3

El sillón giró sobre si mismo, mostrando a su ocupante. La mujer examinó a su visitante con gesto levemente divertido.

—No ha cambiado usted mucho desde la última vez que lo tuve bajo mis órdenes; alguna arruga más, aunque supongo que no sólo de preocupación. Y sigue resistiéndose al implante capilar, como siempre. Los calvos ya no están de moda, capitán; ha pasado demasiado tiempo hibernado. De todos modos, usted siempre se caracterizó por su atavismo y manía de llevar la contraria —sonrió—. Los años no perdonan; al menos, aún conserva un aspecto de estar en forma, no como yo —se palmeó las caderas—. Ejercer el mando desde un despacho tiene esos inconvenientes, amén de ser mucho más complicado. Echo de menos los viejos tiempos… Ah, capitán, descanse. Siéntese, por favor; ni que le hubieran metido un palo de escoba por el culo. Hace años era usted incapaz de cuadrarse ante un superior.

—Supongo que lo habré aprendido de mi escolta, señora; un jovenzuelo repugnante, con un libro de ordenanzas por cerebro. No sé de dónde los sacan, pero parecen fabricados en serie.

—Ah, sí, el teniente. Es mi hijo; me recuerda a su padre, pobrecillo —suspiró.

«He perdido una de las mejores ocasiones en mi vida de permanecer callado», pensó el capitán, notando un sudor frío resbalar por su espalda. Deseó que se lo hubiera tragado la tierra, aunque seguidamente reflexionó sobre las dificultades de semejante evento dentro de una nave espacial. Intentando permanecer impasible, observó a la mujer de quien dependía su destino. Ella se dedicaba a repasar unos datos que aparecían en un monitor; tras unos interminables minutos, lo desconectó y se incorporó. Dio un corto paseo hacia la pared, con las manos cruzadas tras la espalda, pensativa.

Él la contempló, comparándola con sus recuerdos. Era una mujer rubia, con el pelo corto, bajita y de rostro vulgar; desde luego, no se trataba de alguien a quien uno mirase dos veces si se cruzaba por su camino. Parecía un ser anodino, incapaz, de levantar la voz y fácilmente influenciable; más de un enemigo tuvo que arrepentirse de haberla subestimado.

El capitán había tenido muchos jefes durante su vida; algunos fueron muy buenos en su oficio, y hasta excelentes camaradas, y casi todos estaban muertos. Irma Jansen, en cambio, era implacable. Jamás se había permitido esa camaradería típica de las tropas de operaciones especiales, y que tanto exasperaba a los militares de otros cuerpos. Curiosamente, no se la podía considerar arisca, ni insultaba o amenazaba a sus subordinados, pero era una de esas personas a las que nadie se atrevía a tutear. El capitán no comprendía la razón de esto último, pero estaba seguro de una cosa: era el mejor oficial que había sufrido en su vida. Aceptaría una orden suya sin discutirla siquiera. Incluso ahora, tal vez.

Jansen regresó despacio al sillón y se sentó. Un fajo de papeles brotó de la mesa; lo cogió y abrió aproximadamente por la mitad, y pareció estudiarlo durante unos instantes.

—Muy interesante su currículum, capitán. Impresionante en algunos aspectos; una hoja de servicios casi impecable —él se envaró al oír el casi—. Sólo habría que reprochar algunos detalles desagradables que ambos conocemos, pero los trataremos luego. Ajá —siguió hojeando—. Nació en la Vieja Tierra, en Europa, así que somos compatriotas; siempre es un placer encontrarse con alguno —«estoy seguro de que conocías de memoria mi procedencia y muchos datos más; ¿a qué juegas?»—. Español; ciudad natal, Almansa. Es un bello lugar, aunque siempre que paso por allí están arreglando las vías de transporte por superficie; deben de tenerlo implantado en los genes.

