6

En el astropuerto principal de Hades todos escrutaban el cielo en busca de la nave de guerra. Las banderas y otras galas confeccionadas a toda prisa para recibirla pendían fláccidas en la quieta atmósfera. Como de costumbre era un día cálido y bochornoso, con una calima que ocultaba entre las brumas los rasgos del paisaje.

El coronel se paseaba lentamente junto a la explanada de aterrizaje, inquieto. Examinó a las tropas por enésima vez, y luego a la tribuna de autoridades. Para una ocasión en que la Corporación se acordaba de ellos, querían causar buena impresión. «Pobres; la mayoría desconoce lo que hallamos en la Colina, y creen que se trata de una visita de cortesía». Consultó su cronómetro; la nave debía de estar al llegar. Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando pensó en su nombre: Galileo. Le traía demasiados recuerdos; hacía tanto tiempo…

Una discreta alarma lo sacó de sus cavilaciones, y examinó su ordenador de pulsera. Tal como había supuesto, la Galileo permanecía en órbita con sus defensas desplegadas; lo que se dirigía hacia la pista de aterrizaje era una lanzadera auxiliar. A los pocos minutos, se la divisaba como una mota de luz que reflejaba los rayos anaranjados de Lucifer. La voz del coronel, amplificada por los altavoces, impartió órdenes a las tropas, que se cuadraron según mandaban las ordenanzas y aguardaron.

«Debería estar más preocupado». Había tenido que responder cientos de veces las mismas ansiosas preguntas durante las pasadas tres semanas. El canal de alta seguridad del comunicador cuántico no descansó un momento, pidiendo incansablemente información y devorándola con avidez. El coronel, pese a ciertas sugerencias, a veces contradictorias, se limitó a limpiar de cadáveres la Colina, poner una guardia permanente en torno al foso de la nave Alien, censurar la información para que fuera conocida por el menor número posible de personas, y esperar refuerzos. Prefería una amonestación o un arresto antes que manipular un mecanismo potencialmente peligroso; que otros asumieran la responsabilidad.

Intentó recordar quién era el comandante de la Galileo, pero lo había olvidado. Echó un vistazo al ordenador. «Ajá, Ricardo Funakoshi. No lo conozco; será de las últimas promociones. Apostaría algo a que en esa nave viaja un pez mucho más gordo. Sólo han tardado tres semanas en venir, un tiempo récord. Los mensajes no han sido muy explícitos, pero seguro que un miembro del Consejo Supremo se ha visto obligado a mover el culo de su poltrona y dignificará con su presencia a esta humilde colonia provinciana. No le envidio; le he pasado una espléndida patata caliente».

La lanzadera era ya perfectamente visible: un gran elipsoide de un blanco inmaculado, liso como el marfil pulido, de unos cincuenta metros de eslora, sostenido por un potente campo agrav. Por supuesto, los cazas de escolta que sobrevolaban la zona se mantenían ocultos, silenciosos e invisibles. Los asistentes, mudos de admiración, contemplaron cómo descendía en medio de un silencio absoluto, ocultando el sol y proyectando sombras sobre la pista de aterrizaje. Antes de tocar tierra, el biometal del casco fluyó para formar una serie de soportes, que se posaron sin levantar una mota de polvo. Un minuto después se abrió un hueco en un costado del fuselaje, y brotó una rampa que se prolongó hasta el suelo. Por los altavoces del astropuerto sonaron las fanfarrias e himnos de ritual.

El coronel, seguido de otras autoridades civiles y militares, se aproximó a recibir a sus ilustres visitantes. El primero en pisar tierra fue un grupo de tropas de élite que formó un pasillo protector. A continuación salieron el comandante de la nave, de rasgos vagamente nipones; el almirante de la flota, un individuo de raza negra relativamente pura que por lo menos medía metro noventa; y una mujer bajita, vestida con un sencillo traje gris en el que sólo destacaban unas insignias. Eran las bandas púrpuras y doradas de la presidencia del C.S.C. El coronel la reconoció al instante, despertándose en él una mezcla de alegría y aprensión, así como muchos, demasiados recuerdos.

Los dos grupos se encontraron, y se saludaron como requerían las circunstancias. Salvo el coronel, las demás autoridades de la colonia tenían cara de haberse transportado a un escenario de cuento de hadas: ¡estaban estrechando la mano de la presidenta del Consejo, venida desde la Vieja Tierra! Con toda seguridad, las fotos y holos del acontecimiento adornarían muchas chimeneas, y sería relatado a los nietos al calor de un fuego de leña, en los escasos días fríos del invierno.

