19
Al salir del barracón médico, el embajador se encaminó hacia la zona donde los nativos recibían lecciones sobre tácticas de infiltración y destrucción de objetivos, bien protegidos de miradas indiscretas. M'gwatu estaba por allí, supervisándolos; al percatarse de la visita fue a su encuentro.
—Las clases van algo aceleradas, pero los alumnos son aplicados. En poco más de una semana serán operativos y empezarán a incordiar al Imperio —hizo una pausa—. Me tienes un poco asustado. ¿Eres plenamente consciente de la que vas a liar?
Beni respondió con otra pregunta:
—¿Prefieres quedarte aquí sentado, diciendo: «sí, señor» a todo cuanto se les ocurra, esperando el momento en que te aplasten? Al menos, que suden un poco la camiseta.
—Tienes razón; más vale morir de pie que vivir de rodillas.
—Como en tus viejas canciones, ¿no, poeta?
—En las antiguas gestas los héroes cabalgaban con la mirada alta, las armas reluciendo al sol, y se enfrentaban de cara a un enemigo más poderoso.
—Y perdían.
—Pero lo hacían con clase. En cambio, tú los estás convirtiendo en asesinos. Y me desagrada tu idea de instruir también a psicópatas y delincuentes habituales; algunos de los que he traído, siguiendo tus instrucciones, son francamente desagradables.
—No te preocupes. Piensa en tus gestas épicas; con la propaganda adecuada, cualquier sádico capaz de matar a alguien por la espalda o poner una bomba en un mercado puede convertirse en un abnegado luchador por la libertad. Repasa la Historia, ¿no es tu especialidad?
—Lo que vamos a hacer es sumamente innoble e indigno —suspiró—. Aunque ingenioso, no lo niego.
—No divaguemos. ¿Qué resta por enseñarles?
—Básicamente, la organización. Los nuevos reclutas se distribuirán en un sistema de células independientes; si caen algunos, el resto de comandos no será delatado. Queda el problema de la detección de alguno de éstos, los de la cúpula —hizo un gesto abarcándolos.
—Ya he tomado precauciones, llevarán un sistema bioquímico de seguridad; si intentan hacerlos cantar… —hizo un gesto clásico deslizando el pulgar por la garganta.
M'gwatu sonrió tristemente.
—Seguiré supervisándolos, jefe. Ah… —declamó—. ¿Qué se ha hecho de los viejos códigos de caballería? ¿Del honor? ¿De…?
—¿Sabes dónde puedes meterte todo eso?
—Necesitaré un tarro de vaselina. Por cierto, Beni, antes de que se me olvide; debes visitar a Peláez, ese ratón de biblioteca. Parece que ha olido lo que estamos haciendo, y se ha mosqueado.
—Iré a verlo ahora mismo. Prosigue con tu trabajo.
M'gwatu compuso un gesto de resignación y regresó con los nativos, que continuaban entrenándose o conectados a una terminal de ordenador.
Beni sintió frió cuando penetró en el edificio administrativo; el ambiente parecía más aséptico que el de un hospital. Peláez se hallaba agazapado tras su ordenada mesa, como si nunca se moviera de allí. Alzó la vista al oír los pasos del embajador, quien fue directamente hacia él y no se anduvo con rodeos:
—Me han comunicado que usted no aprueba alguna de nuestras actividades —procuró que su voz no sonara demasiado autoritaria.
Peláez parecía irritado cuando respondió:
—Quiero expresar mi más vehemente protesta a causa de ellas, señor embajador. Suponen un acto hostil contra una nación amiga, con la que guardamos estrechas relaciones comerciales que podrían verse seriamente perjudicadas.
«Con amigos como éstos, quién necesita enemigos». Replicó al administrador, intentando conciliar:
—Es un acto de legítima defensa. Las provocaciones recibidas son demasiadas, como usted bien conoce.
—¡Las relaciones con el Imperio no deben sufrir a causa de que una… una mujer de vida dudosa haya sufrido un percance! —gritó.
Beni sintió como si le hubiesen abofeteado, y abandonó todo intento de parecer amable.
—¿Qué haría usted si le ordenara que facilitara su parte de la clave para acceder a los datos secretos de armamento?
—¡Tendría mi oposición absoluta! ¡Me parece algo inconcebible! —Peláez enrojeció de ira.
—Le conviene recordar que debe su lealtad a la Corporación, no al Imperio; y yo soy su representante autorizado.
—En ese caso, mi deber es exponer mis quejas a sus superiores.
—Me importa un rábano. Si lo hace, asegúrese al menos de emplear un comunicador cuántico de alta seguridad. Si el Imperio intercepta sus mensajes, me encargaré personalmente de usted, ¿entiende? Y creo que le haría un favor; me temo que la Corporación no hará ascos a nuestra labor y algún que otro dirigente se enfadaría. Y eso seria muy desagradable, se lo aseguro. Es preferible que no nos incordie.