Algo semejante a un instinto patriótico asaltó al capitán:

—No lo sé, señora; hace mucho tiempo que no regreso a esa zona; realmente, conozco mejor otros planetas. Por cierto, Holanda se habrá hundido ya en el Mar del Norte, ¿no?

—Hacemos lo que podemos para evitarlo; gracias por su interés. Y deje de mirar ahí arriba —el capitán desvió la vista del gran tiesto con tulipanes que reposaba en una estantería, y compuso una expresión de inocencia—. No me explico cómo sigue vivo el recuerdo de los viejos nacionalismos, después de tantos siglos; tal vez resida en eso nuestra fuerza —continuó con el repaso de la hoja de servicios—. No lo tome a mal, capitán, pero siempre me hizo gracia su nombre; Benigno Manso no es lo más apropiado para un capitán de comandos. Es más, tiene un segundo apellido; se trata de una arcaica tradición de ustedes, creo.

—Ya sólo se conserva en el caso de los contratos matrimoniales simples, cada vez más escasos.

—No crea; de diez, años a esta parte, vuelven a estar de moda, a pesar de ser algo aburridos. La ley del péndulo, ya sabe. Hemos cambiado una docena de veces de tendencia durante el último siglo, incluida aquella época de fomento de la homosexualidad para el control de la población. Bien, mi querido Benigno Manso Cordero, ¿qué hizo usted a sus padres para merecer semejante nombre?

—Siempre gozaron de un peculiar sentido del humor, señora. A pesar de ello, sentí bastante su muerte.

—Fue en el accidente de Tycho, el año 26, ¿no?

—Veo que está mejor informada que yo acerca de mi vida y milagros, señora —repuso, tratando de sonar cortés.

—Sí, Beni, sé más sobre ti de lo que puedas imaginar —su tono de voz pasó a ser más coloquial—; al menos, tengo acceso al mejor banco de datos del Ekumen —calló unos instantes—. Te preguntarás qué pintas aquí, supongo.

—Cierto, señora. Mire, un almirante ha de tener cosas más importantes por hacer que mofarse de un pobre diablo caído en desgracia como yo. Durante los últimos meses, como muy bien sabrá, he sido interrogado y analizado hasta perder la noción del tiempo. De acuerdo, perpetré un acto contrario a los intereses corporativos, mas no me arrepiento de ello; volvería a repetirlo una y mil veces, porque lo hice a sabiendas. Conocía el precio de desacato: convertirme en carne de cañón de Infantería. Bien, lo acepto, nada me importa ya; estoy acabado. Sólo pido que cese esta farsa cruel, sin sentido. Despierto en un transporte de alta tecnología, con el gilip… con su hijo de acompañante; me traen a una nave que no debería existir, y me entrevista el almirante de la Flota. No entiendo nada —su voz murió en un susurro.

—Beni, cierra el pico y escucha —él la miró, sorprendido por el tono cortante—. Es verdad que muchos altos cargos querían tu cabeza después de la masacre de Épsilon Erídani. Te excediste un poco; las ejecuciones públicas no son de nuestro agrado.

—Lo volvería a hacer, repito. Además, simplemente los colgué; se lo merecían.

—Después de castrar y mutilar a sus dirigentes. Y en cuanto a los acólitos, la gente se cuelga del cuello, no de…

—Un despiste lo tiene cualquiera.

—Dejaste que tus impulsos anularan las directrices corporativas. Perdiste la mitad de tus hombres, no quedó títere con cabeza… —suspiro—. Pero eres uno de mis mejores elementos, y no suelo dejar a los míos en la estacada. Eso junto a tu hoja de servicios, permitieron darte otra oportunidad. Me he jugado mucho abogando por ti, Beni.

—Me honra con su confianza, pero no puedo decir que se lo agradezca. Lo menos que le debo es sinceridad y, francamente, en Erídani perdí cualquier motivación para seguir viviendo.

