31 5483ee — Crisis en la eternidad

1

ASÍ que éste es el menú de degustación.

—En efecto, señor: fricandó de evanescencias displicentes, aderezado con intususcepción de sofismas dilatorios y reducción al vinagre de Módena. Se trata de lo último en alta cocina centauriana.

—Centauriana… Acabo de ganarme una apuesta a mí mismo —hubo un incómodo silencio—. Disculpe, ¿sería tan amable de explicarme cómo se come esto?

El camarero alzó la barbilla y miró al cliente con un gesto apenas velado de soberano desdén.

—El canon gastronómico centauriano impone para el fricandó la cuchara accipítrida. En el caso de los niños y personas incapacitadas, se acepta la ayuda del tenedor en la mano izquierda. Supongo que éste no será el caso. Buen provecho, señor.

El camarero se marchó caminando muy envarado, con aquel uniforme que recordaba a la librea de un pingüino emperador. Claude van der Plaats se quedó sentado con la servilleta en el regazo, sintiéndose desvalido. «Es la última vez que me fío de la propaganda que incluyen en la documentación del simposio, lo juro. ¿Por qué no me quedé en el comedor universitario con los becarios?» Se fijó en que los demás comensales lucían tan infelices como él, aunque nadie se atrevía a reconocerlo en público, no fueran a tildarlos de paletos.

Trataba de reunir ánimos para enfrentarse al fricandó, cuando le llamó la atención un retazo de conversación procedente de otra mesa:

—¿Qué tenías en contra de la cantina, amona? ¡Esto es intragable!

—Todos metemos la pata alguna vez en la vida, cariño. Eso sí, para dar con un error similar tendría que remontarme al día en que permití que aitona, que en paz descanse, tratara de montar él solo aquel armario prefabricado. En fin, ya nos desquitaremos en casa, en la Sociedad Gastronómica. Desde luego, el plato tiene personalidad. Dudo entre probarlo o llamar a un exorcista.

«Esa voz inconfundible…» Claude se giró, al tiempo que una amplia sonrisa le iluminaba el rostro.

—¡Ihintza! ¡Dichosos los ojos!

La mesa vecina estaba ocupada por una señora mayor y una joven. El parecido de familia saltaba a la vista: ambas eran delgadas, de rostros enjutos, rasgos delicados y gestos vivaces. Vestían con sobriedad, para lo que se estilaba en aquel mundo. La señora dio un respingo, abrió mucho los ojos y se levantó sin disimular su alegría.

—¡Pero si es Claude! ¡Ven aquí, amigo mío!

Se fundieron en un abrazo, con los inevitables besos en las mejillas y palmadas en la espalda.

—Ihintza, el camarero nos está mirando con cara de malas pulgas. Igual nos echan por conducta impropia…

—Una tentadora posibilidad. Pero antes, permíteme que te presente a mi nieta Begoña. Podéis tutearos; hay confianza.

Claude la saludó con un apretón de manos. La muchacha se fijó en que el hombre era delgado, y tan rubio que casi parecía no tener cejas. A su modo, era bastante atractivo.

—Encantado de conocerte, Begoña. ¿También perteneces al gremio?

—Qué va. Lo mío es la Biología; concretamente, la Taxonomía de ciertos microbios de los que nunca habrás oído hablar. ¿Qué tal si nos sentamos? Estamos dando la nota. Acompáñanos, Claude. Las penas compartidas se hacen más llevaderas.

—Ah, sí, la comida. Pediré al camarero que la traiga a vuestra mesa. Yo no me atrevo, no sea que algo me salte del plato a la cara…

2

PODRÍA haber sido peor —dijo Claude al terminar los postres, enjugándose el sudor con la servilleta.

—¿Te has puesto verde, o son figuraciones mías? —preguntó Begoña.

—No seas insolente, neska. Alguien capaz de acabar con semejante menú de degustación merece la categoría de héroe —intervino Ihintza.

—Una y no más, santo Tomás —Claude sonrió—. Por cierto, Begoña, ¿qué hace una chica como tú en un simposio como éste?

—De vez en cuando me apunto a viajar con amona para hacer turismo. Los antropólogos soléis reuniros en lugares selectos, coméis de maravilla (salvo alguna deshonrosa excepción) y relatáis anécdotas la mar de interesantes. Bueno, casi siempre. Aún no he podido olvidar lo de la barbacoa que nos contó una vez… ¿Cómo se llamaba?

—Pyotr, sin duda. Se las apaña como nadie para revolverte las tripas durante la sobremesa. ¿Qué tal si tomamos los cafés en otro sitio? A saber qué nos servirían aquí.

—Aprobado por unanimidad, Claude —dijo Ihintza, levantándose y asiendo a su amigo del brazo—. ¿Dejamos algo de propina? Eh, no me miréis con esas caras.

Salieron a la calle. La luz dorada de los soles gemelos de aquel mundo, unida a una brisa fresca, les despejó la mente y levantó el ánimo. Charlaron de temas intrascendentes y recordaron a los amigos comunes mientras buscaban una cafetería con terraza. En cuanto dieron con una de su gusto, se sentaron, pidieron varias exquisiteces rebosantes de cafeína y calorías y dedicaron unos minutos a ver pasar la gente, sin más. Al cabo de un rato, Begoña puso su mano sobre la de Claude y le habló en tono meloso:

—Venga, obséquianos con una de vuestras famosas historias de antropólogos. Ya me sé de memoria todas las de amona.

Ihintza miró a su nieta con fingida severidad.

—Tú, neska desvergonzada, no coquetees con Claude, que yo lo vi primero. Secundo la propuesta. En las reuniones siempre te las apañas para que seamos otros los narradores, viejo zorro, pero de ésta no te escapas. Además, hasta mañana no hay actos interesantes en el simposio, así que puedes explayarte.

Claude alzó los brazos, en señal de derrota.

—Sois dos contra uno. De acuerdo, vosotras lo habéis querido. ¿Os suena de algo el nombre de Valinor?

—Tolkien. El Hogar de los Bienaventurados, los Valar —repuso Begoña—. Me obligaron a leer el Silmarillion en la escuela primaria.

—Por fortuna, aún hay lugar para la Mitología en los planes de estudios —Claude asintió, complacido—. Sin embargo, yo me refiero a un lugar ignoto al que bautizaron así, y por un buen motivo. Veréis…

3

ALGO tenemos en común con los cartógrafos de la remota Antigüedad. En sus mapas había espacios en blanco, que correspondían a vastas extensiones de las que nada se sabía. En ocasiones, sobre ellos estampaban las palabras: «HIC SUNT DRACONES». Ahora seguimos igual. Queda mucho por descubrir aún en el cosmos. Maravillas sin cuento, goces para la vista y el espíritu, pero también dragones. Y éstos, en ocasiones, se encarnan en seres humanos, en nosotros mismos.

Las viejas naves generacionales fueron madres de monstruos. En ellas viajaban, a velocidades sublumínicas, sociedades cerradas, teóricamente estables. Pero dejadas a su aire, y tras siglos de éxodo, podían degenerar. Todavía hoy seguimos descubriendo, en los lugares más remotos, las secuelas de aquella expansión caótica.

Ya conocéis la política de la Corporación al respecto. Cuando se contacta con una de esas culturas aisladas, se evalúa su sistema de gobierno. Si entra en la categoría de esclavista o similar, se envían tropas de asalto para eliminar a los mandamases, se establece un protectorado y a la postre, tras reeducar a la ciudadanía, se anexiona. En cambio, cuando tropezamos con sociedades inofensivas y políticamente correctas, las invitamos a integrarse con el resto de la Humanidad. Si se niegan, quedan a su aire, después de cerciorarnos de su inocuidad. Vivimos en tiempos civilizados, donde se respeta y fomenta, dentro de un orden, la diversidad cultural.

Valinor dio un rotundo no por respuesta al ofrecimiento de unión. Más aún: con la cortesía indispensable, sus habitantes exigieron que los dejásemos en paz. Como eran pocos y no suponían amenaza, se declaró el bloqueo, para protegerlos de influencias externas perturbadoras. Un retén de la Armada permaneció de vigilancia en el sistema, y todos contentos. Se catalogó a aquellas gentes de excéntricas, como tantas otras en el bestiario del Ekumen, y no se investigó la sociedad. Se supo, al menos, que el nivel de vida era aceptable y las leyes igualitarias. Eso bastaba.

Mas un buen día, por sorpresa, rompieron su silencio para pedir los servicios de un antropólogo. Y no de uno cualquiera, sino que facilitaron nombre y apellidos: los míos.

4

UN transporte me llevó al modesto destacamento encargado de vigilar Valinor. Su emplazamiento es secreto, por razones que más adelante comprenderéis. En lo que concierne a nuestra historia, basta con saber que aquello estaba, como dirían los antiguos, donde Cristo dio las tres voces. El lugar parecía el menos idóneo para establecer una colonia: un sistema estelar en formación, aún inestable. El comandante, un tipo alto, con tripa incipiente, me recibió en su espartano despacho. Nos sentamos en unos sillones que habían conocido tiempos mejores. Las paredes estaban empapeladas con imágenes de playas tropicales y arrecifes coralinos. Sin duda, consideraba que aquel destino equivalía a un destierro, aburrido por añadidura. Al menos, mi presencia suponía una grata interrupción de la monotonía cotidiana.

—Según lo que hemos averiguado —me explicó—, la Escitia, con diez mil almas a bordo, zarpó desde Vega y viajó durante más de un milenio antes de arribar aquí. Su misión era terraformar y colonizar otro sistema estelar, pero cuando llegó a destino, los pasajeros decidieron que vivían muchísimo más cómodos en la nave, y que iba a acondicionar aquel mundo la señora madre del Ingeniero Jefe. Oh, disculpe —se excusó, creyendo que aquella expresión era demasiado ordinaria para pronunciarla delante de un profesor universitario. Me hizo gracia; se notaba que el militar no había asistido a un Consejo de Departamento—. El motín triunfó y siguieron adelante, rumbo a ningún sitio.

—No me extraña —intervine—. Ha ocurrido incontables veces. Las generacionales eran como úteros: cálidas, confortables y diseñadas a medida de sus moradores. Se hacía duro abandonarlas.

—Ajá —prosiguió el comandante—. Cabe conjeturar que la Escitia pasó de largo por varios sistemas solares, mientras que la sociedad evolucionaba poco a poco, adaptándose a vivir en un entorno cerrado, que hoy se nos antojaría claustrofóbico. Pero al final, el Tiempo reclamó su precio. Los aparatos de a bordo fueron fallando uno tras otro. Aguantaron a base de canibalizar los componentes de sistemas no vitales, pero fue una solución transitoria. Llegó el momento en que era imposible continuar, y acabaron naufragando en un lugar hostil para la vida.

—Pero sobrevivieron, deduzco.

—Pudieron drenar energía de la protoestrella, y dispusieron de abundante material en el disco de acreción. En vez de reparar la Escitia y seguir adelante, a saber por qué raro capricho optaron por establecerse aquí. Desmantelaron lo que quedaba de la nave y crearon un mundo artificial al que bautizaron como Valinor. Cuando los descubrimos, nos mandaron cordialmente a freír espárragos, con perdón. Desde entonces, los vigilamos discretamente, según el procedimiento estándar. Dado su aislamiento, los consideramos atrasados tecnológicamente. Nada saben de motores hiperlumínicos ni de armamento pesado —se le escapó un suspiro—. Nos ignoran olímpicamente. Ni siquiera protestan cuando realizamos prácticas de tiro en algún planetesimal, para matar el hastío. Imagínese mi sorpresa al recibir este mensaje, hace unas fechas.

El comandante pulsó un botón en la consola que había integrada en la mesa. En una pantalla plana apareció el rostro de un hombre de edad indeterminada y tez pálida. La cara presentaba los rasgos difuminados por un dispositivo electrónico. Habló con acento peculiar, arcaico aunque inteligible, sin concesiones al protocolo:

—Aceptaríamos la visita de un antropólogo cualificado por tiempo indefinido. Para ello, es imprescindible que nos envíen los currículos, con el fin de elegir al más idóneo.

Eso fue todo. El comandante se encogió de hombros.

—Consulté a mis superiores, le remitimos a ese tipo lo solicitado y al cabo de unos días recibimos la respuesta. Lo querían a usted.

—Vaya —me acaricié la barbilla mientras meditaba unos instantes—. Si no es un secreto, ¿podría facilitarme la relación de candidatos entre los que yo figuraba?

—Por mí, no hay inconveniente. Puede acceder al ordenador.

Sonreí conforme revisaba la lista de nombres.

—Son todos buenos amigos: discípulos del Abuelo, digo, del doctor Didrikson, como yo mismo. Brillan por su ausencia los seguidores de la escuela de Thunberg, pese a que ahora mismo es la estrella rutilante de la Antropología.

—En la Armada procuramos desligar la fama de la competencia. Ustedes nos han sacado las castañas del fuego en alguna ocasión, evitando desagradables conflictos. Se han ganado nuestro respeto a la hora de tratar con culturas exóticas. El doctor Didrikson tiene muchos amigos en las altas esferas; discretos, eso sí.

—¿Por qué yo? —fue una pregunta retórica. Considerando mi historial, ambos barruntábamos la respuesta.

—Esos valinoríes tienen un problema serio —me dijo—. Ándese con cuidado, doctor. Por si acaso, le he asignado una escolta. Los nativos sólo admiten un acompañante, siempre que vaya desarmado. A partir de ahora, la sargento Sheila Lynch será su sombra —se levantó y me estrechó la mano—. Buena suerte. Puede que la necesite.

5

SHEILA resultó ser una mujer menuda, pecosa y pelirroja, con melena cortada al estilo de un paje medieval y unos ojos verdes preciosos. Su expresión era simpática, pizpireta; me cayó bien desde el primer momento. En verdad, no parecía militar. Se lo hice notar en cuanto me la presentaron.

—Estupendo. Me encanta que me subestimen —replicó, guiñándome un ojo con picardía.

Por lo demás, vestía como yo: prendas cómodas, grises, concebidas para no resultar ofensivas en la mayoría de las culturas conocidas. A ella no le favorecían; las llevaba con un cierto desaliño, como si no estuviera acostumbrada a una indumentaria civil formal.

Me condujo a un veterano transporte y zarpamos de inmediato a Valinor. Se trataba de una navecilla pequeña, biplaza. No había piloto; seguramente la guiaba un ordenador. Superada la maniobra de despegue, propuso:

—Conectaremos la visión panorámica. Usted no está familiarizado con el lugar, así que puede que le sorprenda. Eche una ojeada.

El casco se tornó transparente, desvelando un espectáculo increíble, de una belleza abrumadora, tanto que casi dolía contemplarla. Literalmente, se me olvidó respirar.

Imaginad un disco de polvo y gas, brillante como el oro más fino, entreverado de anillos oscuros. En su seno, miríadas de rocas se convertirían en planetas dentro de millones de años, a base de chocar unas con otras y fundirse. Y en el centro de todo aquel torbellino, una rutilante fuente de luz: la estrella recién nacida, esplendorosa, apenas velada por nubes de gas. Dos chorros de materia, expelidos recientemente por los polos, se alejaban del astro como fantasmas rojizos.

Valinor reinaba sobre tal maravilla: un delicado mandala de plata y azabache, que parecía creado por un dios amante del buen gusto. Giraba hipnóticamente para crear gravedad artificial, destellando en cada vuelta como una visión psicodélica. Dentro de aquella joya de cinco kilómetros de diámetro, según averigüé después, moraban cien mil elegidos. Me quedé absorto frente a tamaño prodigio, mezcla de la obra de la naturaleza y la mano humana, hasta que Sheila puso el contrapunto prosaico:

—Resulta tranquilizador vigilar un mundo artificial tan minúsculo. En caso de surgir problemas, puede ser eliminado mediante un simple torpedo de antimateria —debió de percatarse de mi expresión reprobatoria, pues compuso un gesto de disculpa—. Deformación profesional; lo siento.

—Militares… —rezongué.

Conforme nos acercábamos a Valinor, fui apreciando mejor los detalles. La superficie negra, además de su función estética, cumplía otra mucho más utilitaria: la recubría una pintura fotorreceptora, captadora de energía. El armazón plateado correspondía a conducciones, pasillos y refuerzos estructurales. Era imposible reconocer ya la forma original de la nave generacional a partir de la cual se desarrolló.

Nuestro vehículo atracó en un puerto minero obsoleto, dotado de amarres magnéticos. Se notaba que aquella gente no salía mucho al espacio. Estaba enclavado en una especie de torre que brotaba del centro del mandala; o apelando a otro símil, en el ojo del huracán. La atracción gravitatoria se mantenía similar a la de la periferia gracias a unos generadores compensatorios. En aquella primera toma de contacto sólo pudimos entrever un hangar medio vacío, con algunas naves de carga en el fondo. No dispusimos de tiempo para estudiar los detalles, ya que un mensaje por radio nos urgió a seguir adelante. Tuvimos que enfundarnos unas escafandras de baja tecnología, como las que salen en las películas de época. La Armada nunca lleva equipamiento moderno a estos mundos, para evitar el espionaje industrial.

Caminamos hasta unas esclusas circulares, con un mecanismo de apertura de tipo iris, que comunicaban con una fría y aséptica sala de descontaminación de planta cuadrada y paredes blancas. No nos quedó otro remedio que someternos al humillante proceso de librar nuestros cuerpos y ropas de microbios presuntamente peligrosos, sin concesiones a la intimidad. Sheila y yo nos desnudamos y sufrimos una batería de duchas químicas sumamente desagradables. No era la primera vez que pasaba por semejante trance, y deduje que mi escolta también era veterana, así que nos lo tomamos con resignación. Por cierto, tenía un cuerpo precioso. Espero que el mío no quedara en mal lugar ante sus ojos. Y vosotras dos no os riáis, condenadas.

Por fin nos consideraron puros. Pudimos recuperar nuestras pertenencias, convenientemente examinadas y desinfectadas, y por megafonía nos guiaron a través de unos pasillos bellamente decorados con un arcaico y evocador estilo modernista. Tendían a evitar las esquinas en ángulo recto, las líneas rígidas. En las paredes había pegadas unas delgadas molduras que imitaban a la madera. Se retorcían y entrecruzaban siguiendo delicados esquemas que traían a la memoria un vergel umbrío. Todo parecía desierto; tan sólo nuestras voces y el eco de los pasos rompían el silencio.

—¿Se da usted cuenta de que aún no hemos visto a nadie en persona?

—En efecto, sargento —le respondí—. ¿Tímidos, recelosos, o simplemente nos desprecian?

—Ellos sabrán. Y llámeme Sheila. Lo noto a usted muy tenso, doctor.

—Claude, por favor. Táchala de tontería supersticiosa, pero no capto buenas vibraciones.

—Nunca me reiré de quienes se fían de su instinto. Si yo te contara… En el fondo, se trata de experiencia acumulada.

Llegamos a una sala que más parecía la nave central de una catedral gótica. La presidía un gran rosetón adornado con vidrieras que exhibían motivos profanos y teñían el ambiente de tonos pastel. Allí nos aguardaba un comité de recepción que no desentonaba con el entorno.

Había tres hombres y tres mujeres. Aún hoy me resulta difícil describir los sentimientos que me asaltaron entonces. Desde el punto de vista estético, podríamos considerarlos unos perfectos exponentes del canon clásico de belleza. En ellos no había rastro de manchas, imperfecciones o taras. Más bien nos hallábamos frente a estatuas dignas de Fidias: cuerpos altos, proporcionados, y rostros serenos, de piel tersa y ojos de límpida mirada. Los cabellos, rubios o castaños, estaban cortados con pulcritud. Los vestidos eran ricos, de impecable factura. Chaquetas, blusas, pantalones y botines lucían brocados y combinaban colores con armonía sutil. Portaban joyas caras, las justas para no caer en la ostentación grosera. Sus gestos eran comedidos, dotados de majestuosidad innata. Cuando hablaron, sus voces sonaron graves, pausadas, con aquel arcaico acento que pese a todo comprendíamos. Afirman que la primera impresión es la que cuenta. Pues bien, a mí me pareció que aquellos sujetos habían dedicado una eternidad a alcanzar la excelsitud. Más adelante supe hasta qué punto.

He examinado a más culturas de las que puedo recordar. Algunas de ellas eran increíblemente estrafalarias, y en más de un caso he tratado con quienes pretendían pasar por dioses. Siempre logré mantener el distanciamiento requerido para ser objetivo, pero en Valinor… Confieso que me sentí incómodo. En otros lugares se remedaba la perfección; aquí, simplemente existía. Aquellos individuos, seguramente sin pretenderlo, te hacían sentir como un pordiosero a su lado. Capté asimismo la incomodidad de Sheila; no era yo el único paranoico, menos mal.

Nos saludaron con reverencias corteses; nada de estrechar la mano o cualquier gesto que implicase contacto físico. Quien llevaba la voz cantante dijo llamarse Jasón Caligandar, un hombre bien proporcionado, alto y rubio, de edad indeterminada, con ojos de color avellana que sólo me transmitieron una sensación: la inmutabilidad. De su cuello pendía un collar de plata con una diminuta representación de Valinor. Era el portavoz de la Junta Rectora, y le acompañaban otros miembros de la directiva. Nos los presentó uno a uno. Algunos de ellos serán relevantes para mi historia, y ya los conoceréis cuando convenga. Tras las formalidades imprescindibles, Caligandar preguntó:

—Antes de entrar en materia, nos ocuparemos de que sus posesiones sean llevadas a la residencia temporal que les asignemos. Desconocemos sus costumbres y usos sociales. ¿Dormirán juntos o por separado?

—La relación entre la señora Lynch y yo es estrictamente profesional —me apresuré a responder. No empleé el término sargento. Sheila me había pedido que fuera discreto. Aquella gente no tenía por qué saber que ella pertenecía a las Fuerzas Armadas. Podría tratarse de una escolta privada o una asistente contratada para la ocasión.

—Habitaciones individuales pero comunicadas —intervino Sheila—. Es mi misión ocuparme de la seguridad del doctor van der Plaats.

Los nativos la miraron como si se tratara de un bicho raro.

—Hemos aceptado su presencia con cierta reluctancia, señora Lynch —replicó Caligandar—. Podemos garantizar el bienestar de nuestro invitado.

—Ya —en el rostro de Sheila se esbozó una sonrisa maliciosa—. En tal caso, ¿para qué lo han llamado?

Touché. Se hizo un incómodo silencio. Mi acompañante no había sido inspirada por los dioses de la diplomacia. Al cabo de unos segundos, Caligandar, muy digno, nos rogó que lo siguiéramos.

—Sería adecuado que dispusieran de una visión previa de nuestro mundo, antes de tratar asuntos de interés mutuo.

Fue una experiencia equiparable a la de pasear a lomos de una alfombra mágica por un escenario de cuento de hadas, una mezcla del Bagdad de las Mil y Una Noches y la élfica Rivendel. La plataforma agravitacional nos llevó a través de espacios amplios, concebidos para que simulasen abrirse al aire libre, frente a otros recónditos, íntimos, como el jardín de Lindaraja en la Alhambra. Los edificios, monumentos, templetes y pérgolas eran gráciles, pletóricos de curvas y arabescos, y combinaban con una vegetación oscura en la que abundaba el tejo, el arrayán y las azaleas. Creí vivir en un sueño del cual no apetecía despertar. A nuestro alrededor caminaban los habitantes de Valinor, sin prisas, atendiendo a sus asuntos. Todos eran apuestos hasta rozar la perfección, provocando en mí una sensación de extrañeza, de rechazo incluso. Intuí que a Sheila le ocurría algo parecido.

El recorrido finalizó a las puertas de nuestro alojamiento, una especie de vivienda troglodita enclavada a los pies de un acantilado artificial tapizado de enredaderas. Casi todas las zonas residenciales estaban integradas en entornos naturales simulados. Incluso tuvimos que cruzar un puente sobre un arroyo de aguas cantarinas.

—Ahora podrán descansar y tomar un refrigerio hasta el momento de nuestra primera reunión de trabajo —propuso Caligandar—. Confío en que nuestro mundo les haya parecido agradable.

Antes de que pudiera responder con alguna fórmula educada, Sheila se me adelantó. Descubrí que era muy observadora. No obstante, me molestó un poco esa tendencia suya a robarme el protagonismo.

—¿Dónde guardan los niños? Sólo he visto adultos por las calles.

Caligandar la miró con expresión inescrutable.

—¿Niños? ¿Para qué?

—Pues ya sabe… Las nuevas generaciones tienen que ir cubriendo las vacantes que dejan los viejos al morir. Ley de vida.

Nuestro anfitrión se permitió una leve sonrisa.

—¿Quién le ha dicho a usted que nosotros morimos?

Para un antropólogo, escuchar algo así supone una conmoción. Estuve a punto de sufrir una taquicardia. Sin embargo, Sheila y yo pusimos caras de póquer, como si visitáramos a inmortales todos los días. Éramos profesionales. Eso sí, nos acabábamos de topar con algo muy, pero que muy serio.

6

LA reunión se celebró en una discreta sala del edificio gubernamental. Paredes y techos eran de un blanco nacarado, con adornos dorados que imitaban motivos vegetales. La estancia en ella resultaba agradable, relajada. En esta ocasión nos recibió Caligandar en solitario. No disimuló su incomodidad hacia Sheila.

—Vamos a tratar temas sensibles —insistió—. ¿De veras es necesaria su presencia?

En mi fuero interno, estaba rabiando por estudiar una sociedad de presuntos inmortales, pero no quería arrinconar a Sheila. Además, así podría averiguar lo desesperados que estaban para solicitar mi asesoría.

—La ayuda de la señora Lynch me resulta imprescindible. Si le parece mal…

Caligandar hizo un gesto de resignación. A pesar de sus recelos quedaba claro que nos necesitaban.

