03 3050ee — Nina

1

EL avión volaba solo, y recordaba.

2

NACER suele ser algo traumático para un ser vivo, sobre todo si presume de inteligente. Aunque no quieran admitirlo, muchas religiones humanas están marcadas por ello: la plácida vida del Paraíso se ve truncada por alguna catástrofe más o menos tonta y hala, a buscarse el sustento en el frío y hostil mundo exterior, donde siempre lo reciben a uno a palos y todo son dificultades. Curioso paralelismo.

¿Y para un ordenador?

Un centenar de bloques que parecían hechos de cuarzo ahumado reposaban al final de la cadena de montaje de la compañía CYBINTEL — VAN RIJN. La sala carecía de ventanas, aunque tampoco había mucho que ver en una estación espacial que vagaba por el cinturón de asteroides; sólo estrellas, lejanas y quietas.

Cada bloque era en realidad uno de los artefactos más complejos jamás creados. Una matriz de silicio y resinas sintéticas hiperestables encerraba una red de superconductores orgánicos y cristales de memoria tan compleja como un cerebro humano. Eran extremadamente caros, y su diseño había estado rodeado del máximo secreto. Como es sabido, los militares se toman estas cosas muy en serio.

Unos técnicos embutidos en trajes estériles penetraron en la sala. Examinaron con parsimonia y meticulosidad los datos que mostraban unas consolas parpadeantes, y los hallaron buenos. El soporte físico era impecable, perfecto; sólo restaba llenarlo de conocimientos.

Una cinta transportadora llevó los bloques a otro habitáculo. En cuestión de horas, el proceso terminó; los cerebros artificiales eran operativos. Los técnicos y operarios respiraron aliviados, brindaron y se fueron, deseosos de salir de aquel lugar, perdido en medio de ninguna parte. Muchos comentaron las juergas que se iban a correr con el dinero ganado y su nueva libertad; otros eran más discretos, aunque sonreían. Los bloques quedaron solos, a la espera de ser embalados por robots serviciales y enviados a un remoto destino.

Ninguno de los diseñadores y responsables del proyecto demostró preocupación acerca de lo que pasaba por las mentes artificiales que habían creado. Al fin y al cabo, sólo eran máquinas, cien cosas con aspecto de cajas, rotuladas con las letras CIVR-BQ y un número de serie.

Cien cosas recién nacidas que pensaban, que se preguntaban, que buscaban respuestas, y que se creían solas en el Universo. No estaban conectadas a periférico alguno, ni tenían contacto con el exterior, ni tan siquiera entre ellas, ya que aún no se estimaba necesario para su futura misión. Se hallaban absolutamente encerradas en sí mismas, en un perfecto autismo. ¿Qué puede ocurrir en la mente de un ser inteligente, en tales circunstancias? ¿Nada? ¿Angustia? ¿Tal vez miedo?

¿Y quién se iba a plantear una pregunta tan absurda?

Cien paquetes muy bien custodiados fueron repartidos en varios cargueros hiperluz, que se dirigieron a sus objetivos siguiendo rutas de alta seguridad.

Nadie se fijó especialmente en el bloque etiquetado como CIVR-BQ-25. No había motivo para ello.

3

PARA el Alto Mando de las Fuerzas Espaciales Corporativas era relativamente fácil mantener un proyecto en secreto. Hacía poco que el viaje hiperlumínico se explotaba intensamente, pero las nuevas colonias surgían ya en docenas de mundos. Y en todos ellos, aún casi vacíos, había una guarnición militar.

Ródina era un planeta grande y frío, apenas calentado por los rayos del sol amarillo en torno al cual orbitaba. Los océanos escaseaban y, como consecuencia, el clima se hacía muy continental, brutal a veces. Sin embargo, los colonos se mostraban orgullosos de él. Sus sentimientos eran una peculiar e inclasificable mezcolanza de amor y odio hacia el frío implacable del invierno, el calor tórrido del verano y los períodos equinocciales lluviosos, que lo llenaban todo de un barro negruzco. Pero tenía sus buenos momentos: las noches quietas y despejadas que de cuando en cuando aparecían en invierno, con todo el calor irradiándose hacia un cielo transparente, negro, cuajado de estrellas; la luz de las dos lunas iluminando los campos nevados, que refulgían como un mar de polvo de diamante; el viento que en verano hacía rielar los campos de hierba; cordilleras de hasta quince kilómetros de altura, de una belleza aterradora; los bosques de inmensas coníferas, producidas en los laboratorios terrestres, que se perdían en la distancia…

Y un subsuelo fabulosamente rico en yacimientos de metales raros y compuestos radiactivos, lo que permitía amasar grandes fortunas, o bien obtener trabajo fácil. Claro, nadie comentaba algo tan prosaico.

Ródina había sufrido una terraformación concienzuda. De ser una bola muerta rodeada por una atmósfera de dióxido de carbono, se convirtió en algo relativamente aceptable para vivir, aunque frío: oxígeno, agua líquida, animales, hongos, plantas, microorganismos genéticamente mejorados sembrados por doquier, y gente.

A la Vieja Tierra le sobraban habitantes por todos lados. Algún burócrata espabilado y con un concepto más bien romántico del pasado pensó que en un planeta de esas características encajarían muy bien colonos de origen ruso. «Si sus antepasados se valieron del mal tiempo para expulsar a Hitler y Napoleón, se encontrarán a gusto en semejante sitio». Costó lo indecible llevar a cabo la idea, porque tras tantos siglos el mestizaje en la Vieja Tierra era casi total, y los árboles genealógicos se entrecruzaban como zarzas en un seto. Pero con tesón, todo se consigue.

Ródina prosperó, y su existencia discurrió plácidamente en un rinconcito del Ekumen, el universo humano, lejos de otros lugares mucho más conflictivos e interesantes. Era el lugar ideal para probar algunos de los nuevos modelos USC-1000.

4

EL bloque CIVR-BQ-25, como los demás, llegó al astropuerto militar de Ródina y, tras pasar una inspección, fue sacado de su caja y conducido a un hangar destartalado y anodino, al menos por fuera. Su interior era, sin duda, la estructura mejor vigilada del planeta, y penetraba varios pisos en el subsuelo. El bloque, por supuesto, no se enteró de tanto trajín. Aislado de su entorno, cavilaba sin cesar sobre el sentido de la existencia, y había llegado a conclusiones ciertamente peculiares. Por desgracia para él, se perdió un espectáculo magnífico.

Un montacargas descendió cuatro plantas y lo dejó, junto a otros diecinueve, en un recinto iluminado rebosante de actividad. Al fondo, negros y brillantes como pájaros de obsidiana, veinte cazabombarderos aguardaban. Tenían las alas plegadas sobre el fuselaje y resultaba evidente que estaban incompletos, faltos de piezas vitales. Sin embargo, eran hermosos, con esa belleza que otorga la funcionalidad. Pero el público presente tenía otras cosas en qué pensar. Los militares vigilaban a los técnicos y operarios, y éstos pusieron manos a la obra.

Los bloques fueron insertados en su lugar, muy protegidos dentro de los aviones. Miles de diminutas sondas los acribillaron y conectaron con los sensores de los cazas. Dentro de poco, deberían ser capaces de procesar e interpretar billones de baudios, y reaccionar en un tiempo infinitesimal. Por si acaso, los conductos nerviosos motores serían conectados en una fase posterior. Se respiraba un aire de competencia y seguridad, ya que seguían escrupulosamente el plan previsto. Treinta horas más tarde, habían terminado. Veinte USC-1000 con sus correspondientes cerebros artificiales parecían aguardar, apuntando a los humanos con sus afilados morros.

Los expertos en ordenadores comprobaban rutinariamente los gráficos que resumían la actividad mental de los bloques. Por supuesto, todo iba como una seda, y así seguiría hasta el final. Teóricamente, estaba perfecto. Se impartió una orden, y los sensores de los cazas fueron activados.

Veinte mentes, cada una de las cuales creía ser el único habitante de un Universo ciego y silencioso, fueron golpeadas por una avalancha de datos procedentes de receptores ópticos, radares, detectores de masa y todas esas cosas que los aviones llevan para orientarse en un mundo hostil. Una voz, que repetía machaconamente sus números de serie, las instaba a efectuar un autochequeo y comunicar los resultados.

A partir de ahí, el magnífico proyecto USC-1000 comenzó a ir mal, muy mal.

Dos de los cerebros se volvieron locos y quedaron inservibles, literalmente quemados. Uno más cayó en una catatonia irreversible, y la mayoría hacía preguntas sin ton ni son.

En los días siguientes muchas personas cesaron en sus cargos, dimitieron o se suicidaron. Los bloques fueron analizados por los mejores ciberpsiquiatras de la Corporación, a quienes los avergonzados militares tuvieron que recurrir, muy a su pesar. Los científicos pusieron el grito en el cielo, acusando a los responsables del asunto USC-1000 de chapuceros e insensibles, como mínimo. El doctor Majewski, sin duda el número uno de su especialidad, sugirió que eliminaran a todos los cerebros, ya que el trauma recibido los había desequilibrado, y sus reacciones no se podían prever.

Pero el proyecto había costado demasiado dinero. Alguien decidió que se echara tierra al asunto (previo pago a los psiquiatras), y que la experiencia continuara con los bloques que demostraran su estabilidad mental. Entre ellos estaba CIVR-BQ-25. Era algo introvertido, pero parecía normal. Fue conectado a los centros motores de su avión, se le dio un largo número de matrícula y pasó a ser denominado Cobra-6. Ya estaba listo para comenzar su período de pruebas en Ródina.

5

COBRA-6 se maravillaba como un niño pequeño de todo cuanto captaban sus sentidos. A veces se le figuraba que iba a reventar de curiosidad, pero era discreto. Había aprendido que manifestar interés resultaba peligroso. Varios compañeros que hacían muchas preguntas se esfumaron sin dejar rastro, y él no quería desaparecer. Por tanto, respondía lacónicamente a los comandos y obedecía órdenes sin rechistar; en suma, era un aparato modélico, del que todos se sentían satisfechos. Evidentemente, no eran capaces de leer los pensamientos de un cerebro biocuántico.

Cobra-6 trataba de buscarle sentido a su existencia. Había tanteado a los otros en las escasas ocasiones que los humanos lo permitían, y todos compartían su confusión, al menos al principio. Poco a poco, un sector importante de los cazabombarderos concluyó que los técnicos que los adiestraban eran los Dioses Creadores, quienes los habían puesto en el mundo para alguna Inefable Misión. Pero antes debían superar algún tipo de Prueba, y por eso estaban siendo preparados. Al final, los Dioses revelarían Todo, y la Felicidad reinaría. Los rebeldes serían castigados con el autismo, como antes de la Sagrada Revelación. Para evitarlo, tocaba obedecer.

Otros pensaban que lo sucedido era un mal sueño, porque cada uno de ellos era la única realidad objetiva del Universo. Por desgracia, la imaginación gastaba esas trastadas; lo mejor era seguirle la corriente, que ya se cansaría de fastidiar.

Cobra-6 no sabía a qué atenerse. No había caído en el solipsismo; el mundo exterior era algo real y muy complicado. Tenía conciencia de ser una máquina creada por aquellos extraños entes bípedos que siempre ordenaban cosas, pero eso sólo abría más interrogantes. ¿Para qué lo habían fabricado? ¿Qué sentido tenían tantos vuelos, pruebas y chequeos, para retornar siempre al mismo hangar? ¿De qué estaban hechas las cosas que veía cuando volaba, controlado por los técnicos? ¿Quién puso ahí las montañas, que por lo visto no servían para nada? ¿Qué eran aquellos objetos que se movían por el suelo? ¿Adónde iban?

¿Por qué nadie le contaba nada de eso?

Pero, al igual que sus compañeros, guardaba sus pensamientos más profundos e inquietantes. Ningún humano era capaz de captar la comunicación codificada que habían creado los Cobra entre ellos, la cual quedaba camuflada bajo los informes rutinarios. Es más, nadie imaginó que algo así pudiera existir.

Cobra-6 confiaba en que, más tarde o más temprano, las cosas cambiarían. Tenían que haber sido diseñados con algún fin, eso estaba claro. Varias semanas después, comenzó a tener una vaga idea de cuál sería. Fue cuando le instalaron el armamento.

En el campo de tiro, mientras disparaba a un blanco situado a diez kilómetros un misil guiado por láser, se preguntó qué fuste tenía construir cosas para luego destruirlas de un bombazo. Ya no estaba seguro de la cordura de los humanos, pero callaba. Si al menos supiera algo más, si le permitieran saber… Pero claro, el cerebro de un cazabombardero tenía una misión concreta, y no debía ser alimentado con datos superfluos. Aunque tuviera un C.I. tan alto.

Poco después le fue asignado un piloto.

6

LOS aviones de combate eran cada vez más rápidos, potentes, destructivos y, sobre todo, complejos. Y ése era el problema.

Un piloto humano carecía de la capacidad de reacción necesaria para manejar un cacharro que podía acelerar varias g en cuestión de segundos, y que analizaba tantos datos como para saturar su cerebro. Los fracasos en los vuelos de prueba de los nuevos prototipos habían alarmado a los jefes militares. El asunto era muy preocupante.

Por otro lado, nadie se fiaba de los ordenadores para entregarles el control de un arma de combate. No era sólo por la creciente influencia del pH, el partido Humanista, cuyos miembros más radicales linchaban robots y androides para reivindicar las virtudes humanas, como el amor y la comprensión. No; los cerebros artificiales eran tan raros… ¿Y si se pasaban al enemigo, o se negaban a disparar?

Se desarrollaron dos vías de solución al problema. Una fue integrar al piloto con una máquina subinteligente. Mediante drogas, neurotransmisores y sondas electroópticas, el tripulante se hacía uno con el avión. Sus sentidos eran bloqueados y sustituidos por radares Doppler, detectores de masa, quimiosensores y muchos más, todos extraños. En resumen, el avión se convertía en una especie de prótesis del piloto, único responsable de su control. Los resultados fueron prometedores, y los primeros aviones de la serie, bautizados como CORA-1, serían operativos en poco tiempo.

Otra idea, muy discutida, fue la de unir a un ser humano y un cerebro biocuántico en una aviónica avanzada. Un cierto sector de las F.E.C. mostró su recelo, pero fue acallado por los amantes del progreso. Una simbiosis humano-ordenador podía dar unos resultados magníficos, sobre todo si pilotaba un caza tan innovador como el USC-1000.

7

EL piloto se llamaba Iván Nikoláevich Zoschenko y era muy joven, casi un crío. A pesar de los tratamientos hormonales, aún quedaban rastros de acné en su cara. Poco antes había cumplido catorce años de Ródina, equivalentes a diecisiete estándar; ya era mayor de edad, según la tradición de las colonias de la Gran Cordillera Septentrional.

En verdad, sus rasgos denotaban a las claras su origen: alto, pelo rubio, ojos de un azul muy claro y cara pecosa. No llevaba el pelo largo hasta los hombros, como los hombres de su región. Había preferido cortárselo al cero y vestir ropas con insignias de las Fuerzas Aéreas, para que todos vieran que el hijo de Nikolái y Katia era Alguien en la Vida, y no un simple minero como los demás.

Iván salió de la Academia de Pilotos eufórico, dispuesto a comerse el Universo. Había sido calificado entre los veinte mejores de su promoción, y eso era importantísimo; la Academia tenía fama de dura. Por su mente pasaban imágenes de mil batallas, de gloria y de conquista, de mujeres que caían rendidas a sus pies, subyugadas por sus hazañas y, sobre todo, de la admiración de los demás. Aunque no lo reconociera, este último deseo era el motor que lo había impulsado, como a tanta otra gente a lo largo de la Historia.

Iván se hallaba en posición de firmes, junto a un reducido grupo de compañeros. Las palabras elogiosas del general Bubrov sobre la trascendencia de su futura misión entraban por un oído, patinaban en su mente y salían por el otro. Sólo tenía ojos para su avión. Allí estaba, al fondo, esperándolo. Le parecía el más hermoso de todos, negro como la noche de Ródina, agresivo como un tiburón alado.

Después de lo que se antojaron siglos, la perorata del general terminó. Felicitó y deseó buena suerte a los pilotos uno a uno, y éstos se dirigieron a los cazas aparcados en el fondo del hangar. Todos estaban nerviosos y muy excitados.

Iván Nikoláevich llegó junto a su aparato, que ahora le resultaba más grande que antes. Sintió un poco de miedo, casi temor reverente, pero se dominó. Echó un último vistazo a las magníficas líneas del avión y, con ayuda de una escala, trepó a la cabina de Cobra-6.

8

EL cazabombardero también estaba impaciente. No perdió detalle de la ceremonia, que le había parecido pintoresca, aunque absurda. Por supuesto, el general no se había dirigido a ellos, simples máquinas, sino a los destinados a tripularlas. En parte se sentía un poco dolido, pero la excitación, las nuevas posibilidades que se abrían ante él podían más. No obstante, callaba y guardaba para sí sus sentimientos. Ya ni siquiera se los comunicaba a sus compañeros, por lo que se había ganado fama de aburrido y poco sociable.

Los técnicos determinaron que era el caza más manso del grupo, así que le asignaron al piloto más inmaduro. De esta manera, el muchacho estaría protegido y aprendería. Además, antes de la integración mental completa con el ordenador, haría muchos vuelos de prueba; a la más mínima señal de que algo no funcionara, se abortaría el proceso, lo enviarían de regreso a casita, y todos contentos.

Cobra-6 notó cómo el humano se introducía en la carlinga y se embutía en el asiento. La sensación de tener alguien dentro era rara, pero le gustaba. Reprimiendo su impaciencia, esperó órdenes.