—Te afectó mucho su pérdida, ¿verdad? —ella se adelantó y le puso una mano en el hombro. El capitán se quedó estupefacto ante ese gesto.

—Sí, señora. Y no vaya a sermonearme con lo típico; que debo sobreponerme, que a ella le gustaría, etcétera. Para mí es un castigo seguir vivo.

—Tal vez por eso no te hemos operado el cerebro y enviado a Infantería —volvió a sentarse—. Pero estás aquí, bajo mis órdenes y, como comprenderás, vas a cumplirlas.

—Sí, señora. Al menos, explíqueme de qué se trata; ha conseguido intrigarme.

—De acuerdo, Beni; esto es más serio de lo que crees. ¿Qué sabes del Imperio? Y no me refiero al Antiguo de Algol, que estarás harto de ver en películas históricas y culebrones holovisivos; hablo del actual.

—Lo que todo el mundo, supongo —se sorprendió ante el giro de la conversación—: una confederación de planetas de corte esclavista, que se va expandiendo lentamente, Es extraño que todavía no hayamos tenido problemas con ellos.

—Nos van a destruir, Beni —declaró, con voz átona.

El capitán quedó anonadado ante el fatalismo de su superiora, y no supo qué decir. Jansen manejó los controles de su mesa y las luces del despacho menguaron su intensidad. Sobre el tablero apareció un modelo tridimensional de la galaxia, girando majestuosamente sobre su eje. «Impresionante». Una pequeña parte de la Vía Láctea se iluminó de color verde, al tiempo que era amplificada por medio de un sofisticado zoom. Irma Jansen siguió hablando:

—Ahí tienes el espacio dominado por la Corporación en su Edad de Oro, antes del Desastre; una pequeña parte de la Galaxia, pero infinidad de mundos diversos, con toda clase de estructuras sociales y ecológicas. ¡Ah, quién pudiera volver a esos tiempos de gloria, donde naves del tamaño de pequeñas lunas surcaban el cosmos! ¿Te lo imaginas, Beni? La Paz Corporativa, tras milenios de guerras y rencillas, prometía un futuro sin obstáculos, donde por fin podríamos dedicarnos a vivir y avanzar, en vez de matamos unos a otros. Sí, un bello sueño, hasta que aquellos malditos Alien surgieron de ningún sitio y destruyeron el entramado del hiperespacio, eliminando de un plumazo el viaje MRL. Todas las líneas de comunicaciones interestelares desaparecieron. Muchos mundos recién colonizados dependían de los suministros corporativos para la supervivencia; privados de ellos, no pudieron valerse por si mismos, y murieron como perros —parte de los puntos verdes del holograma viraron al rojo—. Y la Corporación era impotente para evitarlo, aunque gracias a los comunicadores cuánticos pudo asistir en directo a la agonía de millones de seres; encerrada en el Sistema Solar, vio extinguirse poco a poco planeta tras planeta.

La mujer se detuvo un momento, su mirada fija en el holograma, donde los sistemas muertos brillaban como sangre fresca. Meneó la cabeza, triste, y prosiguió:

—Hubo que volver a los viajes sublumínicos, relativistas, como bien sabrás. En todo caso, nuestra esfera de influencia se amplió muy lentamente —otro grupo de puntos muró al blanco—. Con terribles problemas de superpoblación, falta de espacio y escasez de recursos, optamos por enviar delegaciones de paz a los sistemas vecinos, ofreciéndoles integrarse en la nueva Corporación a cambio de intercambios comerciales. Ello suponía ventajas para lodos.

—Y si el gobierno era reacio, nuestros delegados se las ingeniaban para convertirse en el verdadero poder, desde el anonimato. Compra de políticos, drogas, sobornos, veladas amenazas… Siempre han sido ustedes muy sutiles. Claro, si todo fallaba, allí estábamos nosotros, las humildes tropas de Infantería Estelar, inasequibles al desaliento.