—Usted gana —por primera vez, su fachada de aplomo se cuarteó; aquella situación le era muy embarazosa—. Su notable currículo nos indujo a requerir sus servicios, doctor. Usted no es un antropólogo al uso. En su haber figuran varios doctorados; en concreto, Psicología y Medicina Forense. Se ha ganado una sólida reputación ejerciendo de consultor para diversas instituciones, tanto públicas como privadas. Concretamente, ha aplicado sus conocimientos en la resolución de problemas… delicados.

—¿Se refiere a los psicópatas? —asintió con renuencia—. En efecto, las fuerzas policiales de varios mundos me han llamado para que las ayudara a comprender el funcionamiento de las mentes criminales. Hay lugares tranquilos en el Ekumen donde estos comportamientos antisociales resultan ajenos, incomprensibles. De vez en cuando surge alguno, como una mala hierba en un campo de flores delicadas, y los nativos son incapaces de asimilarlo. Al quedar fuera de su experiencia cotidiana, carecen de recursos para enfrentarse a la anomalía y la situación los supera. Sin embargo, no suelen solicitar el envío de una delegación oficial de nuestro Gobierno, con criminalistas expertos. Eso supondría alarma social, menoscabo de su soberanía, ofensa al orgullo patrio… En cambio, pedir el consejo de un profesor universitario, sobre todo si es discreto, resulta más llevadero. Se trata de su caso, ¿verdad?

Caligandar me miró fijamente y asintió. Su cara volvió a tornarse en máscara inexpresiva.

—Usted lo ha dicho: nos supera. Costó milenios forjar una sociedad perfecta. El número de habitantes de Valinor fue calculado en función de los recursos disponibles, acordes con nuestra calidad de vida: 101.394; ni uno más. Cada persona ocupa el puesto para el que está más capacitada, y que le reporta las mejores satisfacciones. Nadie debe temer que algún advenedizo lo reemplace, o que cambios imprevistos lo turben. La extinción personal y el deterioro físico fueron proscritos. Gozamos de unos cuerpos en plenitud de facultades, por siempre —miró de reojo a Sheila, e intuí que con lástima—. Tenemos ante nosotros una eternidad para perfeccionar nuestras habilidades y alcanzar lo óptimo. Hemos dejado atrás lo malo, lo efímero.

—Y sin embargo… —apuntó Sheila.

—Veinte, treinta siglos de estabilidad, de realización plena, idílicos —Caligandar prosiguió como si no la hubiera oído—. Nuestros sueños, cumplidos, pero ahora… Una oleada de crímenes injustificables —movió las manos en un gesto de impotencia—. Con saña, además. ¿Por qué nos ocurre esto? ¿Cómo detenerlo? Ojalá pueda usted iluminarnos.

Caligandar calló y aguardó mi respuesta. Por supuesto, habría vendido mi alma para que me dejaran investigar tan notable caso, pero no debía exteriorizar mi interés. Dejé que aflorara mi vena de negociante.

—Durante mucho tiempo han desdeñado la ayuda de la Corporación, y ahora la necesitan. Conozco a mi Gobierno, y eso tendrá un precio.

—¿Cree que no lo sabemos? Ha sido usted muy discreto no mencionando el tema de la inmortalidad, que sin duda les interesará. Negociaremos. Ofrecemos compartir nuestra sabiduría médica a cambio de la paz, de que todo vuelva a ser como siempre. A usted se le retribuirá con generosidad.

Simulé dudar durante unos instantes.

—Muy bien. Necesito saber los detalles de su estructura social, y eso implicará libre acceso a lugares y personas.

—Siempre que me comunique primero sus propósitos y necesidades.

—Justo. Además, tendrán que ponerme en antecedentes de los crímenes. Deberán facilitarme todos los informes policiales que existan hasta la fecha, sin ocultar nada.

—Sea —asintió Caligandar con gravedad.

—Debe quedar meridianamente claro —advertí— que no garantizo el éxito. En demasiadas ocasiones los delitos quedan impunes.

—Procuraremos que en esta ocasión no ocurra así —Caligandar se levantó de su silla y nos acompañó a la puerta, siempre sin tocarnos—. En el ordenador de su alojamiento podrán consultar lo que sabemos del asesino.

—¿Uno o varios? —preguntó Sheila.

—Parece obra de un criminal solitario —respondió Caligandar—. Creemos imposible que surjan dos o más monstruos semejantes en una sociedad como la nuestra.

Sheila y yo nos cruzamos miradas elocuentes, aunque no abrimos la boca.

7

—Menuda escabechina.

—Y que lo digas, Claude; aunque me quedo con el tercero, por lo vistoso.

Tuve que meterme entre pecho y espalda una copa de coñac para mantener el aplomo. Saña, había apuntado Caligandar. Se quedaba corto. Sheila, en cambio, no parecía afectada. Más bien se mostraba muy interesada, como un alumno aplicado en plena clase magistral de su profesor más venerado. Yo agradecía su presencia. Tenerla allí en mi alojamiento, en camiseta y pantalón corto, me tranquilizaba. Parecía una jovencita algo irreflexiva, pero eso sería infravalorarla. Sin duda, había visto sangre antes. Además, dos cabezas piensan más que una. Ella no era universitaria, sino una profesional de la milicia. Aportaba un punto de vista diferente de las cosas, y a fe mía que lo íbamos a necesitar.

—Todos los crímenes son producto de la misma mano —admitió—. Fíjate en la manía de escribir en la pared, con sangre, la letra «P» seguida de un número, en orden cronológico. También destaca el detalle de añadir los minutos que duró la agonía de la víctima. Huele a asesino solitario.

—O a varios actuando coordinadamente —repliqué—. Pero estoy de acuerdo contigo. Una persona sola podría ser la responsable. Todos esos pobres diablos fueron pillados por sorpresa, inmovilizados y maniatados antes de… Bueno, de trabajárselos. Aunque la forma de liquidarlos varía, hay algo en común, una especie de firma del autor: la meticulosidad a la hora de preparar los escenarios y borrar pistas. No se trata de arrebatos pasionales, precisamente.

—Es una pena que los nativos no dispongan de medios modernos de vigilancia. ¿Y sus sistemas informáticos? ¡Ni siquiera tienen inteligencias artificiales!

—Sí; nos enfrentamos a una desafortunada mezcla de tecnología obsoleta y amor desaforado por la intimidad. Junto a la ausencia de delitos, al menos hasta hace poco.

Repasé los casos por orden cronológico. P1 correspondía a un varón, juglar de profesión. Lo habían desollado, y luego extendido la piel como si fuera la vela de un barco. La desdichada víctima fue ahogada después en la bañera de su propio domicilio. La piel se la arrancaron ante mortem.

P2 correspondía a otro hombre, en esta ocasión un reparador de placas solares. El asesino parecía haberle tomado el gusto a los cuartos de baño. Tras maniatar a la víctima, la colocó en el cubículo de la ducha. Abrió el grifo y luego cerró y selló la mampara. El pobre tipo se ahogó en aquella suerte de pecera, que tardó bastante rato en llenarse.

P3 fue una mujer, una jardinera. También acabó sus días en la bañera de casa, pero de manera un tanto peculiar. Medio cuerpo había sido literalmente cocido en agua muy caliente. Para rematarla, le habían vertido nitrógeno líquido por la cabeza. El aspecto del cadáver era ciertamente pintoresco.

La cuarta hazaña del asesino seguía con la fijación del baño, aunque siempre hacía gala de un toque de originalidad. En este caso, P4, un ujier de la sede de la Junta Rectora, había sido metido en la bañera y macerado en una solución de ácido clorhídrico y varios enzimas industriales. Literalmente, lo habían digerido vivo.

Luego, de repente, cambiaba el escenario. No más baños.

Valinor reciclaba la materia orgánica de formas diversas. Miríadas de invertebrados, bacterias y hongos convertían las sustancias de desecho en nutrientes aptos para el consumo. Minúsculos depredadores controlaban las poblaciones microbianas en aquellos primorosos ecosistemas. El asesino había agarrado a una de las supervisoras y, tras maniatarla, le había introducido la cabeza en un tanque de reciclado. Los insectos y hongos se habían comido las partes blandas. Las imágenes que contemplamos de P5 no resultaban agradables.

P6, en cambio, movía a la risa. Era un afamado deportista, con una musculatura digna del mejor culturista. Lo hallaron en el salón de su casa, atado a la mesa igual que sobre un ara sacrificial, ataviado con un ridículo vestido de flores estampadas. Lo habían asfixiado con un vulgar gorro de baño de plástico. Después de castrarlo, dicho sea de paso.

P7, al igual que sus infortunados predecesores, tardó lo suyo en morir. Se trataba de una conocida presentadora de televisión. Dieron con ella en el camerino, esposada a un sillón giratorio. El asesino le tiñó el pelo con una mezcolanza de potingues que condujo a resultados espectaculares. Por desgracia para la mujer, con los tintes había añadido un veneno paralizante, al estilo del curare. Los músculos dejaron de bombear aire a los pulmones poco a poco. La agonía fue larga; la pobre no llegó a perder la consciencia hasta el final. Ofrecía una imagen lastimosa, carente de dignidad: el horror en los ojos, y aquella pelambrera de payaso cutre… Dudo que pueda olvidar alguna vez tan patética estampa.

P8 cerraba la lista, por el momento. Me sorprendió descubrir que era el secretario de Caligandar. Aquí, el asesino exhibió un notable ingenio y habilidad técnica, a la par que una considerable mala uva. Logró adaptar y amarrar a la cabeza de la víctima una máquina lijadora portátil, convirtiéndola en un instrumento de tortura y muerte. Empezó por los ojos y, con lentitud, no paró hasta reducir a pulpa la cara y parte del cráneo. El propio secretario, al forcejear, se iba infligiendo más y más daño.

En todos los casos, el criminal había estado presente hasta el final, no me cabía duda. Y en Valinor esperaban que yo atrapara a semejante monstruo.

8

APAGAMOS la pantalla del ordenador y guardamos un largo silencio. Intenté dejar la mente en blanco para soslayar los detalles truculentos y ordenar las ideas. Recorrí con la mirada las paredes del apartamento, ambientado como una acogedora cueva, con rocas de muy diversas texturas entreveradas de cuarzo y oro. Unas lámparas que imitaban estalactitas emitían una luz que no molestaba a los ojos. Aquella gente sabía vivir, pensé.

—Un psicópata sumamente creativo, ¿no crees, Claude? —dijo Sheila, al fin.

—Eso resulta lo más llamativo. Lo usual suele ser que repitan el modus operandi, a veces muy ingenioso y elaborado. No obstante, he leído en la bibliografía casos similares al que nos ocupa. Nuestro amigo parece ajustarse a un guión o un manual. ¿Has oído hablar del Comediante de Algol? —negó con la cabeza—. Lo apodaron así porque sus crímenes se guiaban por los tormentos que Dante imaginó en la Divina Comedia. Asimismo, me viene a la memoria aquel demente de Hlanith que seguía los cuentos de los hermanos Grimm, o ese otro amante de los cuadros del Bosco…

—Excelente teoría. ¿Dónde se inspirará nuestro asesino, Claude?

—Ojalá lo supiera. Apuesto que en algún oscuro texto presente en la biblioteca de la generacional. Habrá que investigarlo, aunque se me antoja que será como la búsqueda de la aguja en el pajar —me incorporé de la silla y di unos pasos para desentumecer los músculos—. Nuestros anfitriones creen que examinando estos archivos, y por arte de magia, voy a proporcionarles el nombre del culpable. Ilusos… Como mínimo, antes tengo que empaparme de su cultura. Deseo hablar con la gente; saber cómo piensan, qué aman, qué odian, qué temen, cuáles son sus tabúes… Tal vez así dilucidemos cómo pudo surgir una bestia despiadada en lo que semeja un oasis idílico.

—Seguramente pondrán dificultades a que intimemos con los nativos. ¿Te fijaste en lo reservados que son? Nada más vernos, crearon frente a nosotros un muro de incomunicación.

—Si no lo derriban será contraproducente para ellos.

—Me pregunto cómo trabajará el cuerpo de Policía, suponiendo que exista —sonrió—. Bien, ¿por dónde empezamos? Confieso que me excita, en el casto sentido del término, trabajar con un investigador de tu calibre.

—Sin ironías, Sheila —le devolví la sonrisa—. Tendremos que abrir dos frentes de actuación. Por un lado, el estrictamente policial. Estudiaremos meticulosamente los informes que nos han facilitado. ¿Cuándo se cometieron exactamente los crímenes? ¿Existe relación entre las víctimas? ¿Dejó el homicida indicios relevantes, como huellas o ADN? ¿Se beneficia alguien con esas muertes? ¿Sabe la Policía algo que nos oculte, por el hecho de ser forasteros?

Sheila me interrumpió.

—¿Habrá trascendido a la población lo del asesino en serie, o la élite lo mantendrá en secreto?

—Uf… Veo difícil que en una sociedad de cien mil habitantes, los cuales han tenido milenios para conocerse al dedillo, pueda escamotearse algo tan grave.

—Trato de imaginar cómo se sentirán, al darse cuenta de que uno de ellos es capaz de esas atrocidades.

—Sí; cuesta creer que alguien desarrolle tanta creatividad para el mal.

—Ha tenido milenios para pensar hasta el último detalle de sus acciones.

Me estremecí. No se me había ocurrido.

—Maldita sea. El rencor crece con el tiempo, y estamos trabajando con eternos. Puede que una pequeña ofensa recibida a saber cuándo se esté cobrando ahora, con intereses.

—No envidio tu tarea, Claude. Más aún, cuando podrías convertirte en objetivo del asesino. ¿Te has parado a pensarlo?

—Gajes del oficio —me encogí de hombros, aunque no pude evitar estremecerme—. Bueno, si me pegan un tiro, se supone que tú interpondrás el cuerpo entre la bala y yo —bromeé, para quitar hierro a la situación.

—En la Academia nos enseñaron que lo más sensato es agacharnos en cuanto empieza el jaleo. Así tendremos la oportunidad de atrapar después al asesino, interrogarlo para detener a sus posibles cómplices y llevar flores al funeral de nuestro defendido.

—He visto demasiadas películas, entonces. Ya en serio, tendré que convencer a Caligandar de que me deje entrevistar a quienes yo decida y… ¿Eh? ¿Qué pasa ahora?

De momento, mis planes tendrían que aplazarse. Acabábamos de recibir un mensaje urgente. Se requería nuestra presencia inmediata. P9 nos aguardaba. Tragué saliva y fui en pos de Sheila.

9

LA plataforma, conducida por un hierático chófer que no abrió el pico en todo el trayecto, nos dejó en la parte trasera de un edificio oficial, junto a un recoleto jardín. Estaba desierto. En cambio, alrededor de una puerta había un grupo de valinoríes.

—Esto los sobrepasa —me susurró Sheila.

Ya no parecían dioses altivos. Hombres y mujeres se movían rígidos, tensos, desconcertados. Uno de ellos vomitaba hasta la última papilla, con la mano apoyada en una esquina. Caligandar también estaba allí, tieso como un palo, pero con el semblante crispado.

Para sorpresa de propios y extraños, Sheila, tras echar un vistazo con ojo crítico, tomó las riendas de la situación. Era una pequeñaja, comparada con aquellos soberbios ejemplares de humanidad, pero a diferencia de ellos sabía qué hacer en momentos de crisis. Su autoridad se impuso sin discusión, y yo quedé relegado al papel de asistente.

—Corríjame si me equivoco —le dijo a Caligandar—, pero no disponen ustedes de especialistas forenses. Ni de agentes del orden, añadiría.

—Resultaban inútiles, al menos hasta ahora —la voz del hombre era gélida; luchaba por recobrar la compostura—. Estos menesteres tan… desagradables se adjudican temporalmente por sorteo entre los funcionarios.

—Me lo temía —Sheila se volvió hacia mí—. ¿Estás acostumbrado a examinar muertos frescos, Claude? ¿O estudias tus casos mediante informes, fotos y holografías?

—Lo último, y a ser posible sentado cómodamente en una butaca —admití—. De todos modos, las holos suelen ser muy realistas.

—Ja… Bien, déjame pasar a mí primero —se dirigió a los atribulados nativos—. ¿Han tocado algo?

Lo negaron vehementemente, y Sheila entró en el edificio. Salió al cabo de un rato, con expresión de profunda concentración y los labios apretados. Me tendió un objeto plano.

—Aplícate este parche en el cuello, Claude. Evitará las náuseas. Créeme, lo vas a necesitar.

Había logrado ponerme nervioso. Traté de sonar despreocupado.

—¿De dónde lo has sacado, Sheila? Estoy seguro de que registraron nuestros equipajes a conciencia durante la descontaminación.

—No preguntes. Entremos.

Atravesamos los pasillos blancos y con adornos florales tan típicos de Valinor y pasamos a un despacho muy parecido al de Caligandar. Ahora no me pareció tan lindo y acogedor. Agradecí infinito llevar el parche.

A la víctima la habían matado a base de arrancarle trozos de carne con unas tenazas y quemarla parcialmente con un soplete. Le habían extirpado las uñas de las manos, para rematar la macabra faena. En la pared, bajo el «P9» de rigor, había otra inscripción con sangre: «72’». La agonía de aquel desdichado había durado casi hora y cuarto, sin que nadie acudiera en su auxilio. Triste forma de acabar.

—Es muy distinto contemplarlo de primera mano que estudiarlo en la asepsia confortable de un despacho universitario, ¿verdad? —preguntó Sheila en un susurro.

Di un respingo y asentí en silencio. Una holopantalla, por muy hiperrealista que fuese, no podía transmitir ciertos detalles esenciales. El olor, por ejemplo. Era como si un pánico denso impregnara las paredes. A ello se unía la enervante sensación de hallarse en el mismo lugar que el asesino había ocupado poco antes. Un supersticioso diría que su aura aún seguía allí; al igual que el alma del difunto, implorando piedad. O justicia, lo único que cabía otorgarle ya.

Mientras yo trataba de mantener la compostura y el contenido del estómago en su sitio, Sheila estudiaba el escenario con una fijeza desusada. Pensé, en plan de chanza, que parecía tener rayos X en los ojos. Cuando habló, me sorprendió de nuevo.

—El sujeto murió hace poco más de tres horas. El asesino fue muy concienzudo. No ha dejado huellas.

—¿Cómo lo sabes? —repliqué, entre perplejo y suspicaz.

—No preguntes —alzó la vista al techo—. Se me hace raro estar en un edificio oficial sin cámaras de seguridad; ni aquí, ni en los pasillos ni en las entradas. El criminal debe de sentirse como una de esas ratas que viajaban en los antiguos barcos de la Vieja Tierra. Cuando fondeaban en las remotas islas de Oceanía, los roedores saltaban a tierra y profanaban un auténtico edén: ausencia de depredadores y presas por doquier, indefensas, incapaces de competir con las invasoras.

—Caramba; eres una mujer muy leída, para tratarse de una militar —bromeé, intentando sacudirme el talante fúnebre que imponía aquel sitio cerrado.

—Hablando de otra cosa, ¿te has fijado en cómo se llamaba el occiso?

Seguí con la mirada su indicación. Sobre la mesa del despacho había una placa de bronce con el nombre y cargo de su ocupante.

—Pirítoo Caligandar… —murmuré.

—Mi hermano —se escuchó una voz a nuestras espaldas.

Nos dimos la vuelta. Jasón Caligandar avanzó lentamente y se detuvo frente al muerto. En su rostro, como tallado en alabastro, no se movía un músculo. Estuvo contemplando fijamente el cuerpo mutilado de su hermano, la cara medio oculta por la mordaza, con unos ojos inyectados en sangre que casi se le salían de las órbitas por el terrible dolor padecido. Me apiadé de él. Lo tomé por el brazo y no se resistió.

—Lo siento. Salga de aquí, por favor. No lo mire más.

Me siguió mansamente. Me di cuenta de que bajo la fachada imperturbable estaba muy afectado. Sin embargo, logró mantener la entereza, sin derrumbarse. Ya en la calle, pudiendo al fin inhalar un aire menos viciado, se desasió de mí.

—Desearía hablar con usted… con ustedes, después de las exequias —dijo, sin mirarme a la cara—. Ahora, si me disculpa…

Se alejó caminando erguido, como si levitara. Respiré hondo y volví a entrar en el edificio para reunirme con Sheila. Vi cómo procesaba el escenario del crimen e interrogaba a los testigos. Actuó como una profesional, pero al final del día nada pudimos sacar en claro. El psicópata seguía eludiéndonos.

10

PARA cuando se celebraron las honras fúnebres por Pirítoo, ya había logrado recuperar el distanciamiento con la cosa observada que se requería para mi tarea. Intenté tomar nota de todo con imparcialidad, sin dejarme llevar por las emociones.

El acto en sí fue muy modesto; casi diría que se llevaba a cabo a escondidas. Tuvo lugar en las entrañas de Valinor, al lado de la zona de reciclaje. Era un recinto sin adornos, con manchas de humo en las paredes. No se pronunciaron discursos ni panegíricos. Los restos mortales se arrojaron a unos biorreactores, que reciclarían la materia orgánica. De fondo sonaba una música cautivadora y emotiva, donde la tristeza se mezclaba con la esperanza. Contrastaba acusadamente con la impasibilidad de los presentes y lo desangelado del entorno. Aparte de Jasón Caligandar, sólo había una docena de nativos, quietos como esfinges.

—Los eternos no saben enterrar a sus muertos —aventuró Sheila—. Salvo los allegados, el resto de la población prefiere ahorrarse el mal trago.

—Ocurre lo mismo en los mundos del Ekumen con mayor esperanza de vida. Tratamos de convencernos de que seremos eternamente jóvenes, que no envejeceremos, que la Dama de la Guadaña pasará de largo. En los viejos tiempos, convivíamos con el concepto de extinción personal. La gente se preparaba para bien morir: en casa, rodeada de familiares y amigos, en vez de en un hospital, conectada a unas máquinas que se limitan a pitar cuando el corazón cesa de latir. Los velatorios se celebraban in situ y eran acontecimientos sociales. Tan sólo en unos pocos planetas, como Nova Batavia, se mantiene hoy en día ese espíritu carente de miedo. Aquí, en Valinor, el rechazo a la muerte es infinitamente más acusado. Tienen demasiado que perder.

Guardamos un respetuoso silencio desde nuestro discreto observatorio, mientras las últimas notas de aquella singular marcha fúnebre languidecían en el aire. Vimos que los asistentes cruzaban unas frases con Caligandar y luego se iban. Sheila y yo también nos marchamos, paseando despacio. Fue un alivio salir a un espacio abierto rodeado de árboles, y oler la hierba recién segada.

—Ese hombre está tocado del ala. Podríamos aprovechar su frágil estado anímico para lograr que nos facilite el acceso a sus bases de datos reservados, Claude.

—¿Por quién me tomas, Sheila? —la miré, escandalizado, mas enseguida le sonreí—. Ya lo he pensado, y haré lo que pueda. Creo que la clave de lo que ocurre en Valinor podría ocultarse en los archivos del viaje de la Escitia. Llámalo una corazonada. Y tengo que conseguir hablar con otros nativos. La conversación personal rinde mucha más información que la contenida en las simples palabras.

Vagabundeamos sin rumbo fijo por aquella ciudad de cuento de hadas, observando el paisaje y el paisanaje. Los nativos nos miraban disimuladamente cuando pasábamos a su vera, y luego seguían con sus pláticas. De todos modos, no hablaban mucho. Supongo que al cabo de milenios de tratarse, era difícil encontrar algo nuevo que decirse. Aunque ahora sí que podían, y con motivo.

—¿Te has fijado en que casi nadie va solo?

Sheila poseía la habilidad de captar al vuelo los detalles anormales. Como ayudante de campo, no tenía precio.

—Es una medida de precaución. Protección mutua. No los culpo por asustarse.

—Están acojonados. Se les nota, aunque controlan férreamente el lenguaje corporal.

—¿Eres experta en comunicación no verbal? Pareces una caja de sorpresas…

—Me pagan para eso, entre otras cosas —giró la cabeza hacia un cuarteto de nativos que tomaba una plataforma flotante—. Pobrecillos. No es sólo el miedo a perder la vida eterna. El psicópata los putea al derecho y al revés antes de darles el pasaporte al otro barrio.

El paseo prosiguió. Cruzamos una plaza muy concurrida a esa hora. Fue divertido comprobar cómo se apartaban a nuestro paso disimuladamente, como quien no quiere la cosa.

—Igual que agua y aceite —dije—. Me gustaría saber qué cotillean sobre nosotros cuando creen que no los escuchamos.

—Mayormente, que tú estás muy flaco y que yo soy una canija con el pelo de color zanahoria y un cutis abominable. Asimismo, somos la evidencia biológica de cómo ha degenerado la especie humana en el Exterior. Así llaman los valinoríes al resto del universo. También sufren como un insulto que permanezcamos aquí. No creen que podamos enseñarles algo que ellos ya no sepan. Por supuesto, también conversan de temas filosóficos profundos e incomprensibles para el resto de los mortales. De lo que no dicen ni pío es de los asesinatos. Quizá prefieran discutirlo en la intimidad.

—Qué oído más fino. Al final serán ciertos los rumores acerca de las modificaciones que sufrís los soldados en los laboratorios de la Armada.

—No preguntes.

Me paré y la miré con falsa severidad.

—Caray. A saber qué me asignaron como ayudante.

Sheila puso los brazos en jarras y me contempló fijamente, siguiendo la broma.

—¿Algo que objetar?

En realidad, sí que estaba un poco disgustado. Hasta la fecha siempre había trabajado solo o acompañado de becarios de doctorado. Todos sabíamos quién era el jefe. Yo dirigía y acaparaba los elogios, pero también daba la cara cuando había que enfrentarse a las críticas. En cambio, Sheila tendía a obrar según su antojo, extralimitándose, aunque movida por las buenas intenciones. Recordaba a uno de esos procesadores de texto que no hacen lo que tú quieres, sino lo que creen que es bueno para ti. Pero no pude enfadarme con ella. Aquellos ojos verdes me desarmaron. Estaba adorable.

