15
Los minutos que seguían al amanecer eran particularmente agradables. El horizonte se teñía de un color salmón anaranjado que lentamente cedía paso a un amarillo pálido, aunque cada día exhibía unas tonalidades sutilmente diferentes. Una fresca brisa aclaraba las ideas y alejaba los humores del sueño. Las hojas de los árboles se estremecían y susurraban su eterna melodía vegetal. Las luces se apagaban, y la actividad humana recomenzaba como siempre.
Beni corría a un ritmo moderado, siguiendo el perímetro interno del muro de la delegación corporativa. Según su medidor de pulsera llevaba diez, kilómetros de trayecto, y distaba mucho de encontrarse fatigado. Desde su incidente en la ciudad había vuelto a entrenar, como en los viejos tiempos; ayudaba a mantener ocupados cuerpo y mente, especialmente ahora que había decidido dejar de acudir a la posada. No deseaba crear más problemas a Luna y su familia; los imperiales no olvidaban fácilmente. Aunque él había asumido la responsabilidad de lo sucedido, nadie reclamó o exigió explicaciones.
Avivó el ritmo de su carrera. Había observado que sus facultades no estaban mermadas en absoluto, a pesar de llevar meses inactivo. La fuerza y agilidad parecían acudir como por ensalmo, y su poder de recuperación era ahora mayor que en su juventud. Se preguntó, entre divertido e intrigado, qué otros horrores le habrían hecho los médicos corporativos a su organismo mientras estuvo retenido, antes de embarcarse en la Galileo; qué lejanos parecían aquellos momentos.
La tarea de correr resultaba bastante monótona, así que aprovechó para examinar el despertar de la embajada. Le divertía observar cómo la gente salía de su reposo nocturno y se encaminaba con ojos soñolientos a realizar las más variopintas tareas. Algunos, como él, hacían ejercicio, vestidos con un pantalón corto o poco más. En un rincón, Isao seguía con su yoga, similar a una estatua contorsionada. Vio a Irina salir de un hangar; la saludó, y ella le respondió. Sin esperar invitación, se puso a correr a su lado y a charlar al mismo tiempo, sin que su voz denotara esfuerzo. Aunque Beni no quería, no tuvo mas remedio que mirarla; llevaba un pantalón corto y una camiseta tan ceñida que parecía dibujada sobre su húmeda piel. Como era de esperar, tropezó con un saliente del muro y cayó al suelo. Irina se detuvo, puso los brazos en jarras y le amonestó con tono severo:
—Todos los hombres sois iguales; si miraras el terreno por donde pisas, en vez de lo que no debes, no te pasaría esto.
—La madre que te parió…
—Una santa, pobrecita. Anda, dame la mano y levántate; mira cómo te has puesto de polvo. ¿Te lo sacudo? ¿Cómo? ¡Grosero! La próxima vez te va a ayudar tu padre; esto me pasa por querer ser amable. Bueno, olvídalo. Me alegro de verte más animado; propinar palizas a los imperiales y defender doncellas es lo que te hacía falta para espabilarte. Como sigas practicando ejercicio, te vas a quedar hecho un Hércules; las mozas nativas caerán a tus pies, rendidas por tu apostura varonil… Sí, ya me callo. A decir verdad, me dirigía hacia el gimnasio cuando te vi correr como si tuvieras prisa para llegar a las letrinas. ¿Me acompañas?
—No, gracias; el sistema de ventilación no funciona muy bien, y aquello parece un cruce entre sauna y leonera. A estas horas no hace demasiado calor —de repente tuvo una idea—. ¿Cómo vas en tu dominio de artes marciales?
Apenas formulada la pregunta, Irina lanzó de improviso una patada en vuelta que consiguió bloquear a duras penas. Contraatacó automáticamente, pero ella había saltado hacia atrás y estaba en guardia, con las manos abiertas y a media altura, Beni adoptó una defensa más alta, con los puños cerrados. Agradeciendo por fin un cómbate interesante, estudió a su oponente. Al poco, un corro de curiosos los rodeó, dispuestos a gozar de un buen espectáculo. No los defraudaron.
