19
SUS peores temores se confirmaron al llegar a la subprefectura. Los agentes que los escoltaban los entregaron en manos de unos guardianes, también armados, que saludaron a todos con educación y se mostraron muy sonrientes y serviciales. Tranquilizaron a los detenidos, pero una vez que los gendarmes se marcharon y no hubo testigos molestos, dejaron de fingir. Sin muchas ceremonias, separaron a hombres y mujeres y los fueron llevando por turnos a una pequeña habitación, iluminada por unas tristes lucernas. Allí los cachearon a conciencia, aunque tuvieron la deferencia de que las mujeres lo fueran por una funcionaria de su mismo sexo. Incluso a la hora de vejar a los prisioneros, en Felinia imperaban las buenas maneras. Finalmente los dejaron a todos vestidos con una especie de camisón de tela basta, sin apliques de imitación gatuna, y fueron conducidos a celdas individuales.
En el pabellón, de planta circular, se abrían unos amplios nichos en los cuales se encerraba a los delincuentes. Éstos podían verse entre sí, aunque no tocarse, pasarse objetos ni entenderse hablando en susurros. Con cierta aprensión se percataron de que eran los únicos inquilinos de aquellas lúgubres dependencias.
No tuvieron tiempo para intercambiar impresiones acerca de la catástrofe que se cernía sobre ellos. Se abrió una puerta y entró en el pabellón el mismo funcionario de Aduanas que había tratado con Valera y Omar Qahir sobre el negocio maderero. En esta ocasión el tipo parecía muy serio, aunque al poco tiempo se le dibujó una sonrisa irónica en el rostro. Estudió por turno a cada uno de los reclusos.
—Vaya, vaya… Así que unos pacíficos mercaderes de Jabuarizim, ¿eh? ¡Lobos con piel de cordero, más bien! Las delicadas señoritas portaban todo un arsenal bajo las enaguas —señaló con el dedo a una habitación aneja; la puerta entreabierta permitía entrever una mesa baja que exhibía un muestrario de armas blancas, algunas francamente pintorescas.
Azami intervino antes de que Isa o Nadira soltaran alguna impertinencia comprometedora. Debían seguir fingiendo, por más que se le antojara inútil.
—Una dama siempre debe tener recursos para defenderse cuando su hombre no está a su lado —dijo, tratando de adoptar un tono altivo—. Señor, su comportamiento hacia nosotros deja mucho que desear. Exigimos saber por qué se nos trata como a malhechores, sin motivo ni fundamento alguno. Vinimos aquí creyendo que Felinia era un país donde prevalecía la justicia, no la arbitrariedad. En nuestros viajes jamás nos…
—Con el debido respeto, usted tiene de mercader lo que yo de adiestrador de perros —el funcionario respondió con tono cortés—. ¿No será más bien un capitán de la Infantería de Marina Republicana? ¿Y su compañero un reputado profesor universitario? En cuanto a las cándidas doncellas, una está bajo sus órdenes, mientras que la otra pertenece a la odiosa estirpe de los chacales huwaneses. ¿Me equivoco, damas y caballeros?
Se hizo un silencio sepulcral, motivado por el estupor de los cautivos. El funcionario, complacido por el efecto de sus palabras, dio un corto paseo por el pabellón. En cuanto Valera, ya recuperado del susto, comenzó a pregonar su inocencia, lo mandó callar con un imperioso gesto de la mano.
—Dejémonos de fingir, señores míos. Permítanme presentarles a su acusador, al cual nunca podremos estar lo suficientemente agradecidos por el favor que acaba de prestar al pueblo de Felinia.
Un hombre entró en el pabellón con paso firme y miró a los presos a la cara uno a uno, sin mostrar temor ni arrepentimiento.
—Tú… —masculló Azami.
Nadira fue menos comedida. Se abalanzó sobre los barrotes de su celda y gritó:
—¡Salomón, hijo de la gran puta! ¡Nos has vendido! —y siguió con una retahíla de insultos capaz de sonrojar a un arriero, aunque no hizo demasiada mella en el aludido.
Cuando Nadira se calmó, y en vista de que la cosa no tenía remedio, Isa Litzu dijo, con fatalismo:
—Caramba con la lealtad de tus hombres, Hakim.
