4. Rituales
—Padre, me acuso de haber pecado.
Perseveranda se estremeció. La catedral de Alejandría siempre le sobrecogía el ánimo. Era el único templo en todo el ancho mundo que podía rivalizar en tamaño y esplendor con la Basílica de Roma. Peregrinos de las Doce Ciudades acudían, guiados por los Navegantes, para orar en ella. Una legión de albañiles y restauradores cuidaba de que no se marchitara. Las paredes de ferrisargazo lucían tan verdes como el día de su consagración, mientras que las columnas semejaban árboles míticos. En lo alto, la bóveda de cañón, tapizada de hoja estrella, parecía el dosel de un bosque encantado, animada por las luces cambiantes que entraban por las vidrieras. Frente a eso, una se sentía muy pequeña, menos que una hormiga, y aprehendía en su justa medida el significado de la humildad.
La sensación de insignificancia, de ser una pobre pecadora indigna de la merced divina, se acrecentaba por un sinnúmero de tallas y retablos de madera policromada, que acechaban desde sus hornacinas en las capillas laterales: santos, vírgenes y mártires clavaban sus ojos pintados en los fieles. Figuras hieráticas y severas, espejo de virtudes, jueces autorizados de las venalidades humanas y ejemplos a seguir. A Perseveranda la habían aterrorizado de niña, convirtiéndose en protagonistas de una serie de pesadillas recurrentes: San Juan Bautista decapitado, San Sebastián atravesado por flechas, Santa Águeda con las tetas en una bandeja, San Lázaro en la parrilla… Ay, cuántas noches se había despertado chillando, fuera de sí, creyendo que aquellas figuras venían a por ella para llevársela, con sus caras rígidas y sus fríos dedos de muerto, sin pronunciar palabra. Ahora, ya una mujer adulta, podía reírse de sus miedos infantiles, pero en el fondo de su alma no los había olvidado. Allí estaban los santos; sentía sus miradas fijas en el cogote. Se estremeció.
Su confesor, el padre Povedilla, no se percató de aquella flaqueza de ánimo. Era normal, ya que poco podía ver a través de la cancela del confesionario.
—Habla, hija mía —le rogó, con voz tranquila. Como tardaba en responder, la animó amablemente—. Aunque, si los rumores que me han llegado son ciertos, adivino qué vas a contarme.
—Ya puede imaginárselo, Padre —a Perseveranda se le escapó un suspiro—. Ha caído una desgracia sobre mí, y sé que debo soportarla con resignación cristiana, pero me siento incapaz de asumirla —se retorció las manos sudorosas—. ¿Qué debo hacer? Me acuden a la cabeza mil pensamientos, a cuál peor. Soy consciente de que él obró mal, y que le han castigado por tal motivo. Tiene lo que se merece, aunque… Es mi hermano, el único que me queda. Tampoco puedo abandonarlo. Además, Jesús nos enseña a perdonar al pecador y… —no pudo seguir, aturullada y al borde del llanto.
—Me hago cargo, hija mía —el Padre Povedilla sonaba conciliador, pero si Perseveranda confiaba en que le solucionara sus dudas, se vio defraudada—. El amor entre hermanos, como entre padres e hijos, supone el sostén de la familia. Mas ten presente lo que nos enseña el Maestro en el Libro de las Turbaciones: «Perdonemos las ofensas y corrijamos a los ofensores». Tu hermano, hablando en román paladino, se pasó varios pueblos. ¿A quién, salvo un malévolo o un insensato, se le ocurriría afirmar que la Santa Biblia no es Palabra de Dios, sino un mero producto de los hombres? ¡Todo en ella, hasta la última coma, es un canto a la perfección, que trasciende nuestras limitaciones sensibles! Fíjate y reflexiona. Hay 43 libros en el Antiguo Testamento: un número primo, sólo divisible por sí mismo y por la unidad, lo que nos indica que Dios es uno. En cambio, el Nuevo Testamento consta de 27 partes. ¿Te das cuenta? 27 es tres por tres por tres, como tres son las Personas de la Santísima Trinidad. El Novísimo Testamento, esa joya que lo unifica todo, tiene 11 libros: otro número primo. Y atiende: ¿cuál es la suma de todo? ¡Nada menos que 81, que es 27 por tres, como Dios es Uno y Trino!
