17. Granjas y estrellas
La granja experimental ocupaba el fondo de un valle resguardado entre suaves colinas. La erosión había pulido los relieves, dando al paisaje un aspecto domesticado, como en una postal de cuento infantil. Calímaco se fijó en que estaba a sotavento de la ciudad más próxima. Comprendió el motivo nada más entrar. El ambiente estaba impregnado de un olor indefinible, extraño, que le provocó una leve náusea.
—No detecto sustancias tóxicas o peligrosas —puntualizó su conciencia—. Simplemente, se trata de los efluvios provenientes de miles de animales prisioneros.
—Resulta desagradable —miró de reojo a su acompañante—. A ella parece no afectarle.
—Tal vez el cuerpo que ocupamos sea más sensible a ciertos estímulos bioquímicos. No me extraña, teniendo en cuenta las múltiples modificaciones sufridas. Aparte del tufo a orina y excrementos, el aire está saturado de feromonas asociadas al estrés; al pánico, más bien. No me seas remilgado ahora, Silva. Compórtate con el mismo amor al trabajo que exhibiste cuando explorabas a la señorita. ¡Todo por la Patria!
—Al diablo —dio por terminado el intercambio verbal, y procuró poner semblante alegre.
Por fortuna, las oficinas gozaban de un sistema sumamente eficaz de aire acondicionado con generador de iones y ambientador. Calímaco respiró hondo, complacido, mientras seguía a Jackie a través de una red de pasillos que desembocaba en el área noble del complejo. Sus pies hollaron los inevitables suelos enmoquetados en verde, tan bien cuidados como las paredes forradas con paneles de madera.
Llegaron a una puerta digna de una casa solariega, con una placa de latón en la que se leía: «Dr. Philip S. Astor - Director Gerente». Llamaron y les abrió una secretaria que les hizo pasar a la antesala y luego al despacho propiamente dicho. Era amplísimo, repleto de expositores con maquetas de animales modificados. Calímaco pudo identificar algunos; con otros, ni se atrevió a intentarlo. Hizo un esfuerzo para no quedarse mirando lo que parecía un cruce entre vaca lechera, pulpo y salamanquesa, y estrechó la mano del director. Astor era un individuo robusto, calvo, de cara redondeada adornada con una barba canosa. Como era previsible, se deshizo en elogios hacia la filantropía y el mecenazgo, y luego se pasó media hora disertando sobre las actividades de la granja y su enorme potencial futuro.
Calímaco aguantó estoicamente el sermón, al tiempo que trataba de adoptar un aire de interés, pero sin comprometerse demasiado. Era consciente de que le aguardaban varias semanas en ese plan, visitando centros de investigación que, en verdad, le importaban un bledo. Lo interesante se ocultaría en las cosas que no le iban a enseñar, y de detectarlas se ocuparía su conciencia. Y cómo no, cada vez que tuviera que justificar su identidad con la tarjeta, ésta liberaría un sinfín de programas buscadores que así podrían entrar en redes locales que no estuvieran conectadas a la principal. Con un poco de suerte, no quedaría un bit sin explorar en todo Algol. Los secretos estarían guardados en los centros de investigación aeroespacial, pero para no despertar sospechas tendría que actuar como el resto de los millonarios inversores y ver un poco de todo. O sea, aguantar infinidad de tostones soporíferos, al estilo del presente.
Como se temía, Astor le había programado una visita guiada por la granja. Él, en su cargo de director, tenía numerosas obligaciones que le impedían acompañarlos, pero había delegado en un gran científico aquella labor. «Di más bien que no te apetece salir del despacho, con lo a gustito que se está aquí».