Aquello dolía en lo más hondo. Era obvio que el capitán estaba desolado. Una traición semejante era algo que jamás se le había pasado por la cabeza. Un soldado al que sin dudar habría calificado como modélico, y que servía bajo sus órdenes desde hacía más de un año, como el resto de los que le acompañaban en esta malhadada excursión… ¿Cómo pudo estar tan ciego? Azami era de los que ponían la mano en el fuego por sus hombres, del primero al último. Confiaba hasta tal punto en Salomón que incluso llegó a mandarle que confraternizara con el alcalde de aquel pueblecito en Fan’dhom. De repente se sintió viejo, muy viejo y fracasado. En aquel momento le importaba un pimiento que lo mataran o torturaran. Era imposible que pudieran infligirle más daño.
Salomón habló por fin. Su voz sonó fría como el hielo, cortante como una esquirla de cristal. En verdad, parecía otra persona.
—Los adeptos a la Verdadera Fe no somos muy bien vistos en la atea República —su tono era, ante todo, despectivo—. Sin embargo, sabemos que al final el Bien triunfará. Ya lo hace en Fan’dhom, con nuestros amados talibanes. Los demás debemos permanecer agazapados, renegar en público de nuestras creencias, pero así progresamos en el entramado del poder. Somos más de los que usted cree, maldito hereje —miró a Valera, pero pronto se desentendió de él—. Es muy duro fingir lealtad hacia quienes despreciamos, carcamal patético —se dirigió a Azami—. El alcalde y yo nos reímos mucho a tu costa, cretino.
—Ese carcamal es mil veces más hombre que tú, cabrón —le salió del alma a Nadira.
Salomón prosiguió como sin nada.
—Por no mencionar el tener que servir a mujeres, algo contra natura. En vez de jugar a soldaditos, so ramera, mejor estarías criando niños y sirviendo a tu hombre, como es tu sacrosanta obligación.
Esta vez fue Azami el que no dejó replicar a Nadira. El abatimiento había pasado, dejando sitio a la ira. Con voz glacial, le espetó al soldado:
—La traición se castiga con la muerte, y en los viejos tiempos era el capitán el encargado de ejecutar la sentencia. Insúltala otra vez y…
—Lamento interrumpir tan esclarecedora discusión —dijo el funcionario—, pero no creo que estén ustedes en condiciones de hacer cumplir sus amenazas. Bravatas estériles, en realidad.
—Usted gana —trató de contemporizar Valera—. ¿De qué se nos acusa, y cómo podríamos solucionar…?
—Ay, doctor, créame que siento tener que comunicar tan malas noticias a un amante de los gatos como usted —el funcionario parecía sincero; por cierto, su mascota debía de estar disfrutando de la noche, ya que no había rastro de ella—. Aparte de suplantar a unos aliados como los mercaderes de Jabuarizim, me temo que son reos de espionaje, tal como me ha informado nuestro común amigo —señaló a Salomón.
—Si ese conspirador es un simpatizante de los talibanes, no creo que le entusiasme el culto al gato. Lo está usando a usted, aunque en realidad lo desprecia.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo, profesor. Además, si nuestras costumbres le repugnan, siempre podrá ingresar en las filas de nuestros aliados imperiales.
—A eso aspiro con todo mi ser.
—¿Ven? —el funcionario dio una palmada—. Todos contentos. Además de espionaje, ustedes han navegado en un corsario huwanés camuflado. Según se dice, el Imperio no se lleva muy bien con Hu-wan. Antes del amanecer habremos apresado a su tripulación, que será ofrendada al Imperio con objeto de reafirmar nuestros lazos de amistad. Confío en que no se tomarán a mal que requisemos el cargamento de madera, así como su barco. Considérenlo un botín de guerra, comercial en este caso. Según me acaban de contar, en el colmo de la perversión su dirigible ni siquiera está castrado. Se trata de una situación enojosa a la que pondremos remedio enseguida. Seguro que ganará en docilidad.
—Oye, bastardo, como se te ocurra ponerle la mano encima al Orca, te acordarás —la voz de la capitana destilaba veneno.
—Patético, teniendo en cuenta sus circunstancias actuales. En fin, lamento dejarles, pero tengo asuntos pendientes. Ante todo, terminaré de escuchar la declaración de nuestro voluntarioso colaborador. En cuanto a ustedes, les aconsejo que se lo tomen con calma y afronten su sino con gallardía y compostura. No han de temer malos tratos por nuestra parte. De lo que el Imperio haga con ustedes, no me responsabilizo. Según Salomón, han cometido la torpeza de acudir a Felinia sin dar parte a los suyos. Por tanto, nos abstendremos de publicar el asunto, y no tendrán que pasar por la ignominia de un juicio público. Simplemente, se esfumarán del reino de los vivos, salvo que los imperiales determinen otra cosa. Pero ése no es mi problema.