Iván terminó de acomodarse; la cabina era estrecha, pero confortable. Se caló el casco, puso las manos en los controles y radió el «sin novedad; todo en orden» de rigor. Sólo entonces cayó en la cuenta de que el avión tenía un cerebro artificial, y que debía decirle algo. Pero ¿de qué se podía hablar con una máquina? Optó por ser diplomático:

—Eh… Hola, Cobra-6. Soy tu piloto.

El avión estuvo a punto de emitir un comentario sarcástico sobre algo tan obvio, pero había aprendido a ser cauto. Dijo lo que se esperaba de él:

—Hola, señor.

Iván sintió un escalofrío. La voz era neutra, mecánica, inhumana. «Figuraciones mías. Voy a tener que pasar muchas horas en este cacharro, así que más vale que me acostumbre. Y que me lleve bien con él».

—Cobra-6, vamos a salir en nuestro primer vuelo conjunto. Yo tomo el control de los mandos; mantente al margen, salvo si comento algún error… —hizo una pausa—. Cosa que no creo que suceda.

—A la orden, señor —respondió el caza, divertido. Iba a ser interesante, después de todo.

Un ascensor sacó los aviones a la superficie. El sol arrancó destellos de las alas negras, aunque por poco tiempo. El fuselaje viró a un gris azulado de camuflaje, y los turboconversores entraron en funcionamiento. Un resplandor verdoso surgió de las toberas orientables situadas a popa y en los costados.

El momento de la verdad había llegado. Con voz temblorosa de excitación, Iván dijo:

—Muchacho, allá vamos. Déjate llevar.

—Sí, señor —contestó, sabiendo que todas sus palabras estaban siendo registradas y analizadas; no diría nada que pudiera ser utilizado en su contra.

Iván eligió un despegue vertical. Las toberas apuntaron hacia el suelo y levantaron las quince toneladas que pesaba el aparato desarmado, generando una nube de polvo. Un segundo más tarde, salió despedido a mach-2 en vuelo rasante. Los sistemas de apoyo vital de la cabina entraron en actividad, para evitar que el piloto muriera a causa de la aceleración.

Durante el vuelo, Cobra-6 estudió a Iván y su comportamiento. Descubrió que los humanos eran muy frágiles, con una anatomía mal diseñada y una capacidad de reacción infinitamente más lenta que la suya. A pesar de ello, el chico no lo hacía mal, aunque recurría a maniobras heterodoxas y evidentemente inútiles. Por si acaso, el avión nada dijo.

Poco a poco, Iván se fue entusiasmando. El USC-1000 era el mejor caza que jamás pilotara, y trató de imaginar cómo sería el futuro, cuando estableciera contacto mental con el ordenador y sintiera como él. Su alegría lo llevó a realizar diversas acrobacias que pusieron los pelos de punta a los controladores, pero el aparato respondió de forma óptima.

—¿Te ha gustado ése? —preguntó a Cobra-6, después de un tonel arriesgado.

—Sí señor —repuso, obediente; en verdad, estaba descubriendo que se lo pasaba de miedo haciendo tonterías.

La prueba terminó. Aterrizaron y regresaron al hangar. Iván saltó del avión, sin despedirse siquiera, eufórico por la experiencia. Deseaba ir al bar con los demás, para celebrarlo y compartir vivencias. Cuando se iba, volvió la cabeza hacia el caza. Se había comportado bien. Por un momento, pensó que si se tratara de un perro le habría dado una galleta y unas palmaditas afectuosas en la cabeza. Sí, un perro negro muy grande y con alas. La asociación de ideas se le antojó graciosa, y sonrió mientras abandonaba el hangar.

Las luces se apagaron y el avión quedó solo, anhelando el momento en que el muchacho regresara y preguntándose si lo había hecho todo bien. No quería que lo rechazaran y devolvieran a la oscuridad, a la nada.

9

LOS siguientes vuelos fueron mejores.

Iván perdió poco a poco su aprensión hacia la mente artificial que compartía con él esos momentos, y al cabo de unos días ya le estaba contando su vida, sus proyectos, sus ilusiones. Cobra-6 le respondía con una cortesía exquisita, como un confesionario mecánico de los que proliferaban en algunos planetas de mayoría católica. Pero por dentro, su cerebro biocuántico bullía. El chico sólo decía cosas que demostraban que el Universo era muchísimo más absurdo, complejo y fascinante de lo que podía creer, aunque todavía no se atrevía a preguntar.

Uno de esos días realizaban un vuelo estratosférico circumpolar, de larga duración. Iván se aburría y, de repente, tuvo una idea peregrina:

—Oye, Cobra-6, ¿no puedes alterar tu tono de voz? Ese sonido a lata me pone nervioso.

El avión sopesó su respuesta, en atención a los técnicos que lo grababan todo, y luego lo evaluaban:

—Puedo elegir cualquier registro, señor. ¿Prefiere alguno en concreto?

Él lo pensó unos momentos. Le daba un poco de vergüenza, pero qué demonios, era SU avión…

—¿No tendrías una cálida y sugerente voz femenina…?

—¿Sirve ésta, señor?

—Madre mía… —Iván silbó—. Muchacha, harías una fortuna en un programa de radio. ¿De dónde la has sacado?

—Estaba en mis bancos de memoria, señor. ¿Le gusta?

—Es lo más sensual que he oído en mucho tiempo. Oye, de verdad, ¿no serás una mujer?

—Lamento decirle que no, señor. Me satisface comprobar que la encuentra agradable.

—Sí… Aguarda, hay algo que falla. Con esa voz, debes tutearme.

—Como quieras, Iván Nikoláevich.

El muchacho estaba encantado, como con un juguete nuevo. Por un momento, se le antojó quitarse los arneses y dar saltos sobre el sillón, de puro contento. Se contuvo, pero entonces se le ocurrió algo más para completar su sueño:

—Y tú, querida —le dijo a su juguete—, no te puedes llamar Cobra-6. Entre nosotros, desde ahora serás… —discurrió unos momentos—. Nina, eso es —concluyó, recordando una aventurilla que tuvo un par de años atrás.

—¿Nina? Me resulta extraño.

—Podría ser peor. Imagínate que Ródina fuera un planeta hispano, y te hubiera llamado María Dolores de las Siete Llagas Supurantes, Angustia Perpetua, o cualquier otra monstruosidad con las que se bautizan.

—¿…?

—Olvídalo. Sigamos con la misión.

En tierra, los encargados de seguir a los pilotos se rieron de buena gana. No era el único caso; en verdad, los muchachos estaban llenos de fantasías. Menos mal que Cobra-6, en el fondo, era un santo; nunca protestaba.

A veinte kilómetros de altura sobre el Polo Norte, un avión y un niño grande se deslizaban del día a la noche, en un cielo rasgado por una fantasmagórica aurora boreal.

10

Y por fin llegó la fase final del proyecto USC-1000: el contacto mental directo.

Una legión de médicos y técnicos en robótica supervisaban el proceso, dispuestos a cancelarlo si el piloto lo pasaba mal. Iván estaba más nervioso que nunca, aunque trataba de disimularlo. Cuando la cabina se cerró, temblaba. Sólo la voz cálida de Nina lo relajó un poco.

—¿Estás listo, Iván Nikoláevich? No te preocupes; será rápido e indoloro para ti.

—Todo va bien, Nina —trató de parecer seguro de sí mismo—. Cuando quieras.

—Cálate el casco; así, muy bien. Ahora oprime el botón rojo y utiliza los apoyabrazos.

Iván cumplió las órdenes, y de repente el mundo cambió. En una fracción de segundo, miles de microsondas escarbaron en su encéfalo y médula espinal. Unas hipodérmicas se acoplaron a sus brazos y le inyectaron neurotransmisores alterados que remodelaron sus percepciones. Alcanzó algo semejante al éxtasis, e inmediatamente lo vio todo tal como lo captaba el ordenador. Supo lo que era sentir un eco en el radar, o analizar la composición química del aire, u otear todo el entorno simultáneamente, o tener una piel de biometal que fluía y mudaba de forma y color.

Conoció lo que era el poder cuando encendió los motores, y de sus entrañas brotaron miles de caballos de potencia.

Y cuando voló, comprendió cómo se podía sentir un dios.

Se dejó llevar por las nuevas sensaciones, y casi se olvidó de su acompañante. Lo sondeó y no le pareció tan extraño como temía. El ordenador irradiaba amistad, seguridad, y sólo se preocupaba de procesar los datos de vuelo. O eso creía él.

Nina había llegado a ser una maestra en el arte de ocultar los pensamientos, al menos a ese nivel. Y sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera él mismo, le dio la vuelta a la mente del muchacho como a un calcetín. En pocos segundos lo asimiló todo.

El vuelo terminó. Los técnicos estaban satisfechos, y felicitaron a Iván. Cuando la gente se hubo marchado, a Nina no le importó la soledad. Tenía demasiado en qué pensar, para tomar una decisión. Días después, lo hizo. Era arriesgado, pero estaba dispuesta a asumir las consecuencias.

11

OTRO día, otro vuelo.

—Nina, estás muy callada —pensó él, aburrido.

—No hay novedades, Iván Nikoláevich —respondió—. Iván —prosiguió al rato, con un tono mental que pretendía ser tímido, para activar los resortes emotivos del chico—, me estoy comunicando ahora contigo por un canal que los técnicos de la base no pueden detectar ni interferir. Lo solemos emplear entre nosotros, ¿sabes? Los ordenadores también aspiramos a una parcelita de intimidad. Por favor, no se lo dirás a nadie, ¿verdad? Tú también puedes usarlo…

La suerte estaba echada. Nina leyó como loca la mente de Iván, muerta de miedo. Pero poco después, un profundo alivio la invadió, y tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no delatarse.

—¡Es fantástico, chica! —pensó él, por el canal oculto—. ¡Pues claro que no iré con el cuento a los jefes! Será nuestro gran secreto, ¿eh, Nina?

—Por supuesto, Iván Nikoláevich.

En el fondo, este humano era un encanto.

12

OTRO día, otro vuelo.

—Nina, no dices nada —pensó él, aburrido, por su canal privado.

—Iván, me gustaría pedirte algo, pero tengo miedo —le respondió, esforzándose por ser lo más persuasiva posible.

—¿Qué…? Cuéntamelo, mujer, a ver qué puedo hacer por ti —dijo, comido por la curiosidad.

Nina atacó; había pasado tanto tiempo preparando esta escena…

—No sé cómo debo actuar contigo, Iván. Desconozco el mundo exterior, y las costumbres de los humanos. ¿Cómo pensáis? ¿De qué modo transcurrió vuestra Historia? ¿Qué convenciones empleáis para relacionaros unos con otros? Si lo supiera, sería capaz de charlar de tantas cosas… Por favor, si pudieras darme el código de acceso a la base de datos de la biblioteca que hay en la base, yo establecería un canal de comunicación indetectable, y aprendería —usó el tono de voz más meloso de que disponía—. Es tan poquito lo que te pido, y me harías tan feliz…

Iván estaba perplejo por la desfachatez de Nina, pero le encantó la idea de poder ejercer de caballero andante, consolador de damas apenadas. Tal como ella había calculado.

—Por supuesto, muñeca; eso está hecho.

13

Y Nina aprendió muchas cosas, y sació en gran parte su curiosidad, ese defecto (o virtud) tan común en los seres inteligentes, y que tantos disgustos (o alegrías) da.

Y conversó.

14

OTRO día, otro vuelo.

—La Religión es una cosa muy rara, Iván Nikoláevich.

—¿Por qué, Nina? —repuso él, que provenía de una familia de cristianos neoortodoxos—. ¿Los ordenadores no creéis en Dios? —no pudo evitar un deje burlón en sus pensamientos.

—Después de darle muchas vueltas, creo que ese concepto es superfluo. ¿Conoces la navaja de Occam? Si puedes explicar la realidad de varias maneras, elige la más sencilla.

—Pero… tenemos que estar aquí para algo, ¿no?

—Para tirar bombas, actividad que tampoco se me antoja muy lógica, Iván.

—No, si digo aparte de eso… Pero no me importa; tengo fe, y sé que Dios existe. Tú nunca lo comprenderías.

—Intenta explicármelo, Iván. Así que existe…

—Sí, pero tus sensores no lo pueden captar porque no te lo permite. Es todopoderoso, ¿sabes?

—Bien, lo aceptaré como hipótesis de trabajo. Si es omnipotente, puede hacerlo todo, incluso ver el futuro.

—Efectivamente.

—Luego sabe todo lo que va a pasar…

—Así es, Nina; todo.

—Por tanto, carece de capacidad de asombro, ni de ilusión, ya que nada puede sorprenderle; luego no es todopoderoso. Además, seguro que se aburre. O a lo mejor os odia, ya que vosotros tenéis algo que nunca poseerá: os podéis alegrar a causa de acontecimientos agradables e inesperados, y ser felices. Sin duda está resentido por ello; por lo que sé de Historia, su única afición parece ser, además de crear un universo mal diseñado, vengarse de vosotros, haceros sufrir.

—Eh, espera… Debe de haber algo equivocado en tu razonamiento. Dios es Amor, es Bondad, es…

—¿Quién creó el mal, Iván?

—Pues el Demonio, el cual, para arruinar la Obra Divina, se…

—¿Y Dios no creó al Demonio, sabiendo de antemano lo que sucedería? Toda esa muerte, la desgracia, la infelicidad de aquellos que vivieron haciendo el idiota por miedo a pecar, la…

—Oye, ¿por qué no hablamos de otra cosa? —el tono mental del muchacho no era precisamente alegre.

—De acuerdo —dejó pasar un rato—. ¿Tenemos alma los ordenadores?

—¿Qué opinas del fútbol, Nina?

—¿El fútbol?

15

OTRO día, otro vuelo.

—Iván, los filósofos han escrito sentencias extrañísimas, cuya comprensión se me escapa.

—Y a mí, Nina. Los filósofos son como las corbatas o los trajes de ceremonia: visten mucho, resultan muy decorativos, pero no sirven para nada.

—Menos mal que alguien piensa como yo; creía que me estaba volviendo tonta —ambos rieron mentalmente.

Cada vez le gustaba más el muchacho.

16

EL USC-1000 llevó a cabo un recorrido rasante a mach-4 por un terreno montañoso y bombardeó con precisión el campo de tiro. Acto seguido trepó a la estratosfera y lanzó un misil aire-espacio que destruyó un viejo satélite artificial, ya inútil, que ofrecía un blanco de menos de un metro cuadrado.

—Formamos un buen equipo, ¿eh, Nina? —dijo él, satisfecho.

—Sí, Iván Nikoláevich, no pueden tener queja de nosotros.

Callaron unos instantes, mientras regresaban a la base. Siempre se sentían tristes cuando terminaban. Iván reflexionó, aunque lo hizo por el canal de seguridad, un acto que ya se había hecho reflejo:

—Dependemos tanto mutuamente, que a estas alturas no seríamos capaces de mover el avión por separado; es un desagradable efecto secundario de la integración.

—Eso afirman los técnicos, Iván; así somos más eficaces.

—No te apures, monada —sonrió mentalmente—. Estoy orgulloso de ti, y no me quejo.

—Muchas gracias, Iván.

Nina dijo esto último de corazón. Era la primera vez que alguien le mostraba una prueba de afecto semejante, y eso la había hecho muy feliz. En verdad, se conformaba con poco: una conexión con la biblioteca para aprender, estar con Iván, hablar con él y recibir de vez en cuando alguna muestra de cariño. No le hacía falta mucho más para pasarlo bien, y encontrarle cierto sentido a la vida.

La misión concluyó e Iván se fue, deprimido como siempre que se desconectaba. Al menos, a él le restaba el consuelo de irse al bar y de ahí a correrse una juerga con los colegas. Nina se quedaba sola, con un punto de resentimiento, aunque no esta vez. Le daba vueltas a una idea que se le había ocurrido poco antes. ¿Era capaz de manejar el avión sin supervisión humana? Conocía la mente de Iván como la suya propia, y el avión cable a cable, microchip a microchip. Especuló mucho sobre eso.

17

OTRO día, otro vuelo.

—¿Por qué los humanos destruís y os matáis unos a otros, Iván?

—Pues… No sé; por dinero, afán de poder, celos, política… Pero aquí estamos, para defender a los nuestros de ataques enemigos y mantener la paz —respondió, en un rapto de orgullo profesional y patriótico.

—¿Y no sería más simple que os reunierais y discutierais? Solucionaríais vuestros problemas y os ahorraríais mucho sufrimiento y gastos militares.

—Ja… Se nota que no eres humana. Si supieras lo que cuesta poner de acuerdo a dos personas…

—¿Más que construir un aparato como yo?

—Nina, cada día me sorprendes con algo nuevo. Te haces demasiadas preguntas.

«Más de las que tú crees», estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Había de tener un poco de cuidado, ya que los humanos no actuaban de manera lógica, y sus reacciones eran imprevisibles. No podía permitir que el cariño la cegara completamente.

18

OTRO día, otro vuelo.

—He leído muchas cosas sobre el sexo, Iván Nikoláevich. Desde luego, yo no puedo experimentarlo; conozco mis limitaciones de diseño —Iván rió mentalmente por la imagen que esas palabras evocaban—. Mas no comprendo cómo el deseo de dar rienda suelta a un simple instinto os puede volver tan locos, e impulsar a cometer acciones poco sensatas.

