21 4627ee — Baile de locos
1. Entre las cenizas
Año 4627ee.
Lugar: Búnker. Ubicación secreta.
«Doce mil millones de muertos. Se dice pronto».
La noche seguía su curso, camino ya de la madrugada. La habitación estaba sumida en la penumbra y desierta, salvo por su único ocupante: un hombre de pelo rubio, cortado a cepillo, que ya raleaba por las sienes. Sus rasgos se asemejaban a los de un halcón peregrino: rostro enjuto, nariz afilada y unos ojos de un negro intenso, en los que ahora se reflejaba el calidoscopio de colores procedente de una holopantalla encendida.
El hombre era apenas consciente del paso del tiempo. Su mente no paraba de vagar en torno a ideas de caos y ruina. Al fin y al cabo, había sobrevivido a la mayor masacre de la Historia. Lo más chusco del asunto era que admiraba a sus ejecutores, pese a militar en el bando perdedor. En aquella monumental pira cósmica habían ardido también todas sus expectativas, su futuro. Aunque quizás…
En un momento dado se levantó de la butaca. Se notaba que se mantenía ágil. Si bien trabajó muchos años en el Servicio de Inteligencia de Su Augusta Majestad Imperial, odiaba convertirse en carne de poltrona. Disfrutaba machacándose a conciencia en el gimnasio, y su forma física era envidiable. Contrastaba con otros compañeros de oficio que, una vez alcanzado el generalato, convertían su cuerpo en un orondo perchero para el uniforme de gala, algo así como un muestrario de condecoraciones. Él nunca lo consentiría. Un rango elevado implicaba una gran responsabilidad. A veces pensaba que era de los pocos oficiales imperiales que se tomaban en serio su trabajo, y en más de una ocasión se lo comentó a sus superiores. Tal vez por eso no había ascendido en el escalafón tan rápido como otros. Muchos miembros de la Alta Nobleza comandaban sus propios acorazados y ostentaban el derecho a usar dos docenas de apellidos honoríficos, por lo menos. De acuerdo con una broma muy extendida, algunos necesitaban la vaina de un sable para guardar las tarjetas de visita. Él, en cambio, seguía siendo Lord Isaiah J. Moone, y apenas cuatro apellidos más. Y tampoco mandaría en un acorazado, porque ya no quedaba ninguno, ni había Imperio. Toda su gloria se había consumido en un día.
¿Cómo había podido suceder? El escaso clero que sobrevivió a la escabechina sufrió una profunda crisis de fe. ¿Qué habían hecho mal para que Dios los castigara con tanta saña?
Lord Moone era un creyente de fe tirando a tibia, pragmático y poco amante de la exagerada liturgia imperial. Aborrecía a meapilas y mojigatos, y su agudo sentido de la autocrítica le permitía reflexionar con la cabeza fría acerca de las causas de la masacre. También poseía una saludable dosis de cinismo. Sonrió imperceptiblemente. Dios, en Su Infinita Bondad, estaba tratando de enviarles un mensaje, pero ¿cuál? Tal vez, que Él sólo echaba una mano a quienes se ayudaban a sí mismos, a los audaces.
Según pregonaban los escasos sacerdotes que aún quedaban, el Sumo Hacedor les estaba echando en cara su pusilanimidad, su ineficacia a la hora de destruir al Adversario, el Enemigo de Todo lo Justo. Tenían que haberlo liquidado décadas atrás, cuando aún era posible. Mas el Imperio no lo hizo, sino que se achantó, y ése fue su gran pecado. Ahora, Dios había permitido el triunfo del Adversario, como castigo. En un abrir y cerrar de ojos, con despiadada eficacia, la Corporación había aniquilado al Imperio, a pesar del ingente poderío de este último. Dios lo había querido así. Alabada fuera Su Santa Voluntad. Si el Imperio traicionó a su Creador, había pagado con creces su culpa.
En la soledad de la habitación, Lord Moone pasó revista mentalmente a la versión clerical de la Historia. La había escuchado en incontables ocasiones, con el verbo inflamado y la prosa rimbombante tan caros a la jerarquía eclesiástica: palabras para encandilar a los simples, los pobres de espíritu y los altos mandos. Otros, como él, sabían leer entre líneas.
Según los sacerdotes, ocho siglos atrás la Humanidad había alcanzado la cumbre de su poder, pero lo hizo a lomos del pecado, renegando del verdadero Dios y abrazando el materialismo más impío. La antigua Corporación cubría bajo su égida a miles de sistemas solares, y las naves MRL[1] surcaban el cosmos, tan numerosas como las propias estrellas. Pero aquella gloria era falsa, ya que se sustentaba en la abominación y la apostasía. El orden social se había subvertido, y las hembras ejercían de varones; androides, mutantes y otras obscenas imitaciones de la Creación Divina campaban impúdicamente por doquier; y los verdaderos creyentes eran perseguidos o aún peor, ridiculizados.