—Ha habido testigos de nuestra llegada —dijo Valera, angustiado—. No podrán hacernos desaparecer así como así…
—¿Seguro? Ahora mismo, nadie, aparte de los que estamos en esta subprefectura (convenientemente vacía de testigos molestos) sabe que ustedes son unos impostores. Una vez detenida la tripulación y los soldados republicanos, será fácil requisar discretamente el barco sin despertar sospechas. Confíen en nuestra capacidad; no es la primera vez que ocurre algo semejante. Que pasen buenas noches, dentro de lo que cabe, damas y caballeros.
El funcionario abandonó el pabellón seguido del traidor, dejando tras de sí un ominoso silencio. Los cuatro eran conscientes de cuán crudo lo tenían. Quien más sufría era el doctor, y no sólo ante la perspectiva de caer en las garras de los imperiales, que harían un escarmiento ejemplar con un librepensador como él. Lo que lo torturaba era la convicción de haber llevado a sus amigos al desastre. El bueno y valiente Hakim, la encantadora Nadira, la fascinante Isa… Pobre. Iban a mutilar a su barco, y a matarla a ella y su tripulación, todo por su culpa. Pensó en lo que podía esperarle a una mujer en manos de los imperiales y se estremeció. Sintió ganas de llorar, y casi deseó que se lo echaran en cara, para comenzar a expiar sus pecados. No obstante, la única que habló fue Nadira, y no como esperaba.
—Carcelero, por favor, ¿podrías traerme un poquito de agua?
Nadira había pronunciado aquellas palabras en tono plañidero, más propio de una niña asustada. El doctor la miró a través de los barrotes. Caray, parecía una niña asustada, en verdad. El camisón que le habían dejado tras el cacheo contribuía a potenciar esa imagen lastimosa. Valera miró de reojo a los demás. Azami y Litsu estaban ambos alerta.
El carcelero, un policía corpulento con la inevitable gorra gatuna aunque sin cola en el uniforme, se aproximó a la celda. Trató de parecer severo, mas los ojos se le iban sin querer al camisón de Nadira, que insinuaba algún que otro retazo de piel. Valera se fijó en que el hombre llevaba al cinto un manojo de llaves, así como una gruesa cachiporra.
—No está permitido importunar al guardián, prisionera. Compórtate con propiedad.
—Pero el señor funcionario prometió que se nos trataría dignamente…
La queja de Nadira sonaba sincera, dolida. Conociéndola, el doctor intuyó su propósito. Rogó al dios sin nombre al que todos los ateos elevan sus preces que Salomón no hubiera explicado al guardián de lo que aquella chica era capaz.
Por fortuna, el guardián mordió el anzuelo. Nadira, con su voz infantil en un cuerpo bien formado, era una auténtica bomba frente a la cual cualquier hombre con sangre en las venas (salvo quizá el traidor de marras) poco tenía que hacer. El carcelero se acercó a las rejas, Nadira le susurró algo muy bajito, al hombre le brillaron los ojillos y se aproximó aún más, Nadira se arrimó a él… Y con una cuerda muy fina, que había eludido el cacheo (Valera hizo cábalas sobre dónde la pudo ocultar), atrapó al pobre tipo por el cuello y lo estranguló. No le dio tiempo ni a pedir auxilio, tan rápido había sido todo. Con una mano, Nadira aferró el manojo de llaves y logró abrir la puerta. Arrastró al cuerpo del carcelero hasta el fondo de la celda, lo cubrió con una manta que había en el jergón y liberó a sus compañeros. Valera prefirió no preguntarle si el carcelero aún seguía vivo, y más aún cuando ella lo miró como diciendo: «tendría que dejarte aquí, por lo que nos has hecho pasar». De todos modos, Nadira parecía más contenta que otra cosa. Cuando abrió la puerta de Azami, se puso en posición de firmes ante él, aguardando órdenes. El capitán le sonrió y sin duda se quedó con ganas de confesarle algo, pero no era aquél el momento de emotivos discursos. Tenían que salir de allí y llegar al barco, y aún les quedaba una oportunidad, si en verdad era cierto que nadie más estaba al corriente de los detalles de su detención, aparte del funcionario de Aduanas, Salomón y el personal de la subprefectura.
