3
Todo hacía presagiar que aquel día sería tan rutinario como los precedentes. Julio Ernesto fue el primero en ocupar su puesto y en comenzar la tediosa tarea de la excavación. Con intervalos de pocos minutos, los operarios lo imitaron, y el zumbido sordo de los disruptores se adueñó del ambiente.
Media hora después, el carísimo taladro sónico que manejaba el arqueólogo comenzó a perder potencia justo antes de que unas lucecitas rojas parpadearan en el cuadro de mandos, acompañadas por un pitido molesto e intermitente.
—Pero si anteayer le puse una carga nueva —murmuró, visiblemente malhumorado, aunque en un tono tan bajo que nadie se percató—. Seguro que alguno de estos imbéciles se olvidó de desconectarlo, y ha permanecido así durante toda la noche.
Apagó sin miramientos el aparato, con el que trataba de limpiar su cuadrícula, y se dirigió rezongando hacia el almacén. La puerta se abrió en silencio y le permitió salir al exterior. El aire helado de la mañana le acarició las mejillas y las orejas, que habían enrojecido como siempre que se enfadaba; no podía evitarlo, y al percatarse su humor empeoró. Intentó patear una pequeña carretilla autoguiada que se interpuso en su camino, pero el aparato lo esquivó hábilmente y se perdió tras un montón de tierra. Julio Ernesto se cabreó aún más, si cabe; estaba hecho una furia cuando cruzó la entrada del almacén.
—Esta gentuza no sabe lo que es el orden —dijo en voz baja, mirando a su alrededor—. Qué desastre.
Como era habitual, nada parecía ocupar su emplazamiento correcto. Trató de localizar las cargas para el taladro; se encontrarían en cualquier parte salvo donde debieran. Estuvo a punto de quedar sepultado por una pila de trastos que se le vino encima; un paquete repleto de pinceles y cepillos le golpeó en la cabeza, rebotó y esparció su contenido por el suelo. Entre maldiciones, blasfemias y tacos surtidos procuró organizar las cosas mínimamente.
«Con tantos lugares en el Cosmos, y tuvo que tocarme éste». Sus pensamientos rezumaban amargura, mientras apilaba cajas. «Estoy rodeado de patanes sin educación; si al menos trabajaran siguiendo las reglas…» Prosiguió su búsqueda, enfadado. Al cabo de varios minutos halló el contenedor de las cargas energéticas, coronado por un par de calcetines sucios.
—¡Vaya forma de comportarse! —exclamó en voz alta—. Uno solo de estos aparatos debe de costar diez mil créditos, más que el presupuesto anual de nuestro Departamento. Ay, si el doctor Müller lo viera…
Se acordó de su director de tesis, quien le había enseñado a ser metódico por encima de todas las cosas. El catedrático de Arqueología de la Universidad de Titán era un personaje severo. Dos frondosas patillas enmarcaban su rostro de color oscuro, como el de la mayoría de los nativos de la Vieja Tierra. Su elevada estatura, casi dos metros, le otorgaba una imagen imponente; sin duda, lo que se rumoreaba sobre él en los pasillos era mera habladuría. Tomó las cargas con cuidado y salió al exterior.
El resplandor de Lucifer le dio en los ojos. Parpadeó y bajó la vista; no le gustaba esa estrella. Era algo menor que el Viejo Sol y, por tanto, de color más cálido y anaranjado. El paisaje se teñía de tonos irreales, agravados por la vegetación alienígena, azulada. Se dirigió de vuelta hacia la Colina; la puerta se abrió y penetró en el ambiente confortable y climatizado de la base arqueológica. Sin dirigir la palabra a nadie retornó a su lugar, reemplazó las cargas del taladro y lo puso en marcha. Centímetro a centímetro, con la ayuda del ordenador, la Colina se iba evaporando, aunque no daba muestras de querer mostrar su contenido, si es que acaso existía.