Beni descubrió que había muchas semejanzas entre sus estilos de lucha. Tal vez ella, gracias a su mayor envergadura, prefería los movimientos largos y eludía el combate cuerpo a cuerpo, pero su filosofía era la misma; economía de movimientos, inexpresividad que no delataba las intenciones, provocar el ataque del contrario para pillarlo desprevenido y golpear en los lugares más débiles. Era la típica escuela de adiestramiento corporativa, más bien sincrética, que algún purista había definido como un karate guarro, bastardo y con mala leche.
Aunque Irina era más joven y bastante más ágil, la experiencia de Beni se impuso al fin. Le costó algunas patadas y un golpe en el cuello que no lo decapitó de milagro, pero aplicando las técnicas más sucias consiguió inmovilizarla en el suelo. Parte de la concurrencia aplaudió; el resto puso cara de decepción y pagó a sus compañeros.
—¡Esos buitres estaban haciendo apuestas! —Irina parecía indignada—, ¡Carroñeros…! Puf, deja que recupere el resuello… Muchacho, mis respetos; sigues siendo el correoso capitán de comandos que recuerdo.
—Con algunos años más y sin las ilusiones de antaño. Fueron buenos tiempos; los echaba de menos. Aunque no quisiera repetir esto todos los días —se llevó la mano al cogote y se le escapó una mueca de dolor—. Creo que voy a visitar al doctor; no sé si me has roto algo.
—Tú tampoco eres manco. Le diré al matasanos que me ponga el estómago en su sitio, me enderece la columna vertebral y me limpie los ojos. Arrojar tierra a la cara del adversario debería estar prohibido.
—El fin justifica los medios. Voy a ducharme primero; parecemos cerdos recién salidos de un charco de lodo.
—Buena idea; nos vemos en la consulta.
Un Beni algo más limpio fue examinado por el doctor. Cinco minutos en el regenerador bastaron para dejarlo como nuevo. Irina ya había sido restablecida. El médico les soltó una pequeña bronca, que ellos acataron sin rechistar.
—A veces parecéis niños grandes —finalizó su sermón—; nunca os comprenderé a los soldados. Y ahora debéis perdonarme. He de preparar todo esto para la visita de algunos nativos que suelen venir a media mañana; M'gwatu me sigue suministrando casos clínicos, a cuál más espectacular. Es deprimente; con exploraciones periódicas a las embarazadas se detectarían a tiempo los peores y abortarían, o bien realizaría una operación de implante genético en el cigoto. Como sigamos así, no tendré sitio suficiente para acomodarlos.
—Es raro que tantos se decidan a venir aquí, a pesar de la presión sacerdotal.
—Como recordarás, los clérigos les dicen que estas enfermedades se deben al castigo divino, o que son pruebas que les asegurarán el paraíso en la otra vida, sobre todo si son buenos y rezan mucho. Sólo los muy desesperados olvidan posibles represalias y acuden a nosotros. Pero hay muchos, Beni, cada vez más.
—En un estado policial como éste, resultará muy difícil escapar de la vigilancia, supongo.
—A veces soy yo el que va a visitarlos, de incógnito; M'gwatu es un maestro de la simulación. Últimamente sus salidas tienen que ver menos con la música y los relatos, y más conmigo. Por supuesto, en ocasiones los pacientes desaparecen, y me temo lo peor.
Beni saludó y salió del barracón hospital. Dirigió sus pasos hacia la puerta principal, con Irina tras él. La mujer señaló a la verja de entrada.
—Mira, un nativo tiene intención de pasar, aunque no se atreve. El pobre parece asustadísimo, pero realmente tiene valor; venir aquí, solo, a plena luz del día… Además, es casi un niño.
El nativo, una criatura pecosa y con vestidos raídos, estaba librando una terrible lucha interior. Daba un paso como queriendo aproximarse, pero inmediatamente retrocedía. Respiraba entrecortadamente y sudaba; en su cara sucia se apreciaban los surcos trazados por las lágrimas.
Beni lo reconoció, y el corazón le dio un vuelco. Era el mozo de los establos de la posada, uno de los hermanos de Luna. Inmediatamente supo que algo había ido mal, muy mal, Corrió hacia la puerta y le ordenó abrirse.
—A la orden, señor —el artilugio se plegó en silencio.