Práxedes, a sabiendas de que era el único que carecía de experiencia en estas lides, hizo lo posible por no estorbar. Sus compañeros obraron como auténticos profesionales, sin abrir la boca. Azami y Nadira se comunicaban mediante un lenguaje de batalla a base de signos manuales. Isa Litzu no necesitaba comprenderlo para saber qué hacer; bastó con una mirada y un leve asentimiento. No perdieron tiempo en vestirse, sino que marcharon directos a la habitación donde estaban las armas para abastecerse convenientemente. Entre susurros, Azami le rogó a Valera que se mantuviera calladito y no hiciera ruido. Por si acaso, el doctor agarró un cuchillo, aunque jamás en su vida se había visto obligado a usar un arma semejante. El capitán lo contempló con aire escéptico y se marchó a lo suyo.
El doctor aprovechó la espera para vestirse rápidamente. Sus ropas estaban en un armario empotrado, y se las apañó para volver a tener pinta de mercader adinerado. Mientras, no paraba de preguntarse por el destino del carcelero. Con extrema prudencia se acercó a la celda que había ocupado Nadira. El guardián seguía tumbado en el jergón, oculto por la manta. Por más que se fijó, Valera no detectó movimientos respiratorios. También cayó en la cuenta de su temeridad y de que ponía en peligro a los demás, ya que se había plantado en medio del pabellón. Si alguien acertaba a pasar por allí, el desastre estaba asegurado. Fue a ocultarse en la salita, como un niño bueno.
Según transcurrían los minutos con exasperante lentitud, reflexionó sobre la vida y la muerte. Estaba claro que sus amigos no iban precisamente a desearles felices sueños a sus captores. Sin duda los matarían con eficiencia y discreción, ya que era su trabajo. Él siempre había abominado de la pena de muerte y la violencia, pero ahora que estaba metido en un fregado monumental, descubrió que le daba igual que se cargaran a su prójimo con tal de que salieran de aquella ratonera. Le aterrorizaba pensar lo que les aguardaba en caso de ser entregados al Imperio.
Finalmente, el plantón terminó. Nadira y Azami aparecieron por la puerta, con gestos serios. Había rastros de sangre ajena en el camisón del capitán. Valera dejó escapar un suspiro de alivio. Poco después entró Isa Litzu e hizo un gesto inequívoco: misión cumplida.
En voz muy baja, informaron al doctor de que habían reducido a todos los enemigos. Además, la subprefectura estaba cerrada a cal y canto, como si no desearan que nadie averiguase lo que allí acontecía. Para ellos, miel sobre hojuelas. También le dijeron que el funcionario y Salomón se hallaban en una oficina, solos y conversando. De momento los habían dejado allí, ignorantes de lo que se avecinaba, hasta asegurarse de que no iban a recibir refuerzos. De paso, Azami había dado con la armería del edificio, de la que acto seguido sustrajeron material diverso. Ya no tenía sentido demorar la visita a la oficina.
★★★
El funcionario estaba escuchando atentamente las confesiones de Salomón, cuando la sonrisa se le congeló en la cara. Habían entrado cuatro personas que teóricamente debían permanecer entre rejas, con pinta de hallarse muy enfadadas. Salomón también se quedó patidifuso. Antes de que el traidor pudiera reaccionar, Azami le propinó un puñetazo en la mandíbula con toda su alma. Salomón cayó redondo al suelo, atontado. El funcionario fue a pedir ayuda, pero Nadira se le adelantó.
—En su lugar, yo no lo intentaría —le estaba apuntando con una pequeña ballesta, muy efectiva a corta distancia—. Además, nadie acudirá en su auxilio; se lo garantizo.
Un negro espanto se abatió sobre el funcionario cuando reparó en las implicaciones del cambio de situación. Todo había ocurrido tan de sopetón que apenas podía balbucir incoherencias. A su lado, Salomón logró incorporarse, masajeándose la barbilla y mirando al capitán con miedo y odio.
Como si el destino tuviese ganas de guasa, justo en ese momento el gato del funcionario de Aduanas hizo acto de presencia en la oficina, para pasmo general. Miró a todos los presentes con algo vagamente parecido a interés y corrió hacia Valera. Se frotó contra sus piernas con la cola bien enhiesta, ronroneó de placer cuando el doctor le acarició el lomo y finalmente, satisfecho, se largó sin hacerle puñetero caso a su amo.
—Parece que su dios le ha abandonado —sentenció Valera.
El funcionario se derrumbó. Por un momento, confió en que su mascota querida se lanzara contra el enemigo, bufando y con los bigotes tremolando de furia, pero lo había dejado tirado, cual si no existiera. Había pecado y los dioses desaprobaban su actitud, sin duda. Toda su capacidad de lucha se esfumó en un santiamén. Se dejó caer en una silla y allí quedó, como catatónico. Era consciente de que le estaban preguntando algo, pero las palabras resbalaban por su cerebro, sin aposentarse en él.
