello. Según se leía en ella, ahora era una tal Gisela Cisne, Inspectora Fiscal de Cuarto Grado. De un armario empotrado sacó un par de batas desechables. Me puse la que me correspondía, que disimuló razonablemente bien mi indumentaria de Golondrina de Mar. De aquella guisa salimos al pasillo.

—Vamos a la zona de cría. Pon cara de funcionaria, compórtate con naturalidad y no abras el pico. Me estoy jugando el cuello, pero necesito tu opinión de experta.

La tarjeta-pluma de Aniceto era mano de santo, ya que nos franqueó todas las puertas. Conforme nos adentrábamos en las entrañas del edificio, los adornos desaparecían y sólo quedaban paredes desnudas y corredores funcionales. Observé algo aún más perturbador: guardias armados del clan del Alcotán. Sus cascos con visor parecían cráneos provistos de picos ganchudos, aunque las armas que portaban, desde luego, no eran de adorno.

Llegamos a una gran sala que me recordó la sección de Neonatología en un hospital. Era inmensa. Se trataba de una incubadora de ambiente controlado que dejaría enana a la de una granja avícola intensiva. En sus instalaciones cabían desde huevos de avestruz hasta de colibrí, y todos eran tratados según sus requerimientos.

Y estaba vacía.

Miré a Aniceto. Éste parecía a punto de echarse a llorar.

—No todos los ornitófobos son criminales. Los más consecuentes, a los cuales respeto aunque compadezco, emigran a las tierras del sur. En cambio, los más radicales propugnan la revolución, acabar con nuestro estilo de vida y empezar desde cero. ¿Serán insensatos? Claro, como saben que en unas elecciones por sufragio universal apenas les votarían cuatro Pájaros Bobos, recurren a las malas artes. Los peores deciden quedarse en un país al que odian visceralmente, con ánimo de socavarlo desde dentro. Algunos se infiltran en la Administración o en empresas estratégicas, y disponen de acceso a medios avanzados para subvertir el orden social. Los solemos detectar a tiempo, y tomamos las debidas medidas de profilaxis. Pero esta vez nos han ganado la mano. Hace años diseñaron un virus muy contagioso que provoca esterilidad en las aves. Cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde. La pandemia había entrado en fase exponencial, y ni un solo pájaro escapó. Los bancos descubrieron que los intereses menguaban y tendían a cero.

Me quedé helada. Aquello significaba el desastre total para Ornitia.

—Nuestros científicos se pusieron a trabajar a destajo para tratar de contrarrestar el ataque, sin éxito. Todos los empleados bancarios se juramentaron para mantener la catástrofe en secreto. Nos vimos obligados a ir pagando los intereses mediante las reservas disponibles, y propiciar políticas fiscales que fomentaran el ahorro para ir tirando, pero ya no podemos aguantar más. Es cuestión de poco tiempo que el escándalo se desvele, y será el caos. Por eso acudo a ti, Basili.

—¿Qué quieres que haga yo? —logré responder, aturdida por sus revelaciones—. Sólo soy una triste antropóloga, no una diosa omnipotente.

—Lo comprenderás mejor dentro de un momento. Sígueme. Aún queda un débil rayo de esperanza para nosotros.

10

SEGUÍ a Aniceto hasta un ascensor que bajó aún más en el subsuelo. Las medidas de seguridad de la última planta rozaban lo paranoico. También comprobé la categoría de Aniceto, ya que pude pasar sin problemas, salvo los inevitables detectores de armas y cacheos, efectuados por una Dama Ánsar y sus ayudantes femeninas.

Mi guía me condujo hasta lo que debía de ser el sancta sanctorum del Banco: una especie de Unidad de Cuidados Intensivos para pájaros. En las distintas dependencias pude ver alguna que otra ave recuperándose de achaques diversos: un alcaraván con una pata escayolada, una tórtola que parecía recién sacada de una barbacoa, un alimoche del que salía un laberinto de tubos y goteros… Y en un reducido cubículo, varias nidadas de cinco o seis huevos reposaban en el cálido vientre de una incubadora. Aniceto se detuvo ante ella y comenzó a hablar en tono solemne, aunque el temblor de su voz revelaba la emoción que sentía.

