18

El pequeño vehículo aéreo corporativo, de un modelo que con generosidad podría clasificarse como veterano, sobrevolaba una de las imponentes cordilleras que encerraban el valle fluvial. Muchos picos todavía estaban cubiertos de nieve, y los glaciares reptaban hacia zonas más cálidas, para dar vida al gran rio. El sol, todavía bajo en el horizonte, arrancaba reflejos dorados de las cumbres. Contemplando aquello, los actos de violencia que ocurrían en la ciudad parecían algo remoto y lejano.

—Es un panorama magnífico.

—Por una vez estamos de acuerdo, matasanos.

El propio Beni pilotaba el aparato, cuyos controles eran simples y muy similares a los de otras máquinas militares de transporte. Hizo un comentario a su único pasajero:

—Esas montañas parecen infranqueables, incluso para un buen alpinista. Un intento de invasión terrestre del valle debe de ser muy problemático.

—Observo que te has instruido bien.

—Si una fuerza de ataque procedente de base McArthur tratara de invadir Osiris, obligatoriamente habría de atravesar ese desfiladero que ves a tu izquierda. Los primeros colonizadores lo llamaron Sendero de Anubis; los imperiales lo rebautizaron como Paso de la Victoria. Un pequeño contingente emboscado allí podría contener a todo un ejército.

El doctor contempló el gran puerto de montaña, como si un gigante hubiera aplastado de un manotazo parte de la cordillera. Reflexionó en voz alta:

—Si la fuerza atacante dispusiera de una buena artillería y apoyo aéreo, los defensores serían machacados como bichos molestos. Y armas no faltan a los imperiales, amigo mío.

—Ya lo había pensado; sólo divagaba.

—Últimamente tienes unas ideas poco edificantes —apoyó la cabeza en una mano—. Me pregunto si lo que vamos a hacer servirá para algo, y eso en el hipotético caso de que salga bien.

—Tal vez sea una tontería, pero me sentiré más tranquilo sabiendo que podemos abrir sus defensas. Conviene estar preparados para cualquier contingencia.

—Te recuerdo tu misión, embajador: mantener buenas relaciones y, de paso, extraer información sobre el Imperio.

—Están tan encerrados en sus bases y barrios residenciales que es imposible sacarles nada sin iniciar una acción hostil. Y en cuanto a las relaciones… Debemos velar por nuestra seguridad, ante todo. Cuestión de equilibrio.

—Lo que has enseñado a los nativos parece cualquier cosa, menos una táctica defensiva —lo amonestó, sin demasiada convicción.

—Pobres… Al principio creían que con unas cuantas clases de artes marciales podrían enfrentarse a los militares imperiales; M'gwatu les recitó demasiados romances épicos. Al final les convencí de que lo más importante es la estrategia y la elección de objetivos. Están recibiendo sesiones intensivas de implantación cerebral directa, conectados al ordenador; sus bancos de datos son una maravilla.

—Estamos combatiendo algo intrínsecamente malvado con el mal.

—¿Y qué dice tu conciencia pacifista ante tal dilema?

—Soy antibelicista, no idiota. La Corporación no es bondadosa, pero al menos posee estilo; los otros son fanáticos. En el Imperio yo estaría condenado a muerte por el mero hecho de ser un mutante. No hacía falta que me lo preguntaras; aquí me tienes, dispuesto a obedecer tus órdenes.

—Espero no habértela puesto muy difícil, doctor.

—Creo que podré hacerlo. Desde otro punto de vista, lo considero un estimulante desafío.

—Al menos, pasarás desapercibido. Si yo fuera un imperial, no miraría dos veces a un miembro de una raza inferior como tú, enano cabezón.

—Tú tampoco eres un Adonis —ambos rieron—. Ay, cómo abusas de mi paciencia. No te preocupes, sé cómo pasar inadvertido, hacer amigos, caer bien… Las feromonas son mano de santo.

—Eso espero. No pretendemos aguarles su preciosa fiesta, ¿verdad? Con la de paradas militares y desfiles que han preparado, para conmemorar la liberación —enfatizó la palabra— del planeta…

Continuaron charlando de mil temas distintos, mientras la aeronave volaba hacia su destino. El viaje se les hizo más corto de lo esperado, cuando divisaron el brillo amarillento del campo energético que protegía la base McArthur. Como ya se les había comunicado, no fue permitida la entrada del vehículo corporativo. A varios kilómetros de la ciudad los transbordaron a un aerodeslizador imperial profusamente engalanado.

—Temen que nuestra cafetera porte algún explosivo —comentó Beni, sin darle importancia.

—¿Lo lleva? —preguntó el doctor, con sorna.

—¿Qué nave de la Corporación va desarmada?

Un sector del campo de fuerza se apagó para dejarles pasar. EI domo se abrió; a Beni, por alguna extraña asociación de ideas, le recordó una almeja bostezando. Cronometró, el tiempo seguía siendo invariable respecto a la primera vez que estuvo allí.