Isa Litzu, mujer de recursos, dio con el método para volverlo a la vida.
—Vosotros dos, asidlo con fuerza —ordenó a Valera y Azami, que obedecieron sin chistar. Nadira quedó vigilando a Salomón, el cual se cuidó mucho de interferir. La sargento no tenía ganas de bromas, precisamente.
La capitana cogió una cuerda, le bajó las calzas al funcionario y elaboró un primoroso y original nudo marinero en torno al escroto. Colocó las calzas en su sitio y, acto seguido, dio un tironcito a la cuerda. El funcionario se puso en pie de un salto, con los ojos muy abiertos.
—Ay… —se quejó, con voz sorprendentemente aguda.
—Así me gusta: talante colaborador. Por cierto, antes mencionaste algo sobre capar a mi pobre Orca. Que conste que no se me ha olvidado —sacudió con brío la cuerda, y al funcionario se le saltaron las lágrimas; se había puesto de puntillas, con los muslos apretados.
Durante los minutos siguientes, el funcionario tuvo que responder a unas cuantas preguntas, con Isa Litzu refrescándole la memoria de vez en cuando. Al final quedó claro que aquel individuo, en su afán de celo, también había cometido una serie de errores garrafales. El primero y principal, no informar a sus superiores, obrando por iniciativa propia. Deseaba acumular méritos, y para ello no se le ocurrió otra cosa, cuando Salomón se entrevistó por primera vez con él, que ofrecer a los jefes resultados, hechos consumados, para que admiraran su arrojo y determinación. Así, nadie ajeno a aquella subprefectura sabía de qué iba el asunto. Valera y los demás vieron el cielo abierto, y no tardaron en fraguar un plan de huida.
De repente, la capitana preguntó:
—¿Qué hay de nuestro cargamento de madera? No pienso irme de aquí con las manos vacías, sin resarcirme de las penalidades sufridas.
—Isa, ¿de veras crees que es el momento oportuno para pensar en el dinero, estando en juego nuestros pellejos? —preguntó Azami.
—Sé lo que me hago, y de peores que ésta he salido. Entre otras cosas, debo velar por mi reputación.
Al igual que los demás, el funcionario había sido pillado en fuera de juego por la salida de la capitana. Sin embargo, unos cuantos tirones de soga reavivaron su locuacidad. Se vio obligado a revelar la combinación de la caja fuerte donde se guardaban ciertos documentos. Isa Litzu les echó un vistazo y sonrió.
—Vaya, los precios que manejan ustedes están muy por encima de los habituales en el mercado… Supongo que los funcionarios de Aduanas soléis quedaros con la diferencia, ¿verdad? Bueno, ya dice el refrán que quien roba a un ladrón, cien años de perdón. ¿Cómo podrían cobrar todo este dinero unos honestos mercaderes de Jabuarizim, de forma rápida, segura y sin despertar sospechas? —tomó el extremo de la cuerda y lo movió como si fuese un péndulo ante las narices del espantado funcionario—. Respóndeme con sinceridad, o me fabrico unos pendientes con tus cojoncillos.
El aludido tragó saliva a duras penas y acabó confesando que cerca del puerto había una sucursal del Banco de Felinia abierta día y noche. Era normal, porque a veces los barcos debían zarpar a horas intempestivas, y las transacciones comerciales tampoco entendían de horarios. Con trazo tembloroso, el funcionario cumplimentó los preceptivos impresos oficiales, que Isa Litzu ocultó entre sus ropas.
—Y ahora, en marcha hacia el puerto. Reza al Padre de todos los gatos para que nada le haya sucedido al Orca en mi ausencia, porque te juro por mis antepasados que en tal caso colgarás de un penol y no por el cuello, precisamente.
El funcionario se derrumbó, rompiendo a llorar como un niño de teta. De reojo, Isa vio que Salomón esbozaba una sonrisa triunfante. Tuvo que halar con insistencia de la cuerda para que el funcionario volviera a comportarse como un adulto.
—No llegaremos a tiempo —murmuró, entre sollozos—. Impartí órdenes para que lo asaltaran antes del amanecer, y estamos lejos de los muelles —otro tirón, más fuerte que los anteriores—. ¡Ay! ¡Piedad! ¡Es imposible avisarles!
A Valera se le ocurrió una idea, y detuvo a la capitana antes de que arrancara de cuajo los atributos viriles de aquel pobre diablo.
—¿Existe algún atajo por los túneles inferiores?
El funcionario lo miró con ojos desorbitados, y todos comprendieron que el doctor había dado en el clavo. Se hizo el silencio en la oficina.