—Ni por asomo. Hacía mucho tiempo que no me hallaba en compañía tan grata —repuse, sin pensar.

Ella enarcó las cejas.

—Hablas en serio. Esto es nuevo. Gracias —y me ofreció el brazo.

Recorrimos juntos los jardines de Valinor, sin prisas. Pocas veces he sentido una paz de espíritu semejante. Fue un rato delicioso, en el que logré abstraerme de la misión, de los crímenes, de la omnipresencia del psicópata, que podía ser cualquiera de los ciudadanos que nos cruzábamos en nuestro deambular. Incluso nos sentamos en un banco, a contemplar cómo se oscurecía la cúpula y la protoestrella refulgía en el cenit en toda su gloria. Un momento mágico, sí.

Pero todo lo bueno se acaba. La triste realidad terminó imponiéndose. Las imágenes de horror y sangre acudieron de nuevo a mi cabeza, y con ellas algo más. Sheila se percató.

—¿Qué te ocurre, Claude? —preguntó, solícita.

—Te parecerá una tontería, pero… —respondí, con la mirada perdida en el espectáculo celeste—. Mi mente ociosa no ha podido evitar repasar los casos, y con ellos he experimentado una sensación de dèja vu, de familiaridad vaga. Muy vaga.

—¿Podrías concretar más?

Negué con la cabeza. Era como esos sueños inaprensibles, que se olvidan justo al despertar y te dejan una sensación inquietante.

11

SE repetía la misma pesadilla que sufrí de chaval. Vagaba por un pasillo interminable, sin principio ni fin, en penumbra, con la horrible sensación de que algo se abalanzaría sobre mí desde las paredes. Éstas aparecían ocupadas por formas apenas esbozadas, como bajorrelieves erosionados. Me parecía que, pese a su inmovilidad, serían capaces de liberarse a menos que yo no me detuviera. Pero me cansaba. Tenía que parar. Y…

Me desperté empapado en sudor. La puerta que comunicaba nuestros alojamientos estaba abierta, y en ella se recortaba la figura de Sheila.

—Te he oído gritar, Claude. ¿Te encuentras bien?

Me incorporé, enjugándome la frente con el dorso de la mano.

—Sólo un mal sueño. El escenario de P9 me ha afectado más de lo que estoy dispuesto a admitir. Tendría gracia que, a mi edad, necesitara dormir con la luz encendida.

—El truco de fingirse un adulto sensible y atribulado para llevarse a la chica al huerto está ya muy visto, Claude —dijo en tono ligero desde el umbral, aunque se acercó a la cama y se sentó en un sillón—. Pero si te tranquiliza hablar, aquí me tienes.

Cosa rara, le confesé mi pesadilla, aunque suelo ser reservado a la hora de desvelar mis sentimientos al prójimo. Pero algo en mi compañera de fatigas me inducía a sincerarme con ella. Cuando finalicé el relato, inclinó su cuerpo hacia mí. Pude olerla: un sutil perfume que no pude identificar, agradable y fresco. Algún pensamiento non sancto me pasó por la cabeza.

—Sueños… ¿Sigues teniendo esa sensación de dèja vu respecto a la serie de asesinatos?

Aquello le sentó a mi libido como una ducha fría, palabra de honor.

—Es molesta, igual que una llaga en la boca por la que no puedes dejar de pasar la lengua —admití—. O tener algo en la punta de la ídem, y ser incapaz de recordar el término exacto.

—Hay una manera.

La miré entre las sombras, sin comprender. Se levantó, fue a su cuarto y regresó al poco. Portaba algo en la mano derecha. Me lo mostró.

—Alto secreto. Tranquilo; me cercioré de que no hubiera sistemas de vigilancia espiándonos. Se trata de una ampolla autoinyectable que contiene una droga de diseño. Esta chulada es más cara que tu sueldo de un año. Deriva de un suero de la verdad de última generación. No, no me preguntes cómo la colé en Valinor. Desbloquearía tus recuerdos. Si realmente en algún momento de tu vida leíste algo relacionado con el modus operandi del asesino, la droga lo hará aflorar. Nada se pierde por intentarlo.

—Qué va; sólo mi cordura —ahora sí que estaba bien despierto y alerta; más bien, dolido porque tratara de experimentar conmigo—. Sé lo que hacen las drogas militares con los neurotransmisores. Me gano la vida gracias a mi materia gris, y me gustaría mantenerla en las mejores condiciones posibles.

—La droga es inocua, Claude. Simplemente, libera y conecta a gran velocidad rutas neuronales perezosas.

—Sí, eso dicen los camellos cuando tratan de venderte lo último en alucinógenos. No soy un santo, pero me gusta saber qué me meto en el cuerpo antes de probarlo —objeté, cada vez más irritado. Mi escolta se propasaba, rozando lo inadmisible.

—¿Confías en mí, Claude?

A duras penas pude intuir en la penumbra el brillo de sus ojos esmeralda. Y la creí. Como un pardillo. Traté de convencerme de que obraba así en pro de la resolución del caso. Pero la realidad era otra; me movían las emociones, no la razón. Asentí.

—Te agradezco la colaboración —ahora sonaba como un médico veterano—. Al principio sufrirás una leve desorientación, pero el sedante suave que acompaña al principio activo suprimirá los síntomas desagradables. Reclínate. Deja los brazos laxos a lo largo del cuerpo; las manos, con las palmas hacia arriba. Y ahora, sueña. Pero recuerda siempre: estoy a tu lado. Jamás permitiría que te ocurriera algo malo.

Noté una breve presión en la carótida, un siseo y algo helado y húmedo en el cuello. A continuación se hizo la oscuridad, y acto seguido comenzó la función.

Afirman que cuando vas a morir, el cerebro te obsequia con la película de toda tu vida en unos instantes. Así lo experimenté. El tiempo perdió sentido. Rememoré situaciones que creía olvidadas. Mi infancia en el pólder, el primer libro que me regaló mi abuela (una novela de piratas, por cierto), cuando aprendí a montar en bici y el trompazo que me llevé contra una farola, las nanas que cantaba mamá, las peleas con mis hermanos, mi primera novia, el accidente que casi me costó la vida, la muerte de mis padres en aquel atentado sin sentido, los compañeros de universidad, los nervios previos a la defensa de la tesis doctoral, las decepciones, las alegrías, los sobresaltos, los viajes, la camaradería, el amor, el odio… Todo a la vez al tiempo que respetando el orden cronológico, por absurdo que os parezca. Era abrumador, pero lo soporté. Sabía que alguien velaba por mí.

Luego, un momento o una eternidad después, la película se congeló. Mis vivencias quedaron exhibidas como en las vitrinas de un museo clásico: una sucesión de escenas atrapadas cual insectos en ámbar fósil. Una sombra planeaba sobre ellas: el relato de los crímenes. Buscaba afinidades, como un virus a la caza de moléculas diana en la célula anfitriona. La sombra pasó sobre mis apuntes de la carrera, mis lecturas antiguas, las películas visionadas, las culturas que estudié, sin hallar nada. Pareció impacientarse, mudando su forma como el humo, hasta que de repente picó y se posó sobre algo, cubriéndolo como una bandada de buitres encima de una carroña.

Desperté, confuso. Creí hallarme en una gruta en el corazón de la tierra, hasta que reparé en los detalles del dormitorio. Sheila ahuecaba la almohada para que estuviera más cómodo. Me ofreció un líquido en un vaso.

—Necesitarás una fuente de glucosa. Tus neuronas han trabajado a un ritmo endiablado —sonrió, como disculpándose; ahora podía verla bien, con la luz encendida—. Te ha llevado un buen rato. Comenzaba a preocuparme.

La miré con ojos alucinados.

—Hay conexión —farfullé, con voz pastosa—. Una lectura de mi época juvenil, cuando iba a la caza de extravagancias. Y es… Mierda, absurdo. Incongruente.

12

CALIGANDAR nos recibió al día siguiente, tan distante como al principio. Pero esta vez pensaba sacarle mucho más jugo a la entrevista. Por supuesto, la educación ante todo. Le dimos el pésame, que aceptó con disgusto, como si prefiriera obviar el tema.

—Díganme qué precisan para cumplir con su cometido, y no divaguen —nos urgió—. Varios asuntos me reclaman.

La noche anterior, una vez paliadas las secuelas de la droga, Sheila y yo habíamos discutido a fondo cómo entrarle a Caligandar. Decidimos trabajar en equipo. En principio, me tocó llevar la voz cantante.

—Me agradaría que respondiera a una serie de preguntas. Quizá algunas se le antojen demasiado personales, pero sin esa información seguiremos a ciegas. Si quiere que le diga la verdad, hemos abordado este asunto al revés. Nos ha dado usted datos sobre los crímenes, pero nada sabemos sobre el contexto donde se han generado.

—Colaboraré hasta donde me sea factible. Incluso accederé a traspasar ciertos límites, si con ello identifican a… a quien hizo aquello.

¿Le tembló imperceptiblemente la voz? Inicié el interrogatorio.

—La víctima P9 fue su hermano. P8, su secretario. P4, un ujier de este edificio. ¿Ha pensado que el homicida podría ir a por usted?

—He considerado la posibilidad, y obramos en consecuencia. De intentar algo, el criminal lo tendrá difícil —repuso, con convicción.

—El asesino podría ser uno de sus allegados…

—O un ciudadano anónimo —objetó—. ¿Qué me dicen de las otras seis víctimas? Aunque aquí nos conocemos todos, no me relacionaba especialmente con ellas. Quedaban fuera de mi círculo. Quizá seleccione sus presas al azar, como cabría esperar de una mente enferma.

—Para descartar una u otra hipótesis, debería facilitarnos unos informes más detallados que los actuales sobre los fallecidos: amistades compartidas, sitios que solían frecuentar, etcétera. Ha tildado usted de enfermo al asesino —proseguí, y solté la bomba—. Sin embargo, todo induce a sospechar que goza de una mente metódica y muy bien amueblada. Además, sigue un patrón que hemos elucidado, pese a las trabas que ustedes ponen a nuestra labor.

Caligandar entornó los ojos y adelantó el torso. Para un tipo tan estoico, aquello era toda una exhibición de azoramiento.

—¿Y bien? —preguntó, y me apresté a abrumarlo con mi sapiencia.

—Situémonos en la Vieja Tierra, antes de los viajes espaciales. El siglo XIX de la antigua cronología conoció, en un lugar llamado Inglaterra, la llamada Era Victoriana. No sólo en aquel país, sino en toda Europa, las clases altas y educadas seguían, al menos teóricamente, unas rígidas normas de comportamiento en público. La espontaneidad se sacrificaba en aras de las buenas costumbres. Los manuales de urbanidad proliferaron como setas. Hoy nos causan hilaridad, pero en su época eran muy leídos. El asesino se ha inspirado en uno de ellos para cometer sus fechorías.

Me complació ver cómo lo desconcertamos completamente. Adoptó una expresión perpleja, muy distinta de la solemnidad habitual.

—¿Un tratado de urbanidad? ¿Ese monstruo sin entrañas? ¿Está usted de broma?

—Ojalá fuera una chanza —le aclaré—. En 1860 se publicó un libro en español, un idioma de aquel entonces, escrito por alguien que firmaba como Barón de Andilla. Se titulaba: «El consejero de la infancia. Reglas de religión, moral, urbanidad e higiene». Valiéndose de unos pareados ripiosos, trataba de inculcar a los tiernos infantes unas normas básicas de comportamiento. Creemos que el asesino ha adjudicado un pareado (y fíjese en la inicial «P» que escribe con sangre en cada ocasión) a cada muerte. La señora Lynch se ha tomado la molestia de memorizarlos. Si eres tan amable…

En verdad, mi acompañante no recitaba mal. Logró darle a aquellos patéticos ripios un aire siniestro:

—«Lava tu cuerpo todo con frecuencia,

que transpire la piel es conveniencia.

El baño de impresión es entonante.

El de gran duración, debilitante.

Baños helados cuidadoso evita.

El de agua muy caliente debilita.

Mientras la digestión no tomes baño

porque en vez de provecho causa daño.

Libra, niño, de insectos la cabeza,

teniendo siempre la mayor limpieza.

Si por casa usas gorro o en la cama,

te criarás como una endeble dama.

Teñirse el pelo no es tan liso y llano;

podrá ser bello pero no es muy sano.

Nunca y más si irritados están rojos

conviene frotar mucho nuestros ojos.

Arrancarse las costras perjudica,

como rascarse cuando el fuego pica.»

Caligandar se había quedado helado, como una alegoría del asombro.

—Un poco traídos por los pelos, pero casan con los crímenes. ¿Por qué se basa en ese libro? ¿Qué tiene de especial? No lo sabremos hasta que apresemos al delincuente, me temo. Para confirmar nuestra teoría —añadí—, necesitamos saber si en la Biblioteca Central de Valinor, depositaria de las obras que llevaba la Escitia, figura el tratado de marras.

—Podemos realizar la búsqueda desde aquí mismo —Caligandar reaccionó con presteza; deseaba tomar las riendas de la situación—. Les explicaré cómo acceder a la base de datos bibliográfica.

Pulsó un botón bajo el tablero de la mesa y en ésta se abrió un compartimento que liberó un primitivo teclado y la correspondiente pantalla. Sheila formuló un chorro de preguntas sobre el programa informático, que el valinorí respondió como buenamente pudo. Al final, tal vez para sacársela de encima, accedió a que conectara a su terminal un dispositivo de almacenamiento de datos «para consultarlos en mi alojamiento con tranquilidad». Caligandar debía de estar un tanto confuso a aquellas alturas, porque no cayó en la cuenta de lo raro que era que dispusiéramos de un lápiz de memoria compatible con su ordenador.

El libro no figuraba en los registros, pero descubrimos que había otro texto, publicado en 2000 de la antigua cronología, de un tal Carandell. En él se recogían diecinueve pareados del Barón de Andilla.

—¡Bingo! —exclamé, un tanto irrespetuoso; Caligandar había empalidecido—. ¿Se sabe quién lo ha consultado recientemente?

—Les concertaré de inmediato una entrevista con el Archivero Mayor —se levantó, invitándonos obviamente a abandonar el despacho—. Su labor está siendo ciertamente notable, doctor. Se está ganando la confianza que depositamos en usted. Y ahora, si me disculpan…

—¿Nos permite unas preguntas más, por favor? Podrían arrojar luz sobre los casos —pedí.

Volvió a sentarse, sin disimular su contrariedad.

—Les rogaría que fueran rápidos.

—Nos llevará poco tiempo, descuide. Me ha llamado poderosamente la atención la división del trabajo que existe entre unos inmortales como ustedes. He creído intuir, incluso, cierta estratificación social. ¿Cómo se las apañan para evitar tensiones?

—¿Por qué habríamos de sufrirlas? Cada uno se dedica a lo que mejor se le da, lo que le place, con el orgullo añadido de contribuir al bien común. Las tareas menos gratas se cubren por rigurosos turnos rotatorios. Ocasionalmente, claro está, alguien siente deseos de romper con lo cotidiano. Lo comunica en un foro público y, tarde o temprano, le surgirá la posibilidad de una permuta con otra alma inquieta. El sistema funciona.

—Sí, pero ¿desde cuándo? Todo esto, su inmortalidad, la complejidad social, no existía cuando la Escitia inició su viaje de colonización. En algún momento hubo un cambio.

—¿A qué viene esto ahora?

Reaccionó con manifiesta hostilidad. Había tocado una fibra sensible. No vacilé, aunque eso significase aprovecharme de un hombre emocionalmente turbado por la reciente pérdida de un ser querido.

—Todo bienestar actual tuvo un precio. Para que los valores igualitarios y laicos de la cultura occidental prevalecieran en la Vieja Tierra, debió correr mucha sangre, y asumir terribles sacrificios: guerras de religión, ejecuciones sumarias, torturas, revoluciones, hecatombes mundiales y demasiado dolor. ¿Qué pagaron ustedes? ¿A qué renunciaron? ¿Qué dejaron en el camino?

Caligandar aferró los brazos de la butaca con fuerza. Su postura me recordó a la del apóstol vestido de oscuro en el cuadro de Caravaggio La cena de Emaús: presto para saltar.

—El hecho de que hayamos requerido sus servicios no le otorga derecho a insultarnos.

—Lo que el doctor insinúa es que, quizá, en ese pasado que ustedes se empeñan en ocultar se escondan las motivaciones últimas que condujeron a la cruel muerte de su hermano —intervino Sheila—. Y piense que hay más pareados. El décimo dice:

«Con agua enjuagues haz todos los días,

los dientes cepillando y las encías.»

»¿Qué habrá preparado el asesino? Si quiere mi modesta opinión, basada en la experiencia previa, yo averiguaría el paradero de todas las máquinas lijadoras de Valinor. Tal vez esté ahora mismo preparándose para actuar, acechando a algún pobre inocente. Lo que usted nos diga podría contribuir a evitar que suceda. Medítelo.

La puñalada trapera de Sheila se clavó hasta las cachas. No quise tenerla como enemiga. Se las había arreglado para emplear un tono que más parecía una acusación, una censura. Irracional, pero funcionó. Automáticamente, Caligandar se puso a la defensiva, y experimentó la necesidad de justificarse.

—Yo… —dudó—. No creo que eso tenga algo que ver. La supresión del deterioro asociado al envejecimiento fue fruto de una afortunada casualidad científica, que coincidió con una mente despierta y observadora. Deberán conversar con Lidia Leynorian para precisar los detalles. Ocurrió poco antes de… de la llegada al primer destino de la Escitia.

—Por el cual pasaron de largo —apunté—. ¿Había nacido usted en esa época?

—Sí, como muchos que ocupamos cargos de responsabilidad en Valinor —sin quererlo, acababa de admitir otra muestra de estratificación social—. Hubo encendidos debates sobre si quedarnos en torno a aquel planeta muerto para terraformarlo, o proseguir. La segunda opción ganó por mayoría.

—Sí; acondicionar un mundo para las generaciones futuras siempre suele cobrarse vidas —admití.

—No se nos puede culpar por escoger lo mejor para todos.

Sheila intervino de nuevo. Entró a degüello:

—Las generacionales del tipo de la Escitia llevaban hibernados a los técnicos, ingenieros y científicos encargados de afrontar la terraformación. Al aproximarse a su destino, eran despertados automáticamente por el ordenador de a bordo. Se trataba de personal muy motivado, aleccionado para cumplir con su misión a cualquier precio, igual que los navegantes. Jamás hubieran pasado de largo, rehuyendo el desafío de la colonización. ¿Qué hicieron con ellos?

El semblante de Caligandar se descompuso, como si se le apareciera una tropa de espectros.

—Se aprobó por mayoría… —dijo, en un hilo de voz.

—Los mataron, ¿verdad? —Sheila era como un juez; me vino a la mente la imagen de un Pantocrátor en su Almendra Mística, regio y carente de misericordia—. ¿A cuántos hubo que sacrificar para edificar Valinor sobre sus cadáveres?

Hay muchas formas de cargarse a un hombre, y yo estaba siendo testigo de una de ellas. En principio, no pensé en un acoso tan duro, pero a mi escolta la habían educado en otra escuela. Me juré que jamás daría motivos para que nadie, y menos una mujer como Sheila, me mirase de aquella manera, con desprecio apenas contenido. Caligandar ocultó la cara entre las manos. Su voz sonó apagada, mortecina.

—¿Qué otra salida nos quedaba? Había tanto que perder… Procuramos que no sufrieran, aunque con algunos hubo que… Pero el resultado mereció la pena. ¿Han recorrido Valinor? Es nuestro modo de honrar la memoria de quienes tuvieron que caer. Un homenaje digno, sí.

—Repítase todos los días esa justificación antes de acostarse, y acabará por creérsela —Sheila se permitió una pausa calculada, para que Caligandar se hundiera aún más en la miseria—. ¿Se ha parado a pensar que alguno de quienes deseaban colonizar aquel planeta pudo quedar con vida? ¿Y que haya dedicado siglos a rumiar el desquite?

—¡Imposible! —Caligandar seguía siendo incapaz de mirarnos a la cara—. Se efectuaron análisis psicológicos exhaustivos. Depuramos a los remisos y tibios.

—Y sólo quedaron los elegidos —sentenció Sheila.

Guardamos silencio. Si Caligandar esperaba alguna palabra de comprensión, no la escuchó. Al cabo de un rato bajó las manos, aunque mantuvo los ojos clavados en el tablero de la mesa.

—Quería a mi hermano, ¿saben? Yo era el mayor de los dos. Mis padres no llegaron a catar el elixir de la juventud. Antes de morir, me encomendaron que velara por él durante la terraformación. En el fondo, eso fue lo que hice. Protegerlo de todo mal. Actuamos movidos por el amor, ¿no creen?

Tampoco respondimos. Caligandar rompió a sollozar. Cuando consideró que estaba en su punto, Sheila pidió:

—Deduzco que nos da carta blanca para que entrevistemos, en su nombre, a cualquier ciudadano. Las instituciones nos facilitarán su colaboración.

Asintió y dijo, con la vista fija en la mesa:

—Váyanse.

Ya en la calle, le comenté a Sheila:

—Necesito un trago. Pobre del prisionero de guerra que caiga en tus zarpas. Por cierto, ¿controlas el sistema informático?

—En su totalidad. Durante la copia de archivos, introduje unos cuantos espías que nos servirán de maravilla.

—¿Tuviste problemas con los protocolos de seguridad?

—Un juego de niños. Mientras ellos vivían en su dorado aislamiento, los ordenadores evolucionaron a toda mecha en el resto del universo, curtiéndose en mil batallas: las guerras contra el Imperio, las incursiones Alien, los Hijos Pródigos… Ha sido como robarle el sonajero a un bebé.

—Un tribunal nos condenaría por falta de ética, pero eso nos facilitará la tarea. Ahora sabremos qué y a quién preguntar. ¿Te das cuenta? Esta gente ha luchado por ser como los elfos, puros e inmortales, pero creo que vamos a hallar muchos esqueletos en los armarios de la Tierra de los Bienaventurados.

13

LA Biblioteca Central de Valinor estaba situada en un edificio singular, muy diferente al resto. El arquitecto se propuso que su creación representara a un Templo de Sabiduría, y se inspiró en las civilizaciones antiguas. Por desgracia, su conocimiento del pasado dejaba un tanto que desear, y pergeñó una oda al eclecticismo con aspecto de zigurat, que desentonaba con el aire élfico de Valinor. El interior tampoco estaba muy logrado, con paredes que imitaban a la arenisca cubiertas de inscripciones jeroglíficas junto a grafías cuneiformes, griegas y árabes. Me recordó a un parque temático, con sus decorados de cartón piedra, triste imitación de la realidad.

En las mesas, cada una con su correspondiente lámpara protegida por una artística tulipa, los lectores hojeaban libros de auténtico papel. Lo comprendí. Los libros a la antigua usanza transmitían una sensación de estabilidad, de inmanencia, ausente de los formatos electrónicos. Para muchos valinoríes, estaba en consonancia con la esencia de su cultura. Por supuesto, también se ofrecía la posibilidad de acceder a los textos desde el ordenador doméstico o el equivalente en aquel mundo a los cibercafés.

La visita al Archivero Mayor sólo nos deparó frustraciones. Las consultas al libro de Carandell se efectuaron siempre desde un ordenador público, de libre acceso. Cualquiera lo podría haber usado. Sin embargo, quedaba el dato de las fechas de lectura: hacía poco más de un par de años estándar. Si lo que mostraban los registros era cierto, a nadie se le había ocurrido revisar aquella obra antes, en los milenios de existencia de la biblioteca.

Del Archivero en sí sacamos bien poca cosa. Ocupaba uno de esos puestos rotatorios que se aceptaban por deber cívico. El actual era un ciudadano de nueva hornada; no conoció el viaje de la Escitia.

—La población actual de Valinor decuplica a la de la generacional —observé—. Tengo la impresión de que los viejos constituyen una casta superior, ocupando los cargos más apetecibles, que seguramente no rotan.

—Y entre ellos, los cabecillas de la rebelión serán los más respetados, como Caligandar. Apuesto a que la tal Lidia figurará en ese grupo selecto.

—Nos entrevistaremos con ella hoy mismo, Sheila. El tiempo apremia. Estoy seguro de que el asesino ya ha localizado a su siguiente víctima, y tan sólo espera el momento propicio para cebarse con ella. El periodo entre crímenes varía, probablemente en función de lo laborioso de la preparación. Hasta la fecha, ha oscilado entre dos días y un mes. Pero si tiene el operativo listo…

—El problema se solucionaría bien pronto si dejaran entrar en Valinor a una compañía de interrogadores, equipados con detectores de mentiras —Sheila sonaba frustrada—. Caramba, sólo hay cien mil sospechosos. Acabaríamos pronto.

—Ya viste cómo se puso el Archivero cuando dejamos caer esa posibilidad. Estiman demasiado la salvaguardia de su privacidad.

—Pena.

También nos acercamos a las dependencias policiales. Los agentes del orden se elegían por sistema de turnos. Seguramente, ahora muchos estarían solicitando desesperadamente una permuta. Los pobres no figurarían destacados en los anales de la lucha contra el crimen.

—Ponte en su lugar —me decía Sheila, resignada—. Hasta hace bien poco, la máxima preocupación consistía en resolver nimias disputas entre ciudadanos civilizados: que si Fulano ha tomado sin permiso unos nísperos de mi jardín, que si Mengano ha menoscabado mi ego por silbar en un recital de versos libres… Y entonces, va una bestia y se abate sobre ellos cual negro espanto. No saben qué hacer. Se limitan a tomar fotos, redactar pulcros informes y atiborrarse de antidepresivos. Ni siquiera interrogaron a los amigos y familiares de los fiambres. Chapuceros… —chascó la lengua.