—Recientemente, nuestros biólogos moleculares dieron con otro virus que, alabados sean los dioses, contrarresta la acción del que soltaron los terroristas ornitófobos. Éstos que ves aquí son los únicos huevos viables, obtenidos por una auténtica carambola genética. Están a punto de eclosionar. Si los pollos se desarrollan como es debido, sólo es cuestión de tiempo que liberemos el neovirus y los bancos comiencen a producir intereses. Si saliera mal, o los huevos se perdieran… No quiero ni pensarlo —se pasó la mano por los ojos—. E incluso si los pollos van bien, nos esperan tiempos de recesión económica. Basili, si la suerte de todos nosotros te conmueve, ¿podrías interceder ante tu Gobierno para que nos concediera un préstamo? Si se realiza con discreción, puede que incluso pudiéramos ocultar a la población lo del ataque terrorista.

Medité bien mi respuesta antes de abrir la boca. Una petición de ayuda a la Corporación equivalía a ponerse en sus manos, en cuerpo y alma. Nuestro Gobierno nunca da nada gratis a otros estados, como sabéis. También me cruzó por la mente un pensamiento ominoso: ¿Y si la propia Corporación estaba detrás del virus esterilizante? Eso podría provocar un golpe de estado, y los nuevos gobernantes, a cambio de ayuda, favorecerían los intereses de la Armada. Más aún, ¿y si a los Hijos Pródigos les diera por apuntarse a la fiesta? En menudo compromiso me estaba poniendo.

—Necesito saber algo, Aniceto. ¿Hablas a título personal o te respaldan tus jefes?

Me miró con ojos húmedos, implorantes.

—Obro por mi cuenta y riesgo, Basili. Las distintas facciones del Gobierno han logrado un inestable equilibrio mediante el cual cada una mantiene su cuota de poder. Eso implica que nunca tomarán decisiones arriesgadas. Una política de hechos consumados, más la amenaza de denunciar los hechos ante la opinión pública, nos obligarían a actuar juntos para preservar el interés común. Soy consciente de que yo estaré más acabado que el Dodo, y me defenestrarán. Mi nombre y honores serán borrados de los Anales —se volvió hacia la incubadora—. Pero los pájaros se salvarán, y todo volverá a ser como antes —meneó la cabeza—. Soy un cobarde, y me aterran las consecuencias de mis actos, pero alguien debe arriesgarse y yo estoy en el lugar preciso. Hágase la voluntad de los dioses.

Le había quedado un discurso un tanto melodramático, pero sonaba sincero. Nunca antes me había topado con semejante muestra de valor o insensatez. Había logrado conmoverme, pero intenté mantener la cabeza fría. Si iba con el cuento a la Armada, estaría traicionando la base de mi profesión: observar sin interferir. Y aquello podía provocar un conflicto interestelar. Bonito embolado.

Un discreto zumbido me sacó de mis cavilaciones. Mi acompañante estaba recibiendo una llamada. De su emplumada gorguera brotó un auricular. Aniceto empalideció, aunque enseguida recobró el color. El mensaje nada tenía que ver con mi intrusión.

—¿Sí? Ah, eres tú —hubo una larga pausa mientras escuchaba—. ¿Realmente me necesitan? Válganme los dioses… No os puedo dejar solos. De acuerdo, allí estaré. Tenedlo todo preparado.

El micro se replegó y Aniceto puso cara de circunstancias.

—Lo siento, Basili, pero debes disculparme. Me requieren para visar un documento urgente que se traspapeló. Estos Abejarucos son unos inútiles; al final uno tiene que hacer trabajo doble. Saben que estoy aquí y llamaría demasiado la atención que no resolviera este trámite burocrático. Tampoco puedes acompañarme; debería responder a demasiadas preguntas enojosas. Tardaré muy poquito. No salgas de la planta. Si viene alguien, cosa que dudo a estas horas, pon cara de Inspectora Fiscal y di que te invité yo. Y sobre todo…

—Tranquilo; no tocaré nada. Anda, cumple con tus obligaciones.

En resumen: me quedé más sola que la una en el lugar más importante del planeta, una extranjera junto a unos ejemplares biológicos de valor incalculable. No vayáis a pensar que Aniceto era tan insensato. La incubadora estaba protegida por un cristal blindado capaz de resistir el impacto de una granada anticarro, aparte de que los cubículos sólo se abrían para el personal autorizado. Ni tan siquiera Aniceto tenía potestad para acercarse a aquellos huevos.