A media mañana, el timbre anunció la pausa del café. Automáticamente, todo el personal dejó el trabajo y se abalanzó sobre el dispensador de bebidas calientes. Los operarios, uno tras otro, extrajeron paquetes de galletas de otra máquina y se marcharon fuera para disfrutar del sol, tumbados en la hierba azul. Julio Ernesto prefirió quedarse solo en el interior del recinto de excavaciones. Se sentó en una caja y trató de tragar la peculiar infusión que pretendía ser café de Rígel. Mientras bebía, su mente se evadió de la realidad; fantaseó sobre los descubrimientos que podía encerrar la Colina, y qué haría cuando fuera famoso.
Un pequeño vehículo articulado, similar a una escolopendra hipertrofiada, pasó por su lado y lo sobresaltó, devolviéndolo a la realidad. Bebió un sorbo para ahogar las penas y recordó su vida universitaria, que tan lejana le parecía ahora. Cuánto había presumido ante sus amistades, y cómo lo habían envidiado al saber que iba a trabajar con el famoso doctor Müller en apasionantes investigaciones, buscando restos de exóticas culturas en planetas plenos de magia y misterio. Sin embargo, la verdad se abría a veces paso en su mente, rompiendo la frágil coraza de autoestima. Entonces tenía que reconocer que pasó muchos meses ordenando los apuntes, archivos y bibliografía que el doctor se había traído de la Vieja Tierra; el Departamento carecía de presupuesto para contratar un auxiliar administrativo, le dijo. Y su tesis doctoral tampoco fue una maravilla, sino una vulgar copia que omitía citar las fuentes, hecha a toda prisa para lograr una prórroga de beca. La oportunidad de excavar en Hades se debió a que ninguna otra universidad quiso hacerse responsable de una campaña en un lugar tan apartado; había sitios mucho más interesantes y fructíferos para explorar.
El timbre volvió a sonar, indicando el fin del período de descanso. Julio Ernesto arrojó el vaso de plástico al reciclador y se reintegró a su puesto el primero, para dar ejemplo de laboriosidad. El resto del equipo, como siempre, tardó unos minutos más.
La tarea que le habían encomendado era monótona. Debía eliminar la piedra de su cuadrícula con el taladro abierto a mínima potencia, y excavar hasta encontrar algo interesante o llegar al lecho de roca sobre el que reposaba la Colina; entonces pasaba a la siguiente cuadrícula y empezaba de nuevo. Aún no habían hallado nada excepto arena y sedimentos, lo que dejaba mucho tiempo para pensar. Era lo único que podía hacer hasta que sonara el timbre. Entonces, él, para dar ejemplo, guardaría todas sus cosas en el almacén en perfecto orden; algo inútil, porque todos se habrían marchado antes, camino de las duchas. Cerraría el recinto de excavación y se dirigiría hacia el edificio residencial, en solitario, como cada atardecer. Y al igual que todos los días, nada aparecería en la Colina.
★★★
Julio Ernesto había terminado prácticamente de limpiar una cuadrícula de terreno, cuando la arenisca que su taladro apartaba en silencio se esfumó, mostrando un hueco negro, en apariencia muy profundo. Asustado, desconectó el aparato. Durante unos minutos, no supo cómo reaccionar, y notó que se le erizaba el vello del cuerpo. Ni siquiera pasó por su cabeza la idea de que aquello podía ser una grieta natural, o una madriguera; estaba seguro de que había dado con la puerta de entrada a los secretos de la Colina. Lloró de emoción unos minutos, hasta que se sobrepuso y miró a su alrededor. Nadie se había percatado de su hallazgo.
Ya más calmado, tomó una decisión; puesto que el descubrimiento era suyo, quería estar completamente seguro antes de avisar a los demás. Los apabullaría, y de qué modo; por fin todos lo respetarían, como era de justicia.