—No hay otro remedio, y cada segundo cuenta —afirmó Valera, que de repente había dejado de ser una figura marginal en aquel drama.
—Al final te saldrás con la tuya de explorar zonas prohibidas —rezongó Azami, pero comprendió que su amigo tenía razón.
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Después de disfrazarse otra vez de mercaderes sin perder de vista a los prisioneros, abandonaron la subprefectura, dejándola bien cerrada. Previamente, y como medida de precaución, habían aplicado el útil sistema de la cuerdecita a Salomón y éste, qué remedio, no tuvo más remedio que seguir a la comitiva. Marchaban muy juntos y todavía era de noche, de modo que las holgadas ropas de las concubinas ocultaban las sogas y las ballestas diminutas que portaba Nadira, presta a dispararlas en caso de necesidad.
El primer tramo del trayecto discurría a cielo abierto. El firmamento comenzaba a clarear por levante, así que se dieron prisa. Las cuerdas obraban maravillas a la hora de azuzar a los cautivos. Al cabo de unos minutos se toparon con la misma patrulla que los había trasladado a la subprefectura, pero al atribulado funcionario ni se le pasó por la cabeza dar la alarma. Notó una cierta tirantez en la entrepierna, y explicó a los agentes que todo se había aclarado con respecto a los mercaderes de Jabuarizim. Se trató de un pequeño malentendido burocrático, así que él mismo los acompañaba de regreso al puerto, a modo de desagravio. Salomón, aparte de la cuerda, sintió en los riñones la punta de una daga. Estaba descubriendo que su fe capitulaba frente al miedo al dolor, así que vaciló, y el momento de hacerse el héroe pasó de largo. La patrulla prosiguió con su ronda, y ellos llegaron por fin a la boca de un túnel y se internaron en la red de corredores, bajando de un nivel al siguiente.
El funcionario estaba tan aterrado que ni siquiera se le pasó por la cabeza engañarlos, llevándolos por una ruta equivocada. De hecho, tenía demasiado miedo para fingir. Cuando se toparon con el primer letrero de prohibido el paso le flaquearon las piernas, aunque Isa Litzu lo volvió a poner enseguida en forma. Penetraron en la zona prohibida, procurando no mover las vallas de su sitio.
En el primer tramo del túnel aún había luz, gracias a los servicios de mantenimiento, pero en las zonas peligrosas las antorchas estaban apagadas. Tuvieron que aprovisionarse de ellas y, venciendo la aprensión, aceleraron el ritmo de marcha. Valera fue el encargado de iluminar el camino con una tea en cada mano, ya que los demás estaban ocupados controlando a los prisioneros y rogando cada uno a sus dioses favoritos que les permitieran llegar a tiempo al Orca.
El ambiente resultaba opresivo. Tal vez fuera el doctor el único que disfrutaba con la experiencia, el maldito. Azami empezaba a comprender el auténtico significado del término claustrofobia. Nadira trataba de no pensar en otra cosa que no fuera Salomón, deseando que éste cometiera algún error que le permitiera clavarle una saeta en la espalda. Su inquina hacia el renegado se debía no sólo a los insultos que había dirigido hacia ella, sino a la afrenta que su traición suponía para el capitán. Y no tenía derecho a ultrajarlo tildándolo de vejestorio, caramba. En cuanto a Isa Litzu, maldita la gracia que le hacían aquellas cavernas. Acostumbrada al mar abierto, se sentía como dentro de una jaula, de la que ansiaba escapar lo antes posible.
Cuando ya comenzaban a temer que el funcionario se la estuviera jugando, llegaron a un auténtico portento geológico: una gruta de unos doscientos metros de diámetro, con el techo a una altura difícil de calcular y tachonado de estalactitas finas como agujas. De ellas pendían gotitas de agua que brillaban cual joyas a la luz danzante de las antorchas. El piso de la cueva quedaba a unos cincuenta metros por debajo del corredor de acceso. En esos momentos, el nivel del mar estaba subiendo. Una capa gaseosa ondulante, de la cual trataban de fugarse lánguidas volutas de color ocre, cubría ya todo el suelo, y sólo emergían de ella las estalagmitas, como un ejército de mudos fantasmas oscuros. Desde luego, su aspecto resultaba inquietantemente antropomorfo.
Para salvar el abismo, habían construido un puente con sillares de piedra que atravesaba la gruta de lado a lado. Tendría unos cinco metros de ancho, sin pretil. Y las nubes seguían subiendo; ya se alzaban a unos veinte metros del puente.