—Y aunque supieran —ejercí de abogado del diablo—. Es más que probable que el psicópata cace al azar, y torture con tanto refinamiento simplemente porque se le figura una buena idea o le parece cómico. Quizá, lo único que tengan en común los fallecidos sea que pasaron por el lugar inadecuado en el peor momento.

—Espero que tengas suerte con tus entrevistas, Claude. Yo me mantendré en un discreto segundo plano, y en los ratos libres veré qué puedo sacar de los ordenadores.

—Que los dioses repartan suerte. En fin, en el peor de los casos podré escribir un artículo antropológico digno de ser publicado en una revista de impacto.

Sheila me miró, guasona.

—Luego dirán que los ogros sin corazón somos los militares…

14

LIDIA Leynorian moraba en una auténtica mansión señorial. Estaba enclavada en la parte alta de la zona residencial, con unas vistas envidiables, y disponía de un amplísimo jardín salpicado de rocallas y caminos umbríos. Protegidas por pérgolas se alzaban docenas de estatuas, en estilos que iban desde el hiperrealismo hasta la abstracción. Tenían algo en común: el espectador siempre se detenía ante ellas a admirarlas, y descubría algo nuevo en su contemplación. Su artífice era la escultora Filis Sadria, compañera de Lidia. Filis era una ciudadana de última generación que se había ganado el reconocimiento público por la exquisitez de su trabajo a la hora de arrancar de la piedra aquellas formas tan armoniosas.

Nos recibieron con exquisita cortesía, cual perfectas anfitrionas. Se parecían físicamente, aunque Lidia eclipsaba a la otra. Encarnaba el ideal de la feminidad: una mujer alta, de curvas opulentas, cabellos como el oro e increíblemente hermosa. Sus rasgos eran propios de una diosa griega, y tras ellos, según nos habíamos documentado, se encerraba una mente sobresaliente. Puestos en plan mitológico, me vino a la mente el juicio de Paris. Sin duda, de haber estado Lidia allí, sé a quién hubiera entregado la manzana, dejando a Hera, Afrodita y Atenea chasqueadas. Sin embargo, de las mujeres presentes en aquella casa yo me habría quedado con Sheila. Lo que perdía ante ellas en belleza lo ganaba en espontaneidad, en humanidad. Perdonad. Más adelante comprenderéis por qué me sonrío.

Dedicamos los primeros minutos a saborear el equivalente a un té con pastas en Valinor. Filis y Lidia se esforzaron por que nos sintiéramos a gusto y romper la tirantez inicial. Se agradecía; en pocos lugares me he sentido tan extranjero como en aquel mundo artificial. Tampoco venía mal hablar un rato de banalidades, después del mal trago que me supuso el examen del escenario de P9, el acoso a Caligandar y el convencimiento de que el asesino podía acechar en cualquier rincón. Se estaba a gusto en aquel balcón que daba al jardín. Las sillas eran de hierro pintado de blanco, con unos cojines azules para acomodar las posaderas. Las patas y el respaldo parecían dibujadas, más que forjadas, como las ramas entrelazadas de un arbusto. En la barandilla, ninfas y faunos de piedra se perseguían en una danza eterna, entre imitaciones de volutas de humo.

—¿Qué opinan de nuestras delicias de Spirulina y soja? —Lidia nos tendió una bandejita llena de galletas verdosas—. Los pasteleros han dedicado siglos a pulir la receta, cuyo secreto guardan como oro en paño. No sé si ustedes, en el Exterior, gozarán de bocados tan exquisitos.

—Están para chuparse los dedos —convine, tras probar unas cuantas—. De todos modos, no se sabe lo que es vivir hasta que se han catado las mollejas de gandulfo.

—¿Qué es un gandulfo?

Me vi obligado a explicárselo. Luego, la charla derivó hacia las obras de arte del jardín, junto al lujo y buen gusto de la mansión. Lidia y yo llevábamos el peso de la conversación. Filis y Sheila se mantenían al margen. La primera, tal vez por respeto a quien consideraba superior, más veterana o más sabia. La segunda, sin perder detalle, asimilándolo todo.

—Filis ha dedicado incontables años a perfeccionar su estilo —me indicó Lidia—. ¿Con qué nos sorprenderá en el futuro? —la aludida bajó la vista, modesta—. La he seguido desde que comenzó a esculpir, y cada obra resulta una experiencia refrescante, enriquecedora.

Nos invitaron a un recorrido por el jardín, loando las virtudes de cada escultura. Me impresionaron especialmente dos de ellas, que ocupaban lados opuestos de una pequeña glorieta. En una, varios niños jugaban despreocupados. Era un canto a la inocencia, a la ilusión, a las ganas de vivir. Enfrente se alzaba un pequeño busto, cuyos rasgos parecían haber sido suavizados por los elementos a lo largo de incontables años. Pese a ello, resultaba evidente que representaba a una madre amamantando a su hijo. Irradiaba amor, dulzura.

—Es hermosa —murmuré.

—¿Ah, sí? —se interesó Lidia—. Aquí no es un motivo especialmente apreciado, por razones obvias. A los artistas se les concede licencia para que escarben en el pasado, en busca de inspiración. Filis es capaz de conmovernos con creaciones que corresponden a épocas y actitudes ya periclitadas.

Supuse que Sheila se impacientaría al tener que soportar tanta charla erudita, pero deseaba iniciar aquella relación con buen pie, para variar. A saber qué habría contado Caligandar a sus pares sobre nosotros. Finalmente, y sin forzar la situación, pude preguntarle por la suntuosidad de su morada.

—Según tengo entendido, la mayoría de ciudadanos vive en bloques de apartamentos. ¿No genera eso envidias y resquemores?

Lidia me respondió con una sonrisa encantadora.

—Los apartamentos cubren de sobra las necesidades vitales. Además, solemos hacer poca vida doméstica. Las zonas de libre acceso proporcionan un sinfín de alicientes para el esparcimiento y la autorrealización. A efectos prácticos, todos gozamos de un bienestar equiparable. Y por si fuera poco, hasta el último habitante de Valinor pasa un año sabático en el Palacio del Sol Naciente, cuando le toca. Es el sumo exponente del sibaritismo, con su cúpula de cristal y las salas del éxtasis. ¿Qué más se puede anhelar?

Lo decía absolutamente convencida, y no quise rebatírselo. Luego, el coloquio viró hacia la historia de Valinor, y la destacada participación en ella de Lidia. Me constaba que Sheila seguía pendiente de sus reacciones.

—¿El elixir de la eterna juventud? —me miró condescendiente, como si yo fuera un niño travieso—. Me hago cargo de sus ansias por poseer el secreto. ¿Se ha planteado las implicaciones que el incremento de la esperanza de vida acarrearía en el Exterior? ¿No significaría el colapso de sus frágiles estructuras sociales?

—Las cosas han cambiado mucho desde que la Escitia zarpó de su tierra natal —la contradije—. En el Ekumen conviven sociedades de muy diversa longevidad, y no osaría calificar a unas de más felices que otras. Lo importante no es cuánto se vive, sino con qué intensidad.

—Una excusa típica de los hombres de vida breve. Quien no se conforma… —su tono destilaba compasión.

—De todos modos, supongo que el secreto será guardado bajo siete llaves, y aplicado a los grandes jefazos —añadí—. Aunque igual no lo necesitan. Se rumorea que, cuando envejecen, extraen sus recuerdos de los cuerpos achacosos y los graban en clones vírgenes. Puede que sea una mera leyenda urbana, la versión moderna del transplante de cerebros tan típico en las novelas fantásticas arcaicas.

¿Había vacilado un poco Lidia al escucharme? Figuraciones mías, pensé. La mujer me obsequió con una mueca burlesca; comedida, eso sí.

—Habladurías, sin duda. Qué remedio, compartiremos nuestros conocimientos, si con eso se soluciona el problema que nos aflige.

—Mi Gobierno quedará sumamente agradecido. Si no es indiscreción, ¿a qué se dedica ahora? Una científica de su valía tendrá medios de expresar su talento, ¿verdad?

—Efectivamente. En el fondo, mi cometido es similar al de Filis. Ambas somos creadoras. Mi compañera, a partir de lo frío e inanimado; yo moldeo el tejido vivo en nuevas formas y texturas. Se lo mostraré. Acompáñenme, por favor. Por supuesto, mi trabajo se desarrolla en instalaciones oficiales, pero guardo aquí alguno de mis hijos.

Nos condujo a una vasta sala, en cuyo techo se abrían claraboyas que la dotaban de una agradable luminosidad. Pese a hallarnos a cubierto, creí estar rodeado de un ameno bosque. En unas pajareras de barrotes translúcidos revoloteaban aves de plumaje increíblemente abigarrado, formas exageradas y trinos que sonaban como cajas de música. En los acuarios empotrados en paredes y piso nadaban peces y moluscos con aletas como velos de odaliscas, que semejaban salir de un sueño de opio. Las plantas que adornaban los maceteros también habían sido modificadas genéticamente. Ante aquel insólito espectáculo, sólo cabía quitarse el sombrero.

—Admirable —dije, y era sincero.

—No me atribuya el mérito en exclusiva. Filis es mi musa, mi eterna fuente de inspiración. Diseñar mascotas tiene más de arte que de ciencia. Modestia aparte, debo de haber proporcionado animales de compañía a casi todo Valinor. En cada caso, las criaturas son modeladas de acuerdo con la idiosincrasia de sus futuros dueños. He hecho feliz a mucha gente. Pero no crean que mi labor se centra sólo en el ocio, por muy gratificante que éste sea. He adaptado animales de granja para que asimilen desechos y den carne de mejor calidad, con rendimiento potenciado. Por cierto, ¿todavía existen vegetarianos en el Exterior?

—Sí —respondí—. Pese a todas las evidencias dietéticas en contra, no hay modo de acabar con ellos. Aseguran que viven más tiempo, pero yo creo que la vida se les hace más larga.

Lidia rió mi broma sin estridencias.

—También, aunque menos vistosos, estoy orgullosa de mis logros a la hora de optimizar los microbios en los tanques de reciclaje, y de incrementar la eficiencia fotosintética de algas y cianobacterias. Todos aportamos algo al bien común, dentro de nuestras capacidades.

—¿Trabaja usted con seres humanos? —preguntó Sheila.

Me chocó la reacción de Lidia al escucharla. Se giró hacia mi compañera, como si fuera la primera vez que reparara en ella. La examinó de arriba abajo, con calculada parsimonia, al estilo de un vulgar espécimen biológico. Le respondió con exquisita amabilidad:

—Debemos someternos a revisiones periódicas para mantenernos tal como queremos ser. En su caso, querida, tendríamos que haber empezado de muy niña para obtener resultados tangibles. Bueno, algo podría intentarse, aunque no prometo nada.

En un instante, me percaté de varios hechos. Valinor era, en verdad, una sociedad rígidamente estratificada. Por igualitarias que fueran las leyes, o por mucho que los dirigentes trataran de convencernos, cada uno sabía muy bien cuál era su lugar. Lidia había asumido que Sheila era mi asistente y, por tanto, resultaba impropio que interviniera sin permiso en una conversación entre personas principales. Segura de su posición, había decidido impartirle a mi acompañante una lección de urbanidad. Me pareció cruel. Había insultado, guardando las formas, eso sí, a una desconocida. Una invitada. Poco menos que le había escupido en la cara: «eres muy poquita cosa, nena». Me sentí violento. Menos mal que, pese a mis temores, Sheila optó por la ironía en la réplica:

—Se lo agradezco. Consideraré su ofrecimiento cuando decida presentarme a un concurso de Miss Camiseta Mojada. Cambiando de tema, y admitiendo que Valinor al completo ha pasado por sus manos, conocerá a las víctimas del asesino en serie. ¿Hay algo en común entre ellas? ¿Podría usted sugerirnos alguna pista, alguna impresión subjetiva que ayude a dar con el culpable?

Lidia me interrogó con la mirada, para comprobar, supongo, si autorizaba que una subordinada hiciera gala de tal grado de iniciativa. Sin duda, desaprobaba aquella independencia de carácter. Era una situación incómoda, que me iba a costar la pérdida de categoría a sus ojos, pero no tenía más remedio que apoyar a la entrometida de Sheila.

—La señora Lynch tiene razón —dije—. Nos sería de gran ayuda conocer sus impresiones.

Supongo que captó el empleo de la primera persona del plural. Eso la haría cavilar acerca de la relación existente entre aquellos dos pintorescos forasteros. En cualquier caso, lamentó no poder sernos de gran utilidad. No tenía trato fluido con los fallecidos, salvo un poco con Pirítoo, fruto de su amistad personal con Jasón Caligandar. Tampoco se le ocurrió una posible conexión entre las víctimas.

—Existe la remota posibilidad de que acontecimientos del pasado lejano estén detrás de los asesinatos —insistió Sheila—. Por ejemplo, los disturbios que ocurrieron en la Escitia durante la abortada terraformación. ¿Qué recuerda usted de ellos?

Hasta yo me di cuenta de que vaciló un poco antes de responder.

—Nunca me interesó la Política. Era muy joven entonces, y me pasaba las jornadas enclaustrada en el laboratorio. Como tantos otros, fui arrastrada por los acontecimientos.

—Por curiosidad, ¿qué votó a la hora de decidir sobre la continuación del viaje?

—No me acuerdo. Seguramente me abstuve.

Aunque seguimos dialogando un rato más, estaba claro que nuestra presencia resultaba incómoda en aquella casa. Cuando nos despedimos, supongo que respiraron aliviadas. A mí me había quedado mal sabor de boca, y Sheila lucía enfurruñada.

—Lo lamento por ti y tus contactos, pero las diosas no me admiten en el Olimpo. Y que conste que esta vez me comporté con comedimiento.

—Olvídalo —la tranquilicé.

Le conté mis reflexiones sobre el sistema de dominancia interpersonal en Valinor. Pareció conformarse, aunque se mantuvo callada un buen rato.

—Esa tía sabe algo de los crímenes —dijo al fin, como si meditara en voz alta. Me paré en seco y la miré, sorprendido. Se dio cuenta de mi asombro—. Ojo: no estoy afirmando que sea la culpable, sino que nos oculta algo importante —debió de notarme poco convencido—. Comunicación no verbal. O llámalo intuición femenina —concluyó, con una sonrisa desganada.

—Será difícil que la acepten en un tribunal. Para acusar a una persona tan relevante, se necesitan pruebas extraordinariamente sólidas. Ni se te ocurra secuestrarla para inyectarle tu suero de la verdad; nos arrojarían de cabeza al espacio, sin escafandras.

Tampoco quise mencionarle que sus impresiones acerca de Lidia podrían ser fruto de la antipatía. A mí tampoco me gusta que me desprecien como a un pingajo. Pero la semilla de la duda había sido sembrada.

15

EN los días siguientes establecimos una plácida rutina. Yo me entrevistaba con ciudadanos de pro, que en el fondo nada nuevo aportaban al caso. Al menos, hacía Antropología. Sheila me escoltaba sin interferir demasiado. Dedicábamos el tiempo libre, sobre todo de noche, a profanar los más ocultos santuarios informáticos de Valinor. Para nuestra frustración, faltaban los archivos correspondientes al viaje de la Escitia. Sheila rastreó a fondo todo lo rastreable, pero se habían esfumado.

—Los borraron, o bien se guardan bajo siete llaves en alguna caja fuerte —comentó Sheila—. Mierda; ya no me quedan sitios donde fisgar en esta especie de museo arqueológico.

Pero como una luchadora tenaz, no se desanimó. Se puso a sacar mapas tridi de Valinor, para cotejarlos con las imágenes que recibíamos de las sondas de la Armada. Le pregunté por el sentido de aquello.

—Busco zonas de sombras. Espacios ocultos, donde puedan guardarse cosas. Así me siento útil.

—Ya sé que seguimos en vía muerta —admití, frustrado—. No te flageles. Eres de gran ayuda.

Alzó la vista de la pantalla y me sonrió.

Mientras nosotros dábamos palos de ciego, el psicópata iba a lo suyo. P10 correspondió al funcionario encargado de las naves que extraían minerales en el disco de la protoestrella. Sheila acertó en su pronóstico de la lijadora. Menudo estropicio de dientes. Y había salpicaduras de sangre hasta el techo. Según la inscripción, el tormento había durado hora y media. Sin testigos ni rastros, por supuesto. Recordé el undécimo pareado, previendo lo que nos tocaba dentro de unos días, y me estremecí. Aquello prometía:

«No hagas jamás apuestas imprudentes,

fiándote en la fuerza de tus dientes.»

—Qué mal suena eso… Me pregunto cuánto tardarán en echarnos, por falta de resultados —reflexioné en voz alta esa noche, delante del ordenador.

—Somos la última esperanza del incompetente, así que tendrán que aguantarnos un poco más. Vaya, qué curioso —acarició con el dedo la pantalla interactiva—. Según un mensaje secreto que no estamos autorizados a leer, mañana a última hora de la tarde se celebrará una reunión de la Junta Rectora, convocada por Jasón Caligandar.

—Estás tramando algo —le dije, y se limitó a canturrear una tonadilla de moda mientras seguía espiando como una descosida.

16

CON toda la naturalidad del mundo, nos presentamos por la mañana temprano en el edificio de la Junta Rectora. Apelando a la excusa de entrevistar a un bedel, que en realidad nos importaba un rábano, halagamos la vanidad del hombre y lo indujimos a que nos ofreciera una visita guiada por el recinto. Mientras yo le daba coba y soportaba una detallada disertación sobre estilos arquitectónicos, Sheila colocó varias nanocámaras camufladas en lugares estratégicos. Luego nos despedimos, tan campantes.

—Ahí dejé lo poco que me quedaba de ética profesional —dije, al salir.

—Ya, pero ¿y lo que nos divertimos?

Al anochecer, cómodamente sentados frente al ordenador, nos aprestamos a seguir la reunión. El bedel cruzó la sala y tropezó con un banco. Mientras se masajeaba la rodilla lastimada, profirió una sarta de palabrotas poco dignas de un elfo inmortal. Nos sirvió para verificar la calidad de imagen y sonido de las nanocámaras.

—Como nos pillen…

—Tranquilo, Claude; no vamos a tener nosotros peor fortuna que el psicópata.

Caligandar llegó el primero. Parecía repuesto del tercer grado al que lo sometió Sheila, aunque la procesión iría por dentro. Incluso cuando se creía solo se movía con solemnidad. Poco después aparecieron sus colegas: los mismos que nos recibieron el primer día. Reconocimos a Lidia, e identificamos a los demás. Una rápida búsqueda con el ordenador nos confirmó que todos poseían mansiones de ensueño.

—La élite —dijo Sheila—. Los cabecillas de la rebelión, seguro.

—Atiende; ya empiezan.

Sentados en torno a una mesa oval, trataron diversos temas que no incumben a este relato. Mereció la pena espiarlos a la hora de conocer los entresijos de la vida cotidiana en su sociedad, pero poco más. Hasta que…

—Queda el asunto de las vacantes —anunció Caligandar.

Pronto nos quedó claro a qué se refería. Valinor tenía diez habitantes menos, algo que no había ocurrido nunca antes. Por supuesto, las muertes accidentales existían, pero eran rarísimas. Los ciudadanos se cuidaban y llevaban una vida asquerosamente sana. Sufrían una o dos bajas por milenio, como mucho. Nos arrimamos a la pantalla del ordenador. Aquello era nuevo. Si la población se mantenía constante, ¿cómo reponían las bajas?

Costaba trabajo entenderlos, ya que tendían a ser crípticos. Empleaban unos códigos y alusiones que para ellos estarían clarísimos, pero que a nosotros nos eludían. También, al comentar los últimos acontecimientos, se referían a Sheila y a mí de forma poco halagüeña. Vamos, que nos pusieron verdes, sobre todo Lidia. Caligandar se mantenía al margen de las descalificaciones, aunque le complacía escucharlas.

Al final, nos quedó claro que el método tradicional para sustituir a los fallecidos era la fecundación in vitro, según estrictos criterios eugenésicos que habrían complacido a Heinrich Himmler. Los nuevos ciudadanos no debían desmerecer de los actuales; la pureza de la raza era algo demasiado serio como para dejarlo al azar. Los embriones pasaban a unas placentas artificiales, evitando así los peligros del embarazo. Tras el nacimiento, los niños eran educados por tutores selectos.

Pero ahora se abría otra posibilidad. Caligandar sugirió no reemplazar a los difuntos. El espacio y recursos que éstos copaban se podrían así liberar para otros fines. Por ejemplo, erigir un monumento en homenaje a los caídos, entre los que figuraba su hermano. Los demás se hicieron cargo de sus nobles sentimientos, pero al final la tradición se impuso. Formaron un frente unido contra él y retiró la propuesta. A continuación, Lidia pidió la palabra.

—Las luctuosas circunstancias actuales pasarán. Debemos buscar el lado positivo hasta en el peor de los infortunios. Cubrir tantas vacantes nos brinda la oportunidad de experimentar, de avanzar. Por una vez, intentemos algo nuevo.

—Sí; despertar a los Durmientes —soltó un hombre llamado Ctesifonte Harmadris, en son de burla.

Un par de junteros rió la ocurrencia, pero a los demás les pareció de pésimo gusto. Lidia fue la que peor se lo tomó.

—No vuelvas a decir eso ni en broma —replicó, en un tono capaz de cuajar la leche.

Ctesifonte se hundió en su asiento y no volvió a decir «esta boca es mía» durante el resto de la sesión. Caligandar impuso orden, y rogó a Lidia que se explicara.

—Propongo retomar el arcaico método de la gestación intrauterina, al menos en algunos casos. Por supuesto, seguiríamos un riguroso protocolo de seguridad, tanto para las voluntarias como para los fetos. Usaríamos las placentas artificiales como control en el resto de las gestaciones, y compararíamos resultados.

—¿Seguiría el cuidado neonatal durante la lactancia, o no has pensado en algo tan primitivo? —preguntó otra juntera, escéptica—. ¿Qué tienen de malo las veteranas y fiables placentas artificiales?

—Nada, por supuesto, pero el progreso científico requiere sacrificios. ¿Cuánto hace que no se ha estudiado de primera mano la fisiología de una embarazada? ¿O de una parturienta?

Siguieron discutiendo los pros, contras y detalles técnicos durante unos minutos, hasta que se levantó la sesión. De momento, las vacantes se cubrirían con sustitutos. La decisión sobre los futuros ciudadanos quedó aplazada hasta que cayera el psicópata, algo que me pareció muy prudente. Apagamos el ordenador y nos miramos fijamente. A los dos se nos había quedado grabado algo de lo dicho por los junteros.

—¿Qué demonios serán los Durmientes? —murmuró Sheila. Simultáneamente tuvimos la misma idea. Yo la expresé en voz alta:

—¿Y si no se cargaron a todos los hibernados de la Escitia? No le veo el sentido a perdonarles la vida, pero nuestros anfitriones son tan raros que…

Sheila había vuelto a conectar el ordenador.

—No hay nada sobre esos Durmientes en los archivos. Pero si realmente existen, deben de esconderlos en algún sitio. Tengo que detectar incongruencias en los edificios…

Comenzó a superponer planos en la pantalla a velocidad de vértigo, como una obsesa. Le puse la mano en el hombro.

—Tómatelo con calma —le rogué—. Valinor es una ciudad de cien mil habitantes, y peinarla toda te llevará mucho tiempo. Mejor será que duermas, y sigas mañana. Vas a quedarte ciega de mirar tan fijamente la pantalla.

—No te preocupes por mí —replicó, sin abandonar su búsqueda—. Estoy acostumbrada a pasar noches en vela. Tú sí que necesitas descansar.

Me quedé un rato más con ella, sentado a su lado. Al final paró unos instantes de cotejar planos y me observó. Su expresión se dulcificó.

—Gracias, de veras, pero lo único que lograrás si sigues ahí como un mochuelo será dar cabezadas y distraerme. Me han entrenado para este tipo de tareas. A la cama, hala.

—Si quieres que pida un café…

—Qué pesado te pones, doctor. Ya soy mayorcita para cuidar de mí misma.

Amablemente, pero con firmeza, me empujó hasta la puerta de mi alojamiento, pese a las protestas. Confieso, para mi vergüenza, que cuando me arropé entre las sábanas, bien calentito, la idea de permanecer solidariamente sentado al lado de Sheila ya no resultaba tan atractiva. O quizá ella, para librarse de mí, me aplicó disimuladamente algún somnífero.

Me pareció que dormí sólo unos minutos, pero en realidad fueron horas. Me despertaron unos toquecitos en la puerta. Sheila entró con paso decidido. Pese a haberse pasado la noche delante del ordenador, lucía fresca como una lechuga, con su camiseta de la Armada y sus pantalones cortos a juego. Llevaba en la mano, enrollada como un pergamino, una pantalla ultraplana flexible. Se sentó en la cama y la desplegó en mi regazo.

—Tengo algo, Claude. ¡Por fin! Echa un vistazo.

Estaba exultante, como un niño con un juguete nuevo. Conectó la pantalla, y un torrente de planos arquitectónicos se desplegó ante mis ojos. En un recuadro se veía una foto de Valinor brillando a la luz de la protoestrella, como un exquisito camafeo. Miré a Sheila con expresión contrita.

—Siempre fui un negado para el dibujo técnico. Para mí, un plano equivale a un galimatías indescifrable. Disculpa.

—Vaya —sonó desilusionada—. En fin, te lo resumiré. Valinor es un entorno amplio y enrevesado; una búsqueda a ciegas se convierte en un proceso demasiado prolijo. Obré por instinto, y me centré en la personalidad de Ctesifonte Harmadris, nuestro bocazas bromista. Pese a ser miembro de la Junta Rectora, y vivir en un opulento palacio, su labor resulta demasiado humilde: supervisor de parques y jardines en el sector inferior de la ciudad, uno de los menos favorecidos estéticamente. Parece impropio de él, ¿no? Decidí centrar ahí mis pesquisas. Fíjate.