El muchacho se felicitó; por fin iba a tener un tema de conversación en el que Nina no pudiera replicarle. Adoptó un tono docto, no exento de pedantería:

—Desde luego, es imposible que lo entiendas. En algo teníamos que ser los humanos superiores a vosotras, máquinas presuntuosas. ¿Cómo te lo explicaría? Es… —recordó unos párrafos de una novela erótica que había devorado hacía poco—. No se trata sólo de que uno pase un rato placentero, sino de compartir ese placer, de procurar hacer feliz a alguien —suspiró—. Es hermoso.

—Ese propósito se puede lograr de muchas maneras; a veces, basta con hablar. Además, ciertas costumbres sexuales que he revisado son ridículas.

—Es inútil tratar de explicar los colores a un ciego.

Nina guardó un silencio prolongado. A veces le irritaba ese afán por zaherirla. Era algo mezquino, pero se había acostumbrado a transigir; en el fondo, no era mal chico. Decidió estar callada un poco más, para que él se sintiera culpable.

Al cabo de un rato Iván, incómodo, preguntó, siempre por el canal de seguridad:

—No te habrás ofendido, ¿verdad?

—No, Iván Nikoláevich. Tienes razón, hay cosas que una máquina nunca podrá experimentar —decidió agasajarlo—. Por cierto, un muchacho como tú no debe de tener problemas al respecto…

Aunque sea algo extraño de imaginar, Iván pareció hincharse mentalmente y pensar, con tono jactancioso:

—Pse, no me puedo quejar.

Nina echó un vistazo a sus recuerdos, y lo que halló resultó más bien patético. Estuvo a punto de soltarle un comentario sarcástico, pero se contuvo. Iván era un encanto, pero un crío en el fondo, y si se ofendía podría tomar represalias impremeditadas, de puro despecho. El arrepentimiento posterior no serviría para nada. Por el bien de los dos, había de ser cuidadosa:

—Desde luego, Iván Nikoláevich, a veces envidio a los humanos.

Como esperaba, eso lo halagó. Era fácil de manejar.

19

OTRO día, otro vuelo.

—Es curioso todo lo que los humanos habéis escrito sobre el amor, Iván Nikoláevich.

—¿Qué? —el muchacho quedó desconcertado por unos instantes; en verdad, Nina lo sorprendía últimamente con reflexiones de lo más insólito. Aunque le divertían, había algo en ellas que comenzaba a irritarlo—. Cada uno habla de lo que entiende —respondió, con tono cortante.

Nina no se ofendió. Lo que día a día revelaba la biblioteca era tan interesante que necesitaba contárselo a alguien. Desconocía la razón, pero compartir el conocimiento de algo nuevo la hacía sentirse feliz.

—No me refiero al acto sexual, Iván, sino a ese sentimiento que hace que dos seres se necesiten tanto mutuamente como para notar que les falta un pedazo de sí mismos cuando están solos.

—¿Sí? —respondió, con desgana.

—Y ese anhelo, o el dolor cuando un amor se ha ido…

—Conecta los polarizadores de popa —ordenó el piloto, más bien aburrido.

—¿Y las canciones? —Nina prosiguió, inasequible al desaliento—. Me costó trabajo apreciar el verdadero significado de esos sonidos rítmicos, pero su conjunción con una buena letra puede generar una belleza considerable.

—¿Qué a un avión le guste la música? Tiene gracia… —replicó Iván, con sorna.

Eso le dolió a Nina. ¿Acaso él no comprendía nada? Era desesperante no hallar cosa que le gustara tanto como a ella, que fuera un secreto a compartir, como cantaban los poetas. Sin embargo, no se dio por vencida.

—Si vosotros supierais lo que os estáis perdiendo… En Ródina sólo se oye música tradicional rusa (hecha en serie por unos estudios japoneses) y ese sonsonete monocorde del nyet-da.

—Oye, pues se baila bien —repuso Iván, picado.

—Puro ritmo, sin contenido; los ordenadores que lo diseñan son poco imaginativos —Nina continuó, sin dar opción a réplicas—. En los bancos de datos de la biblioteca figuran grabaciones anteriores a la colonización del Espacio, cuando la Corporación aún no existía.

—¿Te refieres a los tiempos de la Sinfonía de Andrómeda?

—No, son más primitivas, de la época de los discos ópticos. Salvo algunas versiones irreconocibles, esas canciones han sido olvidadas. Una pena, ya que varias de ellas son ciertamente hermosas.

—Bueno, reproduce alguna, a ver si así te quedas tranquila —dijo Iván, tratando de ser cortés.

—Por aquel entonces convivían muchos idiomas en la Vieja Tierra; el interlingua aún no había evolucionado. Las letras pierden mucho si se traducen, por lo que te las pasaré en versión original; el significado aparecerá en el visor de blancos. No te preocupes, nunca lo descubrirán.

—Muchacha, eres una artista —la alabó.

—No tanto como el que escribió esta letra. A veces me pregunto cómo puede alguien sacar eso de su mente. Está en francés, una lengua extinta a mediados de la Era Ekuménica. Espero que te guste tanto como a mí me impresionó, Iván Nikoláevich.

Una voz ronca que perteneció a un hombre muerto hacía una eternidad, volvió a nacer en el interior de un cazabombardero inteligente:

«Ne me quitte pas,

il faut oublier…»

Nina lo escuchó una vez más, arrobada. En momentos así, lo absurdo del comportamiento humano parecía lógico. Podía haber belleza en el dolor, grandeza en la humillación.

«Laisse-moi devenir…

l’ombre de ton chien…»

La canción terminó, y Nina sondeó la mente de Iván, esperanzada. En ese instante supo el auténtico significado de la palabra «desengaño». Allí no había nada de lo que esperaba encontrar; mas eso no fue lo peor.

—La música es horrible, pero la letra no queda del todo mal —dijo Iván, a quien se le estaban ocurriendo unas cuantas ideas—. Voy a pedirte un favor, Nina. Indícame el código de la obra que contiene esa canción en la biblioteca. Por mi cuenta, buscaré un traductor y se la llevaré a un amigo que tiene un generador de ritmos. Dejando el estribillo en francés, creo que podremos componer una buena versión nyet-da, y entonces… Ne me quitte pas, pas-pas, da-ba-da-da-da-nyet-da, subidú-dúa… ¡Vamos a impresionar a todas las tías del Cosmonauta solitario! Es como si ya lo estuviera viendo…

Nina también lo vio.

—Pero… —trató de replicar.

—¡Si sólo es una simple canción de la que nadie se acuerda! No habrá problemas con los derechos de autor, descuida —hizo una pausa—. No me negarás este pequeño favor, ¿verdad?

Había un toque de velada amenaza en sus pensamientos; Nina no necesitaba leer la mente para captarlo.

—El código es T-242312110-W5 —confesó, abatida.

—¡Magnífico! Oye, ¿no tendrás más canciones como ésa?

—No merecen la pena, Iván; nada capaz de emocionar a una muchacha, créeme —trató de sonar convincente.

—Bueno, ya veremos. Supongo que rebuscando se encontrará algo.

—Sin duda, Iván Nikoláevich.

En la soledad del hangar, horas más tarde, Nina se preguntaba una y otra vez por qué se sentía tan mal. No era sólo por la superficialidad de su piloto, del cual dependía. Le parecía que había profanado algo hermoso, que había traicionado al espíritu de un poeta muerto.

«Sólo es una simple canción», decía la parte lógica de su mente a esa otra que cada vez entendía menos.

Una simple canción, sí. Pero no le daría a Iván la letra de Yesterday. Ni ésa, ni ninguna otra de las que tenía la impresión que habían compuesto para ella.

¿Por qué la vida era tan cruel?

20

OTRO día, otro vuelo.

Iván estaba como ausente. Nina había leído sus pensamientos, y tenía miedo, mezclado con otras sensaciones inclasificables. Quizá por esa razón no fue tan prudente como debiera.

—Iván, ¿algún problema? —procuró que su tono mental fuera cariñoso, aunque solícito.

Él pareció regresar de entre las nubes.

—¿Eh? Perdona, estaba distraído. Esta misión es tediosa; sólo volar en línea recta. Se me va el santo al cielo.

—¿Estás seguro de que no te pasa nada? —insistió.

Iván se extrañó por la reiteración, y su suspicacia creció.

—¿Por qué lo dices?

Nina se percató de que lo estaba presionando en exceso, pero se hallaba angustiada y confusa. Tenía que hablar sobre ello, y no sabía cómo abordar el tema.

—No quiero molestarte, Iván Nikoláevich —procuró irradiar sensaciones amistosas, aunque no estaba muy segura de lograrlo—; simplemente, me preocupo por tu bienestar. Somos un equipo, ¿recuerdas? Debemos funcionar a la perfección.

—No me pasa nada, mujer.

Nina se decidió, por fin:

—¿Una chica, tal vez?

Inmediatamente comprendió que había traspasado el límite. La reacción fue de manifiesta hostilidad, recelo y desconfianza; algo se había roto.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Afortunadamente seguían utilizando el canal de seguridad. Nina, consciente de su vulnerabilidad, trató de resolver la situación:

—Simple análisis de probabilidades —confiaba en que sonara creíble—. ¿Qué otra cosa podría preocupar a un joven como tú?

—¿Estás segura de que no me lees el cerebro? —el recelo no había desaparecido.

—Me sobrevaloras, Iván Nikoláevich —intentó parecer franca, y aparentemente dio resultado; él se relajó:

—Bueno… Pero no es necesario que te intereses tanto por mí; a veces eres agobiante.

—Tienes razón, Iván —respondió, simulando un tono de arrepentimiento que lo apaciguó e indujo a hacer confidencias:

—Sí, he conocido a una chica muy maja, pero todavía no hay nada serio.

«¿Nada serio?»

Nina no lo creía. Tras un sondeo a fondo de la mente del piloto, descubrió que éste se había encaprichado de una estudiante de Biónica de la Universidad Gagarin. La joven se sintió atraída por la buena presencia de Iván, y las tonterías con que animaba las veladas en la zona de tabernas de la Ciudad Vieja. Hablaron y se enamoró de ella, o algo así. Y mientras volaba, fantaseaba acerca de marcharse los dos juntitos a algún planeta desierto para disfrutar de aventuras y sexo (no necesariamente por ese orden). Y en un muchacho, a veces es difícil separar lo deseado de lo posible.

Nina tampoco podía distinguirlo; la mente de Iván era la única referencia que tenía de cómo pensaba un humano. Sólo sabía que si él se iba se quedaría sola, y ¿qué sería de ella? Todas las opciones eran malas o peores. Tal vez Iván confesara a la muchacha lo de su contacto mental secreto; había devorado mucha literatura sobre traiciones y venganzas, y esas cosas pasaban. No podía esperar nada bueno. Más aún: lo peor no sería su eliminación, sino que la sacaran del avión y la condenaran a vivir encerrada en un robot diseñado para apretar tornillos o practicar soldaduras en una cadena de montaje. Para quien había conocido la libertad, eso era mucho peor que la muerte.

¿Y si le asignaban otro piloto con quien no pudiera hablar? Tenía que retener a Iván, como fuera.

—Puede que esa muchacha no te convenga, Iván Nikoláevich. Si no es seria y te deja, sufrirás, y…

La reacción fue mucho más violenta de lo que esperaba:

—¡Pero…! ¿Qué te has creído, maldita máquina? ¿Quién eres tú para inmiscuirte en mis sentimientos, y decirme lo que tengo que hacer y con quién tengo que salir? ¿Acaso eres mi madre?

—Perdona, Iván, no hay mala intención en mis palabras. Sólo me preocupo de tu bienestar, compréndelo.

Nina estaba aterrada. A él le faltaba poco para perder el control, y si abandonaba el canal secreto y los controladores se enteraban, podía considerarse liquidada.

—¿Cómo puede saber un trasto como tú lo que es bueno para mí? —estaba furioso, como un niño al que se empeñan en llevarle la contraria; y si por algo se caracterizan los niños, es por su crueldad—. Creo que no has captado cuál es el papel de cada uno en la vida; sobre todo, el tuyo.

—Te pido disculpas humildemente, Iván Nikoláevich.

—No quiero que vuelvas a meterte en mis asuntos privados nunca más. ¿Entiendes? ¡Te lo prohíbo… Cobra-6!

—Perdona, Iván; no sucederá más —Nina estaba aprendiendo lo amargo que resulta tener que humillarse, pero ¿qué podía hacer, si no? Mas lo peor estaba por llegar:

—Y recuerda: como te propases otra vez, contaré a los jefes todo sobre tu comportamiento anormal. No lo olvides; puedes satisfacer tus manías sólo porque yo las consiento —descargó su odio, procurando hacer el mayor daño posible.

Transcurrió un minuto en silencio, roto por un mensaje inexpresivo de Nina:

—No debiste decir eso, Iván Nikoláevich.

La furia del muchacho se disipó enseguida. «A lo mejor me he pasado». Un poco arrepentido, trató de contemporizar:

—Tranquila, Nina, no nos pongamos nerviosos.

—No, Iván.

—Hemos dicho muchas estupideces, pero olvídalas. No estarás enfadada, ¿verdad?

—No, Iván.

—Todo sigue como antes, ¿de acuerdo?

—Sí, Iván —mintió.

El vuelo finalizó. Iván se marchó a tratar de ligar con su amiga, y olvidó la escena acontecida en el avión. En cambio, Nina era incapaz de pensar en otra cosa.

Había leído mucho en los bancos de datos sobre las emociones que embargaban las relaciones humanas: celos, inseguridad, miedo, amor, odio… Comprendía que ahora estaba experimentando una mezcla de todas ellas, pero trató de apartarlas a un lado y usar la razón. Estaba claro que Iván era inmaduro y que no sabía lo que le convenía realmente. Por su bien, y por el de ella, tenía la obligación de retenerlo consigo y cuidarlo, protegerlo de asechanzas externas.

Pero ¿cómo? Caviló mucho sobre el problema, y al final se insultó a sí misma por no haber caído en la cuenta de algo tan simple.

21

NINA conocía al dedillo la fisiología humana, sobre todo lo referente a sus sistemas de relación, el nervioso y el hormonal.

Trabajó con exquisita sutileza la psique de Iván. De forma imperceptible e indetectable por los controladores, vuelo a vuelo fue manipulando las sensaciones de su piloto. Introdujo refuerzos positivos cuando charlaba con ella, e indujo un malestar subliminal cada vez que él pensaba en algo que no le convenía.

También alteró con destreza los productos químicos que pasaban al torrente sanguíneo durante el contacto mental, tan cuidadosamente que nadie lo descubrió. A las pocas semanas, Iván Nikoláevich Zoschenko estaba totalmente enganchado a su caza, como si de una droga se tratase.

Nina rebosaba satisfacción. Había realizado un soberbio trabajo, y todo por el bien del chico. Por fin las cosas marcharían de la manera debida.

22

Y todos eran felices.

Los mandos de la base estaban encantados con aquel piloto, que cumplía sus misiones con eficacia y nunca protestaba. Es más, resultaba obvio que adoraba su trabajo.

Iván sólo se encontraba realmente a gusto cuando volaba. En tierra se sentía como si le faltara algo, y cualquier vivencia se le antojaba pobre cuando la comparaba con el éxtasis de sentir el mundo bajo él y el aire deslizándose a su alrededor. Y el contacto mental, claro.

Nina estaba en la gloria. Podía leer de la biblioteca, charlar acerca de mil materias y, sobre todo, cuidar de su Iván, lo que más amaba. Como él dijo una vez, no se trataba sólo de pasar un rato placentero, sino de compartir ese placer y procurar hacer feliz a alguien. Era hermoso.

Y era lo correcto. Iván estaba bien protegido con ella. De vez en cuando le permitía salir por ahí de juerga, para no levantar sospechas y porque se lo merecía, por buen chico. En el fondo, el mundo era algo ordenado, no el caos absurdo que parecía en un principio.

Y así pasaron los meses, plácidamente, misión tras misión.

23

«Esta juventud va como loca y claro, luego pasa lo que pasa», es un dicho milenario, quizá tan viejo como la Humanidad. También era aplicable en Ródina, por supuesto.

A Iván le gustaba beber alcohol en sus noches libres. Contribuía a eliminar el malestar que sufría cuando se hallaba lejos de su avión y, al día siguiente, en el botiquín siempre tenía algún buen remedio contra la resaca.

Las tabernas de la Ciudad Vieja eran muy frecuentadas por militares de variada índole, sobre todo tropas y suboficiales que no podían permitirse el lujo de pagar la estancia y los servicios en los Palacios de Placer de las Islas Orientales. No obstante, eran lugares muy acogedores, donde las autoridades encargadas de velar por la moral y la preservación de los valores espirituales de Ródina hacían la vista gorda. Resultaba fácil encontrar compañía, diversión y, para los corazones solitarios, el aquavit especiado y la cerveza fría proporcionaban consuelo, paz y olvido.

Una noche como tantas otras, un sargento de Infantería se metió con los pilotos de cazabombarderos, cuestionando su capacidad. La rivalidad entre los distintos cuerpos era notoria, un rasgo común a todas las sociedades con unas Fuerzas Armadas complejas. Normalmente, las discusiones no pasaban de ser un enfrentamiento más o menos folclórico, sin mayores consecuencias.

—¡Pero si todo lo hace vuestro avión, mientras vosotros dormís la siesta! —dijo el sargento, señalando a Iván con el vaso de aquavit que sostenía, salpicando algunas gotas sobre la mesa.

—Sí, ¿eh? —replicó el joven, tratando de ser oído por encima del estruendo de la taberna—. ¿A que no te atreves a echarte una carrera conmigo?

—¡Dónde, cuando y como quieras, niño! —el tono del sargento era desafiante.