Jackie le agradeció en nombre de los dos el tiempo que les había dedicado y condujo a Calímaco a otra ala del edificio, donde les aguardaba el pobre desgraciado al que le había tocado aparcar un rato sus investigaciones para hacer de cicerone de un ricachón caprichoso. El individuo atendía al pintoresco nombre de Thelonius Wilbeforce y, al contrario que el director, era delgado como el Espíritu de la Golosina. Llevaba el pelo negro pegado a la cabeza, a modo de casquete, aprisionado por capas de laca. La raya del medio estaba trazada con pulcritud milimétrica. Obsequió al presunto mecenas con una reverencia.
—Si me hacen el honor de acompañarme, señor Macanás, señorita…
En un edificio anejo, Wilbeforce les mostró los laboratorios de Bioingeniería. A Calímaco, la mitad de lo que decía le entraba por una oreja y salía por la otra, aunque constató que aquellos tipos realizaban una investigación puntera en su campo. Después se acercaron a los corrales. El olor a miedo animal volvió a asaltar las fosas nasales del espía. Trató de controlar su aprensión y se asomó al interior.
Se trataba de una cochiquera llena de cerditos sonrosados. Algunos de ellos aún correteaban por el suelo embaldosado, pero los demás estaban tumbados, sin moverse apenas. Una cerda miró a los ojos a Calímaco. Éste se estremeció. «Pobre bicho…» Incluso alguien tan poco dado a la piedad sintió una profunda lástima.
—¿Qué les han hecho? —procuró aparentar aplomo; a su lado, Jackie seguía tan fresca, como si todo aquello fuese normal para ella.
—Nos hallamos ante uno de los proyectos más prometedores, financiado por la Sempai Biocorp. Los lechones se alimentan desde el destete con un pienso genéticamente modificado, que regula la expresión de ciertos enzimas. Así, podemos obtener jamones curados antes de que el animal muera. Es más barato que el proceso tradicional, y podemos comercializar el producto inmediatamente después del sacrificio. Esperamos así competir con los jamones ibéricos de pata negra de la Vieja Tierra. Figúrese qué atraso: allí tienen a los cochinos sueltos por las dehesas, alimentándose de bellotas silvestres y correteando sin supervisión científica. ¡Igual que milenios atrás! En cambio, cuando concluyamos la investigación, todo el proceso quedará controlado al ciento por ciento.
—Ya… —volvió a echar un vistazo a la pocilga—. Y dígame, ¿no sufren demasiado? En algunos planetas hay leyes que regulan los derechos de los animales.
Wilbeforce lo miró como si hubiese expresado un comentario absurdo.
—Eh… Son eso, animales. Carecen de conciencia de sí mismos. El mismísimo Descartes los consideraba máquinas autómatas incapaces de sentir dolor. En cuanto a las restricciones legales, la clave está en llevar la producción a los sitios adecuados, con una legislación menos intervencionista.
Calímaco se fijó de nuevo en los cerdos. Puede que no tuvieran sentimientos, pero juraría que lo miraban implorantes, como si le dijeran: «Por favor, ¡mátanos y acaba con esto!»
—Me hago cargo. Sin embargo, la investigación está ya financiada por la Sempai. No sé en qué podría yo…
—Cada logro en Zootecnia abre nuevas vías de progreso, señor Macanás. Recapacite. Si consiguiéramos regular artificialmente los genes que controlan la génesis de las extremidades, podríamos obtener cerdos hexápodos u octópodos: más jamones y paletillas en menos espacio, y con un apreciable abaratamiento en la manutención —la faz de Wilbeforce se fue iluminando, como si lo asaltara una revelación divina—. O quizá, si lográramos insertar en el genoma las instrucciones para que se regeneraran los miembros, un único cochino podría fabricar incontables jamones. ¡Qué gran avance sería…! Y luego está el tema de los solomillos.
—Los solomillos, sí —«desde luego, si de mí dependiera, iba a invertir aquí tu padre, majete», pensó Calímaco, considerando seriamente la posibilidad de hacerse vegetariano.