Anduve unos cuantos minutos matando el tiempo, paseando ociosamente mientras ponía en orden mis ideas. Justo cuando había llegado a la conclusión de que el universo era raro con ganas, sentí una explosión y las luces del techo se apagaron. Las de emergencia, cada una de ellas con su correspondiente batería, se encendieron enseguida, dejándome en una ominosa semipenumbra.

Ya sé que suena a cursilada, pero el viejo cliché: «el corazón latía en mi pecho como un caballo desbocado» era una gran verdad. Intenté tranquilizarme. Aquello se debía a un fallo en la instalación eléctrica, seguro. Aniceto vendría pronto y me sacaría de allí. Más nerviosa de lo que debiera, eché un vistazo a la incubadora.

Todo el sistema de apoyo vital de los huevos estaba fuera de servicio, y las puertas de acceso se habían desbloqueado.

No me lo pensé dos veces. Salí en busca de alguien que pudiera dar la alarma. No tenía ni idea de cuánto aguantarían los huevos, pero la avería tenía pinta de ser muy seria. Al llegar a un cruce de pasillos, me detuve en seco. En el suelo había una pareja de Alcotanes. Ambos estaban inconscientes, y no había rastro de sus fusiles de asalto.

Oí voces. Me pegué a la pared, con el corazón en la boca y tratando de pasar desapercibida. Un grupo de individuos armados marchaba muy cerca de donde yo estaba, por fortuna sin percatarse de mi presencia.

—¡Tienen que estar por aquí! —gritó uno—. ¡Malditos planos desfasados!

—Ya queda poco por peinar —le respondió otro.

Aunque no tuve oportunidad de fijarme mucho, me dio la impresión de que llevaban sobrios uniformes de camuflaje urbano, sin plumas ni adornos. Sumé dos y dos. Los ornitófobos, solos o en compañía de otros, iban a propinar el golpe de gracia al sistema económico de Ornitia. Sin aquellos huevos, la catástrofe no podría ser eludida. Y allí estaba yo, desafiando las leyes de la probabilidad, siendo testigo de un acontecimiento histórico que cambiaría el destino de todo un mundo. El sueño de un antropólogo, vamos. Rogué por que si me capturaban, el hecho de ser ciudadana corporativa me permitiera escapar indemne. Pero entonces…

Cuando los asaltantes llegaron a la incubadora la encontraron vacía. Adivinad quién, después de arrojar por la borda a la vez el buen sentido y la deontología profesional, había agarrado los huevos y, tras colocarlos en una caja acolchada, huía como alma que llevara el diablo.

11

A cada paso que daba, me decía a mí misma: «Tía, ¿has perdido un tornillo o qué? ¿Qué se ha hecho de la observadora neutral que jamás interfiere con la cultura estudiada?» Me daba igual; me negaba a permitir que se cargaran a unos pobres polluelos nonatos y, de paso, arruinaran una cultura secular. Con todos sus defectos, la diversidad humana se resentiría si dejaba que Ornitia se marchitara.

Bien, era una fugitiva con un pequeño fallo en mi plan: no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Escapar del Banco Central parecía relativamente simple, ya que los asaltantes se habían cepillado los sistemas de seguridad. Y después, ¿qué? Salir a toda pastilla para el hotel, me dije, y empezar con las llamadas videofónicas. ¿Qué habría pasado con Aniceto? Estaba convencida de que podía confiar en él, pero ¿y si aquellos tipos lo habían capturado, o algo peor? Mal momento tuve para sufrir un ataque de altruismo agudo.

Además, siempre quedaba el factor suerte. La buena estrella se acaba, tarde o temprano. En mi caso, la perdí cuando casi llegaba a la salida. De golpe y porrazo me topé con la Dama Ánsar que me había cacheado al entrar. A juzgar por su expresión al verme, estaba claro que participaba en el complot. La había pillado por sorpresa, pero era cuestión de segundos que diera la alarma.

Como os podéis imaginar, yo no soy precisamente un comando de las F.E.C. Mis únicos conocimientos de artes marciales se reducen a la venerable y de bien contrastada eficacia patada en la entrepierna. La técnica, por motivos obvios, no resulta demasiado idónea contra otra mujer. Improvisé. Sin darle tiempo a reaccionar, le dije:

—Tenga esta caja. Creo que es suya —y se la ofrecí.