Pero toda aquella maldad no podía quedar impune. Dios, en su Infinita Sabiduría, era como un padre: amoroso con Sus hijos queridos, pero severo y terrible en el castigo para los díscolos.
Y envió el Desastre.
En el año 3800ee[2], naves alienígenas aparecieron de la nada y ejecutaron la Justicia Divina. Bombardearon, masacraron y, lo que resultó definitivo, acabaron con la posibilidad de viajar más rápido que la luz. Y así, incapaz de comunicar unos soles con otros, ni de enviar suministros a tantos mundos en plena terraformación, la Humanidad sucumbió.
Y Dios llevó a los pocos que habían permanecido fieles a Sus Doctrinas a un remoto planeta. Allí los mantuvo durante siglos, probándolos, hasta que sólo quedaron los Más Puros, los Nuevos Padres. Y entre ellos se eligió el primer Emperador, y Dios acordó con él Su Nueva Alianza: Creced y multiplicaos, poblad el cosmos y sometedlo, y difundid la Palabra. Para ello les entregó el don más preciado: los viajes hiperlumínicos, a ellos y sólo a ellos. E hicieron buen uso del Don Divino.
Al principio fue difícil, y llevó su tiempo. Antes del Desastre, el viaje MRL quedaba al alcance de un simple yate de recreo. Los motores eran pequeños, baratos y seguros. Pero aquellos misteriosos alienígenas, en cumplimiento de los designios divinos, alteraron la propia trama del hiperespacio, y todos los motores MRL devinieron inútiles. Era imposible, por siempre jamás, viajar a mayor velocidad que la luz. Para todos, excepto para el Imperio.
Dios otorgó a los sabios creyentes los conocimientos necesarios para surcar la bruma gris del hiperespacio según unos principios físicos completamente nuevos. Por desgracia, los impulsores MRL debían ser enormes, de casi un kilómetro cúbico. Pero una vez superadas, con la intercesión divina, las peores dificultades técnicas, una imparable flota de gigantescos acorazados se diseminó por el universo, llevando la Palabra de Dios a todos los rincones. Mundos enteros abrazaron emocionados a los nuevos cruzados de la Fe, y los que no lo hicieron… Bueno, en el fondo eran como niños traviesos, y el Imperio resultó un padre severo. Pero era por su bien. Tenían que salvar sus almas, ya que no sus cuerpos pecadores.
Fue una época gloriosa y añorada. Dios estaba orgulloso de sus Hijos Predilectos, y para ratificar su valía les puso una última prueba.
Y el Imperio fracasó.
Dios había permitido que el Desastre no acabara del todo con la blasfema Corporación. Era una pálida sombra de su pasado poderío, pero aun así se refocilaba en la iniquidad, en los más nefandos vicios. Debió ser aniquilada. No lo fue.
Sus espías lograron robar el secreto del motor MRL y la Corporación empezó a construir grandes astronaves de guerra. Y los mandos imperiales, tan ciegos ellos, lo consintieron. La primera de ellas, el portanaves Galileo, logró acabar con un acorazado y todo el contingente imperial en Tau Ceti. Pero las fuerzas del Bien superaban por más de cuatrocientos a uno a las corporativas. Podían triturar a los impíos en esos momentos, pero los integrantes del Alto Mando se asustaron, incomprensiblemente. Dios estaba a su lado, y renegaron de Él. Los nobles se habían vuelto blandos, a fuerza de calentar poltronas, e incumplieron su deber. Dios no se lo perdonó, y todos pagaron por ello.
La Gran Ramera, la abominación corporativa, creció en vigor y osadía. Atacaba acá y allá, tanteando al Imperio, riéndose en sus barbas, acechando en las sombras. De puertas afuera presumía de pacífica, un lobo con piel de cordero. El Imperio se acomodó a ella. Toleró su existencia. «Ya habrá tiempo de ajustar cuentas. Somos muchos más, y nuestra flota de acorazados supera netamente a la del enemigo», aseguraban los más altos nobles y los consejeros del Augusto Emperador. Ahora estaban todos muertos.
Pueblo Elegido, Abominación, Bien, Mal… Lord Moone se rebulló en su asiento. Palabrería vana. La Corporación había masacrado al Imperio porque sus políticos eran más astutos y sus estrategas militares más competentes y flexibles. Punto. No había nada milagroso en ello, salvo la estulticia de los nobles imperiales. Hasta la fecha, éstos habían combatido contra enemigos de nivel tecnológico muy inferior. Las tácticas que tanto éxito habían tenido contra planetas subdesarrollados no valían cuando se enfrentaban a un enemigo eficiente y despiadado, como la Corporación.