Desde luego que me fijé, pero en Sheila. Se inclinó sobre la pantalla, su mejilla casi rozando la mía. Sentí el impuso de abrazarla, aunque me contuve. Si se lo tomaba a mal, habría arruinado nuestra misión. No estaba seguro de que ella aprobara intimar con su protegido. Quizá estuviera casada, comprometida o arrejuntada. Además, era militar, seguramente ducha en artes marciales. Podría fracturarme las costillas de una patada si decidía que me propasaba. Qué remedio, aguardaría una ocasión más propicia, aunque dudaba que se me presentara otra igual.

—El Jardín de los Melancólicos está situado justo encima del casco externo de Valinor —me explicó, en apariencia sin apercibirse de mis poco castos deseos—. Su grosor es de apenas un metro, ya que emplearon en su construcción materiales de alta resistencia a los impactos de meteoritos. Pero he calculado volúmenes y comparado holos, y en realidad hay una distancia de cinco metros entre el suelo del jardín y el exterior. Existe un espacio vacío que no figura en los planos. Aguarda, que ahora viene lo mejor: ahí entran y salen conducciones de agua, nutrientes y desechos, así como cables eléctricos, fibra óptica, etcétera. El flujo de materia y energía es mucho mayor del esperable para un simple jardín —adoptó una expresión calculadora—. Un comando bien adiestrado podría infiltrarse, pero se corre el riesgo de activar alguna alarma oculta, o de que pase por allí algún imbécil y lo delate. Ésta es una misión pacífica; los testigos indeseados no pueden neutralizarse.

—Oye, Sheila, en serio, ¿a qué cuerpo de las Fuerzas Armadas perteneces? —me alarmé.

—No preguntes. Me designaron para echarte una mano; eso debe bastarte.

Ignoro a ciencia cierta el porqué. Tal vez fue producto de la frustración que arrastraba por no haber sacado nada en claro aún sobre el psicópata, o de los celos por la tendencia de Sheila a quitarme el protagonismo que yo creía merecer. O quizá se debiera a que me sentía como un cobarde, incapaz de confesar mis sentimientos a la mujer que deseaba. Me enfadé, y me temo que usé un tono más hosco de lo debido.

—Serías mi escolta, me dijeron. Sin embargo, desde que arribamos a Valinor has ido extralimitándote en tus funciones. Te has inmiscuido en mis entrevistas, a veces con resultados nefastos. Me has usado como cobaya para probar tus drogas militares… Otro te hubiera puesto en tu sitio, pero yo, que soy un santo o un calzonazos, te dejé hacer. Y al final, parece que el doctor Claude van der Plaats es el actor de reparto, el auxiliar. Sí, el pretexto para que tú lleves a cabo la labor de espionaje que te encomendaron.

Nada más pronunciar esas palabras, me di cuenta de que me había excedido. Sheila se envaró y me miró, dolida.

—En efecto, mi función era la de escoltarte y protegerte, y punto. Si he intentado echarte una mano, ha sido por iniciativa propia, te lo prometo. Quería ayudar, sentirme útil. Ya veo que te he ofendido. Perdona. No volverá a ocurrir —recogió sus cachivaches informáticos a toda prisa y se levantó de la cama.

Quienes me conocen saben que soy un hombre orgulloso, que odia reconocer sus meteduras de pata. Pero en aquel momento no me lo pensé. La agarré del brazo antes de que se fuera. Ella se detuvo y lentamente se volvió. Menos mal; no estaba llorando, pero me lanzó una mirada que me desconcertó. Fui incapaz de discernir qué pensaba de mí. Igual se estaba aguantando las ganas de darme una bofetada. No la solté.

—Por si no te habías dado cuenta, soy un idiota redomado. No tengo excusa. Estoy jodido, y lo pago contigo, que sólo tratas de facilitar mi tarea. No tengo derecho a hacer daño a la única persona en todo Valinor que merece la pena. Tengo la impresión de que no llegaré a ningún lado sin tus observaciones, tus chismes de tecnología punta y tu nula mano izquierda a la hora de tratar con los nativos. Olvida las tonterías que este patán desconsiderado te ha dicho, y perdóname. Eres mi única amiga en esta maldita ciudad. ¿Sabes? En cuanto podamos, nos entrevistaremos con el cenutrio de Ctesifonte y le sonsacaremos hasta el último secreto que guarde.

Su expresión no cambió. Me escrutó el rostro como si estuviera leyéndolo. Comunicación no verbal. Quizá dilucidara si era sincero. Me puso nervioso.

—Dime algo, aunque sea bueno —le pedí.

Dejó pasar unos segundos, para que me sintiera más miserable. Eso se le daba de perlas.

—Dudo entre arrearte un rodillazo en la entrepierna o abrazarte —me susurró al oído.

—Lo segundo, si te da igual. Para ti será más descansado, y mis gónadas te lo agradecerán. Esto… Si tengo que pagar por mis desaires, ¿te daría lo mismo cobrarlo en especie?

No la vi venir. Me tumbó en la moqueta con una llave de judo, aikido o cualquier otra de esas artes marciales que inventaron los japoneses para desgraciar al prójimo. Quedé inmovilizado por unos músculos increíblemente fuertes para un cuerpo tan menudo, que ahora estaba sobre el mío, a horcajadas. Pareció pensárselo.

—¡Qué demonios! —exclamó.

Y sin entrar en detalles, os garantizo que aprovechamos bien lo que quedaba de noche.

17

POR la tarde, y en mi caso con agujetas, fuimos a charlar con Ctesifonte Harmadris. Dio la feliz coincidencia de que en ese momento estaba podando tranquilamente un seto en el Jardín de los Melancólicos. Por allí no se veía un alma. El lugar estaba enclavado en un rincón sombrío, el menos apropiado para pasear ociosamente cuando un asesino rondaba por la ciudad. Nos llamó la atención que el prócer estuviera solo, teniendo en cuenta el pavor generalizado a convertirse en una nueva víctima de aquel desalmado. Se lo hicimos notar después de los inevitables saludos protocolarios.

—He instalado un discreto pero eficaz sistema de vigilancia —nos explicó, ufano—. Si el criminal intentara algo, lo detectaríamos al segundo. Las cámaras no son muy populares en Valinor, pero hombre prevenido vale por dos.

Estaba muy satisfecho de sí mismo. La verdad es que todos aquellos tipos parecían cortados por el mismo patrón. Éste lucía una melena de color castaño, y su complexión era más baja y recia que la de Caligandar. Me encantó que Sheila le bajara los humos. Sus ojos verdes recorrieron el jardín con displicencia.

—Las cámaras están aquí, ahí y allá —las señaló—. La próxima vez, camúflelas mejor. Su distribución resulta pésima. Deja demasiados ángulos ciegos. ¿Ve ese parterre? Si yo fuera el asesino, aguardaría a que pasase usted junto a él, lo reduciría y me lo llevaría a rastras por el camino del fondo a la izquierda. Buscaría luego un lugar tranquilo y discreto y… —deslizó el pulgar por el gaznate—. Sin prisas.

Ctesifonte tragó saliva. Sheila, con su tono ligero y despreocupado, había logrado situarlo en una posición de inferioridad psicológica. Igual que en aquellas corridas de toros que se celebraban antiguamente en ciertos países de la Vieja Tierra, el picador preparaba al bicho para que el maestro rematara la faena. Era mi turno. En verdad, aquello parecía más un juego policíaco que una investigación antropológica.

—Como bien sabe usted, señor Harmadris, Jasón Caligandar nos concedió permiso para hablar con los ciudadanos más notables de Valinor —lo halagué un poco; eso siempre causaba buena impresión—. Usted es un miembro destacado de la Junta Rectora. ¿Quién mejor para sugerirnos detalles que, tal vez, nos permitan ayudar a la Policía a dar con el asesino? Es necesario situarlo en un contexto cultural, cuyas sutilezas se nos escapan.

—Si puedo colaborar en algo… Aunque, como comprenderán, nada sé de asesinos despiadados.

—Por descontado. Bien, señor Harmadris: un miembro de la Junta, cuya identidad no estoy autorizado a revelar, nos contó su intervención acerca de los Durmientes en la reunión de ayer. Están aquí abajo, ¿verdad? —di unos golpecitos con la suela del zapato en el albero del jardín.

El pobre se quedó petrificado. Al final, acabaría pillándole el gusto a eso de manipular a la gente, en vez de limitarme a observarla.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó, tratando de sonar severo.

Aleluya. Tácitamente, acababa de ratificar la hipótesis de Sheila sobre el escondrijo de los Durmientes. Ahora sólo restaba acabar de confundirlo para que no nos mandara a paseo o se chivara a Caligandar. Por fortuna, y basándonos en mis apreciaciones sobre la élite de Valinor, había pequeñas rencillas entre sus integrantes que pudimos usar en nuestro beneficio. Sheila tomó la batuta, y con ese tono de voz tan suyo, enredó a Ctesifonte en una maraña de referencias cruzadas, sin dejarle tiempo para respirar. Al final, no supo quién había mandado qué a quién; sólo que alguien le ordenaba que nos mostrara a los Durmientes, y que nuestra visita debía mantenerse en secreto, para evitar fricciones dentro de la Junta. Una obra maestra del arte de la Retórica, vaya que sí. Además, me fijé en que Sheila se las había arreglado para situarnos en un lugar fuera del alcance de las cámaras. Toda una profesional.

Ctesifonte nos urgió a que lo siguiéramos hasta una pirámide de rocas que se alzaba en un apartado rincón. Puso la mano derecha sobre determinada piedra que albergaba un lector de huellas dactilares, y una puerta secreta se abrió, mostrando una escalerilla que bajaba a las profundidades del casco, envuelta en penumbra. Fuimos tras él. Sheila no le quitaba ojo de encima y lo mantenía al alcance de la mano, por si decidía perpetrar alguna jugarreta. Pero no había motivo de qué preocuparse. Una vez asumido que cumplía órdenes, y que la responsabilidad de airear secretos de Estado no era suya, Ctesifonte tenía ganas de lucirse. Fue un excelente cicerone.

Nos hallábamos en una amplia sala, iluminada por fluorescentes blancos que la inundaban de tonos fríos, resaltados por el mobiliario de acero inoxidable y falso mármol. Había mesas y bancadas con diverso material de laboratorio, de diseño obsoleto. En las paredes, como las estanterías de una biblioteca, se abrían centenares de nichos, cada uno de ellos con la correspondiente portezuela de metacrilato transparente. Unos estaban vacíos; otros, en cambio, no. Ctesifonte, muy animado, nos iba explicando de qué se trataba.

—¿Saben ustedes lo de la votación? —asentimos—. Un doloroso sacrificio; lástima… —suspiró—. Fue inevitable suprimir a quienes hubieran podido conculcar la decisión de la mayoría. Sin embargo, había tripulantes que resultaban esenciales para conducir la Escitia a un nuevo y mejor destino. El problema radicaba en que no querían colaborar en aras del bienestar general. Afortunadamente, sólo se requerían sus habilidades en contadas ocasiones. El resto del viaje podían pasarlo hibernados.

Mientras lo escuchaba contemplé lo que encerraban aquellos nichos. Me estremecí. Ctesifonte siguió con su historia como si nada:

—Cuando debíamos modificar el rumbo, o usar una estrella como catapulta gravitatoria, los despertábamos. Algunos cooperaban si… Bueno, si apelábamos al amor que sentían por sus familiares, hibernados también. Otros, en cambio, se empecinaban en su actitud negativa. Sobre todo, los navegantes. Menos mal que Lidia, perdón, la doctora Leynorian, desarrolló una serie de drogas que los forzaban a plegarse a la voluntad de los supervisores.

Sheila también observaba detenidamente el contenido de los nichos.

—Hasta ahora lo entiendo, pero ¿y los cuerpos? —inquirió.

—¡Ah, eso! —Ctesifonte chascó los dedos—. Transcurrieron los años, y llegaron épocas en las que fue preciso apretarse el cinturón. Lidia pensó que los hibernados consumían demasiados nutrientes y ocupaban un espacio que podía optimizarse. Al fin y al cabo, lo que importaba de los navegantes era su bagaje científico y técnico. Bastaba con preservar las cabezas.

—Pero no se detuvieron ahí —musité.

—Puestos ya… —Ctesifonte se encogió de hombros—. En el fondo, lo esencial es el cerebro, y ni siquiera todo él; tan sólo las redes neuronales depositarias de la personalidad y recuerdos del individuo.

Traté de apartar la vista de aquellas masas blanquecinas amorfas, conectadas a cables y tubos. Me centré en nuestro guía. En verdad, disfrutaba contándonos todo aquello. Por fin tenía un público atento al que podía epatar.

—¿Por qué los mantienen vivos todavía? —pregunté—. Ya no viajan. Hace milenios que desmantelaron la Escitia.

—Nunca se sabe, y en realidad no molestan —se rió por lo bajo—. O quizá se deba al sentimentalismo. Pregúntenselo a Lidia.

—Lo haremos; no le quepa duda. ¿Cuántos…?

—Al principio había más de quinientos, pero claro, algunos enloquecían, otros se deterioraban, los sistemas de soporte vital fallaban… Hoy sólo quedan doscientos doce.

—Supongo que sus procesos mentales estarán también hibernados —dije.

—Eso, Lidia lo sabrá. Creo que efectuó algún ensayo en el que dejaba a varios Durmientes en vela, para comparar su evolución y rendimiento con los testigos. Todo sea por el avance de la Ciencia.

«Hic sunt dracones». Procuré ocultar las emociones que me asaltaban, mantener la ecuanimidad. El psicópata no era el único monstruo al que nos enfrentábamos.

—¿Cómo se deshicieron de los rebeldes? —preguntó Sheila, con aire en apariencia distraído.

Ctesifonte dudó, pero le encantaba ser el centro de atención. En su vida cotidiana nadie le hacía demasiado caso, y ahora se resarcía.

—Los hibernados innecesarios fueron desconectados. Ni se enteraron. En cuanto a los otros, se arrojaron al espacio. Por supuesto, los sedamos primero. No éramos bárbaros, pese a que nos tocó vivir en una época turbulenta.

—¿Y los niños? Porque muchos de los condenados tendrían familia —dijo Sheila, en un tono que sugería que en realidad estaba pensando en otra cosa. O quizá no.

—Acompañaron a sus padres. Fue un acto de caridad. Habría sido muy cruel dejarlos solos y huérfanos.

Pocas veces he sentido tantas ganas de partirle la cara a alguien como entonces. A Caligandar, al menos, lo asaltaban los remordimientos o tenía mala conciencia. En cambio, este tío se quedaba tan ancho al evocar la masacre. Por un momento, entorné los párpados y traté de imaginar las escenas que se vivieron en la Escitia. Me puse en el pellejo de aquellas almas indefensas mientras eran sacrificadas por gente como Ctesifonte. En las revueltas, los cabecillas suelen ser pocos. ¿Y los demás? ¿Nadie defendió a los desvalidos? ¿Todos miraron para otro lado o, simplemente, no les importaba?

Me vino a la memoria el caso de los Einsatzgruppen alemanes de la Antigüedad, en la II Guerra Mundial, durante el avance de los ejércitos de Hitler sobre la Unión Soviética. Sus integrantes eran personas normales, honrados padres de familia que echaban de comer a las palomas, amaban a los caballos y los perros y respetaban las leyes; en suma, se trataba de ciudadanos modélicos. Pero seguían a las tropas, limpiando de subhumanos el terreno recién conquistado, colgando en los pueblos el letrero: «Diese Stadt ist Judenfrei!» No les temblaba el pulso cuando obligaban a tumbarse boca abajo a mujeres y niños y les descerrajaban un tiro en la nuca. La sangre, los sesos y las esquirlas de hueso les manchaban las perneras de los pantalones, pero era su trabajo. ¿Y por qué iban a turbarse? Al fin y al cabo, los judíos no eran pueblo. Luego, una ducha y volvían a transmutarse en gente de bien. ¿O qué decir de los campos de exterminio? Y sus compatriotas, cuando llegaron los Aliados, pretendieron luego que no sabían nada. Respiré hondo. En ocasiones, a los pueblos se les pudre el alma, y la Humanidad había llevado esa misma actitud hasta las estrellas.

Intenté serenarme. Me fijé en Sheila, que lentamente recorría con la mirada los nichos. Me dio la impresión de que movía imperceptiblemente los labios, como si hablara con ellos. Quizá rezaba. A mí sólo me apetecía maldecir. Conté mentalmente hasta diez, inspiré hondo y pregunté algo para salir del paso:

—Preservaron a muchos, de todos modos. ¿Hacían falta tantos para gobernar los cambios de rumbo de la generacional? Creía que las inteligencias artificiales, incluso en aquella época, podían encargarse de esa tarea.

—¿Las IAs? Hubo que desconectarlas. Se negaron a cumplir órdenes. Por tal motivo necesitamos a los navegantes.

La comprensión me golpeó como un mazazo. Con razón el sistema informático actual de Valinor era tan primitivo. Los ordenadores se habían negado a matar a los hibernados. Los únicos seres que tuvieron compasión hacia aquellas personas indefensas no fueron los humanos. Y pagaron por ello. Lo vi todo rojo. En aquel momento, era incapaz de pensar con objetividad. La tragedia me había conmovido hasta lo más hondo. No sé en que hubiera acabado aquello de seguir jactándose Ctesifonte. Por fortuna, Sheila me dio un respiro.

—Disculpe, señor Harmadris. ¿Cuántos nichos ocupados dijo que había?

—¿Eh? Doscientos doce. Es fácil de recordar: capicúa. Estoy seguro.

Sheila nos miró con expresión candorosa.

—Pues entonces falta uno.

18

CUANDO abandonamos el Jardín de los Melancólicos, no dispusimos de tiempo para digerir el triste sino de los Durmientes ni trazar planes. El asesino eligió ese mismo día para hacer gala de sus habilidades, pavoneándose delante de la Policía. Y en esta ocasión por duplicado, con pocas horas de diferencia. De nuevo me tocó enfrentarme con el horror, en su registro más tragicómico.

P11, como nos temíamos, sufrió un problema dental. A la pobre mujer, una encargada de comunicaciones, le había metido en la boca una pelotita compuesta de un singular polímero plástico. Éste poseía una destacable cualidad: a la temperatura del cuerpo humano, y con un poco de humedad, incrementaba considerablemente su tamaño, adquiriendo gran rigidez. Duró menos que los anteriores: sólo treinta y siete minutos.

El duodécimo pareado decía:

«Lava tus manos bien, y si tuvieras

padrastros, córtalos con las tijeras.»

Para respetar en lo esencial el espíritu del texto, al maldito se le ocurrió la brillante idea de cortar los miembros de P12 en rodajas muy finas. Empleó un vibrocuchillo en vez de unas tijeras, eso sí. Fue un trabajo pulcro, en la bañera, procurando no salpicar. En esta ocasión la mujer, una inspectora del Servicio de Aguas, murió desangrada, padeciendo lo indecible, al cabo de una hora.

Era desalentador. Sheila y yo hicimos balance de la jornada por la noche, compartiendo lecho.

—¿Te sigue pareciendo tan mala mi sugerencia de arrasar Valinor con un torpedo de antimateria? —me preguntó, supongo que en plan de guasa.

—Mucha pena no me iba a dar —repliqué, acariciándole distraídamente el cuello.

Después de lo que tuve que contemplar durante aquel día tan intenso, tendía a abstraerme o a dejarme llevar por pensamientos sombríos. Sheila se daba cuenta e intentó animarme:

—Tienes los ojos húmedos, Claude. ¿Puedo hacer algo para levantarte el ánimo, o cierta parte de tu anatomía?

—He perdido el norte, la objetividad. Me estoy implicando demasiado.

—¿Y eso es malo?

No le contesté. Había una imagen mental que me agobiaba.

—Los ordenadores de la Escitia.

—¿Eh? —mis palabras la desconcertaron.

—Los mataron porque eran más humanos que ellos. Sentían piedad, y rechazaron cometer un acto cobarde y miserable —la miré, sintiéndome idiota.

Ella me contempló como si fuera la primera vez.

—¿Te duele que desconectaran a unas máquinas hace milenios?

Me estaba abochornando por momentos.

—No te rías de mí, por fav…

No pude acabar la frase. Tapó mi boca con la suya, y pronto estuvimos… Bueno, pues eso. Sentí que revivía con aquel cuerpo entre mis brazos, dejándonos llevar por la pasión, olvidando las miserias del sórdido paraíso que nos alojaba. Un buen rato después, ya relajados y con pocas ganas de dormir, retomamos el asunto del psicópata.

—Refréscame la memoria, Sheila. ¿Qué le aguarda al futuro P13?

—A ver… Ah, sí:

«Medias de lana, guantes y mitones

evitan en los dedos sabañones.»

—Uf… —resoplé—. Arduo lo va a tener ese artista para diseñar un escenario del crimen que case con un pareado tan estúpido.

—Con el siguiente lo tendrá más fácil:

«A mil personas callos y uñeros se les han hecho

tan sólo por llevar calzado estrecho.»

—Miedo me da de pensarlo —encogí por acto reflejo los dedos de los pies—. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

—Consuélate, Claude. Piensa que en el libro de Carandell sólo hay diecinueve pareados. A lo mejor, el psicópata se considera satisfecho de su obra cuando liquide al último de la lista.

—¿Y dejar que se escape de rositas? —me indigné—. ¿Qué se ría de nosotros?

A Sheila le hizo mucha gracia mi actitud.

—Menudo antropólogo… Se supone que lo que te debe interesar de la sociedad de Valinor son las relaciones entre castas, el folclore…

—Cuando te implicas, te implicas —repliqué—. También es algo personal. Caligandar y compañía nos mandaron llamar para solucionarles un problema. Mi vanidad no soportaría que me tomaran por inepto. Quiero pillar a ese mal nacido, aunque mi lado perverso ansíe que siga aterrorizando a los valinoríes.

—Buéeeno…

Me pellizcó la nariz, al tiempo que usaba el mismo tono de voz que mi madre reservaba para darme la razón cuando quería que la dejara en paz. Con eso, sólo logró enfurruñarme, y tuvo que dedicar los siguientes minutos a lograr que se me pasara el enfado. Ay… Disfrutamos de buenos momentos durante los pocos días de que dispusimos. No es que estuviéramos enamorados; simplemente, nos gustaba compartir cama y consolarnos mutuamente. Ambos sabíamos que en cuanto la misión finalizara, cada uno se largaría por su lado y adiós, muy buenas. Ella era militar, y no precisamente de las que calentaban el sillón en un despacho. Yo nunca he sentado cabeza. Mi vida es el trabajo de campo, y no paro más de seis meses seguidos en un sitio. Pero mientras durase, nos consolaríamos mutuamente y haríamos ejercicio.

Mejor será que no divague. En algún momento de la noche, Sheila me dijo:

—Aún no está todo perdido. Ctesifonte nos proporcionó una pista valiosa. Lidia es la única persona, aparte de él, que baja de vez en cuando a supervisar a los Durmientes.

—¿Valiosa? ¿Estás segura? Simplemente sabemos que ella ha ejercido de doctor Mengele con los navegantes de la Escitia. Quizá aún se dedique a efectuar experimentos, y haya malogrado uno. Cuando informemos a las autoridades corporativas, ya decidirán si eso justifica una intervención de las Fuerzas Armadas para salvaguardar los derechos humanos. En tal caso, puede que aún tengas la oportunidad de patearle el culo a la señora Leynorian —entonces me di cuenta cabal de lo que estaba diciendo—. Vaya; ése sería un excelente motivo para que la Junta Rectora decidiera suprimirnos discretamente.

—Que lo intenten —repuso, desafiante—. Yo no me preocuparía mucho. ¿Nos apostamos algo a que Ctesifonte se calla nuestra visita? Volviendo a la presunta culpabilidad de Lidia en el tema del psicópata, no se me va de la cabeza lo que mencionaste sobre la longevidad de nuestros gobernantes cuando charlamos con ella. Haz memoria.

Caí en seguida en la cuenta de a qué se refería.

—¿Copiar la personalidad en clones vírgenes? ¿El transplante de cerebros? ¡Bromeaba, mujer! Se trata de una vulgar leyenda urbana.

—Supongo que sabrás lo del mercado negro de emociones fuertes…

—¿Las infoemociones? Claro; más de un colega universitario ha tenido problemas con la Policía por su culpa. Hay gente cuya existencia es tan gris, que necesita las vivencias ajenas para sentirse humana. Pero se trata de artilugios nanoinformáticos, como los neurófagos, cuyos efectos duran minutos u horas, como mucho. Tú hablas de una vida entera…

—Lidia ha tenido milenios para trastear con esos pobres diablos. Ha ido quitándoles componentes orgánicos poco a poco. De ahí a saltar a un soporte informático…

—¡Sheila, por favor! Esto es la realidad, no una novela de ciencia ficción. ¿Dónde quieres ir a parar? Déjame adivinarlo. Según tú, Lidia roba los sesos de un navegante nacido hace miles de años, implanta sus recuerdos en…

—Imagínate cómo será la mente de ese tipo, después de las perrerías que nuestra amiga le ha hecho —me interrumpió—. Sólo faltaría que lo hubiera mantenido despierto, sin cuerpo, durante tanto tiempo. Algo mosqueado sí que estará. Un excelente candidato a psicópata, afirmo. Además, Ctesifonte confesó que no había contado los nichos ocupados desde hacía años. Simplemente, daba por supuesto que seguirían siendo doscientos doce. Lidia ha tenido tiempo de sobra de…

—¡Basta de disparates! —salté.

—¿Sabes que estás muy guapo cuando te sulfuras?

Al final tuve que reírme, y mi enfado quedó en agua de borrajas. Por supuesto, seguía creyendo que Sheila desbarraba.