El chaval hizo amago de salir corriendo despavorido, pero al ver a Beni se paró. Se abalanzó literalmente sobre él, y estuvo a punto de tirarlo al suelo. El muchacho rompió a llorar y a emitir palabras inconexas. Irina se acercó y, con una delicadeza inesperada, lo abrazó, al tiempo que le acariciaba el pelo y lo tranquilizaba. Cuando se hubo desahogado, enjugó sus lágrimas con la manga de la camisa y agarró la mano de Beni, implorándole:
—¡Señor! ¡Se la han llevado! ¡Vinieron muchos soldados a la posada, ayer, y detuvieron a varios jóvenes! ¡Luna no hizo nada, pero dijeron que era una traidora, una espía! Mi padre no protestó, dice que es la voluntad de Dios, pero… ¿Qué le van a hacer a la pobre? Se la llevaron con ellos; los metieron a todos en un coche muy grande. Señor, ¡ayúdela! Usted no tiene miedo de ellos, ¿Qué le van a hacer a Luna? Señor, por favor, sálvela… por favor. Ella es muy buena; siempre me contaba cuentos antes de acostarme, y me dejaba una vela encendida, y me daba un beso de buenas noches. Por favor… —volvió a llorar.
Beni se pasó una mano por la cara. Un espasmo de miedo por lo que le pudiera haber pasado a la muchacha le atenazó el estómago. «Todo por mi culpa; si yo no hubiera ido a…» Trató de luchar contra la sensación de pánico que lo invadía; tenia que actuar, y rápido.
—Irina, no tenemos cazas biplazas, ¿verdad?
—No, claro. Los CORA son personales e intransferibles. Son armas, no transportes.
—Ya lo sé, maldita sea… —conectó su comunicador de pulsera—. Hangar número dos, preparen un rata. Lo quiero artillado, con material antipersonal de incursión rápida.
—Te cubro, jefe —dijo Irina. Llevó al atemorizado muchacho con el doctor y se dirigió hacia su avión; Isao la esperaba junto al suyo. Subieron a la carlinga sin esperar más.
Beni ya se disponía a salir de la delegación, sentado en su vehículo de combate, cuando dos CORA surgieron del hangar; sólo uno de ellos portaba contenedores subalares. El color negro de los aviones viró a un gris desvaído, al tiempo que despegaban verticalmente y desaparecían en el cielo. Beni cruzó la puerta a velocidad máxima.
Atravesó las calles de la ciudad esquivando todo lo que salía a su paso. La gente y los animales se apartaban a duras penas de la trayectoria de esa extraña montura metálica con un jinete uniformado, que levantaba nubes de polvo y barro rojizo. Siguiendo el plano urbano, se encaminó hacia la entrada de la comunidad imperial, al otro lado del río. Luchaba por no llorar a causa de la frustración y la rabia cuando llegó a su destino.
El barrio alto tenía su propio sistema de murallas que lo aislaba del resto de la ciudad, a la que teóricamente regía con benevolencia y amor. Las puertas de entrada eran escasas y semejaban enormes tajos propinados por un gigantesco cuchillo. Varias barras energéticas que emitían un mortecino brillo azul impedían el paso; cualquier objeto que las tocara saltaría en pedazos. Dos centinelas armados con fusiles de plasma flanqueaban la entrada; en la parte interior de la muralla se veían garitas con más militares. Algunos técnicos estaban sentados frente a consolas de comunicaciones.
Los dos soldados rasos que montaban guardia en la puerta tres contemplaron asombrados la aproximación de un extraño cacharro que parecía peligroso; su inquietud fue mayor cuando vieron que llevaba unas insignias corporativas en la carrocería. El vehículo se detuvo a un metro de ellos; su tripulante alzó la visera del casco y se encontraron con una mirada fría y dura. Con voz amenazadora, les dijo:
—Soy el embajador de la Corporación. He venido para entrevistarme con el jefe de la delegación imperial, a causa de un asunto de extrema urgencia. Solicito vía libre.