—No podíamos permitimos el lujo de organizar una fuerza potente de invasión y conquista, Beni; tuvimos que recortar los presupuestos militares en aras de la supervivencia. ¿Sabes lo que cuesta dar comida y abrigo a billones de personas que dependen de nosotros? Sólo nos quedaba la opción de mandar contingentes reducidos de tropas de élite, para que derrocaran a los gobiernos hostiles e implantaran algún títere. Yo también estuve metida en esto, ¿recuerdas?

—Sí, señora. Derramamos mucha sangre, y buenos compañeros se quedaron en el camino, pero para eso nos pagan.

—Detecto una cierta amargura en tus palabras, Beni. Retomaré el hilo de la historia, o no acabaremos nunca. Otros mundos fuera de nuestra esfera de influencia se las apañaron como mejor pudieron, abandonados a su suerte. Algunos, como los rigelianos, aguantaron casi mejor que nosotros, y el intercambio de información por vía cuántica se mantuvo. Vega, Sirio, Hlanith, Centauri… Estos tuvieron suerte, pero la mayoría retomó a una tecnología preindustrial; casi todos perdieron la capacidad de fabricar naves interestelares. En muchos de ellos surgieron cultos religiosos bastante extraños.

—Épsilon Erídani, sin ir más lejos —repuso el capitán, con un deje de amargura.

—Sí, con ritos de iniciación y sacrificios humanos incluidos. Lamentablemente, no se trata de un hecho aislado: dictaduras, aristocracias y teocracias proliferan como hongos; los sociólogos están de enhorabuena. Perdón, ya desvarío. Hasta la fecha, la política de la Corporación (infiltración, asimilación y, en casos de extrema necesidad, acciones bélicas solapadas) ha funcionado a la perfección.

—Suele ser un paseo campestre, desde luego. Que se lo digan a nuestros muertos.

—Cállate, Beni. Con nuestra superioridad tecnológica y experiencia social, hubiera sido cuestión de tiempo y paciencia que la Corporación estableciese de nuevo su control en el universo conocido, Pero sucedió lo improbable: uno de esos planetas perdidos desarrolló el viaje hiperluz, de acuerdo con unos principios cosmológicos diferentes a los de la Edad de Oro. Los motores son mucho más toscos, ya que ocupan un kilómetro cúbico; antaño, hasta un caza o los yates de recreo podían saltar al hiperespacio.

—La Galileo no parece tan grande, señora.

—Hemos reducido los impulsores MRL, hasta el límite de lo admisible, y aun así ocupan los últimos cuatrocientos metros de la astronave; además, el salto al espacio normal es lento, comparado con el anterior al Desastre. Al menos, funciona.

—¿Cómo lograron lo que nosotros, con todo nuestro fastuoso poderío científico, no conseguimos durante siglos?

—Por lo visto, en algún mundo cuya localización desconocemos un grupo de científicos cualificados sobrevivió al Desastre. Desgraciadamente, el sistema político regente era una dictadura de índole colonialista. Utilizaron la nueva tecnología para expansionarse a gran velocidad; cuando contactamos con ellos, dominaban casi un tercio del antiguo Ekumen —un gran sector del modelo galáctico viró al azul; parecía una enorme ameba dispuesta a devorar unas diminutas bacterias, los planetas corporativos, de color blanco. Jansen prosiguió:

—Como es natural, cuando toparon con nosotros infiltramos una nutrida red de espías en sus mundos. Muchos murieron de forma más o menos desagradable, pero el resto nos proporcionó una valiosísima información, además de los planos del motor MRL. Y es alarmante, Beni —se detuvo unos momentos, se levantó y paseó de un lado a otro del cuarto, al tiempo que seguía relatando la historia—. Han triunfado merced a una organización de tipo feudal. Sus grandes naves MRL llegan a un planeta de tecnología inferior, lo toman al asalto gracias a su poderío militar aplastante, y establecen una base de operaciones. Después sojuzgan o, mejor dicho, esclavizan a la población indígena, que se convierte en mano de obra barata. Por supuesto, ejercen su dominio por medio del terror, al tiempo que mantienen a la gente en la ignorancia.