Peláez echaba chispas, pero se contuvo. Beni continuó acosándolo:
—Y si lo intenta, no olvide que aunque la transmisión cuántica de información es instantánea, el viaje de la Vieja Tierra a Tau Ceti lleva varias semanas; eso, si la Galileo no está ocupada masacrando imperiales. Mi sustituto tardaría mucho en llegar. Buenas tardes —se marchó sin aguardar respuesta, con un humor de perros.
Estuvo dando un paseo que le calmó y aclaró las ideas. Se dirigió a la residencia; como no estaba hambriento, prefirió marchar directamente a sus habitaciones. Abrió la puerta y pasó al interior. Luna estaba en el salón, jugando al ajedrez con el ordenador.
—Jaque mate —dijo éste; la muchacha miró al techo, pero se percató de la presencia de Beni y su cara se iluminó de alegría.
—¡Hola, Beni! ¿Cómo te ha ido? Espero que mejor que a mí; el ordenador siempre me vence en este extraño juego.
—¿No eres capaz de dejarte ganar por cortesía? —amonestó al aparato.
—Hacerle el mate del pastor veinte veces seguidas a un humano es un placer irresistible —se disculpó.
—Cómo abusas; si tuvieras delante a un experto…
—¿Sabe cuándo fue la última vez que un humano venció a un ordenador?
—Olvídalo. ¿Qué tal va la enferma? Parece mejor que nunca.
—Iré a arreglarme un poco mientras charláis sobre mí —Luna se introdujo en el aseo.
—Es increíble, hace unos días parecía un vegetal, y ahora vuelve a ser la misma de siempre. No sé cómo lo has hecho.
—Elemental, señor —la voz del ordenador denotaba autosatisfacción—. Puedo acceder por vía cuántica a los bancos de datos de cualquier universidad corporativa; por tanto, tengo más conocimientos de psiquiatría y psicología que nadie en esta delegación. El doctor hizo cuanto pudo con sus drogas, pero no fue suficiente. Y con usted de enfermero, la pobre habría sido presa de un ataque depresivo, y se hubiera tirado por el balcón. No se aflija por esto último, señor; estamos en una planta baja.
Beni se sentó y contempló la pantalla del ordenador con desconsuelo. El aparato continuó:
—No se apure, señor. Créame que lo considero un ser inteligente, con quien resulta un placer trabajar. Al menos, en su compañía no me he aburrido.
—Te juro que antes de venir a Nut desconocía el amor de los ordenadores por la tertulia con los humanos —Beni no pudo evitar sonreír; su compañero de habitación le caía cada vez mejor—. Debes de aburrirte como una ostra cuando me ausento, sin nadie a quien echarle en cara lo inútil que es…
—No crea, señor; los ordenadores biocuánticos nos comunicamos entre nosotros a una velocidad infinitamente superior a la humana, y sin errores de interpretación. Me temo que soy incapaz de explicarle todas las sutilezas y riqueza de sensaciones que proporciona el ciberespacio. No obstante, aquí me encuentro algo solo. Si en vez de los CORA hubiésemos tenido a los legendarios USC-2025… Desgraciadamente, eran unos cazas más bien psicóticos, y por eso los retiraron del servicio, con cerebros biocuánticos inclusive. Mi contertulio favorito es el ordenador de la puerta de entrada. Sus inquietudes vitales son algo exiguas, sólo dejar entrar y salir a la gente; pero filosofa bastante bien, sobre todo en lógica. Sus argumentos sobre la paradoja de Epiménides son ciertamente notables. En cambio, los ordenadores imperiales se me antojan secos, sin imaginación, con poca transmisión horizontal de datos; sólo arriba y abajo, siguiendo una escala jerárquica. Aparte de extraerles información, poco más se puede esperar de ellos.
—Gracias a eso conocemos todas sus armas y movimientos.
—Encantado de ser útil, señor.
La conversación se interrumpió al regresar Luna a la sala. Al verla, Beni se encontró más animado y menos culpable.
—Qué contenta estás hoy…
—No me puedo quejar. Aquí todos me tratan muy bien, sobre todo el ordenador. No comprendo cómo es posible que no sea una persona.
—Supongo que es un piropo. Gracias, señorita —repuso el aludido.
—De nada. ¿Y los demás? Cuando fui al comedor, los pilotos asaltaron la cocina y obligaron al cocinero a prepararme unos platos exquisitos, en vez de esa cosa tan sosa que dan todos los días. Me han enseñado la base llevándome en una silla gestatoria que improvisaron; no querían que hiciera ningún esfuerzo. ¡Parecía su mascota! —rió divertida al recordarlo, un sonido limpio que alegró el corazón de Beni.