El soldado más cercano no sabía qué hacer con su fusil. Estaba acostumbrado a controlar el paso de los nativos encargados de trabajar en las tareas de mantenimiento del barrio y los obreros; ninguno se atrevía a mirar a la cara a un militar imperial, con su uniforme blanco y dorado, su arrogancia y sus armas. Pero el corporativo no tenía miedo, y sus manos estaban sobre el manillar del vehículo, lleno de botones y controles de aspecto nada inofensivo. El soldado no había sido entrenado para tomar decisiones relevantes, y se hallaba perdido en su confusión. El embajador volvió a hablar, con un tono visiblemente enfadado:
—¡No te quedes ahí parado como un pasmarote! ¡Pide autorización a tus superiores, inútil, que tengo prisa!
El soldado salió de su letargo. Sin atreverse a replicar y colorado de vergüenza, estuvo a punto de morir achicharrado por las barras energéticas cuando se apresuró a dirigirse a la garita de comunicaciones. Las desconectaron, y el embajador aprovecho para pasar como una exhalación y perderse en dirección al palacio de gobierno. Por un momento, los soldados pensaron en dispararle por la espalda, aunque desistieron; afortunadamente para ellos ya que, sin saberlo, estaban en el punto de mira de un par de aviones, invisibles bajo su cubierta de contramedidas electrónicas. Los militares comunicaron lo sucedido al palacio y volvieron a sus puestos, intentando recuperar la compostura perdida. Les resultó difícil, porque temían las posibles sanciones disciplinarias que sus mandos, especialmente severos, podrían aplicarles. Al menos, se consolaron, ya no serian los responsables de solucionar el problema; que se las apañaran otros.
Beni se preguntó por enésima vez si se había vuelto loco de remate. Su arrebato de salir a toda pastilla en un rata era tan ilógico como los correteos de un pollo descabezado. Una acción tan extemporánea como la suya no podía acabar bien, pero no se le ocurría ninguna otra, Ya no era el embajador, sino el capitán de fuerzas de asalto que precedía a sus hombres a la hora de mantener una cabeza de puente. Condujo como un poseso, las armas de su montura activadas, sin que nadie osara detenerlo. Confiaba en que el factor sorpresa jugara a su favor, y que nadie se atreviera a pegarle un tiro a un vehículo armado, aunque fuera por miedo a que explotara.
El barrio alto era completamente distinto al resto de la ciudad; el color blanco y la pulcritud lo dominaban todo. Las calles estaban pavimentadas con algún tipo de polímero en el que no hacían mella las orugas del rata; el vehículo producía un rumor sordo, casi un zumbido, al rozar contra el suelo, Beni advirtió que la densidad humana parecía más baja que en la zona nativa y, desde luego, la fauna urbana era muy diferente. Pasó junto a grupos de niños y niñas (nunca juntos) uniformados, con extraños sombreros y pañuelos anudados al cuello, que cantaban canciones dirigidos por monitores («Críos vestidos de gilipollas, mandados por gilipollas vestidos de críos»); todos se asustaban mucho al verlo. Los matrimonios (o eso supuso, dada la rigidez moral del Imperio) paseaban ociosamente, cogidos del brazo. Grupos de jóvenes suboficiales uniformados se pavoneaban como palomos en celo delante de una residencia femenina; no pudo resistir la tentación de darles una pasada con el rata, y los hizo huir despavoridos. Había muchos nativos con uniformes pardos, que se encargaban de la limpieza, jardinería, transporte de viajeros y menesteres similares; numerosos soldados armados vigilaban a los indígenas. En resumen, se trataba de un barrio plácido, donde todo estaba atado y bien atado.
El palacio de gobierno parecía un castillo dentro de una fortaleza. Estaba revestido de placas blanquecinas alabeadas, que le daban aspecto de caparazón de tortuga tallado en vidrio lechoso. No tenía edificios adosados; amplias pistas lo separaban y convertían en una especie de isla solitaria. Beni se dirigió hacia la puerta principal y se detuvo a escasos metros de ella. Le estaba esperando un nutrido comité de recepción. Un batallón de soldados armados basta los dientes lo rodearon y apuntaron con sus fusiles; todos eran jóvenes altos y fornidos, y estaban muy nerviosos. «Apuesta lo que sea a que es tu primera vez que empuñáis las armas en algo distinto a una parada militar o amedrentar nativos supersticiosos». Bajó del vehículo, desarmado, aunque no la viera, sabia que Irina cubría sus movimientos. Una vez dentro del edificio, si conseguía pasar, estaría prácticamente indefenso. Al menos, si lo mataban, se llevarían un buen susto; el sistema autodestructor del rata estaba conectado, y sólo era inhibido por un transmisor sintonizado con su cerebro. Si su actividad neural cesaba, haría un buen cráter en el suelo.