Su maestro, el doctor Müller, nunca habría aprobado lo que hizo a continuación; para él, el trabajo debía ajustarse rígidamente a un plan. Si al excavar una cuadrícula alguien se encontraba, por ejemplo, un hueso, debía dejarlo tal como estaba hasta finalizarla y empezar con la adyacente. Müller siempre criticaba a los arqueólogos de origen latino, que cuando hallaban algo se dedicaban a desenterrarlo, olvidando el método. Julio Ernesto podía comprenderlos ahora; se preguntó qué habría hecho Schliemann en un caso semejante.
Con la habilidad de un cirujano robot, se dedicó a ampliar la abertura que había descubierto. Se olvidó de todo lo que le rodeaba; manejó el taladro con la delicadeza de un pincel, atento a cualquier objeto que pudiera surgir de entre la arenisca. La excitación de encontrarse ante lo desconocido lo embargó, y ni siquiera notó el timbre que anunciaba la pausa del mediodía. Su mundo estaba encerrado en un espacio de pocos metros cúbicos, donde la piedra de la Colina era desintegrada, mostrando un hueco cada vez mayor.
Los operarios salieron a comer al sol sin fijarse en él, como de costumbre. Tan sólo cuando regresaron, sin prisas, Nina reparó en Julio Ernesto, quien parecía poseído por algún demonio. El sudor se deslizaba por su frente, pero seguía empuñando el taladro y ensanchando el orificio en la roca, ajeno a todo lo demás. El resto del equipo se dio cuenta y lo rodeó en silencio. Nadie osaba pronunciar palabra; un extraño toque de solemnidad presidía el ambiente, y no se podía escapar de él. La escena recordaba a una parodia de la adoración del Niño Jesús por los pastores, tal como era frecuente verla en los museos religiosos.
Pasó una hora. De repente, Julio Ernesto salió de su ensimismamiento. Se enjugó el sudor y se volvió; contempló con hostilidad a los operarios y los apuntó con el taladro:
—¡Qué nadie se acerque! —gritó—. ¡Es mi cuadrícula, y yo lo he descubierto! ¿Entendéis?
Los jóvenes no se movieron. Julio Ernesto prosiguió con su trabajo y se olvidó de ellos.
El tiempo transcurrió mientras el boquete se ensanchaba, hasta alcanzar más de cinco metros cuadrados. Julio Ernesto desconectó su aparato, y por primera vez fue realmente consciente de lo que había hecho, sin duda el mejor trabajo de su vida. Los demás se le acercaron, maravillados; alguien encendió una linterna e iluminó el agujero.
La Colina estaba hueca.
Julio Ernesto miró el emplazamiento con nuevos ojos. A lo largo de las semanas que llevaban de excavación, habían hecho una muesca de unos veinte metros de profundidad en la pared del montículo, luego ése debía de ser su espesor medio. Todos habían pensado en algún tipo de ruinas sepultadas bajo toneladas de rocas, que habrían de ser limpiadas pacientemente; jamás podían haber previsto esto. De hecho, las mediciones previas de las sondas indicaban que la Colina era maciza. Algo había engañado a los aparatos, pero ¿qué?
El haz de luz desveló una estructura similar a una columna prismática a cincuenta metros de distancia, que se perdía en las alturas. Otras formas semejantes se adivinaban a intervalos de cien metros, y sugerían la idea de que apuntalaban una colosal bóveda. Su textura era extraña, como de mármol gris. Tras ellas, una negrura absoluta, que la linterna no podía disipar, envolvía como un sudario los secretos de la Colina, cualesquiera que fuesen.
Al instante siguiente estalló una alegría histérica que los contagió a todos. Hubo gritos, abrazos, saltos y besos. Sin embargo, la algarabía cesó pronto, de forma extrañamente abrupta. Quizá la magnitud del hallazgo los había sobrecogido, o la negra abertura resultaba inquietante en sí misma.
Transcurrieron unos minutos de quietud casi perfecta, mientras trataban de digerir la nueva situación. Finalmente, alguien rompió el silencio con una obviedad:
—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?