El interior de la base les recordó el acto inaugural de unas olimpiadas, pero con soldados en vez de atletas. Las compañías y batallones, a cuál más vistoso, desfilaban con sincronía perfecta. Varios modelos de aviones de combate estaban alineados al fondo de la inmensa pista de maniobras. Los aparatos brillaban, reflejando sobre sus bruñidas superficies la luz de incontables focos. «Deben de haberles dado cera y un buen pulido».

Beni recorrió con la vista todo el entorno. Habían improvisado unas gradas, ahora repletas de público. Los hombres lucían uniformes condecorados; las mujeres, vestidos de ceremonia con barrocas exageraciones. «Siempre van igual. Si has sufrido una recepción, ya las conoces todas». Repasó el programa. «Al desfile le queda un buen rato. Luego seguirá el discurso de Lord Evans, ese payaso pomposo, donde dirá lo de siempre. Acto seguido, la recepción, con una comida de campaña para el personal militar, nosotros incluidos, y refrigerio aparte para civiles y mujeres. Para finalizar, verbenas, concursos, montar a los niños en los carros blindados y pasearlos, etcétera. Maravilloso panorama. Bien, doctor, debes actuar durante la comida y actos posteriores. Que no nos pase nada».

Los acomodaron en una grada lateral, junto a los oficiales de bajo rango, que los ignoraron sin molestarse en disimular.

—Otra simpática afrenta de nuestros anfitriones —dijo Beni, con aire aburrido.

—No nos vendrá mal del todo. Aquí tengo oportunidad de experimentar con estos encantadores militares, lejos de jefes y prebostes. Estoy seguro de que allí hay cámaras y monitores de control; debemos ser sutiles.

Beni observó intrigado cómo el pequeño mut se acercaba a una pareja de jóvenes alféreces, que al poco tiempo empezaron a conversar con él; de vez en cuando les propinaba una palmadita ocasional en el cuello, o les estrechaba las manos, Saltó de un lugar a otro, y en todos ellos fue tratado amistosamente. Una hora después regresaba junto a su compañero.

—Nadie recordará haber hablado conmigo; los neurobloqueantes alterados son infalibles en ese aspecto.

—Mis respetos, doctor, me has impresionado. ¿Sacaste algo en claro?

—Sí. Observa el palco principal. ¿Ves a Lord Evans? Sigue tres filas más arriba y a la derecha; descubrirás unos individuos con uniforme peculiar.

—¿Esos de amarillo con cintas púrpuras y gorra blanca?

—Efectivamente. Son oficiales ingenieros; se encargan de la defensa activa y pasiva de la base. Trataré de abordarlos después de la comida.

El desfile llegó a su fin. Un grupo de nativos con trajes típicos, acompañados de los inevitables sacerdotes, presentaron sus respetos e inquebrantable adhesión eterna a las autoridades imperiales. Lord Evans lo agradeció con aire benevolente, y pasó a pronunciar el discurso, una sarta de banalidades sobre la fuerza del Imperio, el progreso que había traído al planeta, incluida la verdadera Palabra Divina, y tópicos por el estilo. Todos aplaudían en los momentos indicados, y en los instantes claves profirieron los gritos enfervorizados de rigor. El aburrimiento de Beni había alcanzado cotas épicas cuando Lord Evans finalizó, con la subsiguiente ovación apoteósica. Tras los inevitables himnos y fanfarrias, la gente se dirigió con cierta urgencia hasta donde aguardaba la comida.

Las mujeres, el personal civil y los sacerdotes e indígenas más importantes fueron conducidos a un gran comedor habilitado en una instalación cubierta. Los militares se distribuyeron en torno a mesas muy largas, con manteles blancos y sobre las cuales se disponían múltiples viandas. Tras la ineludible bendición, los comensales se abalanzaron sobre los platos. No había sillas; el refrigerio debía efectuarse de pie.

—Les tiene que haber salido barato montar esto —dijo resignado el doctor, mientras intentaba conseguir algo de bebida entre tanto uniforme—. Parecemos buitres dándose un festín en torno a una carroña.

—Si no me equivoco, tratan de reforzar la camaradería y un cierto aire espartano tan caro a lo militar. Comer con las manos y mezclarse los oficiales con la tropa es una virtud castrense, siempre que se haga sólo un día al año. Me recuerda a los carnavales de mi tierra. Tienen buena pinta esas salchichas —hábilmente consiguió hacerse con una.

—No veo por aquí a Lord Evans ni a los altos mandos.

—Están allí, en una mesa aparte, sentados y servidos por camareros. ¿Te sorprende?

—Ni lo más mínimo. Creo que este guirigay me favorece; me perderé entre la jauría, y haré lo que se espera de mi.

—Sé prudente. Buena suerte.

El medico se unió casualmente a un grupo de oficiales que intentaban comer albóndigas en salsa sin pringarse demasiado. En un minuto estaba de tertulia con ellos, como si fuesen amigos de toda la vida. Beni se separó de él para no llamar la atención. Pragmáticamente, buscó un hueco en la mesa, se apropió de una fuente de entremeses y se regaló con un opíparo banquete a la salud del Imperio.