Por fin le llegó el turno al coronel de saludar a la máxima dirigente del Ekumen. Con aplomo, dijo:

—Consejera Jansen, es un gran honor para nosotros recibirla en esta humilde colonia.

Ella sonrió, como divertida por algún chiste privado.

—Me siento muy honrada por sus atenciones, coronel García. Espero no desmerecerlas.

Las ceremonias duraron aún otra media hora. Los militares de la Galileo disimulaban a duras penas su aburrimiento e impaciencia, pero no se atrevieron a objetar nada ante la consejera, la cual charlaba educadamente y cumplimentaba a los nativos que la rodeaban. En un determinado momento, consiguió zafarse de las atenciones y pudo departir brevemente con el gobernador militar.

—Coronel García, creo que fue usted el descubridor de la nave Alien —dijo, sin perder por un momento la sonrisa; un observador casual habría creído que estaba comentando el clima del planeta, o algo parecido.

—Es cierto, consejera —le respondió, siguiendo el juego.

—Nos enfrentamos a algo muy feo, coronel. Cuando esto termine, quiero entrevistarme con usted a solas, y sin posibles interferencias —tuvo que dejarlo un minuto, mientras estrechaba las manos y platicaba brevemente con los representantes de un sindicato de leñadores; en cuanto se deshizo de ellos, reanudó su conversación—. Espero que esto no se prolongue mucho más. En esa famosa Colina nos aguarda el mayor hallazgo del milenio; las personas más poderosas de la Corporación están muertas de miedo, y nosotros aquí, perdiendo el tiempo. Perdone mi franqueza, coronel —seguía con su encantadora sonrisa en la cara.

—Lo lamento, consejera, pero es la primera vez que recibimos la visita de alguien importante. Para esa gente se trata de una ocasión especial, de algo que recordarán siempre. ¿Acaso no vio sus expresiones al darse cuenta de que usted era la presidenta? Me temo que en los próximos días van a gastarse todo el presupuesto en agasajarla como se merece. Ya sabe: desfiles, actuación de coros y danzas, manadas de niños y otras alimañas con ramos de flores, etcétera.

—Supongo que no podremos evadirnos.

—No, y lo siento por ustedes. Consuélese pensando que esto nos beneficia en el asunto de la nave Alien. Hemos conseguido que el secreto de la Colina sólo sea conocido por unos pocos. El resto estará demasiado ocupado en festejos como para plantear cuestiones inoportunas. Hicimos correr la voz de que la Galileo está realizando una gira por los sistemas periféricos, con objeto de alentar la colonización. Me compadezco del almirante y demás mandos; parecen al borde de un ataque de desconsuelo.

—Sí, así es la servidumbre del poder —hizo una pausa, mientras miraba a su alrededor—. Nunca pensé que pudiéramos hacerle ilusión a nadie; qué cosas.

—Aunque no lo parezca, Hades es duro, consejera. Tuvimos que luchar contra él para convertirlo en una morada acogedora, y nos sentimos orgullosos de ello. Lo malo es que no podemos contárselo a nadie; aquí nos conocemos casi todos. Su visita será relatada a la posteridad, créame. Se van a desvivir por hacer su estancia agradable; no los desprecie.

—Descuide, coronel. Nunca tuve estómago para hacer algo así.

«Aunque hayas mandado a la muerte a millones de personas desde que te conozco, entre las cuales me incluyo».

La recepción se prolongó con una comida interminable, en la que los alcaldes brindaron una y otra vez por la Corporación, el Consejo, las F.E.C. y otras entidades similares, presas de un súbito fervor patriótico. El almirante se subía por las paredes, pero tuvo que transigir hasta que todo terminó. Por el rabillo del ojo, vio cómo la consejera Jansen y el coronel García se marchaban sin escolta. Estuvo a punto de enviarles una, pero no quería tener una discusión con aquella mujer; no era aconsejable. Se encogió de hombros y fue a reunirse con su Estado Mayor, algo más relajado a causa de los notables licores locales.