—Otra línea de investigación abierta concierne a la optimización de la presentación de los productos cárnicos al consumidor. La gente moderna va con muchas prisas, y todo lo que implique ahorro de tiempo será bien recibido. Infinidad de estudios de mercado lo avalan. Por ejemplo, ¿a que sería maravilloso un jamón en el cual, al ir curándose, las fibras musculares se fueran exfoliando en lonchas? No se necesitaría cuchillo para cortarlo; bastaría con los dedos. Según un estudio del departamento de Miscelánea Creativa de la Universidad de Titán, las heridas autoinfligidas con el cuchillo jamonero suponen un problema de salud pública que podría agravarse en el futuro. Nosotros lo solucionaríamos, si tiene a bien invertir en el proyecto. Hasta podríamos bautizarlo con su nombre: «¡Jamón Macanás! ¡El no va más!» Ya me parece estar viéndolo…
Calímaco también lo veía.
—Uh… S-sí, sería un gran honor. ¿Sólo trabajan con ganado porcino? ¿Qué me dicen de los gandulfos?
Wilbeforce chascó la lengua, en un gesto de contrariedad.
—La Corporación ha proclamado al genoma de los gandulfos como Patrimonio de la Humanidad, así que su mejora está prohibida. Además, la producción de mollejas de gandulfo tiende a adjudicarse cada vez más a mundos desfavorecidos, con objeto de sanear sus economías. Aquí no los echamos de menos; son unas bestias de costumbres asquerosas. Preferimos lo tradicional. Si me acompañan a la piscifactoría…
Llegaron a unos acuarios acristalados, limpísimos y en un entorno aséptico. Tan sólo se oía el burbujeo de los difusores de aire y los pasos quedos de los técnicos. Calímaco se atrevió a echar una ojeada. En varios de los tanques había peces más o menos reconocibles, mientras que en otros…
—¿Qué son esas criaturas? ¿Medusas con ojos?
—Truchas, señor Macanás, truchas.
—Pues distan un poquito de la idea que tenía de ellas. Ya sabe: cabeza, cola, aletas, movimientos vivarachos…
—Se trata de otro proyecto financiado por la Sempai: ¡la portentosa trucha fláccida! Su esqueleto se autodigiere, con lo cual el consumidor no ha de preocuparse de las fastidiosas espinas que se clavan en la garganta, o que uno debe escupir y dejar en el borde del plato. Un enojoso problema cuando se trata de impresionar con una buena cena a la persona amada. ¡Velamos por la salud pública y las relaciones interpersonales!
—Amén —se le escapó a Calímaco. En verdad, aquellos pobres animales parecían cualquier cosa menos peces.
—Una interesante línea de investigación a desarrollar, la cual sugiero que considere detenidamente, señor Macanás —prosiguió Wilbeforce—, es la producción de pollos deshuesados. Imagínese el mercado potencial —Calímaco asintió, sin comprometerse—. Claro, a diferencia del pescado, las aves de corral no son animales acuáticos. Una pena, porque el agua compensa la pérdida del soporte óseo, ¿sabe? Las granjas de pollos deshuesados deberían instalarse bajo gravedad cero, en el espacio. Saldría más barato que colocar generadores agrav aquí, en tierra.
Calímaco trató de visualizar la imagen de un pollo sin huesos flotando en el cosmos. Lo más próximo que le vino a la mente fue algo como un balón de fútbol emplumado y palpitante, del que salían unas diminutas patitas, pico, cresta y unos protuberantes ojos acusadores. Reprimió un escalofrío.
Al final, la granja obsequió a sus invitados con un refrigerio.
—Todos los canapés están elaborados a base de productos propios —dijo Wilbeforce, rezumando orgullo por todos sus poros—. Son de máxima confianza.
—Tienen una pinta insuperable —respondió Calímaco—, aunque con los banquetes que me han ofrecido estos días ando un poco inapetente.
La desilusión se pintó en la cara del científico.
—Haz de tripas corazón y come —le advirtió su conciencia—. Hay que estar a las duras y a las maduras. ¿Sigo con más refranes y frases hechas? Pues eso: disimula, pon buena cara para que no sospechen y tenlos contentos. Ya te avisaré si la comida es venenosa.