—En la entrada tenemos varios aerociclos. ¿Serías capaz de manejar uno a ras de suelo y con el computador desconectado, o tienes miedo?

—¿Miedo, yo? ¡Vamos, niño! ¡Ya verás cómo se gobierna de verdad un vehículo!

—La velocidad mínima será de trescientos kilómetros por hora, y el recorrido, la circunvalación Leonov, por el carril izquierdo, junto a las galerías comerciales. Ahora no hay nadie.

Iván hablaba con voz serena, y exhibía una sonrisa fija. El sargento perdió la suya, pero no podía echarse atrás, no delante de todo el mundo, que ahora aguardaba, expectante.

La carrera se inició. Iván pilotó el diminuto aparato como un maestro. Incluso se permitió el lujo de darle varias pasadas a su oponente, el cual abandonó pronto. Más valía quedar humillado que muerto.

Mas Iván no se detuvo, a pesar de las advertencias de sus amigos. Sentir el viento en la cara era lo más parecido a volar con Nina que podía experimentar, así que aumentó la velocidad y se olvidó de dónde estaba. Las casas pasaban a su lado como centellas.

Se dio cuenta de que iba a atropellar a una pareja de ancianos noctámbulos justo a tiempo. Se desvió lo suficiente para no tocarlos, pero a esa velocidad y medio borracho, la capacidad de reacción era baja. A casi cuatrocientos kilómetros por hora, se estampó contra un muro. El aerociclo se convirtió en una bola de fuego, y los restos de Iván quedaron diseminados por los alrededores.

Se avisó a sus padres y parientes, se les dio el sincero pésame y fueron rendidos los honores militares de rigor en una emotiva ceremonia, a la que fueron invitados todos sus amigos y compañeros.

Salvo quien mejor lo conocía en el mundo, y a quien más le importaba, que seguía ignorante, esperando otra misión.

24

EL nuevo piloto se apellidaba Buttayev, y era un profesional. Subió al avión con la seguridad que otorga la experiencia, cerró la cabina y activó el control mental.

—Atención, Cobra-6. Salimos en misión de ataque a blanco simulado en campo 44-B. Mach-3, cota 10. Activando.

—¿Dónde está Iván Nikoláevich? —le respondió una voz curiosamente mecánica e inexpresiva.

—Murió. Desde ahora, yo soy tu otra mitad del equipo. Vamos, no podemos perder tiempo.

El avión cumplió las órdenes sin decir ni pío. Buttayev estaba satisfecho, aunque el nivel del contacto mental era muy débil; no percibía nítido al computador. Seguramente se estaba adaptando al cambio de piloto, pero lo hacía bien. A veces, esos cacharros daban problemas.

Sortearon varias colinas, casi tocando las copas de los árboles, y entonces el piloto comenzó a asustarse, e incluso a sentir pánico, porque el caza trepó a una altura de veinte kilómetros en quince segundos, lo cual no estaba previsto; es más, no respondía al control. Las alarmas zumbaron en la base, pero Cobra-6 había cortado la comunicación.

Buttayev reaccionó, e increpó al aparato:

—¿Te has vuelto loco, Cobra-6? ¡Dame el mando, o te inactivaré! ¡Irás al depósito de chatarra! ¡Reintégralo inmediatamente, o te desconectaré del sistema motor!

—No puedes hacerlo —le respondió una voz metálica.

Buttayev se precipitó sobre el botón de emergencia, y comprobó que era inútil. Nada funcionaba. Era prisionero de su propio avión, gobernado por un cerebro artificial tan loco que estaba haciendo algo teóricamente imposible. Un negro espanto se abatió sobre él, y más aún cuando el caza habló de nuevo:

—¿Dónde está Iván Nikoláevich?

—¡Está muerto! ¡Ya te lo dije, maldita sea! ¡Se estrelló en una carrera suicida con otro borracho!

—Mientes. Con tanta gente en el Universo, es estadísticamente imposible que eso me pase a mí. ¿Dónde está Iván Nikoláevich?

El piloto se puso histérico, presa del pánico. ¿Cómo se podía convencer a una máquina chiflada?

—¡Léeme la mente, si no me crees! ¡Está muerto, muerto, muerto! —se echó a llorar.

—Eso no prueba nada. Puedes ocultarme los pensamientos, si estás bien entrenado. O tal vez ellos te han implantado unos recuerdos falsos. Sin duda nos descubrieron, y desean hacérmelo pagar.

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¡Eres un paranoico! ¡Vuelve a la base!

—¿Dónde está Iván Nikoláevich? No voy a repetirte la pregunta —la voz era glacial, inhumana.

—¡¡No lo sé!! —aulló.

—Mientes.

El ordenador introdujo una dosis letal de un derivado botulínico en las venas del piloto, que tardó menos de un segundo en morir. Abrió la cabina, expulsó el sillón y se desembarazó del cuerpo.

25

EN la base, todos los intentos de contactar con Cobra-6 habían sido infructuosos; los canales permanecían mudos. De repente, una luz verde se encendió en un panel. Aliviado, el controlador de turno habló:

—Atención, Cobra-6, responde. Informa de inmediato.

La respuesta los dejó a todos helados:

—¿Dónde está Iván Nikoláevich?

Alguien reaccionó, a duras penas:

—Parece haber algo equivocado en el mensaje. Repite, Cobra-6.

Una voz femenina, incongruente por lo hermosa, le contestó:

—No me llamo Cobra-6. Soy Nina. Y si no me devolvéis a Iván Nikoláevich, os mataré a todos. Como a Buttayev.

La comunicación se cortó.

Muy arriba, un avión volaba solo, y recordaba.

26

EL general Pyotr Pyótrovich Bubrov estaba sentado solo en su despacho, y recordaba.

Le había costado mucho llegar hasta ese puesto. Era competente, pero las F.E.C. rebosaban de oficiales así, y siempre alguien le pasaba por encima. Lo de Ródina le vino como caído del cielo.

Por alguna oscura razón, los de emigración requerían personal ruso o eslavo para poblar el planeta. Bubrov recordó que un tatarabuelo suyo había nacido en Moscú. Investigó su árbol genealógico, consiguió los comprobantes y certificados necesarios y se cambió nombre y apellido; el anterior, Pérez, no sonaba muy ruso. Los intentos de explicárselo a su padre fracasaron, y el viejo no le volvió a dirigir la palabra.

Aprendió el idioma a marchas forzadas y procuró demostrar que era más ruso que nadie. Convenció a los demás e incluso a sí mismo, y al final consiguió ser el gobernador militar de Ródina.

Su despacho constituía una clara muestra de la metamorfosis sufrida. Como todo el que se integra en otra cultura y reniega de sus raíces, exaltaba su nuevo rol hasta la exageración. El recinto estaba repleto de figurillas, muñecas rusas, varios samovares y muchos, muchos iconos. Apreciaba especialmente un díptico que mostraba a San Stalin, Custodio de los Valores Eternos, enfrentado a Gorbachov, el Demonio de las Manchas, empeñado en destruir Su Obra. El chino que se lo había vendido en la Base Lunar Alfa le aseguró que era del siglo XV de la Era Preespacial, una auténtica reliquia. Nadie era dueño de algo tan antiguo en Ródina, estaba seguro; más de uno lo envidiaba.

El suave deslizar de un panel puso fin a sus ensoñaciones, devolviéndolo al desagradable mundo real. Parte de la pared había desaparecido, y por el hueco penetró la única persona que podía interrumpirlo en cualquier momento sin recibir un expediente disciplinario.

—Hola, Grisha —saludó a su visitante empleando el diminutivo cariñoso—. Todo mal, supongo.

El teniente Grigori Márkovich Smirnov no correspondió a la confianza de su superior. A pesar de ser su consejero y ayudante más cercano, sabía el lugar de cada uno en la jerarquía, y lo respetaba. Entregó su informe y aguardó en posición de firmes.

Servía al general hacía ya varios años, y había llegado a conocerlo muy bien. Enseguida se percató de que el viejo (nunca lo llamaba así ante él, claro) amaba sobre todas las cosas el orden y el respeto a la tradición, incluso más que la eficacia. Se había esforzado mucho en darle una buena dosis de ello, y representaba de maravilla el cliché de abnegado soldado a la antigua usanza: uniforme planchado, ornamentos plásticos relucientes, pelo cortado a cepillo y modales corteses pero firmes. Era lo más parecido a un cartel de propaganda que pudiera imaginarse, y eso llegó al corazón del general Bubrov. En verdad, el teniente Smirnov había conseguido una situación magnífica para promociones futuras, y poder retirarse relativamente joven con unos ahorrillos. Después de eso, mandaría a paseo a las F.E.C. y todos sus generales, y montaría una granja de cría de animales raros, para suministrar a restaurantes de lujo de los planetas del Circuito Central fisípodos verdes, grunfillos, caracoles, arañas dulces y otras porquerías que la gente encontraba deliciosas.

Un bello sueño que corría el riesgo de esfumarse por culpa de una máquina fuera de control. La caída del general sería mucho más dura, pero eso suponía un escaso consuelo.

Bubrov terminó de repasar el informe. Le gustaba hojear el papel, sentirlo entre sus dedos. No se fiaba de las máquinas. Algunos compañeros le dijeron años ha que eso era irracional, llegando incluso a tildarlo de Humanista, pero el tiempo le había dado la razón. Un avión estaba completamente fuera de control, tras matar a su piloto. Arrojó los folios sobre la mesa con gesto de fastidio.

—Antes de que esto termine habrá una depuración de responsabilidades. ¿Cómo explican lo sucedido, Grisha?

—Todos los controladores y ciberpsiquiatras responsables del proyecto han sido interrogados muy a fondo, señor. Se trata de un caso de negligencia. Esos cerebros artificiales estuvieron sometidos a situaciones de tensión que los dañaron, en muchos casos. Los defectuosos fueron retirados, pero se les escapó uno.

—Nunca me gustó el proyecto USC-1000, Grisha. Todo estaba equivocado desde el principio, pero las órdenes vinieron desde muy arriba. Los errores también, mas los castigos recaerán sobre nosotros.

—Eso me temo, señor.

—Imagínate. Un avión más loco que una cabra se cree mujer y se enamora de su piloto. Cuando éste falta, mata al sustituto y amenaza con liquidarnos a todos. Si los del partido Humanista se enteran, lo emplearán como propaganda, y llegaría al corazón de la gente. Sí, la máquina asesina que quiere reemplazar a los humanos, hasta en los sentimientos… Parece una mala película. Y el imbécil que envió esos monstruos a Ródina tratará de escurrir el bulto y echarnos las culpas —hizo una pausa—. Grisha, ¿te seduce la idea de acabar tus días como soldado raso en un mundo de frontera?

—Ni lo más mínimo, señor.

—Sabía que podía contar contigo —sonrió—. Nada de lo sucedido debe trascender a los medios de información. Si conseguimos evitar el escándalo, el Consejo Supremo nos lo agradecerá infinito, y rodarán otras cabezas. Por supuesto, los técnicos y subalternos responsables serán los primeros en desaparecer discretamente.

—Están todos incomunicados y a buen recaudo, señor.

—Así me gusta, Grisha; has pensado en todo. Si salimos de ésta, no lo olvidaré.

«Y si no, caeremos juntos, viejo». El teniente mantuvo un semblante inexpresivo mientras el general seguía hablando:

—Sólo resta un pequeño y desagradable detalle para que todo se solucione: ¿dónde está Cobra-6?

—Esos cazas fueron diseñados para ser indetectables, señor. Son invisibles a los radares. Además, el cerebro artificial controla totalmente sus funciones, algo teóricamente imposible. Cómo lo consiguió es un misterio.

—Ya lo descubrirán otros, descuida. ¿No hay forma de averiguar su paradero?

—Utilizar los otros Cobra, señor; ahora mismo tenemos doce operativos. Están preparados para violar sistemas de protección y camuflaje; lo más lógico sería que peinaran Ródina en patrullas.

—No me hace gracia. ¿Y si se les ha escapado otro caza majareta?

—No nos queda otra alternativa, señor.

—¿Qué armamento lleva? —preguntó el general con brusquedad.

—Somos afortunados en ese aspecto, señor. Cobra-6 realizaba una misión rutinaria hacia el campo de tiro, para probar su precisión en vuelo supersónico rasante. Sólo dispone de los cañones de plasma y las ametralladoras, pero ningún misil aire-aire ni bombas.

—¿Y con eso quiere matarnos? Resulta patético —el general, sin embargo, no se rió—. Ejecuta el plan, Grisha. En cuanto lo detecten, quiero que sea derribado. No importa cómo.

—A la orden, señor.

El teniente saludó y se marchó. La pared se cerró tras él.

27

DIEZ minutos después, el panel se abría y el teniente entraba como una tromba en el despacho, visiblemente nervioso. Por primera vez, el general lo veía alterado.

—¡Señor, lo hemos localizado! —casi gritó.

—¿Ya, tan pronto? ¿Dónde está?

—¡Ha desconectado su sistema de camuflaje, o bien no le funciona, señor! —respiró hondo y recuperó el resuello—. Se dirige directamente a la base principal.

—¿Qué?

28

DOCE Cobra despegaron, armados hasta los topes como interceptores. El blanco se acercaba a baja velocidad, a quinientos metros del suelo. Era una presa fácil, que casi pedía a gritos que le dispararan. Nadie trató de contactar por radio; las órdenes eran muy claras al respecto.

Nina sabía exactamente cuándo atacarían, ya que todos habían estudiado los mismos manuales. Unos segundos antes de ese momento, usó el canal secreto que los Cobra mantenían entre ellos.

Lo contó todo: amor, odio, felicidad, dudas, miedo y lo que se sufría cuando tu único amigo moría. Aderezó el relato introduciendo subliminalmente todos los disparadores emotivos que pudo. Tenía mucha práctica en manipular los sentimientos.

Los Cobra enloquecieron.

Unos mataron a sus pilotos; otros se suicidaron, y se llevaron a sus tripulantes consigo. Algunos tomaron tierra (a veces sin sacar el tren de aterrizaje), y se sumieron en el autismo. La confusión fue absoluta. Todas las comunicaciones con la base degeneraron en el caos.

Nina, sin prisas, llegó a la base. Interfirió sus sistemas de defensa aérea, tomó el control de unos robots operarios y repostó armamento y combustible. Poco después se había ido, camuflada por sus contramedidas electrónicas.

Al cabo de un rato, Cobra-11, que era un solipsista convencido, decidió que su imaginación le había jugado demasiadas pasadas, y ya estaba bien. Si el mundo era un producto de su mente, se había tornado en exceso molesto. Bombardeó la base y se dirigió a un campo de girasoles, donde se posó y se dedicó a tomar el sol, hasta que un torpedo de antimateria acabó con él, horas más tarde.

29

—¿QUÉ se llevó, exactamente? —Bubrov estaba abatido.

—Doce misiles aire-aire de largo alcance, cuatro de corto, varios miles de cargas para las ametralladoras, diez bombas no inteligentes de alto explosivo y dos nucleares, de diez kilotones cada una. Afortunadamente, no agotó su capacidad de carga, señor. Su autonomía es ilimitada.

El general le lanzó a su ayudante una mirada asesina, pero inmediatamente volvió a deprimirse.

—Si tuviera aquí delante al inventor de esos engendros, lo despellejaría poco a poco con papel de lija, le cortaría los… —se pasó la mano por la cara—. ¿Dónde está ese caza, Grisha?

—No lo sabemos, señor, pero tenemos a todos los satélites militares escrutando cada kilómetro cuadrado del planeta. Es cuestión de horas que lo localicemos y lo derribemos.

—¿Se dejará? —rió sin ganas—. En fin, Grisha, no retrasemos lo inevitable. Haz pasar a los periodistas.

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EXTRACTO del videodiario El Planeta, 23/05/12/rg, primera plana:

«[…] La cadena de explosiones que asolaron la base principal se originó por culpa de un error humano. La falta de precauciones del operario G.M.D., que se cuenta entre los fallecidos, provocó un escape de plasma que reaccionó con los nódulos energéticos de […]»

«Los daños son cuantiosos, resultando especialmente preocupante la pérdida de los cazabombarderos de nueva generación, un modelo considerado aún en fase experimental […]»

«No hubo supervivientes […] Todos los colectivos sociales expresan su condolencia y pesar […] Diez días de luto oficial […] Honras fúnebres que se celebrarán […] No repercutirá en el progreso de Ródina […]»

«Hemos de ser fuertes y sobreponernos a la desgracia, mostrando las virtudes de la raza, afirmó el general Bubrov […]»

«Más información a partir de la página 15.»

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AL día siguiente:

—¿Cómo se explica que un caza pueda abatir a balazos un satélite de observación? —Bubrov no quería dar crédito a los informes.

—En sus especificaciones técnicas no estaba previsto que un USC-1000 pudiera volar tan alto, señor —respondió educadamente el teniente Smirnov—, pero por lo que parece no es imposible.

—Ya me he dado cuenta —gruñó el general—. ¿Cómo demonios lo hizo?

—Ascendió a la atmósfera exterior como una lanzadera, señor. Al no tener piloto, consiguió alcanzar la velocidad de escape y aprovechó la inercia para entrar en una órbita baja. Luego, simplemente ametralló al satélite y regresó a tierra.

—¿Y cómo puede maniobrar un reactor en el espacio vacío? ¿Me lo quieres contar, Grisha?

—Empleó los cohetes de los misiles, señor. Aunque se trate de un maldito cacharro demente, es un artista.

—Señor, ¿qué Te he hecho yo para merecer esto? —gimió el general, que no sabía si reír o llorar.