Perseveranda se guardó mucho de replicarle, mientras el Padre se enfrascaba en sus disquisiciones numerológicas. Sin quererlo, había tocado uno de sus puntos sensibles. Se sintió miserable por no apreciar debidamente aquel derroche de erudición, pero estaba angustiada por el destino de un ser querido. Lo que de veras necesitaba era consuelo y guía, en vez de una lección magistral. Ya sabía que su hermano era un hereje; tan sólo quería asegurarse de que ayudarlo no fuera pecado mortal.
El Padre Povedilla siguió despotricando un rato, absorto en sus cábalas, como si hubiera olvidado que se hallaba en un confesionario y no en un aula magna. Al cabo de unos minutos cayó en la cuenta y se detuvo.
—Lo de tu hermano no tiene perdón de Dios. Además de su apostasía, está lo otro.
La pausa fue significativa, y Perseveranda enrojeció de vergüenza.
—Los demás en la familia salimos normales —trató de excusarse—. Debió de ser alguna enfermedad que pilló de niño, que le afectó al cerebro…
—… Y que, además, lo llevó por el errado camino de los librepensadores ateos —concluyó el sacerdote con severidad, aunque luego trató de contemporizar—. Hay gente que es viciosa por herencia degenerada, pero en vuestro caso, una familia ejemplar… Sí, tuvo que tratarse de un accidente. Pero sea como fuere, merece su castigo.
—Yo lo acepto, por supuesto, pero —hizo acopio de valor y lo soltó por fin— ¿pecaré si lo ayudo y conforto en su aflicción? Ya ha pagado con creces sus faltas y se ha arrepentido públicamente, Padre —suplicó.
El religioso se lo pensó antes de contestarle. Ayudar a un insurrecto del calibre de Teodoro Desmaziéres… ¡Menudo disparate! Pero Perseveranda era una buena mujer, trabajadora, virtuosa y católica irreprochable. No obraba con mala voluntad; simplemente, la debilidad propia de su sexo la llevaba a sucumbir ante las pasiones, en vez de apelar al intelecto y la lógica. Y el afecto hacia quien era sangre de su sangre no podía obviarse.
—Es peligroso que te arrimes a él, hija mía —le advirtió—. La fruta podrida acaba por corromper todo el cesto, que diría el Maestro.
—Creo… Creo, Padre, que las malas compañías le empujaron por la senda equivocada. Pero después de lo que ha sufrido, de su contrición, pienso que podré hacerle recapacitar para que vuelva al redil de la fe —sonaba convencida de veras—. Y en cuanto a lo otro… Bien, hablaré muy seriamente con él. Los vicios pueden corregirse.
—Te prevengo contra el pecado de la soberbia, hija mía; no vayas a por lana y salgas trasquilada.
En resumidas cuentas, Perseveranda sólo sacó buenas palabras, pero ningún consejo claro. Rezó los padrenuestros y avemarías que el confesor le impuso y, con ánimo compungido, aguardó sentada en un banco de la nave principal hasta la hora de la misa. Por ser tan madrugadora pudo elegir su sitio favorito, donde no llamaba la atención. A diferencia de muchos, ella acudía al templo por fe, no para lucirse. Ciertamente, la vanidad no era uno de sus defectos.
Era domingo por la mañana, por lo que la catedral se llenó hasta los topes. No cabía un alfiler. Hombres y mujeres asistían a la ceremonia en lugares separados; ellos, serios; ellas, luciendo velos y mantillas, cada cual según su condición social. De los tubos de piedra del órgano brotaban acordes que estremecían el alma, una música que no era terrenal de tan bella.