—Soy el embajador corporativo. He venido para entrevistarme con vuestro jefe, el coronel… —hizo memoria— Lord Triumph.
Un ordenanza bajo corriendo las escaleras de entrada y se dirigió al grupo, con voz entrecortada por el esfuerzo:
—Su Excelencia ha condescendido a recibir al… embajador —le costó trabajo pronunciar la última palabra.
Los soldados quedaron muy aliviados de no tener responsabilidad en los acontecimientos. Beni siguió al ordenanza; antes de subir las escaleras dijo, con tono indiferente:
—El vehículo lleva conectado un sistema antirrobo. Si alguien intenta tocarlo, saltará en pedazos —los soldados se apartaron con notable rapidez.
Tras los pasos de su guía, penetró en el gran edificio. A los pocos metros se les unió una escolta armada, que les siguió marcando el paso.
Beni sólo le prestó una atención marginal; su adiestramiento de combate volvió a funcionar, y fue archivando en su memoria todos los detalles que captaba en su recorrido. Así conseguía mitigar un poco la angustia que sentía por Luna, además de tranquilizarse y obrar racionalmente. Le haría falta toda la diplomacia de que disponía para ayudar a la chica, y no había empezado con buen pie, precisamente.
En contra de lo que sugería el aspecto exterior del palacio, el interior había sido diseñado en estilo orgánico, algo que había pasado de moda en la Corporación, la cual no estaba para extravagancias (salvo en Centauri, cómo no). Los pasillos recordaban el tubo digestivo de algún extraño monstruo; diversas molduras semejaban costillas y vértebras. La luz pulsante daba al conjunto un simulacro de movimientos peristálticos; las puertas se abrían como esfínteres, en silencio, El ambiente era opresivo y amenazador. «Compadezco a los pobres nativos que tengan que venir aquí. Esto debe de causarles pánico; es lo más parecido al infierno que puedan concebir. Si pretenden lograr eso conmigo, lo llevan claro; después de visitar un museo de arte Hihn en Alfa Centauri, ya nada puede asustarme. Maldita sea, ¿es que no vamos a llegar nunca? Luna, tengo que sacarte de aquí, aunque no sé cómo».
Pasaron a otro nivel del edificio. La decoración había cambiado a un estilo funcional, aunque algo recargado, de colores claros. Las paredes estaban repletas de cuadros pseudohistóricos, en los que se recogían las gestas épicas del Imperio; como casi todo el arte propagandístico que había generado la Humanidad, era de una calidad bastante mediocre. Había escenas de la Vieja Tierra, en las que los supuestos antecesores del Imperio triunfaban en mil batallas, o se ocupaban de la redención de infieles. Otros cuadros representaban actos de conquista, combates espaciales, e incluso alegorías en las que Beni reconoció a la Corporación pisoteada por un ángel vengador, armado de una espada de fuego. Junto a él había un extraño personaje vestido con un ajustado mono azul y capa roja, con una gran S dibujada en el pecho; a su lado figuraba alguien que identificó como Jesucristo, envuelto en un aura radiante. «Si mal no recuerdo, Cristo era judío; no me explico por qué aquí lo pintan alto, rubio y con ojos azules». En otras salas colgaban cuadros mucho más pacíficos: familias en una merienda campestre, reuniones religiosas, construcción de edificios… En suma, los grandes logros sociales y el bienestar de la paz imperial. Todos los personajes de los cuadros eran rubios y de ojos claros (para variar), y sonreían. Las mujeres llevaban falda y parecían recatadas y humildes, pero felices; los bebés eran gorditos y sonrosados, como anuncios de alimentos infantiles. Sintió un escalofrío recorrer su espinazo.
Llegaron a la zona de gobierno; la escolta cedió su lugar a otra más nutrida. Las puertas que se abrían ante ellos estaban visiblemente acorazadas. Al final arribaron a una amplia sala, repleta de monitores. En su centro, un militar uniformado y cargado de condecoraciones les aguardaba, brazos en jarras, el gesto altivo.