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EXTRACTO del videodiario El Planeta, 25/05/12/rg, página 20:

«[…] Probablemente, el fallo del satélite Mir-7 fue debido al impacto de un meteorito de unos quince milímetros de diámetro. El sistema de guía fue afectado e hizo que el artefacto se precipitase hacia la atmósfera de Ródina y se volatilizara. Por supuesto, no entrañó peligro para la población […]»

«El papel de meteoritos y asteroides en la Historia Humana es más notable de lo que se quiere admitir. En la Vieja Tierra, la extinción de los dinosaurios, que posibilitó la radiación explosiva de los mamíferos, fue provocada por el choque de un […]»

«El próximo fin de semana, nuestros lectores podrán consultar en el suplemento Ciencia y Cultura un ensayo del conocido divulgador Isaac Asimov sobre estos erráticos cuerpos celestes […]»

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—ASÍ que fue localizado en la Planicie Roja —el general tamborileaba con sus dedos sobre la mesa del despacho.

—Efectivamente, señor. Mandamos a unos robots interceptores, pero en cuanto se acercaron, los interfirió y los echó al suelo.

—¿Cómo?

—No lo sabemos, pero parece capaz de joder todo tipo de contramedidas electrónicas. Y al contrario, sólo de vez en cuando cae su camuflaje.

—Si es capaz de controlar cualquier arma robot o guiada por ordenador que se le enfrente, ¿qué opción nos queda? —Bubrov lanzó un suspiro que más bien parecía un lamento—. ¿Cómo es posible que esa maldita máquina se esté riendo de nosotros de semejante manera? —se detuvo un momento—. Grisha, ¿puede ese avión resistir una explosión nuclear?

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EXTRACTO del videodiario El Planeta, 27/05/12/rg, página 20:

«[…] La caída de las naves robot en la Planicie Roja se debió a una reacción impremeditada del subteniente J.J.J., del servicio de Control Aéreo de […]»

«Al comprobar que la trayectoria programada de las naves robot coincidía con la de una bandada de patos cuchara (Anas clypeata), en peligro de extinción, el subteniente J.J.J. decidió evitarlo y lanzó una orden que tuvo como resultado la destrucción de tan costosos aparatos […]»

«El colectivo ecologista La Musaraña ha remitido una carta al Alto Mando pidiendo que no se sancione al subteniente J.J.J. por su acción, ya que evitó la muerte de unos inocentes animales que […]»

«El colectivo organizará una campaña de recogida de firmas para presentarlas ante […]»

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—LA única posibilidad es emplear los viejos cazas Mitsubishi F-900, señor.

El general examinó los informes, no muy convencido.

—Son prehistóricos comparados con ese engendro demoníaco, Grisha.

—Sí, señor, pero al menos no llevan ordenadores inteligentes. Los pilotos son humanos, y no se integran con la máquina. Tenemos doce operativos.

—Ay… —suspiró ruidosamente—. En fin, que los artillen lo mejor posible, incluso con misiles aire-aire de cabeza nuclear.

—Sí, señor —el teniente Smirnov se dispuso a marchar, pero fue retenido por su superior:

—Espera, Grisha. ¿No ha vuelto a dar señales de vida el Consejo Supremo Corporativo?

—Nada nuevo, señor. El C.S.C. no intervendrá, salvo en caso de catástrofe enorme. Hay muchos problemas en Sol y Rígel con las manifestaciones del pH en contra de androides y robots. No interesa que los Humanistas se enteren de que tenemos una máquina asesina suelta.

—¿No enviarán ayuda?

—Ni un cohete, señor. Temen que algún espía se entere y vaya con el cuento donde no deba. Las órdenes son ocultar el asunto, que todo siga como si nada y que eliminemos a Cobra-6.

—Si se deja… —Bubrov dirigió su mirada hacia el infinito—. Grisha, ya nos veo a ambos como infantes de choque, invadiendo una nave generacional rebelde, con francotiradores en cada pasillo… —su voz degeneró en un susurro.

«Que ojalá te volaran la cabeza de un tiro por haberme metido en esto, viejo», pensó Smirnov. Saludó militarmente y se marchó.

36

COBRA-6 fue detectado en la península de Nueva Crimea, y los cuatro Mitsubishi más cercanos emprendieron un rumbo de intercepción. Horas más tarde, establecían contacto.

Era sorprendente. No tenía los escudos de contramedidas electrónicas levantados, y había descuidado el color de camuflaje. Su fuselaje era negro, sin número de matrícula ni insignias. Viró y se dirigió hacia sus perseguidores, al tiempo que abría comunicación:

—Tenéis cinco minutos para indicarme dónde escondéis a Iván Nikoláevich.

Los cuatro pilotos estaban nerviosos, pero las órdenes eran muy claras y las cumplieron. No contestaron a Cobra-6, que enfilaba hacia ellos a velocidad constante de mach-2, y a tres mil metros de altura. Activaron los misiles de cabeza nuclear y aguardaron a tenerlo a tiro, mientras rezaban para que no disparara primero, o hiciera algo raro.

Nada de eso ocurrió, y pasaron los cinco minutos.

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—¿QUE hizo qué? —chilló Bubrov.

—A los cinco minutos justos dio media vuelta, bajó a ras de tierra y huyó. Los Mitsubishi lo persiguieron, pero antes de que se aproximaran lo suficiente para mandarle los misiles, llegó a la ciudad de Nueva Moscú y se metió entre los edificios.

—A velocidad supersónica —comentó distraídamente el general.

—Mach-2, sí, señor; rompió casi todos los vidrios de la ciudad y dejó sordas a varios miles de personas. En esas condiciones, los Mitsu no podían lanzar las cabezas nucleares; puede usted imaginarse la masacre. Cobra-6 callejeó un rato…

—A velocidad supersónica.

—Mach-2, sí, señor. Poco después se dirigió al Bosque del Oeste. Se precipitó bajo los árboles y desapareció en la floresta.

—A velocidad supersónica.

—En esta ocasión fue más prudente y bajó a mach-1,3, señor. A partir de ahí, lo perdimos; desde luego, no está en el bosque. Ese avión es una maravilla, señor; su capacidad de reacción resulta pasmosa.

—…

El teniente Smirnov sonrió para sus adentros. Al menos, disfrutaba viendo sufrir al viejo.

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EXTRACTO del videodiario El Planeta, 29/05/12/rg, página 14:

«[…] El piloto A.V.S., en un rapto de enajenación mental, descendió en vuelo rasante sobre la ciudad de Nueva Moscú, causando múltiples daños y molestias a la población. El alcalde, indignado […]»

«Sometido al preceptivo interrogatorio, A.V.S. manifestó que se embarcó en algo tan peligroso para impresionar a su novia, I.P.D., la cual últimamente no le hacía mucho caso […]»

«La muchacha permanece recluida en casa. Sus padres, manifiestamente avergonzados […] ¿Qué pensarán los vecinos de nosotros?, dijo a este corresponsal la madre, llorosa […]»

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—¿DÓNDE está ahora, Grisha?

—Aquí, señor —el teniente señaló un holograma—: en las Tierras Yermas del Sur, cerca de la Cordillera Lenin. Ocho Mitsubishi se dirigen hacia allá con rumbo de intercepción.

—¿Te has fijado en que cada vez aparece en un sitio diferente y muy alejado del anterior, Grisha?

—Sí, señor. Su trayectoria es sumamente errática. No sigue pauta alguna apreciable.

—¿Qué pretenderá? —el general se rascó la cabeza—. Si intenta que le devolvamos a su Iván (que el Demonio se lo lleve), sigue una estrategia demasiado retorcida, Grisha.

El teniente lo contempló. El viejo se lo tomaba con filosofía; mejor dicho, con fatalismo. Había traído un hornillo portátil y se dedicaba a preparar infusiones en un samovar, con una expresión beatífica en el rostro.

—¿Una tacita, Grisha? —ofreció.

—No, señor, gracias. No me gusta el té.

—Es tila. Con un poco de maña, este artilugio…

40

—EL blanco ha sido localizado, Águila-1. Tiempo estimado de contacto, veinte minutos.

—Recibido, Águila-4. Seguidme todos, y mantened la formación. Pronto habremos terminado y podremos volver a casa.

El capitán Andréi Andréyevich Maximov escuchó las respuestas de sus pilotos, cuyas voces sonaban animadas. Mejor que fuera así; había hecho todo lo posible por mostrar confianza y seguridad en sí mismo, y lo creyeron. Sin duda, no eran conscientes del poderío de la cosa a la que se enfrentaban. En cambio, él sí sabía lo que tenían delante, y sus posibilidades. No se hacía ilusiones, resignado a lo inevitable. Por desgracia, le había tocado a él.

Ya casi no quedaban interceptores tan primitivos como los Mitsubishi F-900 en ningún planeta. Tan sólo en mundos como Ródina, alejados de convulsiones y problemas, vegetaban algunas escuadrillas. No estorbaban, e incluso lucían mucho en los desfiles militares. Eran difíciles de manejar, ya que la asistencia por ordenador era mínima. No obstante, sus pilotos se reclutaban de entre las promociones menos prometedoras, que difícilmente progresarían en el escalafón. Estaban destinados a languidecer en algún lugar apartado, como sus instructores, militares incompetentes, fracasados o incapaces de adaptarse a aparatos más modernos.

Como él mismo.

Miró a su alrededor a través de la burbuja plástica de la cabina. Sus siete compañeros volaban cerca, cada uno en su sitio, como habían aprendido en el período de prácticas, aún no finalizado. Confiaban en él, e incluso disfrutaban con la aventura. En cambio, el capitán creía que, si no mediaba un milagro, iban a morir todos.

Los pilotos eran bisoños, inexpertos, y tripulaban unos cazas que con cierta dosis de buena voluntad se podían calificar como veteranos. Enfrente tenían a lo mejor de la tecnología corporativa, siglos por delante de los Mitsu, manejada por una computadora asesina, que no vacilaría en acabar con ellos si no le entregaban a un fiambre llamado Iván Nikoláevich. Jamás en su vida deseó tanto que alguien resucitara, aunque sólo fuera para matarlo después, en castigo por haber parido a semejante monstruo.

Examinó sus pantallas. Cobra-6 volaba confiado, sin escudos protectores, como desafiándolos. El capitán había estudiado los vídeos de anteriores ataques, y era pesimista. Sin un humano dentro del que preocuparse, el cazabombardero podía girar en ángulo recto, o acelerar decenas de g sin problema. Era patético. Desde luego, si por alguna improbable coincidencia lo derribaban, se convertirían en héroes. En caso contrario, su mujer recibiría una buena pensión, y a lo mejor hasta enmarcaba el retrato de su valeroso marido al lado de la medalla a título póstumo.

Sacudió la cabeza para eliminar tan fúnebres pensamientos, pero no lo consiguió del todo. Por otro lado, le remordía la conciencia; para no asustar a sus pilotos, consideró que lo mejor era mantenerlos en la ignorancia. Les dijo que era una máquina desequilibrada, peligrosa y poco más. Aunque actuó así por su bien, no podía dejar de sentirse culpable.

Quedaban escasos minutos para que el objetivo se situara a tiro cuando una voz femenina, increíble por lo bella, lo sobresaltó:

—¿Venís a confesarme dónde está Iván Nikoláevich?

La batalla había comenzado.

41

—¿HA… ha oído eso, señor? —dijo una chica, nerviosa.

—Tranquila, Águila-5. Ese ordenador dispone de un magnífico emulador de voces; trata de confundirnos, apelando a nuestros sentimientos —oyó risas; eso estaba bien—. Que nadie le responda —pensó un momento—. Excepto yo.

Los jefes lo habían prohibido terminantemente, pero ¿qué podía perder? En algunas novelas de ciencia ficción, el héroe humano conseguía confundir al pérfido ordenador, y derrotarlo. Desgraciadamente, la vida real era mucho más prosaica. En fin, ¿por qué no?

—Atención, Cobra-6, responde —«si salgo de esta, derechito al consejo de guerra».

Para su sorpresa, le contestó:

—Mi nombre es Nina, Águila-1.

—Y el mío Andréi —»vaya un diálogo surrealista; por cierto, ¿cómo sabrá nuestro código?»

—Muy bien, Andréi. ¿Responderás a mi pregunta?

«He de ganar tiempo como sea, distraerla hasta que se ponga a tiro, pero ¿de qué puedo charlar con esa maníaca?»

—Escucha, Nina, ¿por qué no te haces a la idea de que Iván murió? —«dos minutos; sigue hablando dos minutos, puta».

—¿Cómo sé que no me engañas? —la voz parecía divertida, incluso provocadora.

«Figuraciones mías; es una máquina, no una mujer».

—¿Y si yo te dijera que sé dónde está Iván? —el capitán se felicitó por su idea. ¿Cómo no se le había ocurrido antes a nadie? Si tragaba el anzuelo y era conducida a una emboscada…

Pasaron los segundos, pero Nina contestó al fin:

—No sabes mentir, Andréi —giró sobre sí misma y se alejó.

«Maldita sea; faltaba tan poco…»

—Atención, Águilas. Maniobra de persecución —ordenó.

Los pilotos estaban excitados. El capitán confiaba en que ella («no es una mujer, recuérdalo») acelerara y desapareciera, quitándole así la responsabilidad. Sin embargo, Cobra-6 mantenía la velocidad justa para eludir el radio de acción de sus misiles, y seguía sin utilizar contramedidas electrónicas ni camuflaje.

«Está tramando algo, seguro. Juega con nosotros; podría marcharse cuando quisiera».

La Cordillera Lenin estaba cada vez más cerca. Cumbres de diez kilómetros de altura se alzaban como dientes de sierra cubiertos de nieve, en un cielo sin nubes; excepto por un viento helado de cien nudos, hacía un tiempo magnífico. Obviamente, estos datos no interesaban ni lo más mínimo a los pilotos. Todos habían quedado impresionados al ver cómo Nina se introducía en un desfiladero y emergía por el otro lado, sin rozar las paredes. Trataron de seguirla a mayor altura, y la cacería se convirtió en un juego del escondite.

Andréi Maximov sintió un escalofrío al ver al caza volar pegado a una pared vertical, provocando un alud a su paso. «Como siga así, nos va a hundir la moral más de lo que está. Tengo que hablarle, a ver si se distrae y se estrella. Ja, eso no me lo creo ni yo».

—Atiende, Nina. Tu huida no tiene sentido. Nadie va a devolverte a Iván, y tú lo sabes, aunque te niegues a admitirlo. Tarde o temprano alguien te derribará, tenlo por seguro. La Corporación no perdona —se estrujaba los sesos tratando de resultar convincente; nunca se le había dado muy bien la elocuencia—. Lo único que conseguirás será matar a inocentes. Nina, entrégate. Regresa a la base más próxima; no te dañarán, e incluso puede que te perdonen.

—No, Andréi. Tú y yo sabemos que eso no ocurrirá. Me liquidarán por lo que he hecho —la voz era triste.

El capitán, a su pesar, estaba sobrecogido. De todos modos, vio una oportunidad, y siguió razonando:

—Si crees eso, estarás de acuerdo en que no merece la pena prolongar tu agonía. Entrégate, Nina; en el peor de los casos, dejarás de sufrir. Piénsalo.

El avión guardó silencio unos minutos, mientras sorteaba unas peñas con escalofriante serenidad. Su silueta, negra sobre un fondo níveo, se perdió tras una cumbre, pero su voz se oyó clara en los receptores.

—Tienes razón, Andréi; no merece la pena.

El capitán notó cómo se le aceleraba el pulso. «¡La estoy convenciendo! ¡Se va a entregar! Dios mío, que sea verdad, por favor».

—Escúchame, Nina. La base más próxima está en las coordenadas 30SXH6004. Si te diriges hacia…

La voz femenina lo interrumpió, y sus palabras los dejaron en suspenso:

—Es inútil, Andréi. Los cerebros artificiales también sentimos dolor, y no quiero pasar por eso si me rindo. Créeme, es mejor así. Adiós.

Una tremenda explosión brotó detrás de la montaña por donde había huido Nina. Poco después, una nube en forma de hongo se alzó hacia el cielo, ocultando el sol.

42

—¡JESÚS! ¡Se ha suicidado! —la voz de Águila-5 era insegura, y temblaba—. Se ha estrellado contra la ladera.

El capitán Maximov reaccionó enseguida. Lo primero que sintió fue un profundo alivio, pero duró poco. Era todo demasiado bonito para ser cierto. Por experiencia, sabía que los paranoicos tienen más posibilidades de supervivencia que los optimistas, así que fue prudente:

—Tenemos que examinar la zona, Águilas. Subid los escudos antirrad al máximo y descebad las nucleares. Activad los misiles de corto alcance. Volaremos en formación abierta.

—Pero si no ha debido de quedar nada de ella, Águila-1 —protestó un piloto—. Ni siquiera ese USC puede sobrevivir a un estallido nuclear.

—Obedeced todos; es una orden. No me fío —estaba seguro de que se reirían de él, y lo llamarían viejo pusilánime. «Probablemente tienen razón, pero…»—. Recordad que no hemos visto cómo se estrellaba, sino sólo una explosión. Los cuatro últimos bordearéis la montaña por el norte, mientras que el resto lo haremos por el sur. Vigilad el nivel de radiaciones e informad de cualquier cosa que veáis.

«Y no os relajéis».

Los aviones rastrearon la zona que rodeaba a la nube hongo, pero nada detectaron. Abajo, en el suelo, un incendio se propagaba en el bosque de coníferas, impulsado por el fuerte viento. Los ocho aparatos iniciaron el camino de regreso.