Ella tendió las manos como acto reflejo, circunstancia que aproveché para arrimarme y propinarle un cabezazo en la nariz con toda mi alma. Si a mí me dolió el golpe, a ella la dejó grogui. Reculó hasta tropezar con la pared y se llevó las manos al rostro; creo que sangraba. Salí del banco a todo correr.

Con las prisas de Aniceto por invitarme a comer y luego llevarme al Banco Central, no me había dado tiempo de coger el teléfono ni el monedero con las tarjetas que guardaba en mi habitación del hotel. Tampoco tenía los conocimientos necesarios para robar un coche, así que tendría que ir a pie. Me asomé a una esquina del edificio con suma precaución. Había una pareja de guardias armados. Aunque llevaban uniformes de Alcotanes, me dieron mala espina. Se les veía demasiado inquietos; probablemente estaban en el ajo. Por lo tanto, podía olvidarme de salir por ahí. Miré desesperada a mi alrededor. Sólo me quedaba una vía de escape: el parque que se abría junto a la puerta trasera del banco.

Me interné en la floresta. Debía de ser una de las zonas verdes más extensas de la ciudad, diseñada en un estilo más bien rústico: nada de parterres regulares y ordenados sino rocallas, caminos retorcidos, setos sin podar y árboles centenarios. Los pájaros piaban por doquier, felices y ufanos en sus jaulones disimulados entre el ramaje.

Acabé perdiéndome, para variar. Por si faltaba algo para empeorar mi pésimo estado de ánimo, estaba convencida de que me seguían. Los asaltantes no eran lerdos, y la Dama Ánsar les habría dado pelos y señales sobre mí. Era cuestión de tiempo que me pillaran. Probablemente controlarían las salidas del parque, para coparme en cuanto asomara la cabeza. Y encima, los huevos necesitaban calor. Según Aniceto, estaban a punto de eclosionar.

Me invadió el pánico. Aquello, más que parque semejaba un laberinto. Di con mis huesos en una zona que remedaba un paisaje rocoso, al estilo de un torcal, con peñas tapizadas de hiedra de un verde tan intenso que más parecía negro. Había plantas que pendían de las rocas, cuyas ramas se entretejían en tupidas cortinas. Tal vez si me ocultaba detrás de alguna y aguardaba muy quietecita, las fuerzas del orden capturarían a los terroristas y yo podría salir sin peligro.

Detrás del velo de plantas no había un escondrijo, sino que se abría una especie de calvero circular de grandes dimensiones. Estaba repleto de pájaros Whakkamole. Me quedé inmóvil como una estatua. Aquellos bicharracos me miraron con interés, y con su inefable caminar se acercaron y me rodearon.

—Furufufú ak ak —me dijo uno de ellos, singularmente orondo, y se quedó a un metro de mí, expectante.

«Bueno, chica, ¿qué se hace en estos casos? No tienes ni idea de sus costumbres alimentarias. Igual están deseando abalanzarse sobre ti…» Así, entre Escila y Caribdis, con la mente bloqueada, múltiples imágenes pasaron a toda velocidad ante mis ojos. Según dicen, es lo que les ocurre a quienes van a morir, pero si podía evitarlo… Pensé en mi carrera, en los buenos tiempos de la universidad con el Abuelo, en mi llegada a Ornitia, en…

Mi llegada al aeropuerto. Disparé a ciegas.

—¿Teófila? —procuré no alzar mucho la voz, por si alertaba a mis perseguidores.

Los pájaros se miraron entre sí de una forma que en otras circunstancias se me habría antojado cómica. Acto seguido, repitieron ese nombre como en un congreso de papagayos desquiciados. «Igual puedo escabullirme entre semejante guirigay». En cuanto intenté dar un paso, me volvieron a cercar. Estuve a punto de soltar un taco más bien recio, pero entonces sucedió algo extraño. Algunos de ellos se movieron y dejaron libre un pasillo. Un ejemplar adulto se acercó ceremoniosamente, sin prisas, bamboleándose. Yo estaba al borde del ataque de nervios, porque los ornitófobos podían llegar en cualquier momento. Claro, a ver quién era la guapa que se meneaba de allí…

El pájaro Whakkamole se detuvo, me honró con una inverosímil genuflexión que a poco lo destaza y declamó con solemnidad:

—Bella extranjera. Sagaz búho. Furufufú ak ak.