—Suena ominoso, señora. Algo arcaico, ¿no?

—Sí, pero efectivo. Los planetas sometidos proporcionan un sinfín de valiosas materias primas, mas reciben poco a cambio; tan sólo las fuerzas de ocupación y la reducida clase dirigente viven como reyes. Gozan de gran autonomía, a modo de señores feudales, pero reconocen la soberanía de su mundo central del que, como dije antes, desconocemos su ubicación. De hecho, dependen de él para el suministro de maquinaria y tecnología avanzada.

—¿Y su armamento, señora?

—Es bastante bueno, aunque no puede competir con el nuestro. En una lucha de igual a igual no tendrían nada que hacer, pero nos superan en proporción de trescientos a uno. Y su sistema político es muy peligroso. A veces pienso que el destino tiene un peculiar sentido del humor —sonrió tristemente—. Con tantos miles de mundos, y esos científicos desarrollaron el viaje MRL en un planeta gobernado por fundamentalistas protestantes… ¿No los conoces? Su culto es monoteísta, de certeza absoluta y excluyente hasta la exageración. Creen que Dios marcha con ellos; son el pueblo elegido, cuya sagrada misión es dominar al resto. Por supuesto, a los invadidos se les predica la sumisión y la no violencia para alcanzar el Paraíso, o algo así. Son fanáticos, no tontos.

—¿Por qué no nos han atacado? —el capitán, a su pesar, se mostraba cada vez más interesado.

—Nos temen, Beni; nos tienen miedo.

—Pero si somos cuatro gatos, comparados con ellos…

—Ya, pero poseemos un prestigio del que ellos carecen. Todos los mundos recuerdan la época gloriosa de la Corporación como una Edad Dorada de paz y prosperidad. En algunos planetas somos casi dioses benéficos, e incluso ciertos núcleos de resistencia al Imperio actúan y mueren con nuestro nombre por bandera, tampoco olvides que la cuna de la Humanidad, la Vieja Tierra, es la capital del gobierno corporativo. Conservamos una tradición histórica, científica, cultural y bélica que ellos perdieron. Nos contemplan como un niño que ha hecho algo malo a un padre severo, o como un patán inculto a un físico teórico o un mago: con envidia, odio y mucho miedo. Temen que ocultemos algún arma secreta, o cosa semejante; qué más quisiéramos.

—Entonces, ¿no tienen tradiciones a las que aferrarse?

—No, pero se las han fabricado; es lo que siempre ocurre. En este caso, proclaman a los cuatro vientos que son los gloriosos depositarios de la Tradición Imperial de la Vieja Tierra. Para ellos, el Imperio es el sistema de gobierno ideal, dado por Dios al Pueblo Elegido con la misión de mantenerlo vivo frente a las asechanzas de los malvados. Postulan que el primero de esos Imperios Divinos fue el romano, y luego la antorcha pasó a los carolíngios, quienes gentilmente se la cedieron a los árabes y estos a la Horda Dorada mongola. Luego siguieron los otomanos, los españoles…

—¿Habla usted en serio, señora? —Beni creía alucinar.

—Té estoy narrando lo que ellos piensan; te aseguro que no me he vuelto loca. Como te decía, los españoles transfirieron las Sagradas Esencias Imperiales a los británicos mediante no sé qué ceremonia, y al final el Divino Encargo fue a parar a los Estados Unidos de América.

—¿Estados Unidos? Me suena…

—Duró unos pocos siglos, hasta que lo compraron los japoneses, para variar. Pudo haber sido peor; en nuestra venerable y querida tierra se han dado aberraciones políticas para todos los gustos. Continúo: según sus creencias, los Estados Unidos cayeron al final por culpa de un diabólico pacto entre los pérfidos demonios nipones y las hordas de negros e hispanos que corrompieron la pureza de la raza. El Legado Imperial quedó en suspenso, guardado en secreto por unos pocos fundamentalistas fieles, hasta que hace unas décadas resucitó en toda su gloria.