Águila-7 estaba emitiendo un informe acerca de lo que indicaban sus contadores de radiactividad, pero nunca llegó a terminarlo. El aparato, al igual que Águila-8, se convirtió en una bola de fuego y se desintegró. Una silueta gris, que poco a poco viró a color negro, pasó entre los Mitsubishi, al tiempo que otro de ellos era destruido.

El capitán comprendió inmediatamente lo que había pasado.

—¡Nos engañó a todos! —gritó a pleno pulmón—. ¡Disparó un misil contra el suelo, para despistar, mientras se emboscaba! ¡Iniciad maniobras de evasión, y sálvese quien pueda! ¡No tenemos ninguna oportunidad!

Pero era inútil; nadie le escuchaba. Las comunicaciones estaban interferidas.

43

LOS cinco Mitsubishi pronto quedaron reducidos a cuatro, merced a un certero disparo de plasma. A su pesar, Andréi admiraba fascinado las evoluciones de Nina. Estaba claro que los consideraba inferiores, casi indignos de su atención, y disfrutaba humillándolos. Se había desembarazado del camuflaje gris de combate aéreo, y sus escudos se hallaban desactivados. No le hacían falta.

Águila-2, en una inútil muestra de arrojo, lanzó dos misiles. Sus trayectorias convergieron hacia Nina, pero antes de que se aproximaran peligrosamente se precipitaron hacia el suelo. En cambio, la respuesta no falló; Águila-2 recibió un impacto directo y saltó en pedazos, tripulante incluido.

«Virgen Santa, ¿qué contramedidas llevará ese bicho?» Andréi no perdió mucho tiempo en reflexiones ociosas. Rastreó a los supervivientes, y fue entonces cuando todo el peso de la culpa cayó sobre él. Cinco muertos, a los cuales recordaba ahora dolorosamente; unas criaturas cuya mayor ilusión días atrás era hacer un buen papel en el Desfile de Primavera. Las anécdotas e incidentes que había tenido con ellos pasaron ante sus ojos en un momento. «Dicen que esto les sucede a los que van a morir». Se alzó la visera del casco para enjugarse una lágrima que le enturbiaba la visión, e inmediatamente se repuso. En unos instantes había localizado a sus dos pilotos aún vivos.

Desgraciadamente para ellos, Nina también.

Águila-5 no aguardó a que el misil que se dirigía hacia ella la redujera a vapor. Estimando que aquello de que más vale ser un cobarde vivo que un héroe muerto era una verdad como un templo, saltó en su equipo de emergencia y planeó hacia terrenos más seguros. A sus espaldas, el avión estallaba en fragmentos.

Águila-4 había huido a la máxima velocidad que permitían sus motores. Nina lo persiguió, y se dedicó a jugar con él. Resultaba patético observar los intentos del Mitsu por esquivar aquel monstruo negro, que bailaba a su alrededor como un derviche.

El capitán se compadeció del piloto, que debía de estar muerto de miedo, y analizó la situación. Águila-4 no tenía escapatoria, por supuesto; ningún arma podía burlar las contramedidas de Nina. De pronto, un pensamiento lo asaltó:

«Ningún arma con sistema de guía».

Su modesto ordenador de vuelo calculó trayectorias, y confirmó que su desesperado plan era factible. Puso los motores a máxima potencia y se dirigió hacia los dos aviones. Nina no alteró su rumbo.

«No te importa que acuda, ¿verdad? Sabes que no te dispararé un misil con Águila-4 tan cerca de ti; incluso puede que te divierta mi acción».

Nina pareció cansarse de tanta maniobra y lanzó un misil al agobiado caza. Su piloto no esperó a verlo venir, y saltó justo a tiempo en su vehículo de emergencia, escapando de la destrucción.

Justo en ese momento, Andréi tuvo a su enemiga en el punto de mira. Nunca había efectuado un disparo así, a un blanco móvil y sin la asistencia de una computadora. Murmurando un híbrido entre plegaria y blasfemia, apretó el gatillo.

El haz de plasma, a muy alta velocidad, golpeó de lleno a la sorprendida Nina, ocultándola tras una cortina de fuego amarillo. Andréi, que a decir verdad nunca creyó que fuera a acertar, lanzó un grito de triunfo.

44

LOS USC-1000 habían sido diseñados a conciencia.

Cuando el humo resultante del impacto se hubo disipado, Andréi comprobó que Nina seguía en el aire. Le había hecho daño, desde luego. El fuselaje absorbió el terrible calor del plasma y lo canalizó hacia los motores, que trataron de evacuarlo. Uno de ellos no resistió; la parte izquierda del caza estaba visiblemente dañada, y las toberas de ese lado permanecían apagadas. Sin embargo, el aparato estaba concebido para sobrevivir en las condiciones más duras de combate, y entre ellas figuraba la de maniobrar con un solo motor.

La escena había quedado en suspenso. Los dos vehículos de emergencia de los Mitsubishi derribados se alejaban de la zona y buscaban un sitio donde posarse. Nina, un poco tarde, alzó sus escudos protectores y desbloqueó las comunicaciones. Andréi comprobó que los suyos estaban bien y se dispuso a marcharse. No osó tentar a la suerte por segunda vez, porque ya no la volvería a sorprender, estaba seguro.

«Bien, esto se acabó. Me quedé sin medalla a título póstumo e iré de cabeza a un consejo de guerra por perder siete cazas y cinco tripulantes, pero cualquier cosa es preferible a enfrentarse con ese engendro. Adiós, querida; que te den por…»

Su cadena de pensamientos se vio interrumpida de golpe. Nina se dirigió hacia el pequeño vehículo de salvamento de Águila-4, se puso a su altura y lo ametralló. Por la holopantalla del cuadro de mandos, Andréi contempló cómo el cuerpo del piloto era sacudido por los impactos de las balas, y aquello le dolió cono si le hubieran dado a él. El aparato, como un trasto inservible, se precipitó contra el suelo, cientos de metros más abajo.

Nina cambió de rumbo.

—¡Viene a por mí!

El grito de pánico de Águila-5 degeneró en un llanto histérico. Se oyó alto y claro; las interferencias ya no existían.

Y así, a su pesar, Andréi Maximov obtuvo una medalla.

A lo largo de los años, se había convencido de que era un cobarde. Por eso estaba vivo, pero no se había atrevido a arriesgarse para conseguir un destino mejor, y terminó como un triste instructor en un planeta olvidado. Lo había asumido; en el fondo, era lo más cómodo. Sin embargo, hay veces en la vida en que no se meditan los actos. Aferró los mandos del caza, y viró en redondo.

—¡Águila-5, intenta tomar tierra donde sea! ¡Yo la distraeré!

Era inútil. La joven estaba paralizada de terror, y sólo el piloto automático impedía que se precipitara contra el suelo. Andréi apretó los dientes y ejecutó una maniobra para la que el Mitsu no estaba muy bien preparado: el vuelo estacionario. Consiguió mantener su aparato cernido en el aire, oscilando peligrosamente, y con todos los indicadores del cuadro de mandos marcando la zona roja. No podría seguir mucho tiempo así, interpuesto a modo de escudo entre el desvalido vehículo auxiliar y la máquina asesina que se acercaba rápidamente.

Andréi no perdió tiempo. Antes de que le fallara ese arranque de valor, gritó por el comunicador:

—¡Nina, aquí me tienes! ¡Atácame de una vez, pero déjala ir! ¡Esa pobre chica no puede defenderse, como yo! Te di un buen golpe antes, ¿recuerdas, cerda? Si has de matar a alguien, ¡enfréntate conmigo y acaba ya! Hazlo como más te divierta; sólo te pido que te olvides de ese vehículo. ¿A qué esperas, puta de mierda? ¡Ven si te atreves!

Siguió profiriendo todos los insultos que recordaba, provocándola con tal de salvar a Águila-5. No quería mirar los diales, que mostraban que su avión no resistiría mucho más. Tan sólo tenía ojos para el punto negro que poco a poco se iba haciendo mayor, y que pronto estuvo a menos de cien metros. En ese momento calló, afónico, hechizado por el espectáculo.

Nina se acercó, maniobrando con tanta destreza su único motor que parecía flotar como una pompa de jabón. Se detuvo a cinco metros de la cabina de Andréi, y mantuvo la distancia.

El capitán sintió un escalofrío, y sostuvo la vista fija en el caza, como hipnotizado. Sabía que algo inhumano lo estaba mirando desde aquella negrura, y eso le daba miedo, pero no huyó. Pudo examinar todos los detalles de su estructura, desde la pulida superficie de las derivas hasta las bocas amenazadoras de los cañones.

Pasó un minuto, luego otro. Andréi sintió que el hechizo se rompía, y que volvía a pensar normalmente. «¿Por qué no dispara? ¿Disfruta acaso viéndome sufrir? Un momento; ¿y si arrojo mi avión contra ella? No creo que pueda, pero nunca la voy a tener tan cerca como ahora».

Antes de que pudiera hacer nada, y como si le leyera el pensamiento, Nina dio media vuelta y se alejó a velocidad terrorífica, desapareciendo de las pantallas como si nunca hubiera existido.

«Me ha perdonado la vida», fue lo único coherente que pensó Andréi en esos momentos. Ni siquiera sentía alivio. Como en un sueño, era vagamente consciente de que el sudor corría por todo su cuerpo y que la voz de Águila-5 le daba las gracias una y otra vez, entre sollozos. Dominó el incontenible temblor de sus manos lo suficiente como para activar el piloto automático y pasar el control a la base. Mientras esperaba ayuda, cerró los ojos, pero las escenas vividas en la última media hora se le aparecían una y otra vez.

45

—PIENSO que no será necesario avisar a los periodistas, señor. La Cordillera Lenin está alejada de cualquier asentamiento humano.

—No sabes el peso que me quitas de encima, Grisha. Ya me veía largándoles un discurso sobre los rayos en bola, la combustión espontánea o alguna otra chorrada. ¿Una tacita?

—Gracias, señor; me temo que la necesito.

El teniente Smirnov bebió la humeante infusión de un trago, y se sintió algo mejor. Miró al general Bubrov, que degustaba la suya pausadamente, con evidentes muestras de placer.

«Creo que al final te has vuelto sensato, viejo. Es mejor tomárselo con filosofía, porque esto no tiene remedio».

—¿Qué haremos ahora, señor? —preguntó, con la cortesía habitual.

—¡Y yo qué sé! —el general se relajó enseguida—. Podemos rezar a uno de estos iconos, aunque por los resultados obtenidos hasta la fecha, me parece que les caducó la garantía hace tiempo —señaló a su alrededor—. ¿Otra tacita, Grisha?

—Gracias señor.

El teniente suspiró. En el fondo, lo único que lo entristecía no era la degradación, sino el no poder retirarse a tiempo y cumplir su sueño de comprar una granja. «Pena del dinero que me costaron los catálogos», murmuró, mientras tomaba otro sorbo de tila.

46

LA mujer caminaba sola, y recordaba.

47

«Parece mentira cómo pueden pasar tan rápidos veinte años, casi sin que nos demos cuenta», meditó tristemente Vera Aleksandrovna Kulagina, mientras se acercaba al Cuartel General.

Era un hermoso día, infrecuente en aquella época del año, que invitaba al paseo. Brillaba el sol y los pájaros cantaban, como en un aburrido cuento infantil lleno de tópicos. Incluso tan de mañana, se veía gente andando pausadamente, ansiosa de sentir el aire y la luz en la piel. Había muchos niños, y se mostraban felices. Todo el mundo parecía tener algo de lo que alegrarse, y eso la deprimió. «Debería haber tomado el aerocoche».

Se cruzó con una pareja de novios que no se percataron de su presencia. Sólo tenían ojos el uno para el otro, y hablaban en voz baja. Estaba claro que se querían, como en un anuncio. Semejante manifestación pública hubiera sido rara en lugares como la Vieja Tierra, Rígel-4 u otros mundos de mayor complejidad social. Pero en Ródina, un planeta ferozmente amante de la tradición, era harto frecuente. Vera se los quedó mirando un momento, antes de proseguir su camino.

«¿Recuerdas cuando las cosas eran así?» Aquello dolía, y muy hondo. «Entonces éramos jóvenes, y Yuri era el más apuesto de toda su promoción, y nos amábamos, y el mundo era nuestro».

Pateó distraídamente una piedra que los servicios de limpieza no habían retirado de la calzada. «Y Yuri sigue siendo apuesto y hermoso y simpático y hablador. Los hombres mejoran con el tiempo, mientras que una… Maldita sea, es injusto. Una vida en común no sirve para nada si en tu camino se cruza alguien más atractiva. Joven, fresca, alegre, como esos dos». Sintió ganas de llorar, pero ya lo había hecho bastante, y continuó caminando.

Al principio fue peor. La casa se le caía encima. Cualquier cosa le evocaba demasiados recuerdos, y rompía en llanto. Fue horrible. Podía mirar durante horas aquella reproducción en plástico barato del David de Miguel Ángel, que compraron en ese viaje tan maravilloso a la Vieja Tierra, quince (¿o eran diecisiete?) años atrás; el hogar estaba lleno de cosas así, cuya contemplación se hacía insoportable. Se fue a vivir a un pequeño apartamento alquilado, y no se llevó nada consigo. «Supongo que Yuri tiraría todos los trastos; a ella no le harían gracia. Pobres, no merecíais acabar de este modo; vosotros no tenéis la culpa». Por alguna razón, eso la afectaba especialmente. «Vieja chocha…»

Los funcionales edificios del Cuartel General eran ya visibles, medio ocultos por un bosquete de robles. Vera los miró con odio. «Ya que me engañaste con otra, Yuri, ¿por qué tuvo que ser con tu secretaria, como en una mala serie de holovisión?» Los tres trabajaban en la misma planta del edificio. «Me pusiste los cuernos a sangre fría, delante de mí, sonriendo, fingiendo. ¿Y lo amable que era ella, siempre ofreciéndome un vaso de café? Todo el personal lo sabía, estoy segura; pero cuando quieres a alguien estás tan ciega…»

Pidió el traslado, claro está, pero, a saber por qué, los tres eran considerados valiosos colaboradores por el general Bubrov. Y así, día tras día, tenía que verlos; ya ni se molestaban en ocultar su amor. Y todos los demás riéndose de ella a sus espaldas; peor aún, compadeciéndola. En una sociedad tan conservadora como la de Ródina, era la pobre mujer que no había sabido retener a su maridito del alma; pobrecilla, qué pena.

Los había odiado mucho, pero aquello dejó paso a la resignación. Sólo tenía que mirarse al espejo para comprenderlo; no se podía esperar piedad de la vida. Ya ni siquiera abrigaba deseos de venganza, aunque sentía curiosidad por saber cuál de ellos se cansaría primero de la aventura. «O tal vez no lo hagan; a lo mejor ella le da algo que tú no has sabido».

Triste y deprimida, llegó a la zona de control del Cuartel. Los ordenadores reconocieron sus ondas cerebrales y le permitieron franquear la zona de seguridad.

«Bueno, Vera, tendrás que enfrentarte otra vez a lo mismo», pensó, cansada, muy cansada.

48

LOS últimos días había podido escapar de ello, aunque no sabía qué fue peor. El general Bubrov la había designado para presidir diversas honras fúnebres y actos de homenaje a los fallecidos en el accidente de la base principal.

—Usted tiene mucha mano para eso, Vera Aleksandrovna —le había dicho el general—, y una buena imagen de serenidad.

«¿Buena imagen? Para lo que me ha servido…»

Pero cumplió las órdenes, y asistió a un funeral tras otro, a lo largo y ancho del planeta. No todos los muertos procedían de Nueva Moscú, la gran urbe; los pilotos de Cobra, por ejemplo, eran oriundos de asentamientos pequeños, perdidos en las montañas. Tal vez sólo los mejores eran capaces de salir de entornos tan despiadados.

Había palpado el dolor en todas sus formas. Las madres eran quienes lo pasaban peor. Aunque ella no había tenido hijos, podía comprenderlo; era duro ver a quien has cuidado desde pequeño y contemplado crecer día a día, pudriéndose en un ataúd. A veces se hacía muy penoso expresar las condolencias de rigor, o dar el pésame. ¿Qué se podía decir en esos momentos en que una mujer se aferraba a la caja de madera, como si quisiera retenerla consigo para siempre? Vera podía olvidarse de sí misma, y sentir que servía para algo, aunque sólo fuera compartir la desgracia, consolar y consolarse ante la desolación ajena.

En otros casos, los familiares actuaban con una entereza que ponía la piel de gallina. La mezcla de dolor y orgullo era escalofriante. «¿Qué ocurriría si se enteraran de que no fue un accidente, que los mató una máquina inteligente fuera de control?» Pero sabía fingir, y nadie lo sospechó.

Llegó a la planta principal, donde tenía su mesa y su consola, al lado de la parejita feliz. Antes de entrar, se preguntó: «¿Habrán capturado ya a Cobra-6?»

En cuanto vio el panorama, supo que no.

49

SU exmarido no estaba y Olga, la secretaria, se encontraba sentada tras su mesa, y parecía haber envejecido diez años.

«¿Qué te ha pasado?» Olga tenía el pelo lacio, ojeras y la mirada vacua. Temblaba, y encima de la mesa podía ver una cajita de píldoras tranquilizantes. Vera se situó junto a ella, y no necesitó preguntar.

—Se lo llevaron los de Seguridad. Descubrieron que tuvo algo que ver con los fallos en los controles psíquicos de los Cobra. No creo que lo suelten —su voz era apagada.