La primera misa dominical era oficiada por el Patriarca Cirilo, lo que contribuía a que fuera la más concurrida. En verdad daba gusto verlo allí, junto al altar y con la mirada fija en el ábside, dando la espalda a los fieles mientras desgranaba frases en latín con su cautivadora voz. Probablemente, Perseveranda era una de las pocas personas presentes que comprendía el idioma sagrado. El resto sólo sabía que «ite misa est» significaba que ya podían salir a pasear, pero hasta los más ceporros quedaban sobrecogidos por lo sagrado de la ceremonia, y su fe simple se fortalecía.
Por uno de esos azares del Destino, la homilía versó sobre el Apocalipsis de San Juan, uno de los textos más crípticos de la Biblia. Y el capítulo 21, por añadidura. En el rostro de Perseveranda se dibujó una sonrisa triste, mientras Cirilo declamaba en un latín irreprochable:
—Luego vi un cielo nuevo y un mar nuevo, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y sólo el mar existía ya. Y vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, que bajaba del Cielo, y era depositada por Dios sobre las olas, engalanada como una novia ataviada para su esposo…
Las palabras de su hermano le vinieron automáticamente a la cabeza, y con ellas otro tiempo, años más felices. Él, en su atrevida ingenuidad, trataba de convencerla, en un juego pueril:
—¿Te das cuenta de que el estilo, la sintaxis del latín cambian bruscamente a partir del capítulo 21 del Apocalipsis, como si fuera un añadido posterior? Y no digamos todo el Novísimo Testamento. La forma de escribir es tan distinta… Parece diseñado ex profeso para suprimir las mil y una contradicciones de los libros anteriores. Además, todas esas pamplinas de que el número de los libros bíblicos es o deja de ser primo o múltiplo de tres, para demostrar el misterio de la Santísima Trinidad… Estoy seguro de que quitaron o añadieron algunos en el Antiguo Testamento para obtener ese resultado. Porque ya me dirás qué hace ahí un texto como el Cantar de los Cantares, tan sensual y diferente al resto.
—Basta ya de disparates, Teo —le reñía, fingiéndose escandalizada, aunque su fe era a prueba de bomba—. Es lógico que Dios, a la vista de las disputas que existían por culpa de malas interpretaciones de los textos sagrados, iluminara al Maestro para que pusiera los puntos sobre las íes. Desde entonces la Doctrina es clara e irrefutable, y los herejes no tienen nada que hacer —le tiró de una oreja—. Así que aplícate el cuento…
—Si todas las Sagradas Escrituras son revelación divina, ¿por qué Dios emplea un estilo literario diferente en cada ocasión?
—Porque no todos los que escucharon la Palabra de Dios saben redactar tan bien como tú, so empollón.
Bromeaban mucho en aquella época, pero ella siempre tuvo miedo de que las absurdas ideas de Teo le trajeran la ruina, como así fue.
—Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Ésta podría haber sido la morada de Dios con los hombres, un lugar sin muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado. Pero muchos fueron los pecados que aún deben ser expiados, y el fin de los tiempos aún no ha llegado. Por eso, mira que hago un mundo nuevo”. Y dicho esto, la oscuridad se abatió como un negro espanto sobre Jerusalén, dividiéndola en doce partes, unas mayores que otras, las cuales quedaron flotando sobre las aguas. Así fueron creadas las doce ciudades del mundo nuevo: Roma, Alejandría, Antioquía, Éfeso, Tesalónica…
Perseveranda no atendía a las palabras del Patriarca. En el fondo se sentía responsable de la caída de su hermano. «Yo era la mayor. ¿Por qué no fui capaz de hacerle entrar en razón, y quitarle todos esos pájaros de la cabeza?» Mientras, las palabras del Apocalipsis seguían fluyendo de los labios de Cirilo:
—Y dijo el que estaba sentado en el trono: “Hecho está. Os daré una segunda oportunidad. He creado un mundo nuevo, con doce ciudades sobre el verde mar. Moraréis en ellas y guardaréis los preceptos que os dará el Maestro. Él hablará por mi boca, y malditos serán mil veces quienes le ofendieren. Pero está escrito que unos vencerán a las tentaciones, mientras que los débiles se refocilarán en el pecado. Yo soy Alfa y Omega, principio y fin. Quien creyere en mí, recibirá el agua de la vida. Ésta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí. Pero los cobardes, los incrédulos, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras, los librepensadores y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”. Y entonces vinieron doce ángeles, uno sobre cada ciudad…
Un infierno de fuego y azufre… Perseveranda tenía sobre la cabecera de su cama un cuadro que mostraba los tormentos del Purgatorio, con las pobres ánimas retorciéndose de dolor entre las llamas. Unos ángeles, en respuesta a las oraciones de los fieles, vertían unas gotas de agua en las bocas de aquellos desdichados, proporcionándoles momentáneo alivio. Y aquello no era sino una fruslería comparada con el auténtico Infierno. La posibilidad de que Teo sufriera la condenación eterna se le hacía insoportable. Pero si lo abandonaba a su suerte… De ninguna manera; ella tenía autoridad moral sobre él para llevarlo por el buen camino.