El espía obedeció. Se forzó a sonreír, dejar de lado su aprensión y tratar de no pensar en lo que había contemplado en la granja.
—Para que vea el alto concepto que tengo del fruto de su trabajo, intentaré hacer un huequecito en el estómago.
Aquel gesto dejó a Wilbeforce más contento que unas castañuelas. Él también comió, así que los manjares debían de ser de confianza, o bien estaba dispuesto a todo por la Ciencia.
—No detecto drogas ni toxinas, Silva —contribuyó a tranquilizarlo su conciencia.
Finalmente, el trámite gastronómico concluyó y pudieron abandonar la granja experimental.
—¿Qué te ha parecido, Héctor? —le preguntó Jackie, tomándolo del brazo—. Casi todos los inversores suelen apostar por la Zootecnia. No obstante, me pareció que estabas un poco incómodo en los corrales.
Calímaco improvisó y le largó a su acompañante un florido rollo, más falso que un billete de tres créditos, sobre su infancia, el poni que le regaló su padre y lo que le afectó su muerte. Desde entonces, era incapaz de ver sufrir a un animal. Con eso, confió en haber quedado a los ojos de Jackie como un gilipollas integral e inofensivo, acorde con la imagen que deseaba ofrecer. Mentir se le daba muy bien.
Las siguientes jornadas resultaron más llevaderas. Con la excusa de la importancia de tener más elementos de juicio, trató de revisar el mayor número posible de centros de investigación. Así, sus tarjetas trucadas siguieron infiltrándose y rastreando como sabuesos concienzudos tanto la Red de Algol como las subredes locales. Otros programas se encargaban de vigilar cualquier indicio de que su labor de espionaje hubiera sido detectada. En apariencia, la investigación iba como la seda. Macanás no era el único inversor que en esos momentos pululaba por el planeta y todos ellos solían recibir el mismo tratamiento por parte de la Universidad.
Al final, el presunto millonario manifestó su admiración por varios proyectos científico-técnicos y decidió diversificar sus inversiones en distintos campos, granja inclusive. El jamón Macanás se convertiría en una realidad tarde o temprano. Por supuesto, las transacciones financieras serían reales; la Corporación odiaba dejar cabos sueltos.
Una vez firmados los documentos y concluidos los trámites administrativos, Jackie se despidió de él con una efusividad a todas luces falsa. Calímaco supuso que se habría quedado descansando, y que ahora le tocaría agasajar a algún otro primo podrido de dinero. Era su trabajo.
Por fin, Héctor Macanás podría ocuparse de pasar unas tranquilas vacaciones recorriendo Algol. Jackie le había recomendado una agencia de viajes de élite y él, para no despertar sospechas, aceptó la sugerencia. Por fortuna, aquello le dejaba bastante libertad de acción, además de tiempo para recapitular con su conciencia. Ambos analizaron la miríada de datos recogidos por los programas espías.
Ante todo, destacaba un hecho: las autoridades universitarias se las habían apañado para eludir visitas a las industrias aeroespaciales. Además, algo muy extraño acontecía en la Red de Algol. De tarde en tarde, surgían de la nada paquetes con información encriptada que ni los programas espías corporativos podían descifrar. Dichos paquetes desaparecían súbitamente sin dejar rastro. ¿Dónde estaban emisores y receptores? ¿Qué genio de la Informática los había diseñado?
La conclusión era obvia. Había zonas de sombra en la Red, perfectamente disimuladas. Tenían que averiguar dónde residía su soporte físico para poder asaltarlas. Los lugares más evidentes para empezar a buscar eran las industrias aeroespaciales, pero había quedado claro que los extranjeros, por muy millonarios que fuesen, no eran bien recibidos.
El espía y su conciencia ya habían cumplido, por lo que sólo les quedaba esperar. Ahora era el turno de otro.