—Habrá que entrar ahí —respondió una chica con voz vacilante.
—¿Y quién será el valiente que se atreva? —preguntó otra.
Todos miraron a Julio Ernesto. Por primera vez se mostraban inseguros, y demandaban su consejo; al fin y al cabo, era el único arqueólogo del grupo, todo un doctor, y debería saber cómo actuar en estos casos. Él los contempló a su vez, y acto seguido volvió su vista hacia las tinieblas interiores de la Colina.
Toda su vida había esperado un momento así, pero ahora tenía miedo. Pensó en sus héroes: Schliemann, Carter, Evans… ¿Cómo habrían reaccionado ante algo como la Colina? Ellos gozaron de sus momentos de gloria en Troya, el Valle de los Reyes o Cnosos, pero se enfrentaban a las ruinas que les habían legado otras personas, no alienígenas totalmente ajenos a la Humanidad. Sabía que era irracional, pero la Colina, de repente, no despertaba su fascinación o el sentido de la maravilla. Tuvo la impresión de que algo maligno y siniestro lo observaba desde la oscuridad. Imaginaciones suyas, probablemente, pero sintió un escalofrío recorrer su espinazo. La sola idea de entrar ahí el primero le causaba pavor.
Los operarios empezaron a dar muestras de impaciencia. Vladimir le espetó:
—¿No se decide, doctor?
Hasta un tonto habría captado el reproche implícito en la pregunta, con un velado toque de burla. No obstante, el miedo a lo desconocido fue más poderoso. Julio Ernesto pronunció unas palabras que nunca creyó ser capaz de decir, movido por los nervios y el despecho:
—¿Por qué no lo intentas tú, valiente? Hablas mucho, pero a la hora de la verdad…
Vladimir no eludió el desafío, como buen hijo de colonos que era. Sonrió, lanzó una mirada de desprecio a Julio Ernesto y tomó una linterna y un micrófono de garganta. Se encaminó a la abertura. Aunque estaba avergonzado, el arqueólogo experimentó un gran alivio, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.
—Describe en voz alta lo que veas —advirtió al operario— y, lo más importante, no toques nada. Es vital dejarlo todo tal como está, para los análisis posteriores.
Vladimir no se dignó contestarle. Saludó a sus compañeros y se sumergió en la oscuridad. Se acercó a la columna. Su voz, aunque amplificada por el micrófono, sonaba apagada, como si hablara desde una espesa niebla.
—Ya estoy junto a ella; hasta aquí, no he visto nada digno de mención. El suelo es rocoso y llano, pero parece natural, sin muestras de haber sido trabajado. La columna surge del piso sin que se puedan apreciar junturas o enganches en el punto de unión. Resulta asombroso: la base está hecha de la misma arenisca gris del suelo, que gradualmente adquiere una textura lisa al subir. La toco: está fría; parece plástico, o algo así. El fuste de la columna es un prisma de sección octogonal, sin defectos; le calculo unos diez metros de diámetro. Lo ilumino para ver su parte superior y… ¡Joder! —los demás se sobresaltaron, pero su voz volvió a sonar de inmediato—. ¡Esto no es una columna! Aproximadamente a unos treinta metros se curva cuarenta y cinco grados hacia el interior de la Colina, como si fuera un tubo de vidrio calentado por un mechero. La recorro con el haz; se prolonga unos cien metros más, sin tocar el techo. Parece que el extremo es aguzado, aunque no lo distingo muy bien. Que me maten si sé para qué sirve.
Pasó un minuto. Los que aguardaban en el exterior apenas distinguían la silueta de Vladimir, insinuada por el danzarín cono luminoso de su linterna. El joven retomó su narración:
—A lo lejos se advierten otras columnas, o lo que sean, similares a ésta. Se hallan separadas entre sí cien metros, como ya intuíamos antes de entrar. Supongo que forman una circunferencia concéntrica a la pared, aunque la poca luz de que dispongo no me permite ver muchas —hizo una pausa—. Me dirijo hacia el centro de la Colina; deseadme suerte.