—Y sobre cada ciudad descendió un Patriarca, y sobre cada Patriarca un ángel con espada flamígera en una mano y una caña de medir en la otra. Cada ciudad era un cuadrado: su longitud era igual a su anchura…
Sería difícil. Pobre, pobrecillo Teo, tan dulce. Recordó al Padre Povedilla, cuando se refirió, sin citarlo, a lo otro. «Ay, hermanito, con lo empollón que nos saliste, podrías haberte dedicado a la alta tarea del sacerdocio. Bien dijo el Maestro que el matrimonio es para la clase de tropa; tú podrías haber militado entre nuestros dirigentes. Pero no; tenían que gustarte los hombres, en vez de las mujeres. ¿Hay pecado peor que ése, que va en contra de la Ley de Dios? ¿Eres consciente de la ignominia que has vertido sobre tu apellido?»
—Y cada Patriarca recitó: “Nada profano entrará en ella, ni los que cometieren abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro del Cordero”. Y luego me elevó sobre el mundo, y me mostró la inmensidad del mar, y me dijo: “Éste es el Mar Prometido, que he creado para aquilatar la fe de los hombres. Quienes siguieren los dictados de los Patriarcas serán benditos, mas ¡ay de los perros, los apóstatas, los impíos, los maledicentes y los librepensadores!”.
Perseveranda no atendía a la letanía del Patriarca. En cambio, meditaba sobre la triste suerte de los habitantes de Sodoma y Gomorra, y si podría convencer a su amo, el Gobernador, para que conmutara parte de la pena impuesta a Teo. Le aterraba tener que pedir favores a tan poderoso mandatario, pero estaba desesperada. No veía otra salida.
—Y el Espíritu de Dios se derramó sobre los Patriarcas y los Navegantes, confiriéndoles discernimiento para hallar las corrientes marinas y los vientos favorables que llevarían a las ciudades hasta las fuentes del maná, desde el centro del Mar Prometido hasta las paredes del mundo.
Aquellas últimas palabras despertaron antiguos recuerdos. Una vez, en su eterno vagar sobre la inmensidad verde, Alejandría se acercó hasta el mismo borde del mundo. Ella era aún una niña, y Teo poco más que un bebé llorón. Fue un acontecimiento memorable, de los que jamás se borran de la mente. Las olas rompían lánguidas contra los acantilados de piedra negra, inmensos más allá de toda descripción, que se perdían en lo alto, sobrepasando las nubes. A partir de ahí tuvo una idea muy cabal de cómo Dios diseñó el universo: un cuenco de roca, como el cáliz con la Sangre del Cordero, lleno a medias de agua, suspendido en el centro de todo lo existente. A su alrededor, según afirmaban los Doctores de la Iglesia, giraban las esferas de los planetas, la luna, el sol y las estrellas fijas. Las estrellas… Ella enseñó a su hermano a reconocer las constelaciones: el Trono, la Cruz, el Pastor de Almas y la más bella, la Faz del Maestro. Los luceros de sus ojos cambiaban de color cuando los hombres cometían pecados singularmente aborrecibles. Habían brillado de un rojo furioso cuando juzgaron a Teo.