★★★

El coronel condujo a su invitada a través de diversas dependencias del astropuerto, hasta llegar a la zona privada. Un detector reconoció sus ondas cerebrales y los dejó pasar. Entraron en un despacho, e inmediatamente unos sillones brotaron del suelo. La consejera se dejó caer en uno de ellos con evidente placer, al tiempo que cerraba los ojos. Al poco rato los abrió y contempló al coronel, que seguía de pie frente a ella, muy serio. Con voz cansada, le dijo:

—Deja de hacer el idiota, Beni. Relájate; ya no es necesario representar esta pantomima. Supongo que la habitación es a prueba de escuchas, por la cuenta que te trae. Por cierto, ésta no te la perdono. Todo el gobierno corporativo medio loco, y nosotros tomando ragú de mollejas de gandulfo y pastel de frutas, rodeados de alcaldes borrachos. Has abusado de mi compasión.

Él se sentó y sonrió:

—Cuánto tiempo sin verla, señora. No ha cambiado usted nada desde la última vez, salvo el rango.

—Hipócrita —replicó, aunque su semblante se dulcificó.

Irma Jansen se levantó del asiento con una agilidad que desmentía su aspecto. Era una mujer bajita y con el pelo que ya comenzaba a encanecer. Nadie la habría mirado dos veces tras cruzarse con ella, por su apariencia bondadosa, frágil e inofensiva. Pero Beni sirvió bajo sus órdenes hacía décadas en Infantería Estelar, y nunca tuvo un jefe más capaz. Además, ella había trepado sobre docenas de competidores en apariencia más duros hasta convertirse en almirante de las F.E.C., primero, y en presidenta del Consejo, después. Era la persona más poderosa de la Corporación, capaz de decidir la vida y muerte de billones.

—Ya sabe que adular no es lo mío, señora. No ha envejecido usted, y eso que han pasado más de cincuenta años. Hasta la veo más delgada, fíjese.

—Me parece que tú, en cambio, cada vez estás peor; te falla la vista —ambos sonrieron—. Ya hemos perdido demasiado tiempo. ¿Dispones de algún comunicador cuántico de alta seguridad?

—Ordené que me instalaran uno nada más empezar la crisis; está en el cuarto vecino —hizo un gesto y la pared se replegó, mostrando un espacio vacío—. Descuide, el sistema de apertura está conectado a mis ondas cerebrales; nadie más puede circular por aquí si yo no lo deseo —pasaron a través de una serie de habitaciones, cuyas puertas se abrían y cerraban tras ellos—. Cuando me separé de mi última mujer me vine a vivir aquí, junto al despacho de trabajo. Mis cosas no ocupan mucho sitio. Mire, helo aquí. Le aseguro que está libre de cualquier interferencia.

El techo de la habitación se iluminó con una luz blanca y difusa que no dañaba a la vista. Era un lugar amplio, y las paredes estaban repletas de fotografías y estanterías con hologramas, preservados en resina transparente. Jansen se acercó y los examinó con interés.

—Ay, Beni, conservas aquí embalsamados a los viejos tiempos. Siempre me duele contemplarlos; me recuerdan la edad que tengo.

—La edad que tenemos, señora.

—Sí. ¿Te das cuenta de que todos ellos están muertos?

Se hizo un silencio triste, ambos sumidos en sus pensamientos. Jansen sacudió brevemente la cabeza, como si ahuyentara algún recuerdo doloroso, que enseguida pasó.

—Eh, ¿qué es esto? —dijo, deteniéndose ante una holo—. ¡Pero si soy yo! Casi no me reconozco; hace tanto que ya no uso uniforme de combate… Parecíamos un equipo de fútbol. Menudos pardillos erais entonces; menos mal que os enseñé a valeros por vosotros mismos.

—Excepto Andréi —repuso Beni, señalando a un individuo alto y rubio que sonreía de oreja a oreja—. ¿Recuerda? Qué muerte más tonta la suya.

—Desde luego. Con la cantidad de bichos peligrosos que había en ese planeta, y no se le ocurrió otra cosa que ir a hacer sus necesidades a diez metros de la guarida de un gug. Se lo comió entero; no dejó ni la gorra.

—Si no hubiera estado drogado hasta las cejas, lo habría detectado por el olor.

—Calla, no me lo menciones —pasó a otra holo—. ¡Pero…! Beni…

—¿Sí, señora? —repuso éste, con cara de absoluta inocencia.

—Si no me equivoco, esta escena ocurrió en Delta Lirae.

—Eso parece, señora.