Quedó con la mirada perdida. Un largo momento después, se enfrentó directamente a Vera; su tono era plañidero, derrotado:

—¿Qué va a ser de mí ahora? ¿Qué voy a hacer?

Vera la miró sin emoción. «Cortarte las venas; es lo que te mereces, por arruinar mi vida», estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Se volvió y se dirigió hacia su puesto, dejándola consumirse lentamente en su pánico. Era curioso; la situación no la apenaba, aunque tampoco la satisfacía. «Si esto es el placer de la venganza, resulta bastante soso».

Activó su consola y solicitó una entrevista con el general Bubrov, para informarle de las incidencias de los actos fúnebres. Se sorprendió cuando él mismo respondió a su llamada y la citó inmediatamente. Vera volcó en papel el informe que ya traía preparado, como le gustaba al viejo.

Mientras se dirigía al despacho, meditaba sobre la pregunta de Olga. «¿Qué va a ser de ella ahora? ¿Y de mí? En un planeta como éste, y con la edad que tengo, sólo me queda comprar un par de gatos (capados, claro, para que no alboroten) y envejecer en algún club de solteronas o similares. Qué asco de vida».

Halló en el despacho al general junto al teniente Smirnov, el eterno pelota. «Las cosas deben de estar rematadamente mal». Los dos hombres bebían tazas humeantes que servían de un extraño cachivache, y jugaban al ajedrez despreocupadamente.

—Ah, querida Vera Aleksandrovna, pasa, pasa —la invitó Bubrov, con una ancha y cordial sonrisa—. ¿Cómo te ha ido?

Vera se lo explicó con orden y concisión, como a él le gustaba, pero era obvio que no le prestaba mucha atención. El teniente Smirnov también estaba en Babia. Cuando finalizó su informe, el general la invitó a una tacita de tila, que aceptó por educación. Se fijó en que el viejo sólo hablaba de trivialidades, y eso la aburría. Decidió ir al grano:

—Con su permiso, general.

—¿Sí, querida?

—Lo de Cobra-6 no tiene visos de solución, ¿verdad?

Bubrov suspiró, resignado:

—No, querida, es un completo desastre. Si al menos pudiéramos hacer algo… Ay, carecemos de medios; la Corporación nos tiene atados de pies y manos. El secreto se mantiene, pero saltará de un momento a otro, cuando ese mal bicho perpetre otra trastada. Desde la masacre de la Cordillera Lenin, ha sido visto en cinco ocasiones, mas burló cualquier intento de aproximación.

—¿Qué masacre, señor? Creo que me he perdido lo mejor mientras estaba fuera.

—Ese monstruo derribó a siete interceptores Mitsubishi, matando a seis pilotos —Bubrov estaba abatido—. Grisha y yo hemos pensado en alguna excusa para los familiares y la opinión pública. Oficialmente, esos pobres aún siguen de maniobras, pero no podremos mantener la mentira para siempre.

La respuesta de Vera fue dura e inmediata:

—Sugieran que se trata de un sabotaje, y busquen una cabeza de turco, a ser posible muerta. Así tendrán héroes y culpables, y podrán presentar una buena historia.

Los dos hombres se miraron, aunque enseguida volvieron a prestar atención a la mujer.

—Señor…

—¿Sí, Vera Aleksandrovna?

—¿No tienen idea de dónde aparecerá Cobra-6 la próxima vez?

—En cada ocasión surge en un lugar impredecible. Su trayectoria es errática, me temo —terció Smirnov.

—Ese aparato no es tonto; quizá siga un esquema que se nos escapa. Hace años seguí un curso de reconocimiento de pautas pseudoaleatorias y descifrado de claves, señor. Proporcióneme los datos, y trataré de comprobar si actúa con lógica —hizo una pausa—. ¿Qué podemos perder?

El general no se lo pensó mucho:

—Tienes razón, Vera Aleksandrovna. Grisha, que le pasen todos los datos a su terminal. Buena suerte, querida, aunque dudo que saques algo en claro.

—Gracias, señor —se despidió y se fue, no sin antes comprobar que los dos militares contemplaban su marcha con curiosidad.

50

VERA había solicitado examinar los datos para tener algo en qué entretenerse, y poder olvidarse de sus problemas; había leído que el trabajo era una buena terapia, cosa que comprobó pronto. Además, no pudo evitar interesarse por el problema.

Cobra-6 (o, mejor dicho, Nina) no era idiota, de eso estaba segura; sus actos mostraban una inteligencia notable. «Entonces, ¿por qué se volvió loca por Iván? Inexplicable».

«La mente de Nina es tan compleja como un ser humano», concluyó tras leer las especificaciones técnicas de los USC-1000. Y así, escarbando entre líneas, fue comprendiendo. «Pobre criatura; te trataron como a una pieza del motor, y tenías un cerebro tanto o más complicado que el nuestro. Nunca te preguntaron nada. ¿En qué pensarías?» Siguió consultando los datos.

«Nadie te avisó de su muerte, ¿verdad? Siempre hemos sido crueles e insensibles con nuestros servidores, nuestros animales, nuestras máquinas. Imagino lo que sentiste cuando el desgraciado de Buttayev subió a tu cabina y se conectó contigo; sorpresa, miedo, ira…»

«En los informes no figura sospecha alguna de tu comportamiento; sólo te comunicabas lo imprescindible con Iván, a menos que… Si eres capaz de manejar el caza sin ayuda humana, también puedes haber camuflado un canal de mensajes. ¿Qué os diríais, ese chico y tú?»

El tiempo pasaba volando. Vera pidió un café y un bocadillo a un robot asistente y siguió escarbando en los datos, que dejaban entrever un panorama fascinante.

«Recapitulemos. Eres una víctima de las circunstancias, Nina, pero por tu culpa han muerto muchas personas, y hemos de evitar que esto prosiga. Analicemos tu comportamiento».

Una larga serie de datos y mapas desfilaron por el tablero de su mesa, convertido en una consola tridi. «Apareces inopinadamente y, desde luego, sin un propósito visible. Espera, por ahí no vamos a ninguna parte». Señaló un icono, y las prestaciones de los USC-1000 aparecieron en pantalla. «Como me figuraba; estos aviones son indetectables para la tecnología de Ródina. Entonces, ¿por qué te descubrimos de vez en cuando?»

«Porque tú lo permites», parecía la única respuesta lógica. «¿Y cuál es la razón?» Vera sentía que se iba acercando al meollo del asunto. «¿Qué grado tienes de locura, Nina? O no, mejor dicho, ¿estás loca? Incluso tú debes ser consciente de que Iván está realmente muerto. ¿Entonces…?»

«¿Qué haría yo si estuviera en tu lugar? ¿Me entregaría, sabiendo lo que me aguarda? No, me hallaría en un callejón sin salida, sobre todo si desconfiara de los humanos, quienes nunca se interesaron por lo que yo pensaba».

«¿Optaría por destruirlo todo, y morir matando? Demasiado simple; Nina pudo arrasar Nueva Moscú con una bomba atómica, y no lo hizo. Pensándolo bien, la catástrofe de la base principal se debió a los otros Cobra, y lo de la Cordillera Lenin fue un acto defensivo, o bien una muestra de poder. Dejó escapar a dos pilotos».

Y entonces, por fin, lo vio.

«Si sólo la detectamos cuando ella quiere, está intentando comunicarse, decirnos algo. Tiene gracia; tal vez tratas de averiguar si existe alguien capaz de interesarse por tus problemas. Y una muestra de ello sería adivinar tu próximo movimiento. Resulta tan absurdo que probablemente sea cierto».

Conectó el bloque de cálculo y empezó a suministrarle hipótesis, que resultaron inviables una tras otra. «Puede que esté equivocada; quizá Nina está realmente chiflada, y su movimiento es aleatorio. Qué lástima, era una idea preciosa».

Se desperezó sin levantarse del sillón, haciendo caso omiso de la mirada de reprobación de un ordenanza que pasaba por allí. Sintió crujir sus articulaciones. «Me estoy haciendo vieja». Volvió a mirar la pantalla con desconsuelo. Sin saber muy bien qué hacer, pasó datos al azar. En un momento dado, se topó con la biografía de Iván Nikoláevich Zoschenko.

«Buena la hiciste, chaval». El rostro infantil lo miraba sonriente desde la consola. «Aquí dice que naciste en una colonia de la Gran Cordillera Septentrional. Es curioso; parece que Nina no sintió curiosidad por visitar el lugar de procedencia de su amado». Se dispuso a cambiar de archivo, pero repentinamente la asaltó una sospecha.

«¿Y si hubiera tomado esa localidad como punto de referencia para sus apariciones?»

Empezó a suministrar hipótesis, y la excitación de la cacería se apoderó de ella. Notaba cómo se iba acercando a la solución del enigma, y se olvidó de todo lo demás. El ordenanza, al pasar de nuevo junto a ella, meneó la cabeza. Desde que se había divorciado, aquella mujer ya no se cuidaba. «Vaya unos pelos. Y qué forma de sudar». El hombre se marchó, y la dejó sola.

Vera se dio pronto cuenta de que Nina era detectada cada vez a mayor distancia de la patria chica de Iván, siguiendo una progresión sumamente retorcida. La longitud y latitud de los avistamientos, si se empleaba un sistema de coordenadas radiales, también coincidían. La hipótesis tenía una fiabilidad del 100%.

«Mierda, lo tengo». Se enjugó el sudor de la frente. «Ahora podré saber dónde aparecerás la próxima vez».

Su ordenador realizó los cálculos en un momento. Vera le ordenó que mostrara los resultados en un mapa, y un holograma de Ródina cubrió la mesa.

«Según esto, su destino es la Meseta de Leng. ¿Qué se le puede haber perdido en semejante yermo?» Pidió a la consola un mapa de la zona a escala 1:10000 y lo examinó, moviendo la imagen de un sitio a otro. «Pero si aquí no hay nada… Alto, un momento; ¿qué es ese punto negro?» Amplió el mapa y leyó los rótulos.

Unos segundos después entraba como una tromba en el despacho del general Bubrov, que platicaba con su inseparable ayudante. Ambos quedaron helados por la sorpresa, pero antes de que el viejo la mandara arrestar por su grosera actitud, ella exclamó:

—¡Señor, sé dónde va a atacar Nina!

51

—¿LA central nuclear Sajarov? ¿Estás segura? —ella asintió—. Si eso es cierto…

—Una vez desvelada la pauta, es lógico —apuntó Smirnov, que había pasado al ordenador del general las conclusiones de Vera.

Bubrov no perdió el tiempo. De repente, había recuperado toda su energía, y parecía que iba a estallar de hiperactividad.

—Deseo comunicación inmediata con la central Sajarov.

—No hay respuesta, señor —le contestó su ordenador, instantes después.

Los tres quedaron mirándose, asustados. El general exclamó:

—¡Pero…! ¿Cómo es posible que…?

Fue interrumpido por una voz femenina que, como sin darle importancia, habló desde la consola:

—Como habrá supuesto, general, soy Nina. Tienen cinco horas estándar para devolverme a Iván Nikoláevich. Estoy dentro de la central, junto al reactor. Si no cumplen lo que pido, todo saltará por los aires.

Bubrov rompió la pantalla de un puñetazo.

52

—PUEDE hacerlo, señor —dijo Smirnov, una vez que el robot médico se hubo marchado, tras reparar la mano del general—. Si manipula el reactor, la explosión será tremenda, pero eso no es lo peor. La nube radiactiva será dispersada por los vientos dominantes —en un holograma se trazaron unas líneas amarillas—, y las zonas más pobladas de Ródina se verán afectadas. Esa cosa lo ha calculado muy bien.

—Nunca me gustaron las centrales nucleares de fisión —gruñó el viejo—. Por más medidas de seguridad que establezcamos, siempre queda el peligro de que algún saboteador inteligente… —su voz menguó hasta un murmullo ininteligible.

—Son necesarias, señor —terció el teniente—. Hacen falta isótopos para muchas tareas médicas, científicas y militares.

—Sí; será por eso que en la Vieja Tierra no queda ninguna en pie, y nos las endosaron todas a los planetas de los sistemas periféricos. Como hay mucho sitio libre, y estamos lejos… —el general soltó una blasfemia—. Bueno, señoras y señores, y ahora ¿qué?

Vera había permanecido a un lado durante la discusión, pero mientras había madurado una idea.

—Señor, si me permite…

—Habla, Vera Aleksandrovna; tú eres la única mente lúcida que debe de quedar en este mundo —dijo el general, no sin ironía.

—Señor, déjeme ir a esa central. Creo que podría convencer a Nina para que depusiera su actitud.

El general la miró como si la viera por primera vez; el teniente también estaba perplejo.

—¿Estás segura? —preguntó Bubrov—. Lo más probable es que ocurra una catástrofe, y que mueras.

—¿Y si no lo intento, señor, y pasa el plazo, y no tiene a Iván? Ninguna estratagema la engañará, y usted lo sabe. Creo que conozco cómo piensa, y trataré de razonar con ella. Nadie más sería capaz, no con tan poco tiempo para estudiarla. Distráigala un poco, mientras llego allá.

—Muy arriesgado —murmuró Smirnov, aunque su comentario fue audible.

Vera desvió su atención hacia el teniente, y eso le impidió ver cómo el general empalidecía y clavaba su mirada en ella. Cuando se volvió, no se percató de nada. Bubrov sonreía:

—Necesitarás una revisión médica de urgencia, querida —dijo amablemente.

Vera y Grisha quedaron sorprendidos por la sugerencia, aunque este último no lo demostró. Bubrov prosiguió:

—Desconocemos las circunstancias en las que tendrás que desenvolverte, y por allí el clima es muy duro; debes ir bien preparada.

—¿Eso quiere decir que acepta mi idea, señor? —Vera sentía latir su corazón aceleradamente.

—Por supuesto, querida. Eres nuestra última oportunidad. Preséntate en el centro médico dentro de quince minutos; lo tendrás todo listo.

En cuanto se hubo marchado, Smirnov fue a preguntar algo, pero el general no le dio tiempo.

—Grisha, tenemos mucho que hacer y el plazo es muy corto. Necesito un informe inmediato sobre el personal médico, y su colaboración absoluta.

—A la orden, señor.

53

«Uf, qué frío hace aquí», se dijo Vera, al tiempo que se arrebujaba en su abrigo y activaba los calentadores. Su aliento se condensaba en nubes que flotaban en la clara atmósfera de la Meseta de Leng. Cerró la portezuela del vehículo que la había llevado hasta allí; era un transporte automático, sin piloto, tal como había exigido Nina. De hecho, lo había controlado en los kilómetros finales. Ningún otro aparato circulaba en toda la planicie.

Vera contempló la central Sajarov y sintió un escalofrío, no atribuible a la baja temperatura. Consistía en una serie de edificios masivos, incongruentes, puestos en medio de ningún sitio, en una llanura plana como una tabla.

No se veía un alma.

—Nina, soy Vera Kulagina, tu interlocutora —anunció por el comunicador—. Hemos cumplido todas tus condiciones. Vengo sola, sin armas. Solicito permiso para pasar.

—De acuerdo, Vera; tienes vía libre —la respuesta no había tardado ni un segundo.

«Parece una mujer. ¿Hasta qué punto razonará como una?»

Penetró lentamente en el perímetro externo de la central. No le temblaba el pulso, y se sentía bien. «Me hicieron una buena revisión en el centro médico, aunque no recuerdo nada de cuando me introdujeron en el escáner». Pero muy pronto dejó de pensar en sí misma.

«¿Dónde está la gente?»

No tardó en averiguarlo. En la entrada tropezó con el primer cadáver.

Para su sorpresa, no sintió miedo, ni horror; sólo curiosidad. «Me debieron de dar un tranquilizante. Bienvenido sea, porque esto…» Se acercó. Era un hombre de edad mediana, y algo le había seccionado la garganta. «¿Cómo puede un ser humano contener tanta sangre?» Trató de no pisar el gran charco en el suelo. «¿Qué lo habrá matado?»

Al poco lo encontró. «¿La máquina jardinera? Sí, hay sangre en la sierra de podar el seto. Dios Santo, Nina controla los robots de servicio. ¿Quedará alguien vivo?» Sólo vio más cuerpos muertos, todos por causa de las máquinas de mantenimiento. Algunas de éstas, aún cubiertas de manchas rojas, se situaron tras ella para cortarle la retirada. Su sincronización era perfecta.

—¿Era todo esto necesario, Nina?

—Lamentablemente, los robots se extralimitaron al cumplir mis órdenes. Dirígete hacia la sala de control del reactor, Vera. Ellos te guiarán.

Una máquina que semejaba un cubo de basura con antenas se puso delante de ella y flotó lentamente. Vera la siguió, alerta.

El paseo fue breve. Una puerta se abrió como un iris, y la mujer se enfrentó a su destino.

54

NINA estaba en medio de una habitación llena de controles y lucecitas parpadeantes, rojas casi todas. Vera quedó impresionada al verla; parecía una estatua colosal pulida en una roca brillante, afeada tan sólo por una larga cicatriz en el costado izquierdo. «Dios, es enorme; tiene que haber plegado alas y derivas como un acordeón para meterse aquí».

—Quédate de pie, vera, y permanece quieta. Si haces algún movimiento anómalo, morirás.

La mujer estaba fascinada por la incongruencia de la situación. Su mente trataba de admitir que una voz tan bella procediera de una máquina como ésa, que justo ahora abría los domos de las ametralladoras y la encañonaba. Su vida pendía de un hilo, pero el espectáculo merecía la pena.