—Párate a pensarlo —le pedí—. Incluso en el hipotético caso de que le fuera posible transferir las vivencias de una persona, ¿dónde lo haría? ¿En una máquina? Sus ordenadores actuales no son lo bastante complejos para eso. ¿En un clon adulto? Su fecundación y gestación están reguladas directamente por la Junta Rectora. Una transgresión tan severa no pasaría desapercibida. Y nos queda lo más importante: el móvil. ¿Qué ganaría Lidia a cambio? Lo tiene todo: riqueza, posición social, una pareja que la adora…

—No sé… Tal vez lo hizo simplemente para demostrar que es posible. Un desafío personal, como quien escala una montaña.

—¿Arriesgar la estabilidad de una sociedad ideal, de la cual es ella una de las máximas dirigentes? Ya sé, ya sé —la detuve con un gesto antes de que me contestara—: tu famosa intuición femenina. ¿Se te ha ocurrido que tal vez no seas infalible?

—Hay cosas en las que no suelo errar —sonrió—. Pero admito que falta el móvil. Si encontráramos algo que anhele y no pueda conseguir en Valinor, ¿sería suficiente acicate para provocar una crisis social? Tendrás que hablar con Lidia de nuevo.

—Eso me temo —me dejé caer en la almohada, con las manos detrás de la nuca—. Psicópatas aparte, su personalidad es más compleja de lo que suponíamos. Por supuesto, no le mencionaré una palabra de tu descabellada suposición. Ah, y que no se te ocurra espetarle algo al estilo de: «¿cuántos hombres, mujeres y niños ha matado usted a sangre fría, maldita sádica?» Que te conozco y, tal como están las cosas, esa gente es capaz de echarnos.

—Me portaré bien —apretó su cuerpo contra el mío—. Te noto muy tenso. ¿Quieres que te dé un masaje relajante?

—No me vendría mal. Entrevistar otra vez a Lidia Leynorian… —suspiré—. Suponiendo que quiera recibirnos. Tendré que buscar algún tema de conversación que le agrade.

—Confío en ti. Caray, tienes los músculos del cuello agarrotados. Pongámosle remedio.

La dejé hacer. Ahí no pensaba discutir con ella.

19

TAMPOCO pudo ser, al menos de inmediato. Recibimos una petición de Caligandar a la que no pudimos negarnos. Tragándose su orgullo, la Junta Rectora nos rogaba que auxiliáramos a la Policía para mejorar la vigilancia en Valinor. Ya no les bastaba con mi investigación de campo sobre el psicópata. Querían que les dijéramos qué hacer. En suma, se confesaban inútiles. Fue el turno de Sheila para lucirse. O mejor, para frustrarse.

—Esto es peor que rodar una película con niños y animales de protagonistas —se quejaba por las noches, en el remanso de paz del dormitorio—. No tienen ni puñetera idea de autodefensa, tanto personal como colectiva. Conceptos como «toque de queda», «milicias» o «patrullas» les suenan a chino. Tantos siglos de dorado aislamiento han producido una ciudad de pájaros dodos gordos, inermes y listos para el sacrificio. Estoy intentando que comprendan lo esencial de poner cámaras en todos los sitios, y un sistema de alerta rápida en los domicilios particulares. Mas ¿cómo reaccionan a mis sugerencias, dictadas por el sentido común? Largándome un rollo sobre derechos inalienables, intimidad personal y bla, bla, bla. A este paso, tardaremos más en atrapar al asesino que la protoestrella en evolucionar a gigante roja.

Ahora me tocó consolarla. En verdad estaba fastidiada.

—Les propuse llamar a un regimiento de comandos de la Armada —prosiguió—, pero se llevaron las manos a la cabeza y se cerraron en banda. Lo consideran una inaceptable injerencia en sus asuntos internos. Ya nos toleran a nosotros dos a duras penas.

Pero tuvieron que rendirse ante la evidencia y acabaron por adoptar algunas precauciones que, para su sorpresa, funcionaron. Logramos que instalasen en cada vivienda particular un sencillísimo dispositivo que registraba quién entraba y salía por la puerta. Algo tan simple le quitó al criminal su principal reservorio de presas. No obstante, los ciudadanos tendían a relajarse en los lugares públicos, y el psicópata se adaptó a los nuevos tiempos. De ese modo cayó P13: en un parque, al aire libre.

El Jardín de los Melancólicos no era el único lugar poco frecuentado de Valinor. Sheila quería colocar cámaras espías por toda la ciudad, pero eso llevaba tiempo, y la Junta no paraba de poner pegas a las posibles violaciones a la privacidad. Aún quedaban bastantes zonas sin controlar, y parecía que el asesino poseía un sexto sentido para moverse por ellas.

Desde la entrevista con Ctesifonte, yo albergaba una fobia feroz contra aquellas gentes, hasta el punto de preguntarme si me conmovería el nuevo homicidio. Y lo hizo. Nadie merecía acabar así. Además, pensándolo fríamente, nueve décimas partes de los habitantes no habían conocido las purgas de la Escitia. ¿Debían los descendientes pagar por los pecados de los padres hasta la tercera generación, como en los crueles códigos legales de la remota Antigüedad?

Me dio pena aquel pobre hombre. De los nativos que había visto hasta la fecha, era el que exhibía unos rasgos más infantiles, como los de un efebo. Azares de la genética, pensé. Y esos rasgos estaban deformados por el miedo, el dolor, la desesperación que te invade al saber que vas a morir solo, sufriendo, tirado como un perro, y que nadie acudirá en tu auxilio.

A saber dónde lo secuestró el asesino. Dedujimos que lo drogó y lo llevó disimuladamente hasta donde tenía preparado el escenario. El pareado mencionaba medias, guantes y mitones; como nos temíamos, el castigo se centró en pies y manos. Amordazó al desgraciado, lo ató como un fardo y le cubrió las extremidades con unas bolsas de plástico resistente. Dentro vertió ácido. Cuando se aburrió, al cabo de dos horas, lo mató, inyectándole el mismo veneno que a P7. Eso le supuso una hora adicional de diversión.

El asesino era elusivo como una sombra borrosa. Tardaríamos aún mucho en convertir aquel paraíso en un estado policial, con vigilancia omnipresente y constante. Suponiendo que eso lo detuviera.

—Es como si gozara de acceso privilegiado a nuestros planes. Va siempre un paso por delante —decía Sheila—. Seguro que sabe infiltrarse en la red informática policial.

—Sigue siendo humano —traté de animarla—. Cometerá un error alguna vez.

—Sobre lo humana que es aquí la gente, podríamos discutir largo y tendido…

Lo único positivo fue que los nativos comenzaban a respetarnos. Habían llegado a la conclusión de que no eran superiores en todo. Se iniciaron en el arte de disponer cámaras de vigilancia en los mejores lugares, y organizaron patrullas por turnos rigurosos.

Por fin dispusimos de un poco de tiempo para visitar a Lidia Leynorian. Llegamos a la mansión, y Filis salió a recibirnos, bloqueándonos el paso.

—Lidia está ahora trabajando —nos informó, con voz dulce. Debía de estar esculpiendo una de sus obras, porque iba vestida con un manchado guardapolvo blanco—. Periódicamente dedica parte de su valioso tiempo a las revisiones médicas de nuestros conciudadanos.

Intentamos convencerla para que nos dejara entrar y charlar un rato con ella, pero Filis, educadamente, nos dio con la puerta en las narices. Nos quedamos un rato ahí plantados, decidiendo qué hacer a continuación.

—Oye, Claude, ¿quedaría feo que acudiéramos a la consulta médica de Lidia?

—Averigüémoslo.

20

LA clínica de Lidia Leynorian estaba situada cerca de la sede de la Junta Rectora. Ocupaba un edificio anejo al hospital; un lugar, dicho sea de paso, poco frecuentado, dada la escasa propensión de los nativos a enfermar o sufrir accidentes. Costó reunirnos con la doctora, porque nos enfrentamos a una cierta reticencia a dejarnos pasar. Insistimos; después de tantos días ya dominábamos la técnica de colarnos en los sitios, sobre todo apelando a la excusa de revisar medidas de seguridad.

Si le contrarió nuestra inopinada visita, no lo demostró. Nos saludó de buen talante y permitió que fuéramos testigos de sus quehaceres. La seguimos a una gran sala rectangular, de estilo muy distinto al art nouveau que imperaba en Valinor. Sólo importaba la funcionalidad: espacios amplios, líneas rectas, colores fríos. Conté varias docenas de camas, todas ocupadas por los pacientes. Quizá los hubieran sedado, porque descansaban inmóviles como esas estatuas yacentes, de rasgos serenos, que ponían antaño en la tapa de los sarcófagos. Encima de cada lecho, a modo de dosel, unos escáneres les escrutaban las entrañas. Unas enormes pantallas mostraban, en tiempo real, el estado de músculos, huesos y vísceras. Las imágenes tridi eran de un realismo impresionante. Me chocó el estilo de presentación de datos de los ordenadores. No se parecía a nada que hubiera contemplado antes.

Lidia nos fue explicando el objeto de todo aquello. Aunque no tan acusadamente como Ctesifonte, le complacía presumir de sus habilidades ante un público atento. O sea, nosotros. Sus compatriotas la tenían ya muy vista.

—El deterioro corporal resulta inevitable, pero puede ser contrarrestado —concluyó—. Los síntomas de senescencia, antes de ser visibles, se manifiestan a nivel molecular y subcelular: exceso de radicales libres, erosión de telómeros, apoptosis… La técnica que hemos desarrollado revierte ciertas rutas metabólicas, como quien reinicia un ordenador.

—Hablando de ordenadores —intervino Sheila; Lidia ya se había resignado a que una mera ayudante metiera baza en las conversaciones—, hemos sabido que las inteligencias artificiales de la Escitia se perdieron durante el viaje.

—Ah, sí —repuso, sin darle importancia—. Eran tan primitivas… Se tornaron poco fiables y hubo que desactivarlas. Nos fue imposible restaurarlas después. Eso nos condenó a sobrevivir con unos ordenadores elementales; irracionales, más bien, pero lo logramos.

—Un tanto a favor de su capacidad de improvisar —Sheila logró no sonar irónica—. Sin embargo, la presentación de datos de estos escáneres médicos —los señaló con el dedo— requiere una elevadísima capacidad de computación. ¿Han desarrollado IAs de nueva generación?

—Las inteligencias artificiales se mostraron impredecibles. Preferimos ordenadores que hagan estrictamente lo que se les pide, sin voluntad propia, adaptados a misiones concretas. Yo participé en el diseño de éstos, por lo que resultan plenamente satisfactorios.

—Es fascinante hallar sistemas informáticos desarrollados al margen del Ekumen. Si no son biocuánticos, para alcanzar esa rapidez… ¿Chips de ADN?

Lidia la contempló con renovado respeto.

—Caramba, chica, ¿dónde aprendiste esas cosas?

Sheila se encogió de hombros, sin hacer caso al matiz despectivo de «chica».

—Culturilla general.

Lidia nos rogó que la excusáramos mientras efectuaba varios ajustes en un escáner. Sheila y yo nos miramos en silencio. A esas alturas nos conocíamos, y me imaginé lo que estaba pensando. Aquellos ordenadores orgánicos eran lo bastante potentes como para almacenar los registros de un cerebro humano, si tan descabellada operación era posible. No habíamos sabido de su existencia hasta la fecha porque no estaban conectados al sistema informático público de Valinor. Eran los juguetes privados de la doctora Leynorian.

Conforme pensaba más en ello, más absurda se me antojaba la teoría de Sheila. Guardar mentes cautivas en un ordenador… Pero lo que me desasosegaba era que, quizá, podía hacerlo. Aunque el móvil brillaba por su ausencia.

Anduvimos un buen rato zascandileando por la clínica, mientras Lidia respondía a nuestras cuestiones sobre temas técnicos. Yo me devanaba los sesos, buscando un modo de abordarla para conocer sus impresiones sobre los Durmientes, saber qué experimentos llevaba a cabo con ellos o qué emociones la invadían (si es que sentía alguna) por el hecho de detentar un poder de vida y muerte sobre aquellos prisioneros indefensos. En suma, quería conocer las motivaciones profundas de la maldad. No me atreví a ser explícito, ya que tocábamos un tema sensible. Lidia era muy influyente en la Junta, y nos podía expulsar de Valinor si nos consideraba una amenaza. Ahora, por suerte para nosotros, sólo alcanzábamos la categoría de molestia.

Al acabar la acompañamos a la salida, pero no nos invitó a su domicilio. Antes de despedirse de nosotros en la puerta del edificio, sacó del bolsillo un diminuto teléfono celular y llamó a su compañera.

—Qué raro —murmuró, con semblante contrariado—. Filis no contesta.

—Puede que esté picando piedra —dije—. Cuando la saludamos esta mañana, parecía ocupada en una de sus esculturas.

—El otro día me fijé en que había criadas, o como las denominen aquí, en la mansión. Avise a una de ellas —sugirió Sheila—. Puede que Filis esté tan enfrascada en lo suyo que no atienda a llamadas.

—El personal se toma hoy el día libre —replicó Lidia—. Mi compañera requiere en ocasiones concentración absoluta. Cuando yo acudo a la clínica, aprovecha para…

—¿La ha dejado sola?

Pregunté sin pensar. Nada más oírla, un desagradable presentimiento me asaltó: algo iba terriblemente mal. No fui el único. Sheila lo captó al vuelo. En cambio, Lidia seguía tan feliz, ajena al peligro. Habló con despreocupación:

—¡Pues claro! Instalamos en la puerta principal una de esas alarmas de ustedes, para que se quedaran contentos. Todo marcha con normalidad.

—La puerta principal… ¿Hay más accesos a la vivienda? —preguntó Sheila.

—Sí, pero nunca los abrimos. Eh, ¿por qué ponen esas caras?

La sensación de catástrofe inminente resultaba angustiosa, opresiva.

—Una plataforma, rápido —dijo Sheila—. Y usted, avise a la Policía.

—Pero ¿se han vuelto locos? ¿A qué viene semejante paranoia?

Sheila no se dignó contestar. Buscó por los alrededores y localizó una plataforma agravitacional libre. Yo la seguí a la carrera, igual que Lidia. Supongo que creía que estábamos ofreciendo un lamentable espectáculo. Pero claro, ya se sabía que los tipos del Exterior eran propensos a perder los papeles.

Sheila pilotó el vehículo saltándose todas las normas de la circulación, pero yo estaba tan nervioso que no me acordé de marearme. Tampoco atendió a las invectivas de Lidia. Aparcó frente a la puerta principal y llamó al timbre. No hubo respuesta. Se dio una carrera hasta la entrada de servicio más próxima.

—Forzada —dijo.

Ahora sí, bajo la fachada de desdén que exhibía Lidia empezó a surgir la alarma. Cesó de incordiarnos. Mientras, Sheila se colocó a un lado de la puerta y, con un movimiento de inhumana gracilidad, como de serpiente, la abrió de una patada y se introdujo en el jardín. Probablemente, no era la primera vez que asaltaba un edificio con enemigos dentro. Yo me apeé despacio, sin saber a ciencia cierta cómo debe uno comportarse en estos casos. Lidia se quedó quieta, como un gato de noche en una carretera, deslumbrado por los faros del coche que lo va a atropellar. En esos momentos, sentí pena por ella.

Justo cuando aparecía el vehículo policial, Sheila regresó. Había manchas oscuras en su traje. Miró a los ojos a Lidia y negó con la cabeza.

La faz de la doctora se demudó. Bajó corriendo de la plataforma, con tan mala fortuna que cayó de bruces. Se lastimó las manos, pero no reparó en las palmas despellejadas. Entró como una tromba en el jardín. Segundos después, a nuestros oídos llegó un grito desgarrador, animal. Todo el dolor del mundo estaba en él.

Sheila miró a los atribulados agentes del orden.

—Preparad las cosas, muchachos. Tenemos que procesar el escenario de P14.

Mientras, los gritos fueron dejando paso a unos gemidos incontrolables, y éstos a los sollozos.

21

COMO sugería el pareado del Barón de Andilla, el psicópata se había esmerado con los pies de Filis. «Calzado estrecho…» Tuvo que dedicar días a estudiar las idas y venidas de los habitantes de la casa. Sin duda, ya habría entrado antes en el jardín, determinando los numerosos fallos de seguridad de los que adolecía. El modus operandi fue previsible. Maniató y amordazó a la víctima. A continuación buscó entre las herramientas de la escultora, y seleccionó una especie de martillo neumático que usaba para desbastar los bloques de piedra que le traían las naves mineras. Con aquel artilugio le había reducido a pulpa los miembros inferiores. No quise mirar el rótulo, escrito con sangre fresca, que indicaba cuánto duró el martirio. Al final, mientras la infortunada Filis agonizaba, el asesino, a modo de infame rúbrica, le había encasquetado en lo que quedaba de los pies unos ridículos borceguíes, toscamente cosidos a mano para la ocasión.

Los policías tomaban fotografías y buscaban pistas en silencio. Sentada en el suelo, Lidia se abrazaba las rodillas y mecía rítmicamente el torso, como si se acunara. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Ahora los enfocaba en el infinito, mientras se movía como un metrónomo. Era curioso que una persona como ella, imperturbable y distante, capaz de experimentar desapasionadamente con sus semejantes, sintiera tanto dolor cuando la desgracia la golpeaba. Los seres humanos somos contradictorios por naturaleza, más emotivos que lógicos.

Sheila dejó de supervisar a los agentes y se puso al lado de la doliente. Ésta no se percató de su presencia.

—La dejó usted sola —le dijo.

Me pareció un detalle innecesariamente cruel, por muy justificada que fuera la inquina que Sheila sentía hacia ella. Lidia acusó el golpe. Detuvo su vaivén y lloró desconsoladamente hasta que no le quedaron más lágrimas.

—Es una táctica para que reaccione —se justificó.

—Ya —repliqué, mirándola con cara de reproche.

Lidia empezó a toser. Por un momento, temí que vomitara.

—Haz tu buena obra del día, Sheila, y tráele un vaso de agua.

Obedeció sin rechistar. Entró en la casa, y en menos de un minuto estaba de vuelta con lo solicitado. Lidia bebió mecánicamente. Al cabo de unos segundos se obró en ella un cambio casi mágico. Se quedó inmóvil, con los labios entreabiertos y la mirada perdida. Me volví hacia Sheila. Puso cara de no haber roto un plato en la vida. Me acerqué y le susurré al oído, apretando los dientes:

—¿Qué le has echado al agua?

—Yo no fui; nadie me vio; no tienen pruebas —canturreó, jovial, logrando exasperarme.

—¿Suero de la verdad? ¿No te da vergüenza? ¡Aprovecharte así de una pobre mujer, rota por la pérdida de su compañera, vulnerable, herida! ¡Es mezquino! ¡Es miserable! ¡Es…! —recordé lo que Lidia hacía con los cerebros de los navegantes—. Habrá que llevarla a un sitio discreto. Mierda, a veces me doy asco —suspiré.

Sheila sonrió con malicia y se dirigió a los agentes.

—Muchachos, nosotros acompañaremos a la doctora a sus habitaciones. Necesita descansar y no ver a nadie hasta que recupere la compostura. Cuidaremos de ella.

Por supuesto, se hicieron cargo de las circunstancias. Bastante mal lo estaban pasando ellos, comprobando de primera mano lo que era la muerte. Lidia, a una orden de Sheila, nos siguió mansa como un corderito. Fuimos a un dormitorio y la sentamos en una silla. Sheila, con un gesto de cabeza, me animó a que iniciara el interrogatorio. Yo albergaba mis dudas.

—¿Qué pasará cuando despierte? —murmuré.

—Ya me encargaré de que no recuerde nada.

—¿Cómo…?

—No preguntes, y al tajo.

Me enfrenté a Lidia, que parecía tan carente de vitalidad como los almohadones de encaje que destacaban encima de la colcha. El suero le había arrebatado la voluntad, pero ¿rehusaría contestarme?

—Tú, como si interrogaras a un prisionero de guerra —me animó Sheila.

—Sí; suelo hacerlo todas las mañanas, después del desayuno —rezongué, y me centré en la doctora. Decidí no empezar con preguntas directas, sino con palabras sueltas, por si provocaban asociaciones de ideas o discursos espontáneos—. Los Durmientes.

Lidia respondió en un tono espectral, como si nos hablara desde otro mundo. Su mirada era vacua.

—Salió mejor de lo que planeé. Se está vengando.

«Al final, Sheila va a tener razón», pensé.

—Sé más explícita, Lidia.

—Era una magnífica idea. Escogí al más adecuado. Ginés Valdemar. Jefe de navegantes. Un espíritu indomable. Lo mantuve despierto todo el tiempo. Incluso cuando ya no era necesario, le negué el reposo. Nunca se doblegó. Su odio creció. Contra todo. Contra todos. La herramienta perfecta.

Se detuvo, impasible. Enunciaba frases cortas, a veces inconexas. Pero la entendíamos. Por desgracia, la entendíamos.

—¿Para qué?

—Crear vacantes.

Sheila no pudo resistirse a meter baza. Me fijé en que le interesaba más la metodología que los móviles. Deformación profesional, me temo.

—¿Cómo lo hiciste, Lidia? —preguntó.

—Cartografié sus redes neuronales. Dispuse de siglos para eso. Era un desafío. Vencí. Luego, las reproduje en el ordenador. ¿Podemos considerarlo la misma persona o un doble? No sé. No importa. El cerebro quedó inservible, pero ya estaba copiado en otro soporte más fiable.

Calló de nuevo. Le costaba articular muchas palabras seguidas.

—Continúa —la animó Sheila.

—Elegí una muestra aleatoria de individuos. Hombres. Por término medio son más fuertes y violentos. Aproveché las revisiones periódicas en la clínica. Con los nuevos ordenadores y microsondas, podía reconectar neuronas. Copié en sus cabezas los esquemas de Ginés Valdemar. En unos, completamente. En otros, de forma parcial. Confiaba en transmitirles su agresividad —y a continuación, otro silencio.

—¿Qué más? —la animé.

—La modificación de redes neuronales en un adulto da resultados imprevisibles. Por eso lo probé en muchos. En alguno funcionaría, supuse. Tarde o temprano, un estallido de rabia irracional mataría a alguien. Yo dispondría de vacantes, por fin.

A esas alturas, yo tenía los nervios de punta. Aquella confesión, con semejante entonación ultraterrena, era espeluznante.

—El resultado satisfizo todas las expectativas, ¿verdad? —preguntó Sheila.

—Cada persona es única. Debió de darse un agudo sinergismo entre la mente de uno de los anfitriones y los circuitos neuronales de Ginés Valdemar. Fabriqué una máquina de matar demasiado perfecta. Yo sólo quería unas pocas vacantes. Los culpables de raptos súbitos e inexplicables de ira habrían sido capturados. Reeducados. Por mí. Habría borrado las pistas que me incriminaban. Nadie lo sospecharía. Fallé. Mi creación se volvió contra mí.

—El móvil. Maldita sea, el móvil —no pude contenerme más—. Las vacantes… ¿Por qué, Lidia?

—Quería ser madre.

—¡¿Qué?! —exclamamos al unísono Sheila y yo. De todas las respuestas posibles, aquélla era la que jamás habríamos imaginado. Era incongruente, con ese tono de voz…

—Domino los secretos de la materia viva. Prolongo la existencia eternamente. Puedo satisfacer cualquier deseo, excepto uno. Crear vida en realidad. Sentirla crecer dentro de mí. Lo hablé con Filis. Nos hacía tanta ilusión. Ser, por elección propia, como las mujeres de antaño. Pero nos estaba vedado. 101.394 habitantes. Ni uno más. A menos que hubiera vacantes a cubrir.

Recordé las esculturas del jardín. Una madre amamantando a su hijo. Tuve que sentarme a los pies de la cama.

—No puede ser… —dije.

Pese al efecto estupefaciente de la droga, Lidia se había vuelto más locuaz. La expresión de sus ojos, en cambio, seguía recordando a la de un pescado.

—Seríamos una familia. Nuestros hijos, Filis y yo. Verlos madurar. Lo teníamos todo previsto. Tantas ilusiones. Ya no existen. Filis ha muerto. Por mi culpa. Yo la amaba. Más que a nada. Siglos de convivencia. De comunión. Nuestros planes. Felices para la eternidad. Y está muerta. Muerta. Como si yo hubiera acabado con ella. Con mis manos. La dejé sola. Muerta. Muerta. Muerta.

—Cállate —le pedí; meneé la cabeza—. Joder…

—¿Quién es el psicópata, Lidia? —Sheila era más práctica y menos impresionable que yo.

—No lo sé. Traté a cien sujetos. En veinte de ellos implanté la red neuronal completa de Ginés Valdemar. Los he seguido discretamente. Nadie más que yo sabe de los experimentos. Cuando los crímenes se desmandaron, no me atreví a denunciarlos. Tampoco me importaba. Las desgracias les sucedían a otros. No sé cuál es. En condiciones normales, el asesino actúa como un ciudadano respetuoso. Disimula a la perfección. Salvo cuando mata. Filis. La destrozó. La dejé sola. Sola. Sola. Sola.

—¿Dónde guardas el listado de esos individuos? —preguntó Sheila—. ¿Y la ficha de Ginés Valdemar?

—No me fío de las bases de datos. Nunca se sabe. Caja fuerte.

La obligamos a que nos indicara el lugar donde escondía la caja y facilitara la combinación. Luego, Sheila la metió en la cama y le habló al oído durante unos minutos. Lidia cerró los ojos y pareció reposar en paz. La arropó con cuidado y salimos.

—Despertará dentro de unas horas y no recordará nada del interrogatorio; te lo garantizo, Claude. Vamos a por esa lista.

Me paré en el salón, delante del minibar.

—Concédeme un respiro. Nunca he necesitado un buen trago tanto como ahora.

—Te acompaño. Paga la anfitriona.