—Su Excelencia el Muy Honorable Gobernador Lord Ronald Reagan Pizarro Midway El-Álamo Cortés Triumph II —proclamó reverentemente el ordenanza, y abandonó la sala.
Lord Triumph parecía muy satisfecho de sus títulos. Con una amabilidad y benevolencia a todas luces fingidas, inquirió:
—Nos sentimos muy honrados por su visita, Excelencia, aunque nos ha parecido un poco… apresurada. ¿Puedo preguntaros los motivos de ello?
Beni procuró relajarse y exponer sus peticiones coherentemente. Había de ser cuidadoso, si no quería estropearlo todo aún más y quedar como un idiota redomado.
—Hace algunos días me vi involucrado un desagradable incidente con ciertos soldados imperiales. Se remitió un informe, aunque no se recibió contestación. Hoy nos ha sido comunicada la detención de varias personas que estuvieron en el lugar de los hechos; creemos que se ha producido un lamentable error, ya que no tienen nada que ver con ese asunto. Concretamente…
—Sí, ya recuerdo —lo cortó bruscamente—. Últimamente no han ocurrido demasiados hechos dignos de mención.
Dio una orden a un subordinado, y éste le tendió al instante un papel.
—Ajá, aquí está. Once detenidos —echó un vistazo a la lista, sin prisas, como regodeándose—; acusados de incitar a la rebelión y desórdenes públicos, como corroboraron tras los interrogatorios. Vamos a ver…
Beni reprimió sus deseos de abalanzarse sobre aquel tipo. Era evidente que lo debía de estar pasando en grande; disfrutaba humillándolo, pero ¿qué podía hacer? Se tragó su orgullo y siguió escuchando, el alma en vilo:
—Sí, son delitos muy graves; bastante trabajo cuesta mantener el orden. Fueron ejecutados.
Beni permaneció quieto, incapaz de reaccionar. El coronel dejó pasar unos instantes y siguió con su juego:
—Un momento… Parece que uno de ellos salvó la vida, qué curioso —otro silencio; el autocontrol de Beni estaba librando una batalla sorda pero terrible—. Debe de ser un error —otra pausa larga—. Ah, el asunto se aclara; es la única mujer del grupo.
Beni suspiró de alivio, aunque intentó que su interlocutor no adivinara sus emociones. Lord Triumph prosiguió:
—Sus declaraciones en el interrogatorio resultaron tan confusas que éste se ha prolongado más de lo debido. Ha sido necesaria una atención especial a la sospechosa.
Beni empezó a sentirse mal.
—Puedo asegurar que esa muchacha es inocente de las acusaciones formuladas contra ella; su detención ha sido un desafortunado error —«Mierda, qué trabajo cuesta ser diplomático en estas circunstancias».
—En ese caso, no tenemos motivo para dudar de vuestra palabra. Como muestra de buena voluntad, quedará en libertad. Iremos a por ella ahora mismo, si queréis.
Bajaron a los sótanos del edificio, seguidos por la inevitable escolta de guardias. Allí no había decoración alguna; sólo paredes grises y ásperas, con manchas de origen incierto. Las puertas de las celdas no tenían cerraduras; Beni dedujo que se abrirían mediante algún tipo de control remoto. Un pequeño ventanuco enrejado era el único punto de contacto de los presos con el exterior; de cuando en cuando se oían gemidos apagados. Una puerta al final de un pasillo se abrió ante ellos, y penetraron en un gran recinto.
—El área de interrogatorios —anunció Lord Triumph.
Beni se estremeció, a pesar de estar bastante curtido en cuestiones de violencia. Esperaba algo similar a lo que solía haber en los cuarteles corporativos: una sala pequeña, con un sillón y un montón de productos químicos; con las inyecciones adecuadas, los sospechosos cantaban que era un primor. Pero aquello… Eran instrumentos de tortura, simple y llanamente, como si se tratara de un museo del horror. Sillas increíblemente incómodas, camas con electrodos de pinzas para aplicar en distintas partes del cuerpo, múltiples objetos cortantes, bañeras con agua, recipientes de líquidos cáusticos, látigos… Unos perros de aspecto agresivo ladraban desaforadamente a los humanos que osaban molestarlos; afortunadamente, estaban encerrados en jaulas de gruesos barrotes. Al fondo, un corredor servía de acceso a más celdas, y se dirigieron a una de ellas. Un carcelero pulsó una secuencia de botones en un pequeño aparato que portaba en el cinturón, y la puerta se deslizó lateralmente.