Definitivamente había algún dios menor que velaba por las antropólogas insensatas. Había dado con Teófila. Pensé a toda prisa. Traté de vocalizar con la máxima claridad, mirando fijamente a aquellos ojos alienígenas:

—Teófila, ¿sabes dónde está Aniceto? A-ni-ce-to.

Reaccionó de inmediato.

—¡Aniceto! ¡Aniceto! ¡Gloria de Ornitia! ¡Todopoderoso varón dotado de profunda voz de broncíneos acordes! ¡Objeto de deseo para todas las pajaritas núbiles! ¡Espejo donde se contemplan todos los Somormujos del Orbe! Furufufú ak ak. Aniceto.

Vaya con lo que el amigo enseñaba a su pájaro Whakkamole. Bueno, si lograba sacarme con vida de ésta, no se lo contaría a nadie. Mientras, sus congéneres habían vuelto a alborotarse. Aquel escándalo tenía necesariamente que atraer al enemigo. Debía actuar con presteza. Volví a dirigirme a Teófila, acompañando mis palabras con mímica:

—Escucha, Teófila. Bus-ca a A-ni-ce-to. Busca. Ve a por él. Le llevarás un men-sa-je.

—Mensaje. Aniceto. Búho sabio. Furufufú ak ak.

Como buenamente pude, compuse una petición de ayuda. Teófila la repitió, se dio la vuelta y se largó volando con el mismo garbo que un pavo beodo. Mis esperanzas iban con ella, o él, o ello, o lo que demonios fuese un animal semiinteligente que funcionaba como un loro hipertrofiado.

Bien, ahora tendría que esconderme, siempre que aquella tropa me lo permitiera. Los perseguidores estaban a punto de llegar. Aunque pensándolo bien…

12

PONGÁMONOS ahora en el pellejo de los malos de la película. Según supe después, portaban visores infrarrojos y alguno de ellos conocía su oficio. Dieron con mi rastro y, como no podía ser menos, acabaron en el feudo de los pájaros Whakkamole. Supongo que, al tratarse de ornitófobos, no conocían sus costumbres. En eso estábamos más o menos empatados.

Tenían mucha prisa. El tiempo se les acababa, ya que más pronto que tarde las fuerzas de orden público reaccionarían. Por tanto debían rematar la faena al precio que fuese, sin dejar flecos. La orden era tirar a matar y dejarse de tonterías, todo con tal de freír a los huevos y a su actual propietaria.

Por tanto, cuando oyeron una voz femenina que imploraba: «Tengo los huevos. ¡No disparen!», se giraron hacia el origen del sonido como impulsados por un resorte. Venía de un hueco medio tapado por la hiedra. Sin pensárselo dos veces abrieron fuego con sus fusiles de plasma.

Lo único que consiguieron fue achicharrar a una familia de pájaros Whakkamole. Me había tomado la molestia, a toda prisa, de enseñar a alguno de aquellos animales a repetir un mensaje muy simple. Para ellos no era difícil, e incluso creo que les divertía. Mi propósito era confundir a los terroristas, y tener así una posibilidad de escapar. Lo que no había previsto era lo que sucedió a continuación.

Según me explicó años más tarde un biólogo de Galadriel, los pájaros Whakkamole eran unas bestias mansas, unos auténticos pedazos de pan, salvo cuando estaban en época de cría y alguien se metía con sus retoños. Menuda se armó, madre mía. Como un solo avechucho, todos se arrojaron contra los hombres armados, al grito de: «¡Furufufú ak ak!»

Fue una genuina batalla campal, picos y patas contra fusiles de plasma. Acudieron más terroristas y el calvero se convirtió en un amasijo de plumas y carne quemada, todo aderezado por una escandalera de mil demonios. Mis involuntarios defensores tenían todas las de perder, pero un disparo mal dirigido acertó a una jaula con gorriones que había en la copa de un pino y eso hizo saltar una alarma en la comisaría más próxima.

Yo me había acurrucado en la oquedad más recóndita que pude encontrar, confiando en que no me descubrieran o me acertaran por azar. Ni siquiera me atrevía a asomar la nariz y mirar. Notaba cómo el barullo iba in crescendo, alcanzaba su clímax y luego menguaba, conforme los bravos pájaros iban cayendo uno tras otro. Súbitamente el sonido cambió: sirenas, fusiles de aguja, alaridos humanos. Por fin había llegado el Séptimo de Caballería. Por si las moscas, seguí sin dar señales de vida.