—Nos costó mucho expulsar a la aristocracia que dominaba el planeta. Para ello tuvimos que aliarnos con la clase sacerdotal, aquellos majaretas que propugnaban la Octava Venida del Cristo Cosmonauta y Toda Su Corte Celestial.

—Cómo olvidarlo, señora. Recuerdo que el coronel ben Caleb tuvo que disfrazarse de Cristo Glorioso; le llenaron el traje de lucecitas, como la fachada de un casino. La sargento Ramírez representó a la Madre Virgen de la Divinidad, creo. Ramírez, nada menos, que se había tirado a todo nuestro batallón, sin discriminar a nadie por razón de edad o sexo… Nos estuvimos riendo de ella varios meses. ¿Y nosotros? Menudo número, tener que desfilar ante los sacerdotes con alas cosidas al uniforme, para que nos tomaran por ángeles. Menos mal que uno de los primeros milagros del Cristo Cosmonauta fue despojarnos de nuestra apariencia angélica y otorgarnos aspecto de simples mortales —suspiró—. Parece mentira lo que la gente es capaz de tragar en nombre de la religión. El caso es que los convencimos y combatieron a nuestro lado, para liberar su planeta de los opresores y entregárselo en bandeja a un gobierno títere de la Corporación. Un trabajo perfecto.

—Que estuvo a punto de irse a pique cuando algunos desconocidos entraron en la Ciudad Sagrada, robaron los animales destinados al sacrificio, profanaron los ornamentos de ritual y violaron a las Vírgenes Custodias.

—¿Violaron? Pero si fueron ellas quienes nos sugirieron que… esto…

Jansen contempló de nuevo la holo.

—Desde luego, las Vírgenes no lucen muy apenadas, sino todo lo contrario. La que armasteis, malditos salidos; al final, como siempre, me tocó arreglar el desaguisado. Conseguí convencer a los sacerdotes de que había sido obra del Diablo, envidioso por las derrotas sufridas. Nunca conseguí dar con los culpables hasta hoy. Menuda orgía, por cierto; veo que os regalasteis un banquete opíparo a costa de los animales. Ah, no, parece que alguno se salvó. Pero ¿qué está haciendo ese soldado con la cabra? —se aproximó para ver mejor, pero inmediatamente meneó la cabeza y suspiró—. Corramos un tupido velo.

—Sí, señora, mejor será.

Una fotografía, antigua y descolorida, llamó su atención.

—Caramba, pilotos de CORA —dijo Jansen—. ¿No es ésa Irina?

—Sí, señora. Ahí todavía no había conocido a su marido. Buena gente, ¿eh? Sentí mucho su muerte, hace años.

—Cayeron en acto de servicio; no podía ser de otro modo.

Se hizo un silencio respetuoso, presidido por las sonrisas eternamente heladas de los ausentes.

—Nunca me los imaginé envejeciendo en casita, junto al fuego. Ya casi no quedan CORA.

—No, los tiempos cambian. Estás muy enterado de lo que sucede fuera de aquí, a pesar del aislamiento.

—Siempre dispuse de acceso cuántico a los bancos de datos de las F.E.C. Una pequeña cortesía por su parte.

—Algunos no te olvidamos.

Siguió recorriendo la habitación con la vista. La mayoría de las fotos y holos mostraban a Beni en compañía de una mujer delgada y morena. Como telón de fondo había paisajes a cuál más extraño. Jansen se fijó en la expresión del hombre en las imágenes; parecía feliz. En cambio, el que se contemplaba a sí mismo desde décadas de distancia estaba ausente, perdido en sus recuerdos. Chascó los dedos, y él volvió en sí, con una sonrisa forzada.

—Todavía echas de menos a Ana, ¿verdad? —él asintió—. Pues ya es para que lo fueras superando, coronel.

—Creo que es añoranza, no dolor, como ocurría después de su muerte —miró a los ojos de la consejera, que no apartó la vista—. Pero ustedes no me permitieron llorarla. En cambio, casi me volvieron loco cuando alteraron mi mente para que me sintiera culpable por su pérdida.

—Te necesitábamos amargado y cargado de odio para cumplir la misión que se te había asignado. Tuvimos éxito. Son gajes del oficio: los sentimientos de los peones no cuentan, con tal de dar jaque mate al adversario.

—No les guardo rencor, señora; he aprendido a convivir con mi pasado. Y con ustedes.