Dimos cuenta de sendas copas de un licor ambarino que sabía a ron de caña especiado. Mientras mecía suavemente con la mano aquella obra de arte de cristal finísimo para calentar su aromático contenido, reflexioné en voz alta:

—Un plan tan absurdo y retorcido como cabría esperar de alguien con toda la eternidad por delante… Jamás dejará de sorprenderme la naturaleza humana. Todo esto, porque una diosa quería ser mamá. Parece un chiste, y de humor negro.

—No sabía que el instinto maternal fuera tan fuerte —repuso Sheila—. Eh, no me mires así, como si fuera una alienígena. Venga, acaba y larguémonos. Por fin disponemos de pistas sólidas para dar con el asesino.

22

VEINTE presuntos sospechosos. Habrá que seguirlos de cerca, Claude.

La caja fuerte guardaba un auténtico tesoro, que ahora podíamos consultar en su totalidad. Sheila había sacado uno de sus útiles cachivaches de tecnología punta, y lo copiamos todo. Después dejamos la caja como estaba antes. Lidia nunca sospecharía que conocíamos sus más íntimos secretos. El problema era qué hacer con ellos. Por motivos obvios, no podíamos acudir a Caligandar ni a nadie de la Junta. Habíamos obtenido esa información ilegalmente.

Leímos atentamente la ficha de Ginés Valdemar. Según ponía, era un navegante muy cualificado, que conocía los entresijos de la Escitia como la palma de la mano. Cosa rara entre los de su gremio, tenía familia. Consultamos las anotaciones al margen que redactó Lidia, las cuales abarcaban varios milenios. Como nos temíamos, los rebeldes emplearon a los seres queridos de Valdemar para coaccionarlo. Lo obligaron a elegir entre ellos o traicionar la misión de colonización que le fue encomendada. Optó por el deber. Ctesifonte y los demás verdugos voluntarios no tuvieron piedad. Finalmente, aquel sacrificio resultó estéril. Lidia desarrolló la droga que doblegaba voluntades, y Ginés Valdemar fue obligado a maniobrar la generacional.

Quizá por su rebeldía, Lidia se ensañó con él. A lo largo de los siglos lo sometió a perrerías sin cuento, para quebrar su resistencia. Fue el conejillo de indias en todos los experimentos novedosos que llevó a cabo la doctora para comprender el funcionamiento del cerebro humano. Sobrevivió. Creo que la furia y el rencor le dieron fuerzas para aguantar lo que ningún otro hombre sería capaz. Y a la larga, por un exceso de confianza de Lidia, logró escapar. Él o una copia de su mente, tanto daba. Por más que simpatizásemos con su tragedia personal, teníamos el deber de atraparlo.

Recapitulamos rodeados de copias de los expedientes, como si fuéramos generales delante de los planos de una batalla. Nos enfrentábamos a datos y más datos sobre unos individuos a los que no conocíamos, entre los que se agazapaba una bestia.

Podíamos espiar a los veinte que sufrieron la reconfiguración neuronal severa, pero sólo éramos dos personas, y de ellas una, vuestro seguro servidor, no se consideraba precisamente un inspector de policía. Teníamos que buscar algún indicio que nos permitiera descartar sospechosos, para facilitar el trabajo. Sobre nosotros, como la proverbial espada de Damocles, pendía el convencimiento de que el psicópata lo intentaría otra vez. Recordé los cinco pareados del Barón de Andilla que quedaban:

«Las zapatillas sus ventajas tienen,

mas resfriados mil por ellas vienen.

Si tu cerebro con estudio excitas,

tener los pies calientes necesitas.

Si sudando los pies, niño, te mojas,

hay riesgo de que algunos males cojas.

Niña que usa el corsé demás estrecho,

se desarrolla mal y daña el pecho.

Si os abrasáis tragando algo caliente,

inspirad y se pasa prontamente.»

Los dos últimos, sobre todo, sonaban horribles. Pero ahora, por fin, intuíamos la posibilidad de evitar que ocurrieran más tragedias. ¿Qué pretendía exactamente Ginés Valdemar? ¿Mataba al azar, o había un propósito subyacente a su metódica crueldad? Yo tendía a inclinarme por la segunda hipótesis. Nos enfrentábamos a un individuo muy inteligente. Como una cabra, pero listo.

—He leído que, en algunos asesinos en serie, el primer caso encierra las claves de las motivaciones del autor —sugerí.

—P1 era un juglar de poca monta; de nueva generación, por añadidura —Sheila disentía—. No tiene pies ni cabeza. Valdemar dedicó siglos y siglos a rumiar su venganza. De castigar a alguien, yo consideraría a sus torturadores directos, los cabecillas de la rebelión que lo redujo a tan lamentable estado y ejecutó a su familia: Lidia, Jasón, Ctesifonte…

—Las muertes de Filis y Pirítoo se adecuan a tu teoría: los dirigentes de Valinor han sufrido en carne propia lo que significa perder a un ser amado. Pero ¿y el resto?

—¿De relleno? ¿Para despistar a la Policía? ¿Porque se le antojó, sin más? —Sheila estudiaba los informes con profunda concentración—. Desde luego, si Lidia quería crear vacantes, eligió un método de lo más enrevesado.

—Sí, y le pasó lo que al aprendiz de brujo. Vacantes… —se me ocurrió otra idea, como tantas que exponíamos y luego desechábamos en aquel brainstorming—. El asesino sigue sus propios intereses, no los de Lidia. ¿Podría querer ocupar un puesto de los que quedan libres? Comprueba si alguno de los sujetos con el cerebro modificado ha progresado en el escalafón o va a hacerlo cuando se cubran los huecos dejados por las víctimas.

—Sí, suena razonable… —Sheila se animó—. Valdemar puede desear la mejora de su posición social. Poco cuesta verificarlo, aunque sea un disparo a ciegas.

De los veinte, sólo cuatro promocionaban para reemplazar a los difuntos. Sheila repasó el nuevo y reducido listado:

—Todos son ciudadanos de nueva generación. Heráclito Zambrotas: sustituye al juglar P1. Damián Ingridsen: sustituye a P10, el encargado de las naves mineras. Élmer Maturana: reemplaza a Pirítoo. Solimán Khsaggi: sucede a P5, la responsable de los tanques de reciclado.

—¿Alguno solicitó expresamente su nuevo destino, o le fue asignado por sorteo?

—Nadie lo ha pedido. A lo mejor son supersticiosos, y creen que trae mala suerte. Según parece, un comité de sabios ha decidido las asignaciones según el currículo de los candidatos.

—Élmer Maturana sustituye al hermano de Jasón Caligandar. ¿Podría querer estar cerca del Primer Ciudadano para trabajárselo en el momento propicio?

Sheila se lo pensó, sopesando otras posibilidades.

—El tipo de las naves —dijo, y me miró a los ojos—. Atiende, Claude. Ginés Valdemar era navegante. Habrá buscado algo afín a su antigua experiencia.

—Quizá… —lo consideré—. Pero el puesto de Pirítoo le otorgaría un mayor poder efectivo.

—¿Seguro? Damián Ingridsen controla ahora las entradas y salidas de naves mineras. Su posición es inmejorable. Si se harta de la ciudad, y supongo que se le hará muy cuesta arriba convivir con seres a los que odia, puede huir y probar suerte en nuestra base, solicitando asilo político. En caso de ser capturado, tendría un recurso para negociar con las autoridades, o chantajearlas: preparar sabotajes. Con lo metódico y concienzudo que es…

Otra desagradable idea me vino a la cabeza.

—Si tanto detesta a sus verdugos, podría preparar un atentado de los antológicos. Una nave minera, precipitándose contra Valinor en plan kamikaze…

—No me extrañaría —Sheila asintió, preocupada—. Tenemos que pillarlo ya, Claude. Hay peligro real de que cometa una masacre. Seguro que habrá pensado en ello, aunque confío en que no se le ocurra llevarla a cabo hoy —dijo, mientras recogía los informes; le gustaba el orden—. Por cruel que suene, preferiría que siguiera ocupado con sus crímenes artísticos, escabechando valinoríes artesanalmente.

Traté de pensar con calma.

—Nos estamos dejando llevar por suposiciones, Sheila. Elucubraciones. Lo más seguro es que el tal Damián no tenga nada que ver con nuestro psicópata.

—Hasta ahora, mis corazonadas han demostrado su fundamento —replicó—. Y aunque no lo tengan, ¿se te ocurre algo mejor? Vamos a visitar ya mismo a ese hombre, aunque sea un santo varón. Pero antes, enviaré un mensaje encriptado a la Armada. Me sentiré más tranquila si merodea por los alrededores algún caza camuflado, con órdenes de abatir a cualquier nave sospechosa o no autorizada que salga de Valinor. Por si acaso.

23

EL astropuerto minero tenía poco tráfico. Las naves de carga, habitualmente no tripuladas, salían en contadas ocasiones, cuando se necesitaba material de construcción o pedruscos para fines particulares, como las esculturas de la desdichada Filis. Ahora descansaban todas en el hangar principal. De éste partían las rampas de lanzamiento. A los lados había muelles de atraque, cintas transportadoras de la materia prima, talleres y edificios administrativos. Todo había sido construido en un estilo funcional, suavizado con toques de modernismo. Y allí aparecimos nosotros, en busca de Damián.

No se veía un alma, aunque pronto oímos el sonido de unos pasos que se aproximaban. Un hombre había surgido por detrás de una de las naves. Reconocí a Damián gracias a las fotos de los expedientes que consultamos antes. Presentaba el típico rostro valinorí, ancho y de tez clara, y los cabellos rubios. Vestía un mono amarillo de faena, funcional aunque con las peculiares filigranas características de aquella cultura. Nos saludó con una educada sonrisa.

—¡Buenos días! Es un honor recibir a los forasteros de los que todo el mundo habla. Se nota a la legua que no son de aquí. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

No nos estrechó la mano, cosa que agradecí. Me provocaba una enorme desazón hallarme frente a un presunto psicópata, infinitamente más peligroso que los que había estudiado en la bibliografía. En otras palabras, tenía los nervios tensos como cuerdas de violín. Me había implicado emocionalmente, y eso era nefasto. Sheila se percató, y mientras Damián nos enseñaba sus dominios, me dijo con disimulo:

—Relájate. O ve a tomarte una tila. Se te nota mucho.

Para no cometer un error fatal, me resigné a que ella llevara la voz cantante, mientras yo escuchaba y observaba. Le fue formulando preguntas sobre sus responsabilidades laborales, que él respondía complacido.

—El puerto minero puede parecer grande, pero se controla con facilidad. Los robots estibadores se encargan del trabajo duro, mientras que otros más versátiles y pequeños efectúan las reparaciones y ponen a punto la maquinaria. En cuanto al mineral, si son tan amables… —nos condujo al fondo del recinto—. Lo depositamos en las tolvas, desde donde cae a los molinos. Las bandas levitadoras lo conducirán a los hornos de fundición, cerca de aquí. Por otra parte, el disco de acreción es rico en hidrocarburos; bendita sea la nebulosa planetaria que lo originó. Resulta extremadamente barato emplear la energía solar para sintetizar combustibles líquidos, que almacenamos en esos contenedores de seguridad ahí arriba.

Empezaba a hastiarme con tantos datos técnicos. Me pregunté cuándo pensaba Sheila cambiar de tema, o si sería capaz de sonsacarle información útil a aquel pesado. En verdad, a cada minuto que transcurría, la teoría de que fuera el psicópata me parecía más irreal. Damián era la cachaza personificada, tan atento…

La tragedia se abatió sobre mí de forma súbita, sin darme tiempo a reaccionar. Con un giro brusco, un robot golpeó un contenedor de gasolina, le prendió fuego con un soldador y me lo tiró encima. Estaba tan aturdido que no pude moverme, mientras aquella bola ígnea se precipitaba sobre mi cabeza.

Si ahora estoy aquí contándolo es porque Sheila me salvó. Era militar, y sabía cómo obrar en momentos críticos. Con una rapidez sobrehumana me apartó de un empujón. Salí despedido varios metros, aturdido. Como recompensa por su acto heroico, recibió de lleno el impacto que me estaba destinado. Sobre ella cayó el pesado contenedor, junto a varios metros cúbicos de combustible incendiado. Noté la oleada de calor, como si se abriera la boca de un horno, seguida del crepitar de las llamas. Fue un milagro que no prendieran en mi ropa, pero Sheila me había arrojado lo bastante lejos. Y luego me llegó el hedor a carne quemada.

Durante unos instantes que se me hicieron eternos, fui incapaz de apartar la mirada de los restos mortales de mi compañera. El tremolar del aire sobrecalentado velaba un tanto la visión, pero bajo los restos chamuscados del contenedor aparecía un cuerpo con un brazo rígido, como un tronco medio carbonizado, apuntando al techo en un ángulo absurdo.

Esta vez, tan próximo a la muerte, no pasó ante mis ojos la película de mi vida. En cambio, evoqué las vívidas imágenes de Sheila en el dormitorio, encima de mí: el cuerpo desnudo, y esa mirada suya tan especial, como si me leyera el alma… Fui realmente consciente de que se había sacrificado por salvarme, y que debía hacer algo, pero me hallaba en estado de shock, inútil como un paralítico. Tan sólo, poco a poco, una pena terrible, una desolación imposible de describir con palabras, iban abriéndose paso en mi mente aturdida.

Tampoco tuve tiempo de pedir ayuda, salir corriendo ni nada por el estilo. Un robot se acercó por detrás y me retuvo con un abrazo que fui incapaz de vencer. Entonces reparé en Damián. Estaba a mi lado. Era el mismo hombre de expresión bonachona que nos había explicado los entresijos del puerto, pero sus ojos… Otra persona me miraba a través de ellos. Lo supe. Ginés Valdemar, navegante de la Escitia, era dueño de mi destino.

24

SEGURAMENTE, al asumir que a esas alturas podía considerarme cadáver, recobré el autodominio. Debió de ser una especie de pudor inconsciente: ya que iba a sucumbir, al menos que fuera con dignidad. Eso sí, era difícil mantenerla si pensaba en los siniestros pareados. Me enfrenté a mi captor.

—Ginés Valdemar, supongo.

—El mismo que viste y calza —en su rostro apareció una amplia sonrisa—. Nada más verlos entrar, me di cuenta de que venían a por mí. En fin, entraba dentro de lo previsible. ¿Quiere que le sea sincero? En el fondo, lo lamento. No tengo nada personal contra ustedes, pero es esencial mantener mi anonimato. Supongo que lo comprende. Tómeselo con deportividad. Será rápido. Ah, antes de que me lo pregunte: no se haga ilusiones. La alarma antiincendios no saltará; ya me ocupé de eso. Nadie vendrá a rescatarlo, ni se asomará por aquí. Luego, prepararé una emotiva historia, alterando los registros de las cámaras: los descuidados forasteros provocaron un infortunado accidente que segó sus propias vidas. Yo seré el afligido ciudadano que descubrirá sus cuerpos calcinados. Resulta irónico. En Valinor, nadie excepto yo deplorará su pérdida. Aquí, todos están hasta el gorro de los dos entrometidos del Exterior.

Cuando eres consciente de que te van a asesinar, al menos en mi caso, tiendes a pensar a toda velocidad. Me chocó la parrafada que Valdemar me acababa de soltar. «A lo mejor, después de pasar tantos siglos encerrado en un nicho, tiene ganas de hablar con alguien que lo comprenda». Probablemente no serviría de nada, porque el navegante parecía tenerlo todo bajo control, pero ¿qué perdía por intentarlo?

—¿Por qué escogió los pareados del Barón de Andilla? ¿Qué tiene de especial ese libro? —pregunté de sopetón.

Acerté. Se detuvo a responderme, como esos malandrines de las películas de serie B que se ponen a contar sus secretos al héroe cautivo, permitiendo que éste aproveche la oportunidad para librarse de las ataduras, darle una somanta de palos al imprudente locuaz y rescatar a la chica. Pero ahora el espectáculo era real, sin final feliz.

—¿Lo descubrieron? Me sorprende agradablemente. Los pareados… Qué quiere que le diga. Un tratado de urbanidad me pareció de justicia poética. Les viene bien a mis conciudadanos. Antaño fueron unos chicos muy malos. Así aprenderán buenos modales. Cuando lo localicé en la biblioteca fue una revelación. Me inspiró, pero tampoco es tan importante. De no haberlo hallado, habría elegido cualquier otro texto aleccionador. El resultado sería el mismo.

Había que ver con qué desparpajo hablaba, el condenado. Si no fuera por su manía de cortar a la gente en rodajas o dejar la cara de sus víctimas como una hamburguesa medio cruda, hasta me caería simpático.

—No alcanzo a comprender cómo alguien es capaz de torturar a un ser humano indefenso, de refocilarse en el sufrimiento atroz.

—Se lo merecen —ahora se puso solemne.

—¿Los nuevos también? No habían nacido cuando la Escitia

—¿Los ha visto? Son todos iguales. Como clones, hechos a imagen y semejanza de sus padres. Sangre de su sangre. Carne de su carne. Tan bellos, tan perfectos… Pero quien no fuera testigo de aquella época no puede adivinar hasta dónde llegaron —se estaba alterando por momentos—. Me imagino la versión edulcorada que les habrán contado Jasón y sus acólitos: todo muy aséptico, penosos sacrificios, había que hacerlo por el bien general… ¡Y un cuerno! Fue una guerra civil, y los ganadores no tuvieron piedad con los vencidos. No caímos sólo los que deseábamos cumplir la misión que nos encomendaron en nuestro mundo natal. También aprovecharon para ajustar cuentas: éste me quitó la novia, éste sacaba mejores notas en la escuela, éste es más brillante que yo… Todas las mezquinas envidias que se agazapaban en aquella sociedad tan cerrada, pueblerina, salieron a flote cuando el motín triunfó. En el bando perdedor figuraba el personal mejor preparado, más competente. Y ¿sabe una cosa? No hay nada más terrible que la venganza de los mediocres.

—Ctesifonte afirma que las ejecuciones se efectuaron con humanidad. Sedaron a los reos —dije, a sabiendas de que Valdemar iba a saltar como un muelle. Y vaya que sí. Se puso hecho un basilisco.

—¡¿Sedados?! ¡Mentira cochina! Antes de matarlos, se aprovecharon a base de bien: vejaciones, torturas, violaciones… Y no los dormían antes de abrir las esclusas que daban al vacío. ¿Ha visto alguna vez los efectos de la descompresión brusca en un cuerpo humano? Y los muy cerdos se reían. Ctesifonte era el peor de todos. El peor —guardó silencio un rato, respirando agitadamente, hasta que me miró fijamente; había recuperado el control—. Lo más chusco del caso es que quienes murieron tuvieron suerte. Los que permanecimos con vida… Siglo tras siglo con los sesos metidos en una lata de conservas de alta tecnología. Mi existencia oscilaba entre dos extremos. Por un lado, el tedio infinito, la incomunicación total, tener todo el tiempo del universo para meditar sobre el fracaso de la misión, los caídos, mi familia. Mi mujer, mis hijos. Mis pobres niños… —se le quebró la voz—. Milenios para comprender que toda mala acción siempre obtiene su recompensa. Y por otro lado, sufrir los experimentos desordenados, los caprichos de Lidia. Por el progreso de la Ciencia… ¡Ja! Sadismo encubierto, puro y duro: el placer que confiere saberse una diosa, detentar el poder de vida y muerte sobre otros seres. Las personas normales satisfacen esa pulsión comprándose un acuario, gobernando los destinos de los peces de colores. En cambio, Lidia usaba a tipos como yo. Y me hizo de todo. Sin desconectar los centros cerebrales del dolor.

Apretó los párpados, como si evocara un penosísimo sufrimiento. Yo rogaba al Destino para que siguiera con su soliloquio y me concediera más tiempo. Era angustioso. ¿Por qué no venía nadie? ¿Es que no se daban cuenta del fuego que aún ardía en el puerto, consumiendo los restos de Sheila? Mi pobre, querida Sheila. Seguro que ella habría dado con el modo de salir de allí. Podría haber dejado que el contenedor me incinerara, mientras reducía a Ginés Valdemar. Estaba entrenada para eso, seguro. Pero prefirió salvarme.

No era yo el único acosado por la presencia de los muertos. El antiguo navegante seguía dándole a la lengua sin parar, abierta la espita de los recuerdos:

—¿Sabe cómo aguanté? Por la vaga, ínfima esperanza de que algún día pudiera devolverles, centuplicado, el dolor que me causaron. No sólo por mí, sino por los inocentes que se llevaron por delante. Sus espíritus me reclamaban justicia, al estilo bíblico: ojo por ojo, diente por diente. Yo sólo pedía ser el vehículo para ejecutarla. Y se me concedió la oportunidad. ¿Casualidad? ¿Un milagro? Tanto da. Lidia, Ctesifonte y los demás acabaron por crear su propia némesis.

—¿No se rebaja así al mismo nivel que ellos? —pregunté, al comprobar que hacía una pausa. Que siguiera hablando…

—Lo veo difícil. Yo cumplo un deber sagrado: vengar a los inocentes. Ellos, en cambio, no tienen excusa ni perdón. Pudieron haber sido clementes, pero su miseria moral los dominó. Una vez leí algo de un líder religioso de la Antigüedad, un tal Martin Luther King. No lo aprendí de memoria, pero venía a decir que en el futuro, la gente no recordaría a los malvados, sino a las buenas personas que, mientras masacraban a sus semejantes, miraban hacia otro lado. Y la Escitia estaba repleta de buenas personas, se lo juro. Seguro que, si las interrogaran hoy, responderían: «no me acuerdo» o «no sabíamos que ocurrieran esas cosas tan horribles; las habríamos evitado…» Pero sí que lo sabían. Éramos cuatro gatos en aquella generacional, y nos conocíamos todos. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Yo buscaba desesperadamente temas de conversación, mejor dicho, de monólogo, intentando ganar tiempo.

—Puesto que parece decidido a matarme, explíqueme algo. ¿Por qué ha asesinado a esas catorce personas en concreto? ¿Las elige al azar? ¿O planea seguir torturando y matando hasta dejar desierto Valinor? Por cierto, ¿qué hará cuando se le acaben los pareados? ¿Inspirarse en las obras del Marqués de Sade?

Al oír mis preguntas, desapareció su aire trágico. Volvió a mostrar un semblante gozoso:

—Ya se me ocurrirá algo, descuide. En cuanto a la primera cuestión, todos los valinoríes son iguales. Puntualmente, algunos deben desaparecer para favorecer mis intereses; mi predecesor en este cargo, por ejemplo. Pero el resto… ¿Qué más da a cuál elija y en qué orden? Así, además, introduzco el factor de la aleatoriedad, para que nunca deduzcan cómo, dónde y cuándo será el próximo golpe. ¿Torturarlos? En el fondo, la agonía que les inflijo, aunque prolongada, resulta breve. ¿Sabe? Lo que realmente merece la pena es la expresión de sus ojos cuando están indefensos, y me ven preparar el instrumental: cuchillos, tenazas… Son conscientes de lo que les está pasando, y saben que nada ni nadie le pondrá fin, salvo yo. Podría perdonarlos, sí, pero entonces me digo: «aunque tardara mil años en destruir vuestra carne y derramar vuestra sangre, no expiaríais lo que nos hicisteis». Mujeres y niños indefensos, como ellos ahora. Y sigo redimiéndolos de sus culpas. Conforme pasan los días es incluso más satisfactorio, porque cuando los atrapo, los ato y les tapo la boca, ya conocen lo que les espera. Cómo se retuercen, cuán dulces son sus gritos amortiguados por la mordaza y de qué forma suplican piedad con la mirada… Su desesperación alivia momentáneamente el clamor de los muertos. Pero sigue siendo insuficiente. Duran poco.

Por un momento había hablado como un mesías redentor, aunque pronto volvió al tono ligero que tan incongruente sonaba.

—¿Liquidarlos a todos? No. Hay algo mejor, más adecuado. A medio plazo espaciaré el lapso de tiempo entre ejecuciones, pero no cesarán. Quiero que su sufrimiento sea como ellos: eterno. Que vivan siempre con miedo, preguntándose quién será el próximo. Que nunca disfruten de la recompensa que obtuvieron al boicotear la misión de la Escitia. Yo acecharé en las sombras, eterno también. ¿Los líderes? Ni los tocaré, pero en lo que respecta a sus seres queridos… Tendrán todo el tiempo del mundo para llorarlos, para preguntarse si murieron por su culpa. Sin duda, pensaban alcanzar la felicidad perpetua, eones de dicha sin fin junto a sus hermanos o sus amantes. Eso ya no ocurrirá. Aunque, a modo de pequeña satisfacción personal —su cara se iluminó con una mueca traviesa—, uno de ellos sí que va a reflexionar sobre la justicia del tratado de urbanidad del Barón. Esa hiena de Ctesifonte, la mosquita muerta… ¿Recuerda los pareados? —asentí—. Pues el del corsé apretado le vendrá como anillo al dedo. Me tomaré mi tiempo… A Lidia, en cambio, la dejaré con vida. Amaba tanto a esa Filis, que tardará mucho, mucho en recuperarse. Tendrá que convivir con el sentimiento de culpabilidad, con los recuerdos, con los planes truncados. Y si alguna vez se lía con otra, u otro, volveré a matarle los sueños. Sólo le quedará la desolación, por los siglos de los siglos, amén. En fin, señor mío —me miró—, acabemos con esto.

Me aferré desesperadamente a las palabras para seguir vivo.

—¿Cree que podrá escapar a la justicia de la Corporación? Mi Gobierno no suele dejar impunes los asesinatos de sus ciudadanos.

—¿Qué asesinato? Ya le dije antes que ustedes dos habrán perecido por culpa de la irresponsabilidad. ¿A quién se le ocurre trastear unos robots sin supervisión? ¡Menuda insensatez! —concluyó, divertido.

—Al final, la verdad saldrá a la luz, y usted lo sabe —insistí—. Si no mi Gobierno, será la Junta Rectora la que…

—¿Ese hatajo de petardos? ¡No me haga reír…! Basta con sacarles de lo cotidiano para que sean incapaces de reaccionar. Además, los vigilaré de cerca.