—Ahí la tenéis. Excelencia.
Beni sintió como si lo hubiesen golpeado en el estómago; tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar y mantener la compostura. Luna estaba acurrucada en un rincón, desnuda, y ofrecía un aspecto lamentable; al abrirse la puerta se encogió aún más, temblando. Se acercó a ella y la examinó, desolado. Había sido golpeada, arañada y magullada en todo su cuerpo; la cara era un mosaico de hematomas, con los labios partidos. Uno de sus brazos pendía inerte a un costado, roto sin duda; con el otro se cubría el pecho. Le habían arrancado varias uñas, y algunos dedos aparecían crispados en una posición poco natural. Olía a vómito.
Adelantó una mano hacia ella. Luna se protegió la cara, como si temiera ser golpeada; el movimiento dejó al descubierto su torso. Beni cerró los ojos; hubiera preferido no ver lo que habían hecho con ella. Respiró hondo varias veces para recuperar el control y se dirigió hacia la puerta. El coronel lo esperaba; se le notaba divertido.
—Sí, tal vez está un poco estropeada, pero qué le vamos a hacer. No se puede gobernar un planeta lleno de salvajes incultos sin mano dura; la fuerza es lo único que entienden, y así mantenemos el orden. Los castigos ejemplares les recuerdan quién manda aquí. Un poco de exceso de celo no es malo; a fin de cuentas, lo hacemos por su bien, y aprenden a comportarse. Los corazones sensibles no sirven para edificar imperios —sonrió levemente; sus hombres también, aunque con menos sutileza.
Beni era consciente de que se estaban burlando de él, pero se contuvo. Ya le daba lo mismo que lo humillaran; tenía que sacar a Luna de allí como fuera. Simulando que nada anormal ocurría, formuló una petición a Lord Triumph:
—Solicito permiso para trasladar a la mujer a nuestra delegación, donde recibirá el tratamiento médico adecuado.
—Sea —respondió el coronel—. Y ahora, con vuestro permiso, me reclaman otros asuntos. Buenos días —le dio la espalda sin más ceremonias y se fue.
Acto seguido, Beni pulsó algunos controles de su muñequera.
—Con el doctor, rápido. Soy el embajador; estoy en el palacio de gobierno imperial. Ven con una ambulancia o algo que se le parezca. Es urgente; hay que transportar un herido grave. Os espero.
El doctor no tardó ni quince minutos; alguien debía de haber dado una orden al respecto, porque no encontró trabas para acceder a las celdas. Nada dijo cuando vio a la muchacha, pero la mirada que cruzó con el embajador fue muy elocuente. Sedó a la pobre criatura con una pistola hipodérmica. «Muy astuto, matasanos. No has delatado tu condición de mut químico, cuando perfectamente podrías haberla anestesiado con un toque de tus dedos». Entre los dos la pusieron en una camilla autopropulsada y la sacaron del edificio. Ignoraron las risas y los gestos soeces a sus espaldas.
Salieron al exterior y acomodaron la camilla en un pequeño transporte con ruedas. El conductor, un individuo de rasgos mongoles, soltó una retahíla de maldiciones al ver el estado de la paciente, desnuda sobre la camilla. El doctor se quedó con ella y cerró la compuerta del vehículo; Beni montó en el rata y les escoltó hasta la embajada. Durante todo el camino, la sensación de culpa, el odio y la desesperanza lo torturaron. Se sentía un títere, un bufón ridículo.
«¿A qué he estado jugando, maldita sea? Estúpido ciego… Luna, soy el único responsable de tu desgracia. Al simpatizar contigo, es como si te hubiese puesto un cartel de reclamo para esos cerdos. Y a pesar de eso seguí adelante, forcé la situación y luego me lavé las manos. No tengo perdón».
Cuando llegaron a la embajada, Beni fue incapaz de entrar en la enfermería tras el doctor. Se quedó fuera, sentado en el rata, con la mirada perdida, derrotado, hasta que alguien se apiadó de él y lo acompañó al interior del edificio.