Al cabo de un rato, la familiar voz de Aniceto llegó a mis oídos. Sonaba terriblemente angustiada.

—¡Basili! ¿Dónde estás? ¡Hemos acabado con los terroristas! ¿Me escuchas?

Me invadió una oleada de alivio. Me incorporé, aún sin acabar de creérmelo, y salí de debajo de la roca muy despacito. Aquello parecía el escenario de una guerra mundial. El suelo estaba tapizado de plumas anaranjadas, olía a carne asada, los terroristas estaban en el suelo, muertos o atados como fardos, y una legión de policías, soldados Alcotanes y Pigargos controlaba la zona. Me encañonaron nada más verme, pero Aniceto les gritó que se estuvieran quietos. Iba acompañado de la fiel Teófila y de un tipo de la casta del Chajá con aspecto de hallarse al borde de la apoplejía. Era el vicepresidente del Gobierno.

Aniceto corrió hacia mí y estuvo a punto de abrazarme, aunque se contuvo para guardar las formas ante su superior. Cuando ya hubo pasado todo y estuvimos más tranquilos, me contó que la llamada recibida en el sótano del Banco Central resultó una añagaza para apartarlo de la circulación. Mientras trataba de averiguar qué pasaba con el papel que debía visar, se desencadenó el caos. Pese a las trabas de los ornitófobos infiltrados, logró convocar un comité de crisis para contrarrestar el ataque, aunque se hacía pocas ilusiones. Entonces llegó Teófila con el mensaje, y el resto os lo podéis imaginar.

Pero volvamos al calvero en el parque. Con voz trémula, Aniceto me preguntó, temiéndose lo peor:

—¿Los… los huevos?

Lenta, pausadamente, me quité la bata que aún llevaba y me desabroché la blusa. Había guardado los huevos pegados a mi cuerpo para darles calor. La cáscara de algunos se había roto, y unas cositas desvalidas y temblonas abrían los picos pidiendo comida.

Aniceto cayó de rodillas y se echó a llorar. Los soldados me miraron fijamente, se cuadraron y presentaron armas.

13

EL resto es Historia. Si viajáis a Ornitia, cosa que recomiendo, veréis en las librerías uno de los títulos más vendidos (por no mencionar las películas que habrán rodado sobre el tema): «Caída y exaltación gloriosa de los pájaros Whakkamole: la carga de los noventa y siete». Se convirtieron en héroes que dieron sus vidas por salvar el futuro de su mundo adoptivo. A todos y cada uno de los muertos en combate erigieron su propia estatua en el parque. Los niños acuden cada aniversario de la escabechina a honrarlos, llevarles flores, recitarles poemas y todo eso. Por si os interesa, los supervivientes se reprodujeron, y la colonia actual es venerada como una reliquia sagrada.

El Gobierno, con buen tino a mi entender, por fin decidió no ocultar lo sucedido, sino sacarle partido político. Se explicó a la ciudadanía lo cerca que había estado del Apocalipsis, y que se avecinaban tiempos muy duros hasta que los bancos volvieran a dar intereses. Sin embargo, la esperanza existía. La gente lo aceptó, se apretó el cinturón y, desde el Gorrión al Avestruz, colaboraron para sacar Ornitia adelante, todos a una. Una ola de solidaridad barrió el planeta, aunque siempre preservando las distancias sociales. Obviamente, presumir de ornitofobia fue peligroso para la integridad física desde entonces.

¿Y yo? Pues me convertí en una especie de heroína. Mi acto altruista en pro de los huevos indefensos conmovió hasta al Marabú más encallecido. El propio presidente me condecoró y me comunicó que cualquier recompensa que pidiera se me concedería.

—Nunca podremos pagarle lo que ha hecho por Ornitia —me dijo mientras me imponía la Gran Orden del Quetzal Sagrado. Hablaba en serio, y yo le tomé la palabra.