En verdad, la catástrofe se veía venir. Algunos, como el propio Lord Moone, clamaron en el desierto. La Corporación debía ser exterminada a sangre y fuego cuando aún estaban a tiempo. No les hicieron caso. Alta Política, afirmaban los pusilánimes. Quizá los sacerdotes tuvieran razón, y bien que castigó Dios a los tibios. Lo malo es que un sinnúmero de inocentes pagó por ello.
Lord Moone, y unos cuantos camaradas que pensaban como él, ya lo habían advertido. A diferencia de los que defendían el Pensamiento Único oficial, los críticos postulaban que el Imperio se había estancado pese a su notable superioridad numérica, y que la Corporación tramaba algo, y no bueno. Pero su influencia era escasa en la Corte, por desgracia. No obstante, algún ministro de Su Augusta Majestad Imperial con dos dedos de frente decidió invertir algo de dinero en investigación militar, con objeto de desarrollar nuevas armas, en vez de dedicarlo todo a construir más y más acorazados, gigantes con pies de barro, vulnerables frente a las más reducidas y versátiles naves corporativas.
Los encargados de desarrollar proyectos originales fueron jóvenes talentosos, bajo el mando de nobles que aún creían en el valor del trabajo duro y bien hecho, como Lord Isaiah J. Moone. A pesar de las trabas oficiales, y contra todo pronóstico, lograron esbozar el arma definitiva, capaz de acabar con la desafiante Corporación. Era de una simplicidad excelsa, perfecta y, sobre todo, indetectable por el enemigo.
Lord Moone, entusiasmado, trató de convencer a sus superiores de que la construyeran cuanto antes. Sin embargo, empezaron a darle largas. Tal vez fuera la inercia de la burocracia imperial, de tanto noble que sólo servía para bloquear los ascensos de los militares de carrera. O quizá tuvieran miedo del enemigo. Lord Moone desesperó, y su fe en la capacidad de sus superiores flaqueó. Le aconsejaron que se calmase. La situación estaba controlada. El Imperio era más fuerte, y duraría para siempre.
Y entonces, la Corporación atacó de improviso al Imperio. A conciencia.
¿Cuánto tiempo les llevó a los corpos diseñar sus planes? ¿Cómo lograron que el servicio imperial de espionaje no detectara una operación tan vasta? Dios cegó a Sus hijos, castigándolos por su falta de brío en la erradicación del infiel, opinaban los sacerdotes. Y un cuerno, se dijo Lord Moone. La Alta Nobleza Imperial tenía la culpa. Los cargos militares de mayor responsabilidad eran ocupados por razón de herencia o linaje, no de competencia. Se primaba la sumisión, la adulación, y las voces críticas eran silenciadas. Así, poco a poco, los oficiales realmente válidos acabaron pudriéndose en destinos infames. De hecho, más de una vez el propio Moone coqueteó con la idea de desertar. Seguro que en la Corporación valorarían a alguien como él, pero el sentido del honor acababa prevaleciendo y Moone permanecía fiel, tragando bilis y rumiando su indignación en silencio.
No le dolía reconocer que aquellos corpos habían ejecutado (y nunca mejor dicho) una auténtica obra de arte. Todos los mundos del Imperio, y eran miles, fueron atacados simultáneamente, con precisión quirúrgica. Millares y millares de pequeños cazabombarderos saltaron desde el hiperespacio, armados hasta los dientes, y golpearon sin piedad sus objetivos. Era algo que nadie podía haber previsto. La Corporación había recuperado, por más que resultara imposible, la tecnología pre-Desastre. Disponía de infinidad de motores MRL de tamaño reducido, y había equipado con ellos a toda su flota, como en los viejos tiempos. Los mamotréticos acorazados imperiales se vieron impotentes frente a aquella amalgama de agilidad y potencia de fuego devastadora.
Lord Moone creía en su fuero interno que los corpos podían incluso haber actuado muchos años antes, pero aguardaron hasta disponer de datos exhaustivos acerca de todos los sistemas imperiales. Y un buen día, sin previo aviso, el Apocalipsis se abatió sobre ellos.
La Corporación no dejó títere con cabeza. En algunos planetas supieron muy bien dónde lanzar sus bombas inteligentes, suprimiendo los centros de poder imperial. Ahí la población civil escapó más o menos indemne. Lo mismo sucedió en los mundos más atrasados, donde sólo había una guarnición del Imperio. Las temibles tropas de asalto corporativas desembarcaban y, si el enemigo no capitulaba, lo pasaban a cuchillo. Solía rendirse.
En otros sistemas solares no corrieron riesgos y mocharon parejo. Docenas de mundos fueron esterilizados con bombas sucias, nanomáquinas y virus de diseño. En tres o cuatro casos los corpos llegaron a emplear armas revientaestrellas. Sin piedad. Sin perdón. Doce mil millones de víctimas. El Imperio era Historia. La Ira Divina. La Corte del Emperador, su Augusta Majestad Imperial, nobles, acorazados… Todos estaban muertos. Excepto Lord Moone y su equipo.