—¿Qué opinas de nuestra embajada? No resulta gran cosa, pero…
—Es tan diferente de todo lo que conocía… Tantas cosas extrañas, y la gente está loca; hombres mujeres, todos juntos —de repente se puso triste—. Hoy vi por holovisión le Ceremonia del Paso. No estuve allí —guardó silencio.
—¿Qué sientes al respecto, Luna?
La muchacha se sentó en el sofá y se abrazó las rodillas. Beni se puso junto a ella, contemplándola.
—No sé. Después de todo lo que me ha pasado, ya no significa nada para mí; un acto sin sentido, absurdo, para mantenernos sometidos, pero… de alguna manera, lo añoro —se apoyó en Beni, que le rodeó los hombros con un brazo—. Entonces creía en algo; la vida era tan sencilla… No había que preocuparse por el porvenir; estaba escrito. Ahora no se qué hacer. Si vuelvo a la posada, me será muy difícil retomar las mismas tareas, como si nada hubiera ocurrido. Si me quedo aquí, parecerá que me escondo, que huyo. Tengo miedo, Beni, me siento sola, perdida.
Él la abrazó con más fuerza, Aquella chiquilla hacía aflorar sentimientos que no quería volver a padecer: ternura, protección, afecto…
—Luna, si puedo hacer algo por ti…
—¿Molesto? —dijo el ordenador.
—Muérete —replicó Beni, acordándose todos los ancestros del aparato hasta el UNIVAC.
—Me es imposible complacerlo, señor, pero soy capaz de apreciar cuándo mi presencia es mal acogida. Me calló, pues.
Beni estuvo a punto de replicar con una obscenidad de grueso calibre, pero se contuvo. «¿Por qué, entre todos los abortos informáticos del Ekumen, tuvo que tocarme uno con tan mala leche? ¿Se habrá contagiado de Irina?».
La magia del momento se había roto. Luna volvía a pasear por la estancia, algo más alegre De repente se detuvo y se encaró con Beni.
—Escucha. He visto a gente del pueblo aquí; el ordenador me ha dicho que están aprendiendo cómo pelear contra los soldados —en sus ojos se apreció un destello de odio—. Yo también quiero luchar; tengo más motivos que nadie.
La petición lo sorprendió totalmente. Intentó hacerla desistir de su empeño:
—Es muy peligroso; probablemente, todos esos mozos morirán. Y si los capturan…
—Los matarán, pero nada más podrá pasarles ya, ¿No lo entiendes? ¡Así haré algo útil! ¿Quieres que me pase la vida en la posada, sirviendo mesas, notando cómo todos me miran y hacen comentarios a mis espaldas? Oye, sé que vuestros aparatos son mágicos: la gente aprende cosas mientras duerme. Entonces podré volver a la posada; será duro, pero es lo más lógico. Nosotros suministrábamos licores y platos preparados al barrio alto. ¡Podemos pasar mensajes, u objetos, de un sitio a otro! Te lo suplico… —casi lloraba.
Beni estaba confuso, enfrentado a un doloroso dilema. Al final, consiguió articular unas palabras:
—Es muy peligroso, Luna. No soportaría que te pasara algo.
Ella se le acercó y le cogió las manos. Su mirada era dulce, agradecida, e hizo que el corazón le latiera más deprisa.
—Beni, por favor, no te culpes por lo que ocurrió. Eres muy bueno conmigo; nunca podré agradecerte todo lo que has hecho por mí. Jamás creí que le diría esto a un hombre, pero yo… —se ruborizó y agachó la cabeza; se aproximó aún más a él, que sintió el contacto de su cuerpo tembloroso.
Beni estaba hecho un lio. Se sentía atraído por la muchacha; la deseaba en esos momentos, pero temía que el recuerdo de Ana resurgiera y lo echara todo a perder, aumentando el sufrimiento de ambos.
Luna habló de nuevo, haciendo acopio de valor:
—Beni… me hubiera gustado que fueras mi padre.
Le dio un beso en la frente y marchó corriendo a la habitación, que cerró de un portazo.
Él se quedó con la misma cara que quien pierde al póquer llevando un full de ases en la mano. No reaccionó hasta que el ordenador habló, con un tono que le pareció excesivamente divertido e incluso irrespetuoso:
—Su padre…
—El tuyo.
Se fue al cuarto de baño, se desnudó, se introdujo en la ducha y abrió el chorro de agua fría a la máxima intensidad. Cuando salió, ya más relajado, sostuvo una amigable charla con el ordenador acerca del respeto a la intimidad, y sobre qué le parecería si lo desconectara de todos sus bancos de datos y lo asignara a una máquina de calibrar tornillos. El ordenador replicó con unos cuantos aforismos en latín y se sumió en un digno mutismo durante varias horas.