Así, nuestra Armada obtuvo por fin su base de avanzada. Es más: gracias a mi popularidad, la Corporación está muy bien vista en Ornitia. Nunca sabremos si nuestros servicios secretos se agazapaban o no detrás de los ornitófobos, pero como todo salió bien al final, los militares se deshicieron en elogios. Desde aquello me han requerido alguna que otra vez para asesorar a la Armada en ciertos planetas con culturas sui generis, encargos que he cumplido para mutua satisfacción. Cómo no, la Corporación concedió un préstamo a Ornitia mientras se normalizaba la situación económica. ¡Enviaron un crucero de la Armada lleno de aves! Las granjas de codornices de la Vieja Tierra se hicieron de oro.

En cuanto a Aniceto, salió muy fortalecido de la aventura. Se convirtió en un influyente político, bastante respetado y querido, un auténtico gobernante en la sombra. Sigue siendo un buen amigo. Cada vez que regreso a Ornitia voy a gastos pagados, y se desvive por mí. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

14

LOS colegas de Basili la ovacionaron entre risas.

—Venga, llenadme el vaso, que la garganta se me ha quedado reseca de tanto hablar —dijo, y se puso a bromear con Claude.

El Abuelo miró a ambos doctorandos con expresión sonriente. Señaló a la antropóloga.

—No os dejéis engañar por su tono desenfadado. Es una de las mejores estudiantes que he tenido el honor de tutelar, y una profesional de primera. Pero lo más importante es que sigue siendo ella. No se ha deshumanizado. En un determinado momento, equivocada o no, decidió hacer lo que creía correcto en vez de lo que figura en los libros de estilo. Arriesgó incluso su vida por ello. No os pediré tanto pero, ante todo, nunca dejéis que el trabajo os convierta en algo como Randolph o sus acólitos.

—¿Son figuraciones mías, o no le cae muy simpático, Anatoli? —preguntó Esperanza.

El Abuelo suspiró.

—Randolph Thunberg fue un jovencito prometedor, pero ya no se dedica al trabajo de campo o a la noble labor docente. Se ha convertido en un gestor —pareció escupir esta última palabra—. Ha ido progresando en la Administración a base de dejar en la estacada a todos aquellos en quienes se apoyó.

—¿Un trepa? —apuntó Saúl.

—El peor de todos, pero ocupa un cargo importante y en su mano está suministrar fondos a los grupos de investigación. Eso explica por qué tantos le hacen la pelota sin cohibirse lo más mínimo. A Randolph eso le encanta y halaga; la embriaguez del poder, me temo. Quienes nos negamos a rendirle pleitesía experimentamos dificultades para conseguir subvenciones oficiales. Por fortuna, hay otros métodos —les guiñó un ojo, con expresión traviesa—. Tranquilos, que no os faltará soporte económico para vuestras tesis. A cambio, haceos a la idea de que tiendan a daros de lado en los congresos. Randolph no perdona nuestro afán de independencia.

—Eso no me asusta —dijo Saúl; ya no se le veía nervioso—. Comparado con lo que le pasó a la pobre chica del documental, nuestras penas se me antojan fruslerías.

—Di que sí —apostilló Esperanza.

—Creo que apuntáis buenas maneras, muchachos —sonrió, complacido—. Tened por seguro que los aquí reunidos, más algunos ausentes, os echaremos una mano cuando fuere menester. Como habréis deducido del relato de Basili, hemos adquirido una considerable experiencia en trabajos de campo en sociedades extrañas, incluso peligrosas. El Gobierno, de forma extraoficial, nos llama de vez en cuando. En las fronteras del Ekumen se presentan problemas sociales, culturales y diplomáticos de toda índole, que a veces pueden acabar en conflictos armados o, lo más importante, perjudicar los intereses de la Corporación. Nuestra labor ha evitado más de una catástrofe, y no porque seamos héroes. Simplemente observamos, interpretamos y sugerimos. Carecemos de denominación oficial, aunque un vicealmirante de la Armada al que una vez salvé de la ruina nos llamó «Antropólogos de Combate».

—Será un honor podernos contar entre ellos —afirmó Esperanza, y Saúl asintió.

La sobremesa continuó, mientras un grupo de amigos reía, rememoraba viejas anécdotas, trazaba planes para investigaciones futuras y, en suma, disfrutaba de la mutua compañía. Finalmente, las copas se alzaron en un postrer brindis. Claude van der Plaats llevó la voz cantante:

—¡Para que en el próximo congreso volvamos a vernos en el mismo trance de contar nuestras batallitas!

—¡Amén! —corearon todos, y apuraron los vasos.

F I N

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