—Ten cuidado —le rogó Nina.
—No te preocupes, pequeña. Yo soy como la Marina, que nunca retrocede ante el peligro; da media vuelta y avanza.
Los demás rieron nerviosamente, intentando aliviar la tensión. Al poco, Vladimir siguió relatando sus impresiones:
—El suelo presenta todavía una textura basta, pero aparece bien nivelado. Esto está desierto; es curioso, ni siquiera hay eco, como si las ondas sonoras tuvieran problemas para propagarse.
Sus compañeros, apelotonados en la entrada, contemplaban cómo poco a poco el foco luminoso de la linterna se iba convirtiendo en un punto en la lejanía, hasta que desapareció, oculto por la columna.
—Vladimir, no te vemos —dijo Julio Ernesto—. Te has puesto en línea con…
—Tranquilo, doctor, no sufra —la burla sonó extraña, con una peculiar distorsión—. Me parece que hay algo ahí delante. Calculo que estará a cuatrocientos metros de la pared, si mi telémetro de pulsera no me engaña —hizo una larga pausa—. Madre mía…
Los demás estaban en vilo, pegados al receptor y tratando de otear en la oscuridad. Vladimir continuó su relato, con voz nerviosa:
—¡Impresionante! ¡Tenéis que venir a verla! Es rarísima; parece una columna, pero el material es distinto, negro y pulido como la obsidiana, de un brillo céreo. Y las dimensiones… —era evidente que el muchacho estaba muy excitado, a juzgar por lo atropellado de su descripción—. Por lo menos tiene sesenta metros de diámetro, aunque la sección no es circular; está compuesta como de hebras de piedra que se entrecruzan y mezclan de forma caótica. Intentaré rodearla —otra pausa—. En el otro lado hay unas acanaladuras de medio metro de ancho, que se pierden en lo alto. No logro distinguir la parte superior de esta monstruosidad; mi pobre linterna no da para tanto. Cuento doce de esos canales, separados entre sí dos metros, más o menos; los bordes interiores no son lisos, sino cubiertos de diminutas protuberancias. No se aprecian inscripciones u otras marcas, pero esto no es humano; me apuesto lo que sea. Sigo mi camino hacia el centro.
Se hizo el silencio. Ya no se oían ni los pasos de Vladimir. Sus compañeros, muy nerviosos, iban a llamarlo de nuevo por el comunicador, cuando volvió a hablar:
—¡Eh! Creo que he visto algo brillar a lo lejos. Me acercaré. Vaya, lo he perdido —de nuevo el silencio.
Empezaron a inquietarse al cabo de cinco minutos sin recibir noticias.
—¿Vladimir? —preguntó Julio Ernesto, angustiado, y más aún ante la falta de respuesta.
Diez minutos. Vladimir seguía sin contestar a las llamadas que se le hacían con insistencia. Alguien tenía que entrar para averiguar qué había pasado. Julio Ernesto trataba de impartir órdenes, pero su autoridad, tanto efectiva como moral, era poco menos que nula. Se negó a penetrar en la oscuridad, argumentando que era más necesario como coordinador. Finalmente, tres operarios, dos chicos y una chica, tomaron linternas, micrófonos y un botiquín portátil y avanzaron hacia lo desconocido, con miedo pero sin retroceder. Las luces que portaban fueron menguando en intensidad conforme se alejaban, hasta convertirse en tres simples puntos. De repente, dos se apagaron y una quedó inmóvil; los comentarios de los exploradores cesaron, y volvió a reinar el silencio.