—Vamos —dijo Azami, tragándose el miedo—. Y tú, Práxedes, no te quedes embobado. Como se te escape alguna lindeza sobre lo fascinante que es la cueva, te juro que te corto el pescuezo.
El doctor obedeció; desde luego, no estaba el horno para bollos. El funcionario, al borde del pánico (o tal vez más allá de él), murmuró:
—Ese corredor al fondo de la gruta lleva derecho al puerto. Estamos llegando, palabra de honor, pero me necesitarán para dar el santo y seña a la guardia. Porque seguro que pensaban tirarme ahí abajo, ¿a que sí? —apostilló, con ojos de demente.
Nadie se molestó en replicar y comenzaron a cruzar el puente, lo más al centro posible y con extrema aprensión. Ya sólo se veían las estalagmitas más altas, las cuales parecían oscilar, como si estuvieran pensándose echar a caminar.
Tal vez una atmósfera tan sombría fuera la responsable, sin olvidar que Salomón, al fin y al cabo, era un infante republicano bien entrenado. En cualquier caso, el traidor aguardaba con paciencia el momento en que sus captores cometieran un desliz. Comprobó que el corredor hacia el cual se dirigían tenía antorchas encendidas en las paredes, y que ya habían recorrido un tercio del puente. La salvación estaba al alcance de la mano. De un brusco movimiento desequilibró a Nadira, que estuvo a punto de precipitarse al fondo de la cueva si no fuera porque Azami la asió de milagro. Salomón se hizo con la cuerda que lo aprisionaba y con una ballesta caída en el suelo. Apuntó cuidadosamente a Azami, que sujetaba los brazos de la pobre sargento. La marea seguía subiendo, y las nubes no se hallaban muy lejos de los pies colgantes de Nadira.
—Tú, perra, suelta al funcionario —le espetó a Isa Litzu—. El viejo te confirmará que soy un buen tirador así que, por la cuenta que os trae, obedecedme.
En ese momento, el doctor creyó captar un movimiento por el rabillo del ojo. ¿Un efecto de las nubes, o tal vez…?
—¡Al suelo! —gritó.
La criatura que saltó de entre la bruma debía de ser un jaquetón albino, o su pariente cercano: seis metros de cuerpo estilizado, de un blanco plateado, aletas pectorales como hoces y una batería frontal de colmillos digna de admiración. Salomón no tuvo tiempo de enterarse de lo que se le venía encima. Aquel monstruo tomó impulso, voló sobre el puente y se llevó limpiamente al soldado, como si nunca hubiese estado allí. Los supervivientes al prodigio guardaron silencio, tumbados boca abajo, hasta que Valera dijo:
—Tranquilo, Hakim, no voy a deleitaros con mis comentarios zoológicos. ¿Qué tal si acabas de subir a Nadira?
—No es por nada, pero sufro complejo de cebo —murmuró la sargento, con voz temblorosa.
Azami tiró de ella con presteza. Nadira se dejó caer en el piso y trató de controlar su respiración.
—Joder, qué cerca estuvo.
Por un momento, Azami deseó estrecharla entre sus brazos, pero se contuvo. Quizá ella se dio cuenta; en cualquier caso, lo obsequió con una sonrisa de agradecimiento y ahí se acabaron las zalamerías. Aún tenían que salir vivos del trance.
Isa Litzu necesitó de todo su poder de convicción (léase cuerda) para que el funcionario, el cual se había orinado encima, osara moverse. Reptando con precaución por el mismo centro del puente, y procurando evitar los movimientos bruscos, trataron de cruzarlo. El trayecto se les hizo eterno. Creían ver monstruos dispuestos a abalanzarse sobre ellos desde el mar, que ya estaba a menos de diez metros. Cuando alcanzaron la otra orilla, sudando a chorros, abandonaron la gruta más que deprisa.
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Llegar al puerto resultó sencillo, después de las penalidades sufridas. El funcionario se rehizo un tanto y se mostró absolutamente cooperador, qué remedio. Pasaron los controles sin novedad, al tiempo que la Policía recibió la oportuna contraorden y se abortó el asalto previsto, atribuyéndolo a un malentendido. Lograron llegar al Orca justo cuando el primero de los soles empezaba a asomar el borde del disco por el horizonte. Tras dar explicaciones a un preocupado Omar Qahir, la capitana dejó al funcionario bajo su custodia y, con la mayor cachaza del mundo, se fue al banco a cobrar el precio de la madera mientras la tripulación se preparaba para zarpar.