¿Dios lo había querido así, o se trataba de pura suerte? Tanto daba. En el fondo, el Holocausto tuvo su parte positiva. Por fin disponía de libertad de acción. Todos aquellos ineptos que mandaban sobre él habían desaparecido. En suma, le había sido concedida una oportunidad, y pensaba aprovecharla. Sopesó las posibles líneas de acción que se le brindaban.
Poseía los planos del arma definitiva y una base científica secreta; bien poca cosa frente al leviatán corporativo. Lo más sensato sería entregarse. La Corporación tenía fama de respetar e incluso promocionar a los enemigos que habían demostrado su valía. Eran un recurso a proteger. Moone estaba orgulloso de sus dotes organizativas y de la capacidad de trabajo del equipo que había creado. Sería muy útil a sus nuevos amos. Además, en el fondo, el Imperio y sus nobles sólo le habían traído sinsabores y desdenes. ¿Qué les debía, al fin y al cabo, salvo rencor?
Lo más sensato, sí. Pero en el Holocausto habían perecido doce mil millones de seres. Con los nobles y los curas no se había perdido gran cosa, pero la inmensa mayoría era inocente: pobres criaturas que sólo aspiraban a sacar adelante a su familia, ver crecer a sus hijos, labrarles un porvenir mejor que el que sus progenitores tuvieron. Tanta sangre, tantas ilusiones truncadas, clamaban venganza. Era injusto que los perpetradores de aquel monstruoso crimen se fueran de rositas.
Moone sacudió la cabeza. ¿A estas alturas, y después de lo que había llovido, con escrúpulos de conciencia? «Pues sí, qué se le va a hacer», se dijo. Cuando todo lo demás se ha perdido, sólo queda el honor. En su jura de bandera, había prometido defender al pueblo de las asechanzas del enemigo. Ya no quedaba pueblo al que proteger, pero si se rendía, si elegía lo más fácil, moralmente sería tan condenable como los que masacraron a tantos hombres, mujeres y niños. Había una línea que una persona decente no podía traspasar.
Según había leído, en algunas culturas antiguas, como la nipona, quienes fracasaban en el cumplimiento del deber sólo consideraban una salida honorable: el suicidio. Pero aparte de que no le apetecía inmolarse así, por las buenas, quitarse la vida le parecía a Moone el equivalente a una huida cobarde. Cuando se metía la pata, salir corriendo no era lo correcto. Había que quedarse, aguantar a pie firme las consecuencias y tratar de remediar el daño causado. O, si no, pagar el precio, pero después de haber peleado hasta el final. Con la cabeza alta, para que el enemigo pueda cortarla a placer.
Y eso implicaba que la guerra contra la Corporación no terminaría hasta que cayera el último soldado imperial. Cerró los ojos y suspiró. Para qué engañarse, los malos eran muchos más, estaban mejor armados y no tenían un pelo de tontos. La suya era una causa perdida. Pero qué demonios, sólo se vivía una vez.
Golpeó con el puño el apoyabrazos del sillón y se incorporó. En su mirada ya no había sombra de duda. Era un soldado que se disponía a librar su última batalla. No defendería una patria o una bandera, sino algo más básico, lo único que, en realidad, importaba: su propia dignidad. A la larga perdería, de acuerdo, pero antes le iba a tocar las pelotas a la Corporación a base de bien.
Sólo necesitaba tiempo y, si era cauto, lo tendría. Ante todo, debería ingeniárselas para engañar al espionaje enemigo. Sí, pensaba volverlo loco, usándolo en beneficio propio. Así, libres de trabas, sus hombres construirían el arma y, cuando estuviesen preparados, la Corporación averiguaría el auténtico significado de la palabra dolor. Tendría para con ella la misma piedad que mostró frente al Imperio: ninguna.
Sus pensamientos divagaron. Tendría gracia que, contra todo pronóstico, propinara un golpe mortal al Consejo Supremo Corporativo. En tal caso él, Lord Isaiah J. Moone, despreciado por la camarilla del difunto Emperador, se sentaría en el trono del Nuevo Imperio, y luego sus hijos, y los hijos de sus hijos, hasta el fin de los tiempos. O hasta que algún enemigo más inteligente los quitara de en medio, pero aquél ya no sería su problema. Se rió por lo bajo. Se avecinaban tiempos interesantes.
Lord Moone chascó los dedos y la holopantalla se apagó. Con paso decidido, abandonó la habitación a oscuras. Había mucho, pero mucho que hacer. Tenía ante sí el desafío supremo: entablar una guerra contra la maquinaria bélica más eficaz del universo conocido, y ganarla.