Veinte minutos. Nina sufrió un ataque de histeria y hubo que administrarle un sedante suave, que la dejó sollozando pero tranquila. El resto del personal se amotinó, o poco menos. Hablaron de llamar a la guarnición militar, pero Julio Ernesto, tras mucho esfuerzo, los disuadió de ello. Cabía la posibilidad de que algo en el interior de la Colina bloqueara las comunicaciones por radio, y que la tardanza de los cuatro operarios se debiera a un hallazgo realmente interesante. Avisar a los militares supondría una gran pérdida de tiempo y de medios; era mejor contárselo todo al día siguiente, cuando supieran exactamente qué demonios encerraba la Colina.
En realidad, Julio Ernesto se hallaba al borde del pánico. Estaba convencido de que algo le había pasado a Vladimir, y se sentía responsable de ello. Sin embargo, reaccionaba de forma irracional, instintiva, como un niño que ha roto un objeto valioso, y trata de ocultar los pedazos a sus padres, por temor al castigo. ¿Avisar a los militares? Imágenes desbocadas de cárceles, titulares de periódicos con su foto en primera plana, y la faz severa del doctor Müller, con expresión de reproche, pasaron por su cerebro. No tenía ni idea de cómo actuar, y sólo deseaba huir de allí, encontrar una cama y ocultar la cabeza debajo de la almohada hasta que todo hubiera pasado.
Los operarios hacían cábalas sobre lo sucedido. Al final, concluyeron que tal vez Vladimir había sufrido un accidente, quizá una simple torcedura, y sus compañeros necesitarían ayuda. Decidieron ir todos juntos, ya que estaban más asustados de lo que se atrevían a confesar. Tan sólo Nina fue excluida, porque aún no estaba en condiciones de poder controlar sus propios actos. Julio Ernesto se ofreció a quedarse cuidando de ella, lo que le valió malas caras y gestos soeces a sus espaldas, aunque no llegaron a agredirle. La tensión se podía palpar en el ambiente.
Treinta minutos. El grupo partió, todos muy cerca unos de otros, con pasos vacilantes. Como antes, sus voces quedaron apagadas por la distancia, aunque los micrófonos permitían oír lo que decían.
Treinta y cinco minutos. El contacto por radio se cortó bruscamente al aproximarse al punto donde Vladimir había dejado de transmitir. Julio Ernesto vio cómo los puntos de luz de las linternas, que hasta entonces habían estado agrupados, se dispersaban. Supuso que se habrían separado para rastrear más campo, pero entonces ¿por qué se movían tan deprisa? Algunas luces se apagaron, y otras quedaron inmóviles, siempre sin ruido.
Cuarenta minutos. Un sudor frío corría por la piel de Julio Ernesto, que estaba inmóvil, con la mente bloqueada. Sólo lo sacó de su estado la voz de Nina:
—Vamos adentro.
La muchacha tenía la mirada algo desenfocada, pero estaba decidida a buscar a sus compañeros; el sedante que le habían inyectado minutos antes había disipado su pánico. Tenía una linterna en la mano. Julio Ernesto trató de retenerla; no quería quedarse allí solo.
—Escucha, Nina, no hagas tonterías. Ellos volverán dentro de poco, y nos dirán lo que han visto. Entonces podremos…
No pudo seguir hablando. La muchacha lo estaba mirando directamente a los ojos, con una expresión de desprecio que lo dejó helado.
—Cobarde.
Antes de que él pudiera evitarlo, se marchó corriendo al interior de la Colina. La luz de su linterna oscilaba rítmicamente, acompañando sus pasos. Poco antes de llegar al lugar donde debían de estar sus compañeros, hizo algo extraño: el foco saltó varios metros hacia arriba, bajó y se apagó.