—Pero no estás contento del todo. ¿Y las imágenes de tus contratos matrimoniales recientes? Veo que Hades brilla por su ausencia.

—Nadie sino yo tiene acceso aquí, señora. Quise convertir esto en un santuario que perpetuara la memoria de los viejos tiempos. Recuerdos e imágenes: eso es lo único que queda de ellos.

Ambos callaron un rato.

—Como sigamos así, Beni, pronto acabaremos dándonos cabezazos contra las paredes. Olvidamos el verdadero problema que nos ha traído aquí. ¿Y el comunicador?

—Es ése, señora —señaló a una pequeña consola.

Ella lo examinó detenidamente.

—Lo siento, pero no nos sirve. Es un modelo antiguo, de canal fijo. Tendremos que ir a la Galileo. Beni, quiero que asistas a una reunión del Consejo Supremo.

El coronel silbó y se pasó la mano por el pelo.

—El Consejo… Sí que se lo han tomado en serio. ¿Hay más consejeros presentes en la nave, señora?

—Sólo otro. La reunión se hará por vía cuántica multilínea, en holo.

—¿Es posible? —repuso, asombrado; ella asintió—. Debe de gastar un chorro de energía.

—Más de lo que crees. Pero antes, me gustaría visitar esa nave Alien. Nos reuniremos en la Colina con el almirante y los demás, que estarán ansiosos por entrar en acción.

Jansen utilizó su transmisor de pulsera e impartió unas órdenes concisas. Tras ello, ambos se encaminaron hacia la pista del astropuerto, donde un transporte les esperaba. El aparato despegó verticalmente y se dirigió a la Colina. A pesar de la brevedad del viaje, aún hubo tiempo para formular cuestiones y algunas dudas.

—Escuche, coronel —Jansen había vuelto a adoptar un tono formal, ahora que ya no estaban en privado—. La nave Alien permanece inviolada, según consta en los informes.

—Ahí es, consejera. Bastante estropicio causé ahí dentro, para empeorarlo aún más. ¿Qué opina el Consejo sobre mi actuación? ¿Quieren mi cabeza, acaso?

Jansen sonrió.

—Un consejero se puso hecho un basilisco cuando vio la película de los hechos. Quería que le ejecutásemos, por destrucción de tecnología alienígena, actitud hostil, imprudencia temeraria, y qué sé yo más. Amenazó con publicarlo a los cuatro vientos, aunque pudo ser disuadido amablemente. Si hablaba, divulgaríamos en su planeta (encantadoramente puritano, por cierto) ciertas fotos acerca de sus costumbres sexuales, tal vez su afición a los niños pequeños. Coronel, el Consejo respalda unánimemente su actuación; dadas las circunstancias, obró usted de la mejor manera posible.

—Me quita un peso de encima, consejera. ¿Cuáles son sus planes?

—Vamos a abrir esa nave.

—Será peligroso. ¿De qué modo lo harán?

—Como sabe, durante el Desastre fueron capturados dos de esos aparatos. Lo conocemos casi todo sobre ellos, excepto cómo funcionan sus motores MRL. Con toda probabilidad, no está tripulada.

—Recuerde las cosas aracnoides, consejera.

—Desde luego, no se parecían a nada que hubiésemos visto antes. Pero hemos decidido que hay que entrar en ella, pase lo que pase.

—¿A quién corresponderá semejante honor? —preguntó él, con sorna.

—Mandaremos un androide de combate.

—Ah. Debí haberlo supuesto.

Pocos minutos después, el transporte aterrizó cerca de la Colina. En la zona ya se hallaban naves y tropas procedentes de la Galileo, que habían relevado a los nativos de Hades. El coronel y la consejera contemplaron el panorama, mientras todos los soldados se cuadraban a su paso.

—Ahí la tiene, señora.

La mujer tomó unos prismáticos y examinó la Colina. Lo que fue la excavación arqueológica era un hervidero de hombres y robots, que pululaban como hormigas.

—Quiero entrar ahí. ¿Tienen algún vehículo seguro?

Beni se lo pensó un momento.

—Sí. Le interesará ir en el mismo que descubrió la nave Alien, y con el piloto que me acompañó entonces. Mire, consejera, ahí está —señaló a la tortuga, estacionada a pocos metros. A su lado, un peculiar personaje leía despreocupadamente un arcaico libro electrónico. Al acercarse ellos, sonrió y exclamó:

—¡Buenos días nos dé la Diosa! Ahora me explico que la Corporación funcione tan bien: una mujer la preside. Tal vez no fue tan mala la idea de exiliarme de Volkhavaar.