Conforme transcurrían los minutos y se saciaban los apetitos, los imperiales iban separándose de las mesas y formaban corrillos en los que charlaban animadamente, las caras coloradas por el alcohol y las viandas condimentadas. «Vaya una comida de campaña; supongo que devorar de pie fiambres y cerveza es su idea de rudeza y camaradería. Si así tranquilizan sus conciencias… Me parece que no han visto una guerra decente en su vida». Se dirigió a la mesa y arrambló con algunas galletas que aún no habían sido rapiñadas. «Espero que esto no dé aerofagia», se dijo mientras las engullía.

Tras despejar las mesas, unos pinches de cocina sirvieron café amargo de unas inmensas perolas humeantes, Beni tomó un vaso de plástico desechable y se sirvió. Con él en la mano, se dedicó a pasear distraídamente y a examinar los aviones y blindados estacionados en la pista. Muchos militares lo imitaron, entre risas y algún que otro eructo, y pronto grupos dispersos llenaron la zona. «Magnifico; ideal para no llamar la atención y, sobre todo, para que no se fijen en el matasanos».

Pudo inspeccionar a placer los aviones, rutilantes y perfectamente alineados. «Ajá, ésos bombarderos no van pilotados; posiblemente son teleguiados como algunos de nuestros interceptores estándar, aunque no creo que la interacción piloto-máquina sea tan compleja. Estos otros cazas tienen muy buena pinta. Típico diseño invisible al radar Doppler con revestimiento antirreflectante; no es biometal, así que el fuselaje es rígido. No veo toberas; llevarán repulsores no inerciales. Y esto es inconfundible: dos cañones de plasma subalares, bien carenados. Van tripulados: aquel es el piloto, con su traje de gala. Menudo macarra; debe de tener mucho éxito en los burdeles».

Su escrutinio fue interrumpido por la presencia de un grupo de altos mandos imperiales, entre los que se encontraba Lord Evans. Iba de un sitio a otro, confraternizando con la tropa (un día es un día) y repartiendo saludos. Al ver al embajador, el lord se paró ante él y le dijo, con aire de suficiencia:

—Capitán Manso, ¿qué opina de nuestros aviones?

—Están bastante limpios; se nota que han salido poco —la sonrisa del imperial se congeló; sus acompañantes callaron y pusieron cara de pocos amigos—. No tienen mal aspecto —miró uno con ojo crítico—. Supongo que volarán, como los nuestros —sonrió.

El grupo se fue, con toda la dignidad que pudo reunir, dejando entrever miradas asesinas. Beni pudo proseguir su paseo sin ser importunado, y se aproximó a un carro blindado. «Muy aparatoso y de gran potencia de fuego, pero prefiero los corporativos; son más bajos y sin esas aristas en las que un impacto haría mella», Su examen prosiguió pausadamente hasta que llegó la hora de abandonar la base. El doctor lo esperaba junto al aerodeslizador. No hablaron hasta encontrarse en la nave corporativa, y sólo después de neutralizar los sistemas de escucha que alguien había introducido en su ausencia. Por si acaso, sólo charlaron sobre nimiedades.

Ya en la delegación, se dirigieron al despacho del médico.

—¿Qué tal te fue, matasanos?

—Estoy orgulloso de mí mismo; incluso pecando de inmodesto, creo que nos hallamos ante mí obra maestra. Después de muchas pesquisas, y tomando todas las precauciones para no ser descubierto, localicé a uno de los técnicos encargados de supervisar el blindaje y el campo escudo. Me hice muy amigo suyo, aunque nunca lo recordará; he borrado completamente nuestra charla de su mente.

—¿Seguiste mis sugerencias?

—Sí. Lleva implantada una orden subliminal. Cuando se le proporcione el estimulo clave adecuado, automáticamente se sentirá impelido a sabotear el campo de fuerza y abrir el domo.

—Y esa clave es…

—La orden verbal inofensiva que apuntaste.

—¿Y si es capturado y lo someten a interrogatorio?

—Ese fue el trabajo más difícil. Le he suministrado un pequeño ciclopéptido que reconocerá sus células cerebrales y se replicará en ellas imitando a un vulgar prion. En condiciones normales es inofensivo, pero si lo presionan (un eufemismo para la tortura) se desreprimirá y hará que las neuronas se conviertan en diana de su propio sistema inmunitario. La muerte será muy rápida y, aunque lo abran, nada podrán averiguar. El cerebro quedará literalmente convertido en gelatina por un efecto colateral de autodigestión enzimática.

—Cuando la Corporación te diseñó, sabía lo que hacía —dijo Beni, dando un silbido de admiración.

—No sé si tomarlo como un elogio o un insulto —sonrió.

—Quiero que inyectes ese ciclopéptido a los nativos que estamos entrenando. No podemos correr riesgos; nada debe relacionarnos con los rebeldes.

El doctor puso cara triste y una expresión de reproche.

—¿Es realmente necesario?

—La guerra es una porquería, amigo mío, donde lo único que importa es liquidar al adversario. Y esa es mi profesión; para ello me pagan.

—Pues qué asco, ¿no?

—Desde luego.

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