Cincuenta y cinco minutos. Julio Ernesto había quedado paralizado, en suspenso. Por su cerebro corrían ideas inconexas, sin orden ni concierto. A veces pensaba en los operarios escondidos, confabulados para burlarse de él, admirando las ruinas pletóricas de tesoros de una civilización alienígena. En otras, se imaginaba a los chicos heridos o tal vez muertos, y a los militares exigiéndole responsabilidades, y al doctor Müller volviéndole la espalda. Y en lo más profundo de su conciencia, una especie de alarma le avisaba de que había algo maligno y peligroso agazapado en la oscuridad, que se dirigía hacia la abertura y se presentaba ante él…
Se alejó unos pasos. No se atrevía a darse la vuelta, ya que le asaltaba el temor irracional de que algo se abalanzara sobre su espalda. Sonó el timbre avisando el final de la jornada y Julio Ernesto gritó, casi muerto del susto. Cuando el sonido cesó, el peso de la soledad cayó sobre él. Ni siquiera las carretillas de transporte se movían. Dentro de pocas horas anochecería.
Julio Ernesto, sin saber cómo, se vio con una linterna en la mano y penetrando en la Colina. Lo que quedaba de racional en su mente había conseguido convencerlo de que cualquier cosa con la que se tropezara llevaría milenios muerta, si no fosilizada. A lo mejor habían topado con una sima, o alguna maquinaria automática, o…
Llegó a la altura de las extrañas columnas dobladas. A lo lejos pudo contar seis puntos luminosos inmóviles. Habló por el micrófono, aunque la voz le salió disonante y entrecortada:
—¿Estáis ahí?
Silencio. Poco después siguió avanzando. Iluminó el último obstáculo descrito por Vladimir, la titánica columna que semejaba una cuerda hecha de tendones enroscados.
—¿Me oís?
La oscuridad parecía algo material, como un velo que ahogara cualquier eco. Se dio cuenta de que no podía detener el temblor de su mandíbula.
—¿N… Nina?
Al irse acercando al lugar donde brillaban las linternas, comprobó que reposaban en el suelo.
—¿Me escucha alguien, por favor?
Llegó junto a una de ellas; estaba tirada en el piso de cualquier manera, con el plástico de la carcasa desportillado. De repente, notó un olor desagradable, que no podía identificar pero que le resultaba familiar.
—¿Vladimir?
Se agachó y recogió la linterna. Su pulso temblaba tanto que se le cayó, golpeando el suelo con un ruido sordo. Sin embargo, no se rompió; dio dos o tres vueltas y quedó inmóvil, iluminando algo. Al darse cuenta de lo que era, Julio Ernesto profirió un alarido terrible. La cabeza de Vladimir, seccionada limpiamente por el cuello, lo contemplaba con ojos ciegos y una expresión de asombro incongruente.
Julio Ernesto retrocedió, presa de un miedo cerval, tropezó y cayó; sus manos resbalaron en algo húmedo. Supo lo que era antes de enfocarlo con la linterna. Sangre. El cuerpo. Y no era el único. Gritó y gritó, al tiempo que un negro espanto se abatía sobre él.
Súbitamente, notó algo moverse detrás de él. Era Nina. Julio Ernesto estuvo a punto de abalanzarse sobre ella, pero se paró en seco. La cabeza de la chica colgaba en un ángulo anormal, y sus pies no tocaban el suelo. Algo la estaba transportando, y Julio Ernesto se orinó encima cuando el haz luminoso lo mostró con detalle. Aquello soltó a Nina, que cayó blandamente, desmadejada, muerta.
Chilló al tiempo que corría, más veloz de lo que nunca creyó posible. De alguna manera localizó la salida; el miedo le daba alas, sobre todo al oír que aquello le seguía. Esperaba que en cualquier momento lo agarrara y destrozara, pero llegó primero a la abertura y salió a la base arqueológica. Se giró, esperando que aquello fuera demasiado voluminoso para pasar por un hueco tan estrecho, pero no tuvo tanta suerte. Huyó hacia el exterior, sin dejar de gritar. Aquello hizo añicos la débil puerta de la instalación y lo persiguió, cada vez más cerca. Los rayos crepusculares de Lucifer cayeron sobre él, después de muchos siglos de permanecer oculto, aguardando.
Julio Ernesto consiguió llegar al bosque de árboles alienígenas, pero eso no detuvo a su perseguidor, resuelto a cazarlo.