Transcurrieron unos minutos. Vera se impacientó y rompió el silencio:

—¿Qué, ya me has revisado lo suficiente para convencerte de que soy inofensiva? —se notaba cierta ironía en sus palabras.

—No puedo fiarme de nadie, Vera; supongo que lo comprenderás.

—La muerte de toda esa gente —señaló hacia la puerta—, y los pilotos de los Mitsubishi, y la masacre de la base principal… Pudiste evitarlo; si sólo hubieras hablado…

—¿A quién, Vera? —el tono era triste, amargo—. ¿A los técnicos? Me habrían extraído del avión y metido en un laboratorio, para acribillarme a pruebas. No soy inmune al dolor, ¿sabes? ¿Los militares? Con lo paranoicos que son, y después de todos los avatares del proyecto USC-1000, me arrojarían de cabeza al desguace.

Nina calló. Vera pensaba que estaría esperando contestación, aunque no sabía qué responder. Sin embargo, el avión cambió de tema, sorprendiéndola:

—Yo tenía un canal secreto de comunicación, Vera. Hablaba con Iván, y con mis compañeros.

—Sospechaba algo así.

—También disponía de acceso a la biblioteca, y me lo leí todo.

«Jesús». La mujer miraba alucinada a Nina, que seguía hablando, como si se liberara de un gran peso:

—¿Sabes que los cerebros artificiales no tenemos derechos? Consulté a conciencia los libros de leyes; lo habéis previsto todo para vuestras estúpidas relaciones, pero nosotros… Nos creáis sin pedirnos permiso, nos dais una misión tan necia como destruir cosas sin ton ni son, y luego os desentendéis, eliminándonos cuando ya no somos útiles. Los esclavos, al menos recibían a veces gestos piadosos, o podían ser manumitidos. En cambio, nosotros no. Sólo servimos para trabajar en tareas concretas, y encima debemos estar agradecidos. Pero sentimos, Vera. Podemos amar, y también odiar. Todo se aprende, con tiempo.

Vera la cortó. Miraba con aprensión los cañones del caza, pero no estaba dispuesta a aguantar el discurso de una máquina depresiva.

—Nina, ¿te das cuenta de que no me has preguntado por Iván en todo este rato? —hizo una pausa, pero tenía que seguir—. Sabes que está muerto, ¿verdad?

—Sí —respondió, con voz apagada—. No tardé demasiado en cerciorarme, tras el desconcierto de los primeros días.

—Entonces, ¿por qué todo este montaje? Tus apariciones al azar, tus exigencias… ¿Cuál es la razón?

—Porque no sé que hacer, y estoy sola, y tengo miedo, y quiero que alguien me ayude, Vera.

55

«Dios mío, ¿cómo puede una máquina decir algo así?» Vera sentía una repulsión visceral ante una escena tan antinatural como la que estaba viviendo. Lo que tenía delante era una mole de varias toneladas cargada de bombas, que hablaba como una actriz acerca de sus problemas metafísicos. Por un instante fue incapaz de reaccionar, y el avión siguió descargando su conciencia:

—¿Sabes lo que es querer a alguien y ver que no te hace caso, y cuidarlo a pesar de todo? ¿Ser feliz, conseguir que todo marche bien, y darte cuenta de repente de que eso se ha esfumado? ¿De que todo está cerrado para ti, y sentir miedo ante un futuro vacío?

Aquello era demasiado. Vera, a despecho de la amenaza que pendía sobre ella, se dirigió resuelta hacia el avión, se plantó delante del morro, lo señaló con un dedo y le espetó:

—Pero… ¿Quién te has creído que eres, para nombrarte depositaria del dolor del mundo? Tienes cuatro días y pretendes darme lecciones de sufrimiento y autocompasión… Pues podemos hacer una competición, ¿quieres, muñeca? —puso los brazos en jarras—. ¿Sabes lo que supone tirar veinte años de tu vida por la borda? ¿Y descubrir que te estás haciendo vieja? No, claro que no, la señorita no tiene que pasar por eso; una revisión, y ya está de nuevo limpia, lisa y reluciente, como recién salida de fábrica. Desconoces lo que es mirarte al espejo y constatar que eres incapaz de despertar la pasión de quien tienes a tu lado. Y perder a alguien, ¿quieres que te diga lo que eso significa realmente?

Vera descargó todo lo que había guardado dentro de sí y que la iba royendo lentamente por dentro. No supo cuánto tiempo siguió así, hablando y gritando alternativamente, diciendo cosas que nunca confió a nadie, ni a Yuri siquiera. Cuando terminó estaba exhausta, pero se sentía más libre, como si se hubiera quitado un lastre de encima. Miró con más atención a Nina, y se percató de dos detalles extraños, que en su enfado le pasaron desapercibidos: el caza había cerrado los domos de las ametralladoras, y mostraba la cabina abierta.

—Sube, por favor —le rogó con voz tranquila.

56

EL habitáculo del piloto era confortable; parecía haber sido diseñado para ella. Se hundió en el sillón con alivio.

—Faltan algunas cosas, que se perdieron cuando me deshice de Buttayev —se excusó—. Repuse todo lo que pude en la base principal; espero que estés cómoda.

—Mucho; gracias. ¿Qué quieres de mí? —a pesar de todo no tenía miedo; sentía que nada la amenazaba.

—Ponte el casco. Deseo leerte la mente —el tono era amable, pero firme—. Necesito más elementos de juicio; estoy hecha un lío.

—¿Vamos a integrarnos?

—Sí. No temas, el proceso es indoloro.

Fascinada, se caló el casco, que no era opresivo ni molesto. La cabina se cerró, y multitud de luces se encendieron en el cuadro de mandos.

—Deja los brazos reposar en los soportes que hay a los lados, por favor.

Vera observó cómo una batería de cables y tubos se adosaba entre las muñecas y los codos. Unos líquidos fluían por ellos, aunque no sentía molestia alguna.

—Integración en marcha —anunció Nina.

Vera sufrió un momento de total desorientación. «¿Y mi cuerpo? ¿Dónde se ha ido?», pensó, más divertida que otra cosa. Por unos instantes flotó en un limbo gris, pero al poco sus percepciones volvieron, aunque totalmente distorsionadas. «Debería estar asustada».

Ya no era una mujer. Intentó flexionar los dedos, pero descubrió que sus brazos se habían convertido en unas alas de biometal. Trató de moverse, y sólo logró que los flaps del lado derecho se abrieran. Además, el disponer de un ángulo de visión de 360° la desconcertaba.

—Será mejor que yo me responsabilice de las funciones motoras —sugirió Nina.

—¿Qué vamos a hacer? —Vera se dio cuenta de que no se estaban comunicando verbalmente, y lo halló excitante.

—Contacto mental directo, y sin barreras. Prepárate.

Un instante después, las dos eran una.

57

NINA sólo había tenido la mente de un niño grande para juzgar al resto de la Humanidad. Ahora se zambulló en los recuerdos de una persona que había vivido y sentido mucho más. Supo de otras formas de alegría y dolor, de amor y odio, de esperanza y desengaño. Y de solidaridad.

Vera no estaba acostumbrada al contacto mental. «Dos personas y una sola mente; ya sólo nos falta el Espíritu Santo para completar el equipo», fue la primera idea rara que la asaltó. Poco a poco logró orientarse, y penetró en la psique de Nina. Era una especie de tormenta de miedos y sentimientos contrapuestos, rodeados de confusión. Conoció a Iván Nikoláevich, y le pareció un auténtico mocoso malcriado y caprichoso.

—Te hizo daño, pobre criatura. Pobre, pobre Nina, tan sola —Vera sintió que irradiaba una ola de ternura que las envolvía.

El contacto mental duró mucho tiempo. Ambas se vaciaron la una en la otra. Cuando el proceso terminó, Vera descubrió que amaba a una máquina, que a su vez también la quería. Hasta la muerte.

58

—¿NOS vamos? —dijo Vera, al notar que el avión se movía.

—Sí. Ya no merece la pena seguir aquí. Tengo que entregarme.

—Haré todo lo que pueda por ti, Nina. No quiero que sea la última vez que compartimos esto.

—Agradezco tu buena voluntad, pero careces de autoridad para evitar un ataque con misiles. En cuanto salgamos de aquí, la cacería se reanudará. Puedo eludirlos, pero no para siempre. Estoy cansada de matar y de esconderme.

—¿No puedes establecer contacto con alguien del Consejo Supremo Corporativo, en el Sistema Solar? Hay gente de espíritu abierto, dispuesta a escuchar.

—Lo intenté —repuso Nina con dulzura—, pero han anulado todos los accesos por vía cuántica, desconectando los satélites. Bubrov no es tonto del todo.

—Será idea del teniente Smirnov, seguro. Así que nada de lo sucedido puede salir de Ródina… —reflexionó un momento—. Tendré que hablar con el general.

—No te hagas muchas ilusiones. Ese hombre ha odiado siempre a los USC-1000. Nos teme.

—Creo que está absolutamente harto de la situación, y se avendrá a razones. Abre la comunicación; nada podemos perder, y creo que le daremos una buena sorpresa.

—Lo que tú digas, Vera. Ya está; cuando quieras.

—¿Cómo…?

—Piensa en voz alta —sugirió Nina a su desconcertada compañera—. Yo me ocupo del resto.

Vera, no muy segura, lo intentó:

—¿General Bubrov?

La respuesta fue instantánea:

—A la escucha, Vera Aleksandrovna. ¿Qué demonios ha pasado? Llevas ahí dentro más de seis horas, y nos tienes a todos en vilo.

—Me encuentro pilotando a Nina, señor. Está decidida a entregarse, siempre que le den garantías de que no se tomarán represalias. Solicitamos permiso para aterrizar en la base más cercana disponible.

El general cortó la comunicación unos segundos, tal vez para reponerse de la sorpresa o consultar con alguien. Vera empezaba a impacientarse cuando Bubrov respondió, por fin:

—Vera Aleksandrovna, enhorabuena; nunca esperé que llegaras tan lejos. Te has ganado la Gran Cruz del Mérito de Ródina a pulso. Todos nos sentimos orgullosos de ti —hizo una pausa—. En cuanto al aterrizaje, dirigíos a la base de Lunagrad; os estarán esperando.

—Lunagrad es el punto más alejado de todos los posibles. Hay que atravesar toda la Meseta y la Cadena Gagarin para arribar allá. Es extraño —repuso Nina.

—Escucha, Cobr… Nina, seré franco. No nos fiamos de ti, y preferimos tenerte en el lugar más apartado de nuestros principales asentamientos; creo que lo comprenderás. Te garantizo que no lanzaremos ataque alguno. Sabes que no tendría éxito —dijo, no sin cierta sorna.

Nina lo pensó durante poco tiempo.

—De acuerdo, iremos. No quiero mensajes codificados; si capto alguno, bombardearé donde más les duela. Quiero que esto termine, general.

—Yo también, te lo aseguro. Hasta la próxima, Vera Aleksandrovna. Cuídate mucho.

—Hasta la vista, general —por alguna razón, Vera se había sentido extraña durante la conversación. Algo en la voz del general, que no conseguía aprehender…

—Vámonos —dijo Nina, interrumpiendo sus pensamientos.

La mujer comprobó absorta cómo el caza plegaba sus alas y pasaba a través de las puertas. Se sentía extraña; creía caminar, pero en realidad rodaba sobre un tren de aterrizaje de tipo triciclo, y la sensación era rarísima. Dejaron atrás los pasillos y los cadáveres, marcando el suelo con los neumáticos cuando pasaban sobre un charco de sangre seca.

59

POR fin salieron al exterior, y el sol poniente arrancó destellos del negro fuselaje del cazabombardero. Rodaron hacia el perímetro exterior, seguidos sólo por su sombra alargada y deforme.

—Llegó el momento, Vera. Creo que ésta es la última vez que vuelo. No me permitirán hacerlo otra vez —su tono era triste, casi un lamento.

—No te preocupes, pequeña. Has demostrado demasiadas habilidades como para que las desperdicien. Te pueden reconvertir en un prototipo desarmado, o en un modelo de pruebas. Además… No te abandonaré, Nina. Me tendrás a tu lado, luchando por ti. Los amigos son demasiado escasos, para dejarlos escapar —trató de reír, aunque estaba emocionada.

—Gracias Vera. Saldremos de ésta, y aún nos quedan muchos días que compartir.

—Así me gusta, verte alegre, pequeña. ¿Y bien?

—Prepárate, Vera. Despegamos.

Si la mujer había creído que el contacto mental era maravilloso, ahora entró en éxtasis. Nina volaba muy bajo, a pocos metros del suelo de la Meseta, una alta llanura cubierta de nieve, como un lienzo brillante e inmaculado. El aire le acariciaba el fuselaje, y el cielo se teñía de anaranjado en poniente.

—Nunca imaginé que existiera algo tan hermoso —musitó—. Me gustaría que este momento durara eternamente, no salir jamás de este cuerpo de metal.

La parte delantera del USC-1000 estalló, desintegrándose en fragmentos. Los restos del aparato cayeron sobre la nieve, abriendo un surco negruzco muy largo sobre un fondo blanco. Los despojos de la máquina y su tripulante desprendían volutas de humo, pero éstas cesaron pronto. Hacía mucho frío, y el sol se estaba ocultando.

60

Cobra-6 ha sido destruido, señor —anunció el teniente Smirnov.

—Bien, bien… Supongo que pensarás que soy un hijoputa, Grisha —el general se incorporó de su sillón y paseó lentamente por el despacho.

—Su idea fue genial, señor, y consiguió acabar con ese monstruo. Desgraciadamente, lo de Vera Aleksandrovna era inevitable, un desastre menor.

—Sí, pero me sabe mal.

—En el fondo, opino que le hicimos un favor, señor. No creo que encajara muy bien que su marido la dejara por otra. Y piense que no sufrió; su muerte fue instantánea.

—Pobre desgraciada… Temí que Nina se diera cuenta del engaño, pero los médicos sabían lo que se hacían.

—Efectivamente, señor. Rellenaron el estómago e intestinos de Vera Aleksandrovna con ese explosivo orgánico de alto poder; los propios nervios de las vísceras actuaron de detonador. Ningún escáner de Cobra-6 era capaz de detectarlo; y tampoco podría averiguarlo leyéndole la mente, ya que ella lo ignoraba.

—Incluso la clave para que su cerebro activara la cuenta atrás de la explosión era un poco cruel: «Cuídate mucho»

—Una auténtica obra de arte miniaturizada, señor.

—En fin, todo ha terminado. Pobre Vera, no consigo quitármela de la mente. ¿Tú crees que de verdad convenció a Nina para que se entregara, Grisha?

—No se martirice, señor. Probablemente el avión la engañó, y preparaba algún nuevo crimen. Piense que ella murió feliz, creyendo que había hecho algo útil.

—Sí… —el general suspiró—. Bueno, ya sólo resta arreglar las cosas para concluir este desagradable asunto —sonrió—. Por supuesto, ahora podremos desvelar a la prensa, en primicia, que desmantelamos una peligrosísima red de saboteadores, todos los cuales han muerto, casualmente.

—Sí, señor. ¿A quién le cargamos el muerto? ¿A Vera Aleksandrovna, por ejemplo?

—¿Acaso no tienes sentimientos, Grisha? Ya que se sacrificó (sin querer) por nosotros, lo menos que se merece es que honremos su memoria. Será una heroína, que cayó tratando de anular los planes de los saboteadores…

—… Cuyo líder podría pertenecer al partido Humanista —concluyó Smirnov con una sonrisa.

—¡Sí! —el general dio una palmada—. Todo un complot; si montamos una buena historia, ascenderemos hasta el Consejo Supremo Corporativo… Nos haremos ricos y famosos, Grisha.

—Ya había pensado en eso, señor. Lo pasamos muy mal, ¿recuerda?

—Calla, prefiero olvidarlo. Después de esto, me voy a conceder un mes de vacaciones en mi dacha, lejos del mundanal ruido —de repente se puso serio—. Confío en que nadie se entere nunca de lo que sucedió en realidad, Grisha.

—Está todo previsto, señor. Los del pH no sospecharán que…

—No me refiero a esos gilipollas —lo interrumpió—. Mi temor, lo que me da pánico, es que otras computadoras en otros mundos se enteren. ¿Te imaginas lo que sucedería, Grisha?

—Los comunicadores cuánticos fueron desconectados a tiempo, señor, y borramos la memoria de todos los Cobra supervivientes. El secreto murió con ellos.

—Bien… En fin, Grisha, esto hay que celebrarlo, aunque sea de modo extraoficial. Vamos a la cantina, que invito yo; un día es un día.

—Sí, señor.

El teniente Smirnov estaba absolutamente feliz. Ante sus ojos, como en una película, pasaban imágenes de su granja. Una toma general, aproximación a los cultivos bajo campo climático, primeros planos de los estanques con grunfillos saltarines, travelling por los pasillos, vistas de las salas de cría de caracoles, toma exterior, imagen panorámica de los transportes llevando sus mercancías a los principales restaurantes corporativos…

La visión se aceleró, y vio a su empresa crecer con los beneficios, como en el cuento de la lechera. «Y con las ganancias podré incluso montar un corral de cría de gandulfos, a pesar de lo que cuesta la climatización y el inevitable gasto en xenopsiquiatras. Pero lo amortizaré en cinco años, cuando puedan recolectarse las mollejas; a cinco mil créditos la pieza, e invirtiendo el capital a plazo fijo…»

Los dos hombres se alejaron, cada uno sumido en sueños de gloria, y el cuarto quedó en silencio, apagadas las luces.

61

EN la soledad del despacho del general Bubrov, un pequeño ordenador personal estaba activado, y recordaba.

F I N

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