—Y me dijo: “No selles las palabras proféticas de este libro, porque el tiempo en que vendrá el Maestro está cerca, y os traerá nuevas palabras que Yo pondré en su boca. Que el injusto siga cometiendo injusticia y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose”.
«Ay, Teo, ¿qué voy a hacer contigo? Mejor dicho, ¿hasta dónde estoy dispuesta a llegar por ti?»
—Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén.
—Amén —respondió a coro toda la grey. Perseveranda salió de sus cavilaciones y procuró seguir atenta el resto de la misa.
Al cabo de un rato, todo había concluido y un abigarrado río humano fluyó por la puerta grande de la catedral. Perseveranda emprendió el camino a casa despacio, con el corazón en un puño. Era auténtico pánico lo que sufría ante la idea de pedir un favor al Gobernador; ella, una mujer humilde y que procuraba no destacar. ¿Y si lo hacía enfadar, después de tantos años de servicio fiel? «Ojalá lo pille de buenas. Los domingos, después de su paseo matutino, suele llegar a casa muy ufano. Virgen Santísima, dame fuerzas…»
Perseveranda debía atravesar Alejandría de punta a cabo para llegar a la mansión donde servía. Solía quedarse en la Plaza de la Purísima Concepción a contemplar el espectáculo de los condenados a trabajos forzados, pero hoy no se detuvo. Normalmente rezaba para que aquella penitencia restituyera la salud de sus almas maltrechas. Además, no era una labor tan dura. Muchos días, la ciudad se limitaba a derivar en las corrientes, y no necesitaba cambiar de rumbo. En los casos de máxima urgencia se efectuaban redadas en los arrabales, genuinos criaderos de delincuentes, para que empujaran las norias que movían las ruedas de palas bajo la quilla de la urbe, operaran los timones o aparejaran el velamen, según los dictados de los Navegantes. Pero no; en cuanto su hermano se restableciera, lo pondrían en una brigada de mantenimiento. Eso acabaría por matar a alguien de complexión tan delicada, seguro.
Por fin llegó ante la mansión del Gobernador. Era un edificio notable, con fachada de maderas y algas nobles que componían un mosaico ocre, amarillo y marfileño. Al igual que la ciudad era de planta cuadrada, y sobre sus tres pisos se levantaba una graciosa cúpula ojival. Adosado a un costado se alzaba el Centro de Control de la Sacra Cofradía de Navegantes, y el Palacio Episcopal tampoco andaba muy lejos. Desde luego, era un barrio de categoría. Ella trabajaba allí desde hacía lustros, circunstancia que, si se descuidaba, podía arrojar por la borda. Se detuvo ante la puerta de servicio (sólo las autoridades y sus allegados podían pasar por la entrada principal) y respiró hondo varias veces. Le flojeaban las rodillas. «Virgencita mía, otórgame valor…» Inspiró profundamente una vez más y echó a andar.
Atravesó la despensa y las cocinas, obsequiando con un gesto de cabeza y una sonrisa forzada a quienes la saludaban. Si no querida, al menos era respetada por casi todos los sirvientes que tenía a su mando como ama de llaves. Era severa y puntillosa en cuanto al cumplimiento del deber, y su aire maternal llegaba a resultar cargante. Sin embargo, los criados reconocían que obraba con justicia y nunca se dejaba llevar por la arbitrariedad. Más aún, siempre defendía a los que eran acusados injustamente por los compañeros, y se quejaba a los amos cuando alguno de los señoritos intentaba propasarse con las sirvientas. Tampoco le faltaban palabras de consuelo para los afligidos, ni comprensión para quienes se arrepentían de sus faltas. En suma, se preocupaba por la gente; de un modo que a veces rayaba en lo patológico, eso sí.
Un reloj de pared dio las doce campanadas. «A estas horas, seguro que ya se ha quitado la ropa de calle y está sentado en su sillón de orejas favorito, tomando un aperitivo. Salvo que haya llegado algún visitante, no dispondré de otro momento más idóneo para abordarlo». Se acercó hasta la biblioteca, se secó el sudor de las manos en la falda y, procurando disimular sus temblores, golpeó la puerta con los nudillos un par de veces.