Valera se maravilló nuevamente de la eficacia huwanesa. El navío estuvo aparejado justo para cuando Isa llegó con dos porteadores que acarreaban un arcón lleno de monedas. El práctico del puerto, un tanto escamado por aquella partida sin avisar, fue tranquilizado por el funcionario, un tanto demacrado y ojeroso. Éste le informó que, por causas de fuerza mayor, debía realizar una visita de inspección a una isla cercana. La tripulación del mercante Prosperidad había tenido la gentileza de admitirlo como pasajero, y así se ganaría un tiempo precioso. El práctico lo creyó a pies juntillas, ya que no era la primera vez que el personal de Aduanas intervenía en operaciones un tanto irregulares. Le chocó la cara de desconsuelo del tipo, pero lo atribuyó a que aquellos botarates tan estirados no estaban acostumbrados al trabajo duro y los madrugones, como los honrados prácticos.
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Marineros y soldados exhalaron suspiros de alivio cuando Felinia fue quedando cada vez más distante a popa, mientras los soles se alzaban en el cielo, anunciando un día radiante. Por supuesto, la cara del funcionario era un poema, y movía a la conmiseración. Le habían quitado la dichosa cuerda, aunque un par de huwaneses lo custodiaban. El pobre hombre veía su futuro muy negro, al menos hasta que Valera se apiadó de él. Durante todo el día trató de consolarlo, convenciéndolo de que lo desembarcarían en algún puerto neutral cuando estuvieran a una distancia segura de Felinia. Le prometió que intercedería por él ante la capitana, y cumplió su palabra. Al atardecer, Isa Litzu, ya vestida con su ropa habitual, se acercó hasta el cautivo.
—Da gracias a que el buen doctor, aquí presente —lo señaló—, se ha apiadado de ti. Viajarás con nosotros unas horas más. Esta noche te dejaremos en la isla de Shibaya, y luego partiremos con rumbo desconocido. No, no me des las gracias —lo apartó de sí cuando el hombre trató de arrodillarse y besarle las botas—. Cada vez que pienso que trataste de capar a mi barco, tiendo a sulfurarme. Y tú, Práxedes, alégrate, que te has salido con la tuya. Debo de estar ablandándome con la edad. Por cierto, perdona que lo diga, pero te caes de sueño. Vete a dormir, que por hoy ya has cumplido, campeón.
Pese a sus protestas, Valera se encontraba exhausto por tantas emociones. Se retiró a su litera, no sin que antes el prisionero lo hubiera colmado de alabanzas y le jurase amistad eterna.
El funcionario, bastante aliviado, se quedó un rato departiendo amablemente con la capitana y su segundo. Al cabo de un rato, Azami se acercó al grupo.
—Ronca a todo trapo, Isa. Se ha quedado frito, como un bebé.
La huwanesa miró al funcionario y compuso un gesto de disculpa.
—Práxedes es una persona sensible, así que preferimos mantenerlo en la felicidad del ignorante. No es nada personal, amigo mío, pero ¿de veras crees que somos tan ingenuos como para dejarte escapar, con lo que sabes? Bueno, ahora que lo pienso, sí es algo personal.
Azami se figuraba, por obra de las novelas de piratas, que habría algún tipo de exótica ceremonia a la hora de arrojar a los prisioneros por la borda: el paseo por la plancha con los brazos atados, los sables de abordaje pinchando la espalda, las frases lapidarias y las maldiciones de los condenados con el cabello ondeando al viento, los peces saltando bajo la quilla y todo eso. La realidad era más simple.
La cara del desgraciado funcionario, desencajada, había perdido todo rastro de color en un momento, al percatarse de lo que le aguardaba. Omar Qahir le arreó un codazo en la boca del estómago que lo dejó sin respiración. Unos marineros aprovecharon para asirlo de brazos y piernas, lo mecieron como si jugaran a la comba, a la de una, a la de dos, a la de tres y a visitar a los peces. El funcionario de Aduanas no tuvo tiempo de decir ni pío.
—Confío en que Práxedes se trague mañana el cuento de que dejamos a ese cabroncete en la isla de Shibaya, sano y salvo —dijo Azami, mirando al mar con aire soñador.
—Es un buenazo, y cree en la gente —repuso Litzu—. En fin, al tajo.
En la oscuridad de la noche, el Orca se desembarazó de su disfraz del mercante Prosperidad, el dirigible empezó a menear la cola con entusiasmo, viró bruscamente y los soldados enarbolaron el pabellón republicano. Mucho se hablaría luego en Felinia sobre el extraño caso del barco de Jabuarizim, los asesinatos de la subprefectura y el funcionario desertor, pero nadie, ni siquiera vagamente, adivinó jamás la verdad de lo sucedido.