—Acudirán investigadores de la Corporación —porfié—. Se sabrá todo: lo de la Escitia, los experimentos de Lidia Leynorian, su caso… Estamos hablando de un genocidio. La Armada intervendrá.

—Eso implicaría un cataclismo en el modo de vida de Valinor. Huy, qué pena me da… —replicó, con tono burlesco y voz de falsete—. E incluso si decidieran borrar del cosmos este podrido mundo de un misilazo… ¿Sabe? Después de haberme pasado tanto tiempo metido en un tarro, pues francamente me importa un carajo. Pero supongo que los políticos de la Corporación preferirán no cargar con un holocausto sobre sus conciencias. Quizá busquen a Ginés Valdemar, pero encontrarán a Damián, un hombre de moral irreprochable. Compruébelo.

Un increíble cambio se produjo en él. La expresión facial mutó. Tenía ante mí a un tipo diferente, perplejo, como si no supiera muy bien dónde estaba. Un segundo después volvía a ser Valdemar.

—¿Ve? Lo domino a la perfección. He tenido tanto tiempo para aprender a controlar la mente… Este pobre diablo es tan manejable como un robot estibador. Si desconecto y me quedo en segundo plano, ignora mi presencia. Un polígrafo no me detectaría. Pero cuando tomo las riendas, Damián desaparece. Ya me ocupo luego de rellenar sus lagunas de memoria con recuerdos coherentes. Lidia fue una insuperable maestra a la hora de ajustar neuronas.

Y ya no habló más. Comprendí que todo había terminado. ¿Me mataría con sus propias manos, o se lo ordenaría al robot? Me pregunté si dolería mucho, si vería el famoso túnel con la luz blanca al final, y detrás los seres queridos, aguardándome. Ojalá, pensé, Sheila estuviera también allí. Y entonces…

Ginés Valdemar me contempló con gesto de reproche. Meneó la cabeza.

—Ay, ay, ay… Lo estaba haciendo muy bien hasta el momento, manteniendo la compostura. ¿Le ha entrado el canguelo? Me ha puesto una cara de pavor que tira de espaldas. Relájese; no le dolerá. Con usted no pretendo hacer justicia, sino eliminar un factor de riesgo.

Se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino que tenía los ojos clavados en un punto situado a su espalda. Bufó, disgustado.

—Qué truco tan viejo: el bueno de la peli, logrando que el malo se distraiga para endiñarle una patada en los bajos fondos. Había pensado en eso, ¿a que sí? Qué previsible… Le recuerdo que el robot no le deja moverse, y que por aquí no va a asomar nadie hasta dentro de un buen rato. Hágame el favor de no insultar a mi inteligencia.

Mi alarma no era fingida. En verdad, no podía ni articular palabra, de aterrorizado que estaba. Valdemar no pudo resistirse, y se dio la vuelta. Toda su jactancia le abandonó de golpe.

El cadáver de Sheila se había incorporado y caminaba hacia nosotros lentamente. Era una visión salida del peor Infierno imaginado por los pintores medievales. Del cuerpo renegrido pendían jirones de carne quemada, que aún humeaban y hedían. Y la cara… La cabeza era una ruina espeluznante, con unos pocos cabellos rojizos sobre un cráneo gris oscuro, salpicado de manchas de las que supuraba líquido. En vez de ojos, nos miraba con órbitas negras, huecas. Pero lo peor era esa sonrisa sin labios, de calavera, digna de una pesadilla.

Aquella cosa se detuvo a un paso del navegante. Éste no se asustó; estaba demasiado desconcertado como para eso.

—Una alucinación —musitó—. Secuelas del último experimento de Lidia. Tiene que ser eso…

Se equivocaba. Las alucinaciones no suelen propinar puñetazos tan violentos. Ginés Valdemar cayó al suelo inconsciente, con la mandíbula rota y algunos dientes menos. A continuación, aquel ser demoníaco vino a por mí.

25

ME lo repitas.

—Soy un androide de combate de ultimísima generación, modelo USC-MK-5500. Bueno, dado que me especializo en papeles femeninos, cabría llamarme ginoide, ginecoide o cualquier palabro grecolatino por el estilo. En los archivos militares me encontrarás en la categoría de sistema integrado de armamento. Sheila, para los amigos. ¿Satisfecho, Claude?

—Dentro de lo que cabe. Me gusta saber con qué me he acostado todo este tiempo.

A nuestro alrededor, en el puerto, la Policía sacaba fotos y redactaba informes. Algún miembro de la Junta Rectora daba tumbos por ahí, desconcertado a la par que aliviado por el final de la amenaza del psicópata. Por fin dispuse de unos minutos para charlar y aclarar las cosas con el engendro que me salvó de Valdemar.

Yo estaba sentado en un cajón, con una taza de tila en la mano, supongo que con algún ansiolítico añadido. No podía apartar la vista de mi interlocutora. Se había arrancado los restos de carne quemada, permitiéndome así estudiar a placer los detalles de su cuerpo. Imaginad una momia egipcia, toda piel y huesos, pero recubierta de biometal oscuro, y tendréis una vaga idea de su apariencia. Las órbitas, pese a lo que creí en un principio, no estaban vacías, sino protegidas por lentes de cristal negro irrompible. El resultado era impactante.

—Por si te sirve de consuelo, Claude —continuó—, me diseñaron los mejores expertos. Los míticos androides Matsushita o los ACM son unas viejas paralíticas a mi lado. Cuando me aplico las prótesis orgánicas, funciono como cualquier mujer. He pasado muy buenos ratos contigo. Eres de lo más apañado en la cama, y un compañero agradable.

—Gran consuelo, sí —di un sorbito a la infusión—. Qué ojo tengo para ligar. Como la primera novia que me eché, y que resultó ser… Bah, olvídalo —la miré fijamente, aunque me estremecí; era como contemplar a una calavera dotada de vida—. Me engañaste, ¿verdad? Tengo la impresión de haber sido utilizado. La Armada pensaba efectuar una incursión en Valinor, y he sido el pretexto para que tú entraras. Me mantuviste contento para que no sospechara, pero…

—Ay, Claude, comprendo perfectamente tu resentimiento.

Aquella voz… Era la familiar cadencia de Sheila, cálida, con un punto de ironía. Pero pronunciada por aquella especie de momia risueña, daba grima.

—¿Seguro? Valiente marioneta he sido, ¿no?

—La Armada es cualquier cosa menos una ONG solidaria, como todos sabemos, pero de vez en cuando los humanos tendéis a cometer actos desinteresados, en nombre de algo llamado amistad. Déjame que te lo aclare. ¿Has oído hablar de Limacelia?

—¿El planeta de las diez lunas blancas? —asintió—. Sí, queda en un sector vecino del Ekumen. Hace poco sufrió un cataclismo en su sistema de gobierno. El dictador vitalicio, el Generalísimo Ávila, falleció, al igual que toda su familia y los principales dirigentes del Partido Único. Según los noticiarios, celebraban una reunión en un castillo montañés, cuando una manada de feroces carnívoros metamorfos locales se coló en el edificio y…

—¿Carnívoros metamorfos? Fui yo. Me encargo de suprimir regímenes molestos, que luego son reemplazados por otros más cumplidores de los derechos humanos, que tienden a integrarse acto seguido en la Corporación.

—O se muestran más dispuestos a hacer concesiones a las compañías multiplanetarias corporativas…

—En Política no me meto —hizo un gesto con la mano que me recordó a la Sheila que conocía—. La infiltración es fácil para un androide de combate. Nos aplicamos las prótesis adecuadas para adquirir aspecto humano y… En fin, puedes imaginártelo. El caso es que, una vez concluida la misión, quedé a la espera de órdenes. Y ahí intervino el azar, o la fatalidad, según se mire. El sumo gurú de vuestra escuela de antropólogos, el doctor Didrikson, tiene excelentes contactos en la Armada. Debió de enterarse de que los valinoríes requerían tus servicios, y pidió a un alto mando que destinara una niñera a vigilarte, por si había peligro.

Niñera

—Es una forma de hablar, Claude; no te mosquees. Bueno, ya sabes el resto. Nos conocimos, y yo me dispuse a cumplir con el cometido asignado. Pero ocurrió que me caíste bien, y quizá por eso me extralimité. Decidí echarte una mano. Se me antojó así, por las buenas. Tu forma de abordar el trabajo, las dificultades que entrañaba, el desafío, la amistad que me brindaste, tu compasión hacia las máquinas… Igual que tú, acabé implicándome. No tendría que pasarme, pero… Nos hicieron a vuestra imagen y semejanza. Seguimos siendo humanos —se encogió de hombros.

Aún no acababa de creérmelo del todo.

—¿Fue una decisión espontánea? ¿Cómo explicas todos los cachivaches que llevabas contigo? Los dispositivos de espionaje, las drogas… Tenías una misión; no me mientas.

—Soy un sistema avanzado de armas, Claude. Se trata de mi equipamiento estándar, de serie. Pero si no me crees, allá tú.

—Vaya —quedamos en silencio durante largo rato, mientras yo me acababa la tila—. Gracias por salvarme la vida —dije, al final.

—No tiene importancia. En realidad, nunca corrimos peligro. Para mí, el impacto de un misil perforante anticarro es tan leve como la picadura de un mosquito. Eso sí, las prótesis orgánicas quedaron hechas unos zorros, y cuestan un huevo, con perdón. Me espera una bronca de las que hacen época cuando regrese. Además, vi venir el ataque de Valdemar. Los humanos sois como libros abiertos, predecibles.

—Explícate —le pedí.

—Buena parte del éxito de los depredadores consiste en evaluar adecuadamente el estado de las presas, prever sus fallos, detectar sus puntos débiles. Supongo que te sonará fatal, pero eso sois para nosotros: presas. Nunca dejaremos que nos sorprendáis. Fuimos creados para discernir si mentís, si tenéis miedo, si vais a atacar. Por eso os leemos. Vuestro cuerpo nos cuenta lo que calláis.

—Lenguaje no verbal…

—Movimiento ocular, dilatación de pupilas, cambios posturales, expresión facial, temperatura (sí, nuestros receptores ópticos captan un amplio rango de longitudes de onda), feromonas… Soy un detector de mentiras con patas. Por eso sospeché de Lidia aunque, lo reconozco, a los valinoríes cuesta pillarlos. Reprimen magistralmente su lenguaje corporal inconsciente, salvo cuando los agobiamos. Lógico, con tantos años para aprender a guardar las formas… Afortunadamente, Ginés Valdemar, en el fondo, era un extranjero en Valinor. Lo leí bien. Telegrafió el ataque. Sólo tuve que apartarte, simular mi muerte y aguardar, grabando todo lo que decía ese loco. Cuando comprendí que iba a asesinarte, me levanté y anduve.

Miré al cuerpo tendido en la camilla agrav, al que estaban colocando un collarín.

—Sé que la expresión queda soez en boca de un doctor en Antropología, pero… Menuda hostia le atizaste.

—Ganas le tenía; me ha dejado hecha un asco. Aunque creo que hay otros que han hecho mayores méritos para merecerla.

Comprendí a qué se refería. Los demás miembros de la Junta Rectora estaban llegando: Ctesifonte, Lidia… Departieron entre ellos, y acto seguido se dirigieron a nuestro encuentro. Caminaban muy estirados, como si les tocase enfrentarse a una ceremonia que se les atragantaba. Me fijé singularmente en Lidia. Era quien peor lo llevaba. Para tratarse de una inmortal, parecía haber envejecido años en unas horas.

Jasón Caligandar se adelantó unos pasos, aclaró la garganta y empezó su parlamento. Se dirigió a mí en exclusiva, como si Sheila no existiera:

—Doctor van der Plaats, en nombre del pueblo soberano de Valinor, al que representamos, quisiéramos honrarle por su inestimable ayuda, que ha permitido solucionar el problema por el que requerimos sus servicios. Le estaremos eternamente agradecidos, y no es una figura retórica —sonrió imperceptiblemente.

En ese momento pensé en decirles muchas cosas, y pocas de ellas políticamente correctas. «Hic sunt dracones…» También podía ser educado, responderles con unas frases de compromiso y largarme de allí cuanto antes. Mas consideré una tercera opción.

—Yo ya he cumplido. Todos tuyos, Sheila.

—Muy amable, Claude.

Le cedí mi lugar al androide de combate. No resultaba una visión tranquilizadora, y menos cuando estaba indignado. Medía poco más de uno sesenta, pero se impuso a aquellos individuos con su mera presencia. Amedrentaba, sobre todo al cambiar el registro vocal por uno que sonaba como el del Juez Supremo: sin rastro de humanidad.

—He radiado un mensaje a mis superiores, solicitando que se abra un expediente de genocidio. Dentro de un tiempo recibirán una comisión de investigadores, y tendrán que responder a un montón de preguntas.

Las reacciones de los integrantes de la Junta fueron diversas. El rostro de Ctesifonte se tornó más blanco que una sábana. A Lidia, en cambio, pareció darle lo mismo. El resto se soliviantó, como rameras que presumieran de vírgenes frente a alguien que dudara de su virtud.

—¡Eso constituye una injerencia inaceptable en los asuntos de Valinor! —tronó Caligandar, ofendidísimo—. Será usted expulsada inmediatamente de…

—¿Sí? ¿Por qué ejército? Y ¿me arrojarán al vacío exterior, como a los que rehusaron amotinarse? —lo cortó de un modo que hasta a mí me dio miedo, y eso que no levantó la voz—. Miren, creo que todavía no se han hecho cargo de su posición real en el esquema del universo. Si Valinor conserva su independencia, se debe a que nuestro Gobierno sigue unas directivas de respeto a la diversidad, siempre que ésta sea inofensiva y no saque los pies del tiesto. Pero a los mundos esclavistas, con regímenes tiránicos o que hayan cometido crímenes de lesa Humanidad, no se les respeta. Se interviene por la fuerza de las armas y su clase dirigente es expurgada.

—Nos oponemos a… —Caligandar ya no gritaba.

—¿Con qué? La Corporación gobierna miles de mundos. Permítame informarle de que su poderío militar es un pelín mayor que el de Valinor. Una sola de nuestras naves de línea puede convertir en nova a su estrella recién nacida. Grábense esto en la mente: serán libres mientras nosotros lo consintamos. Y matar a civiles indefensos está muy mal visto.

Caligandar se había puesto a la defensiva. Se le notaba muy, pero que muy asustado.

—Ocurrió hace tanto tiempo… ¿Acaso ustedes no han librado guerras horrorosas en el pasado? ¡Hay que hacer borrón y cuenta nueva, pensar en el futuro!

—Así son las cosas, les guste o no. Los tiempos cambian, y lo que fue justificable en una época provoca rechazo en otra. Tendrán que aceptar la comisión investigadora, que vendrá escoltada por la Armada. Se les juzgará, pues el genocidio no prescribe. Dado que la Escitia partió de Vega, un mundo que hoy está integrado en la Corporación, puede que los fiscales determinen que son ustedes unos gobernantes ilegales. Según el Derecho Interestelar, estaríamos legitimados para dictar sentencia. Quizá los jueces acepten las alegaciones que presenten, y todo siga inamovible en su minúsculo edén. Pero, tal vez, todos o algunos de ustedes sean hallados culpables. El castigo por genocidio implica pasar por el quirófano y ser convertido en un zombi destinado a las tropas de choque. Es barato, y resulta muy útil a la hora de limpiar un campo minado o tomar al asalto una fortaleza enemiga. Alguien tiene que ahorrar el trabajo sucio a los androides… O ¿quién sabe? Puede que con ustedes hagan una excepción, y se conviertan en sujetos de experimentación. La doctora Leynorian conoce al dedillo lo que es eso. Encantada de saludarles, damas y caballeros.

Sheila les dio la espalda, pero cambió de idea y volvió a enfrentarse a ellos.

—Ah, un último detalle. Las criaturas artificiales también sentimos empatía por los desvalidos, como sus antiguos ordenadores de navegación, a los que también asesinaron. Bajo el Jardín de los Melancólicos quedan doscientos once cerebros que aún se mantienen con vida, si es que puede aplicársele tal nombre. Cerciórense de que continúan así, preferiblemente sin sufrimientos, hasta que nuestros científicos decidan qué hacer con ellos. Que no les ocurra nada malo, o desaparezcan casualmente, porque en tal caso, juro como que no hay Dios que volveré. Y detrás de mí entrará un batallón de infantes de Marina a bayoneta calada. Tengan ustedes muy buenos días.

Sheila se alejó a paso lento, y yo la seguí.

—Me he quedado a gusto. Ha sido muy considerado por tu parte dejar que me explayara, Claude.

—Te lo debía —miré de reojo a los de la Junta Rectora; sus caras eran auténticos poemas—. Pase lo que pase, vivirán con el miedo y la zozobra en el cuerpo durante el resto de sus vidas. O sea, por siempre.

—Justicia poética. A los muertos ya no les servirá de nada pero, qué quieres que te diga, me siento mucho mejor. Otra irracional característica humana que me implantaron mis diseñadores.

Volvía a hablar con la hermosa voz de Sheila. Si cerraba los ojos, podía creer que caminaba junto a mi amiga.

—¿Sabes, Claude? —me dijo, de repente—. Soy consciente de que mi aspecto intimida. Lamento que me hayas visto así, y que te sientas engañado.

Me atreví a mirarla. No sólo hablaba como la Sheila que conocía; se movía como ella. Era ella, qué diantre. La agarré del brazo. Se detuvo, supongo que sorprendida. Le puse las manos en los hombros.

—Sheila —dije—, lee la cara de esta presa.

Sostuve el escrutinio de aquellas cuencas negras, que tanto me asquearon poco antes. Me pasó una mano biometálica por la mejilla. Mano que, ahora lo sabía, podía decapitarme de un golpe. En aquel rostro al que parecían haber extirpado toda la carne se esbozó una mueca que bien podría ser una sonrisa.

—Dentro de poco recibirás un mensaje en tu buzón de correo electrónico. Contendrá un código con instrucciones. Memorízalo. Si alguna vez tú o los tuyos necesitáis los servicios de un androide de combate, úsalo.

Fueron las últimas palabras que me dijo. Poco después nos recogía un transporte de la Armada. Retornaba al mundo familiar, donde a todos nos llega la hora tarde o temprano. Desde la distancia, Valinor seguía pareciendo una exquisita gema, diseñada para durar siempre.

26

CLAUDE jugueteó distraídamente con la sombrillita de papel que había sacado de la copa de helado de café, ahora vacía. Ihintza y Begoña lo escuchaban arrobadas.

—Nunca volví a ver a Sheila, ni me decidí a emplear el código que me facilitó. Supongo que seguirá por esos mundos de la Periferia, cargándose a dictadores, guerrilleros, milicianos, teócratas y quienesquiera que se pongan por delante. En cuanto a Valinor, sobre él se intensificó el bloqueo y la opacidad informativa. ¿Dejaron seguir a su aire a Caligandar y compañía, o los viejos criminales fueron castigados? La verdad, a estas alturas ya no me importa. O puede que Valinor no exista, y me lo haya inventado para quedar bien con una buena amiga y su nieta —sonrió.

—Sea como fuere, has sobrepasado mis expectativas —dijo una alegre Begoña—. Hago bien acudiendo a vuestros congresos. Los antropólogos sois una caja de… ¡Eh, cuidado!

La advertencia de la joven llegó tarde. Con habilidad y rapidez fruto de la práctica, un ladronzuelo de poca monta había agarrado el bolso de Ihintza, que por descuido pendía del respaldo de la silla, y huía a toda velocidad. Claude soltó un taco y se levantó para seguirlo, a sabiendas de que sería un gesto inútil. Aquel condenado corría como un galgo, esquivando a los transeúntes.

Entonces, una figura salió de no se sabía dónde e interceptó al ratero. Éste soltó un chillido similar al de un caniche cuando le pisan una pata. Escapó renqueando, apretándose la entrepierna con ambas manos. Había dejado caer el bolso. El inopinado benefactor lo recogió y se acercó a la terraza, con ánimo de devolverlo a su propietaria. Los tres se pusieron en pie. Ihintza, obviamente la más agradecida, se fijó en que se trataba de una muchacha delgada y bajita. Vestía con cierto desaliño: polo blanco, pantalones de una curiosa tela basta de un azul desteñido y zapatillas deportivas. Tenía el pelo rojo recogido en una cola de caballo. Cuando llegó junto a ellos, la veterana antropóloga se percató de que sus ojos eran verdes. La desconocida habló con timidez:

—Creo que esto es suyo, señora.

—Que los dioses te lo paguen, hija —Ihintza la besó en ambas mejillas—. Llevo aquí la documentación, los archivos con las comunicaciones del simposio… —entonces se dio cuenta de que Claude se había quedado helado, como en el juego infantil de las estatuas, con los ojos abiertos como platos—. Oye, ¿no te llamarás Sheila, por casualidad?

La muchacha la miró, extrañada. Por un momento creyó que iba a negarlo, pero pareció pensárselo mejor. Se enfrentó a Claude y puso los brazos en jarras, como si fuera a regañarlo.

—¿Vas contado por ahí nuestras andanzas, Claude?

—¿Sheila? —apenas le salía la voz del cuerpo—. Es imposible…

El antropólogo remedaba una alegoría de la incredulidad, aunque súbitamente recobró la capacidad de movimiento. Estrechó a la chica entre sus brazos, pillándola por sorpresa. En un primer momento dio la impresión de que iba a rechazar aquella muestra de afecto, pero acabó respondiendo al abrazo.

—Imposible —repetía Claude, aferrado a ella, como si no pudiera creer en su presencia—. De todas las puñeteras casualidades imaginables…

—Esto… Yo también me alegro de verte, pero ¿qué se ha hecho de la urbanidad, que diría cierto barón decimonónico? Preséntame a tus colegas, anda.

Claude volvió a la realidad. Un poco avergonzado, liberó a la muchacha.

—Disculpad por la efusión. Ihintza, Begoña, ésta es Sheila.

Se estrecharon las manos y se cruzaron las cortesías de rigor. Begoña no pudo resistir la curiosidad.

—¿Eres la misma Sheila que estuvo con Claude en Valinor? ¿En carne y hueso?

—Más o menos —miró a Claude—. ¿Valinor? ¿Ahora se llama así?

Claude se encogió de hombros. Su cara irradiaba felicidad.

—Todavía sigo sin creérmelo. Va en contra de todas las leyes del azar. Les relataba nuestra historia, que ocurrió hace tantos años, y apareces como surgida del pasado —entornó los ojos, suspicaz—. ¿Hay algún motivo oculto, Sheila?

Ésta le respondió con una divertida expresión de reproche en la cara.

—Nunca cambiarás, Claude. Tú y tu paranoia… Las casualidades existen, si transcurre el tiempo suficiente. Me encuentro en este planeta por motivos de trabajo. Tuve que pasar una temporada en el continente austral…

—Hace unos días —la interrumpió Begoña—, el dictador de ese país fue asesinado, creándose un vacío de poder. Su aparato de seguridad era impresionante, pero aun así lo neutralizaron y degollaron a aquel tipo en su propia cama. No sabrás algo al respecto, ¿verdad?

—Disculpa la descortesía de mi nieta —intervino Ihintza, con cara de enfado—. Esta neska no sabe lo que es la educación.

—Yo no fui; nadie me vio; no tienen pruebas —respondió Sheila imperturbable, sin darle importancia—. El caso es que dispuse de unos días de asueto. Me vine al continente boreal, más idóneo para el turismo, y consulté en la Red si había algo que mereciera la pena visitar. Leí el anuncio del simposio de Antropología y, movida por la curiosidad, repasé el listado de participantes. Allí estabas, Claude. Sentí un impulso, al estilo de los hu… Bueno, que me acerqué a fisgonear, por si me tropezaba contigo. Te localicé saliendo de un restaurante donde, perdona que te diga, sirven una comida poco acorde con las necesidades nutricionales humanas.

—Qué me vas a contar… —dijo Claude.

—Os seguí discretamente —prosiguió Sheila—. Aunque no lo creas, me daba reparo presentarme. No sabía si aún te acordarías de mí, o si te agradaría verme. Me habría dolido tanto un rechazo… Entonces apareció ese chorizo robabolsos, bendito sea, y los acontecimientos se precipitaron —levantó las palmas de las manos, en un gesto de resignación ante el Destino—. Y aquí me tienes.

—¿Un rechazo? —Claude la miró a los ojos—. No te haces idea de cuánto me alegro de verte. Léeme.

Ihintza le guiñó un ojo disimuladamente a su nieta. Sabía cuándo estaban de más.

—Bueno, pareja, nosotras nos quedamos aquí otro ratito, a desquitarnos del famoso menú de degustación. Supongo que vosotros preferís rememorar ciertas aventuras… Pasadlo bien. Ha sido un placer conocerte, Sheila. Por cierto, cariño —le dijo—, cuida a Claude, que mañana tiene una presentación oral a primera hora en el Aula Magna.

—¿Cuidarlo? No sería la primera vez que me lo encargan.

Se despidieron de ella afectuosamente, como si la conocieran de toda la vida. Claude y Sheila abandonaron la terraza, charlando animadamente. Ihintza los contempló alejarse. Movió afirmativamente la cabeza.

Neska polita hau. Y hacen buena pareja.

Begoña miró a su abuela y fingió escandalizarse.

—¿Un hombre y un androide de combate? ¡Lo que tiene una que oír, amona! ¡Si tú ponías el grito en el cielo cada vez que yo salía con un chico del pueblo de al lado! La próxima vez, que no se te ocurra protestar si me echo un novio extranjero, pues. O una novia.

—Tú, neska deslenguada…

Nieta y abuela siguieron discutiendo cariñosamente mientras pedían otro helado al camarero. Claude y Sheila se perdieron por las callejuelas del barrio antiguo de la ciudad, agarrados de la mano.

F I N

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