—¿Da usted su permiso, señor? —las rodillas le flojeaban.
—Por supuesto, Perse. Anda, pasa.
El Gobernador Militar de Alejandría, don Sofonías O’Higgins, no ofrecía en casa un aspecto tan severo como cuando presidía un acto público. El sillón de anea tapizado de tela granate con cojines a juego era demasiado grande para él, hasta el punto de que las piernas no le llegaban al suelo cuando se sentaba. Si a ello se unían la bata de casa y las pantuflas, parecía más un abuelete bondadoso que otra cosa. Pero tras esa fachada de normalidad acechaba un hombre de voluntad implacable, que no titubeaba a la hora de firmar una sentencia de pena capital. Persevaranda confiaba en que ahora, con el vaso de vermut en la mano, fuera propenso a conceder favores a alguien que, como ella, llevaba sirviéndole tanto tiempo.
«Qué mal trago, Virgencita». Con una voz que apenas le salía del cuerpo, rogó:
—Señor, yo… —por más que lo hubiera ensayado mentalmente, ahora le costaba enhebrar frases coherentes—. Nunca le he pedido favores antes, pero… Mi hermano… Usted firmó la sentencia, y pensé que podría…
O’Higgins dio otro sorbo a su vermut y sonrió con amabilidad. Había tenido suerte; estaba de buen humor.
—Ahora no caigo, Perse; por mi despacho pasa tanto trasiego burocrático que me falla la memoria. ¿Por qué no me la refrescas? —en realidad sí que se acordaba, pero sentía curiosidad por ver cómo se desenvolvía su ama de llaves. Verla suplicar constituía un singular espectáculo.
Perseveranda tuvo que pasar por la humillación de narrarle al Gobernador, con pelos y señales, los crímenes de Teo; un amargo cáliz que apurar, sin duda. O’Higgins escuchaba pacientemente, rellenando el vaso cada vez que lo vaciaba. Cuando, hecha un flan, concluyó su relato, él le preguntó:
—Ya veo. ¿Qué deseas que haga, exactamente?
—Pues… Si no fuera mucho pedir, señor, ¿acaso no podría conmutar su condena a trabajar en las brigadas de mantenimiento, por un destino en la Plaza de la Purísima Concepción? Estoy segura de su arrepentimiento, y ya no volverá a delinquir. Comprometo mi palabra en ello. Teo no sobrevivirá mucho tiempo en ese barrio. Es un hombre tan frágil…
—¿Frágil? Tuvo el suficiente brío para blasfemar contra la Santa Madre Iglesia, a la par que atentaba contra las buenas costumbres con su nefando pecado. Me encantaría ayudarte, en premio a los servicios prestados y porque eres un pedazo de pan, pero si abrimos la mano, otros acabarían por echársenos al cuello. Lo siento.
A Perseveranda se le cayó el alma a los pies. El tono de voz del Gobernador era afable, pero cualquiera que supiera leer entre líneas captaría el peligro de seguir insistiendo en torcer su voluntad.
—Sí, señor —murmuró, con los ojos fijos en el suelo.
—Son las cosas de la vida, Perse —la consoló—. No dejes que un pervertido descarriado te amargue la existencia. En cualquier caso —concluyó, mientras escanciaba otro vermut—, nadie te prohíbe que lo visites. Si crees que eso le hará bien…
—Gracias, señor. ¿Me da su permiso para retirarme?
—Por supuesto, Perse. Y tómate una tila —bromeó, mientras ella abandonaba la biblioteca.
Cuando estuvo solo, el Gobernador suspiró. Le daba un poco de pena su ama de llaves, pero debía mostrarse inflexible. Además, seguro que pronto olvidaría a su hermano. La condena llevaba aparejada la residencia obligatoria en el Barrio de los Convictos. Una beata del calibre de Perseveranda, tímida y pudorosa, jamás asomaría la nariz por ahí. Sería más probable que el mar se secase, o que las ciudades flotaran por el aire.