—D'ai'la —interrumpió Beni—, acompaña a la consejera al interior de la Colina. Quiere examinar de cerca la nave.

—¡De mil amores! —repuso, alborozada—. Pase por aquí, señora —la agarró del brazo y la introdujo en el blindado casi a rastras—. Tenemos muchas cosas de qué hablar.

Antes de que se cerrara la puerta del vehículo, Jansen lanzó una mirada de perplejidad a Beni, quien se encogió de hombros. En cuanto la tortuga se marchó, se puso a silbar una tonadilla de moda, ante la extrañeza de quienes lo rodeaban.

★★★

Una hora después el blindado regresó. Se abrieron sus puertas y sus dos tripulantes salieron. Jansen parecía algo aturdida; en cambio, D'ai'la estaba más contenta que unas castañuelas.

—¡Ha sido un placer conversar con usted, consejera! Cuando necesite algo, ya sabe dónde me encontrará. Y hágales trabajar duro: los hombres son holgazanes por naturaleza. ¡Qué la diosa la colme de bendiciones!

Beni y Jansen se alejaron unos pasos. Al rato, ella dijo, olvidando las formalidades:

—Una hora hablando sin parar; yo creo que ni siquiera respira. Coronel, me siento tentada de proponer al Consejo que te destinen a un planeta donde tu principal ocupación sea desecar ciénagas malolientes.

—¿Qué dice, consejera? —repuso, con aire inocente—. ¿He osado alguna vez perderle el respeto?

—Eres la única persona que desobedeció una sugerencia mía. Fue hace veinte años, ¿recuerdas? —Jansen había vuelto a tutearlo, harta ya de guardar las apariencias.

—Sí. Usted me ofreció volver al servicio activo, en una expedición a no sé qué mundo. Pero no fue una orden tajante.

—Y tú te negaste. ¿Cómo conseguiste enviarme un ramo de tulipanes (con una tarjetita que sólo decía «no») a la sede del Consejo Supremo? Teóricamente, su localización es alto secreto.

—Siempre guardo algunos ases en la manga, señora.

—Para ser un simple coronel de comandos, conoces a demasiada gente influyente.

—Muchos oficiales de Infantería Estelar pasaron a la política cuando se retiraron del servicio activo, mientras que otros nos quedamos más abajo. Por fortuna, la vieja camaradería no desapareció.

—Volvamos a la cruda realidad —la voz de la mujer fue de nuevo fría e impersonal—. He echado un vistazo a la nave y examinado los datos de las sondas. Creo que está vacía, con sus mecanismos de control intactos. Ya no podemos perder más tiempo en frivolidades; vayamos con el almirante y llamemos al androide de combate.

—De acuerdo, señora. Por cierto, ¿se fijó en los esqueletos que recubren las paredes del foso?

—Resulta un espectáculo perturbador, desde luego, aunque no carece de buen gusto. Son los antiguos habitantes de Hades, ¿verdad?

—Sí. Incluso hemos podido identificar a algunos, ya que en las ciudades muertas se conservaron los archivos del censo, con las secuencias de ADN de todo el mundo. Sin embargo, si sumamos los del foso a los que luego descubrimos empotrados en las paredes, en la Colina sólo hay dos millones de cadáveres. La pregunta clave no es para qué los pusieron ahí, sino dónde está el resto. La población de Hades fue de cincuenta millones…

—Quizá en la nave Alien encontremos las respuestas. Supongo que estarán buscando otros enclaves similares, coronel.

—Desde que nos dimos cuenta de lo que encerraba la Colina, todos nuestros aviones y satélites están rastreando el planeta, pero no hemos descubierto nada, señora.

—La Galileo ayudará en todo lo posible —guardó silencio un instante y, en contra de su costumbre, soltó un taco—. ¿Para qué demonios querrían los Alien profanar así los huesos?

—Tal vez los consideraban decorativos; me viene a la memoria una ofrenda floral… Bah, no me haga caso, señora. Sospecho que será imposible comprender las motivaciones de unas mentes cuyo funcionamiento puede parecerse al nuestro como un huevo a una castaña.

—Eso me temo. Vámonos, coronel; se hace tarde.

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