—Creo que la historia no sucedió exactamente así, señora. Estoy tratando de recordar, y los Estados Unidos…

—La realidad, para ellos, es algo que estropearía una bella leyenda, así que la rechazan como herética. Piensan que la Edad de Oro de la Corporación fue un accidente, una época en la que Dios permitió el éxito de los pecadores para probar la valía de los verdaderos creyentes. Por lo visto, superaron dicho examen con matrícula de honor.

—Si, señora. En cierta medida, no me sorprende su actitud; la Historia se repite de una manera que llega a ser tediosa. Cuando un grupo con ansias de poder surge a partir de los restos de otro, trata de autoafirmarse; ellos existieron desde siempre, tenían la razón y por eso sobrevivieron a la ruina o, mejor dicho, al castigo divino. Me recuerda el caso del cristianismo; para diferenciarse del judaísmo, y demostrar que la Biblia había sido escrita para él, recurrió a la difamación sistemática, la extorsión y el asesinato, durante varios milenios. Aniquilando a sus enemigos, demostraba que tenía razón: Dios lo permitía porque estaba con los fieles. El imperio funciona igual, supongo.

—Había olvidado tu afición a la Historia Antigua; no has cambiado nada en tantos años —la voz de Jansen tomó un tinte afectuoso—. El asunto resultaría incluso gracioso si no fuera porque tarde o temprano nos atacarán y destruirán. Está escrito: nunca admitirán otra potencia que les haga sombra, o sea una amenaza latente… Y nosotros tampoco —dijo, tras una pausa—. En fin, no se atreven a agredirnos directamente, aunque no tienen prisa por hacerlo. Mira el holograma: con toda su flota de naves MRL, sólo han de colonizar los sistemas solares que nos rodean para cortarnos los suministros. Nuestros mundos están superpoblados, Beni; gastamos gran cantidad de energía en mantener vivas a billones de personas. Necesitamos materias primas a bajo coste, pero nos bloquearán todas las fuentes de aprovisionamiento. Maldita sea, hemos botado a la Galileo forzando al máximo los presupuestos militares. ¿Sabes lo que cuesta esta nave? Es una sangría; tenemos su gemela en los astilleros, la Tsiolkovski, pero no podemos más. Fabricar astronaves de guerra en vez de transportes no es una política saludable.

—¿Sería factible una campaña de incursiones relámpago a sus mundos, señora? Con esta nave MRL, creo que…

—Ay, Beni, qué más quisiéramos… La Galileo es pequeña comparada con un acorazado imperial, pero tiene el poder suficiente para esterilizar un sistema planetario. Y lo haríamos atacando directamente a la estrella: la energía MRL es tal que puede provocar explosiones nova; te sorprendería el poder de algunos de nuestros dispositivos. Sí, borraríamos del mapa cuatro o cinco sistemas, pero ellos responderían, y son tantos que saturarían nuestras defensas y nos eliminarían. Billones de personas muertas, Beni. Y toda nuestra tecnología, nuestros sistemas de gobierno… Son los menos malos que ha tenido la Humanidad; no podemos desaparecer así.

—¿Y qué desean que haga yo? ¿Qué destruya el Imperio a pedradas? Confío en que me facilitarán una honda.

—Calma. Como te dije antes, nos mantenemos en un precario equilibrio. Nadie se atreve a atacar; ellos esperan dejarnos aislados, y para esto disponen de infinidad de recursos; nosotros necesitamos ganar tiempo desesperadamente. Y eso nos lleva al asunto de Tau Ceti.

El modelo galáctico desapareció y el despacho se iluminó de nuevo. Jansen siguió hablando:

—El sistema Tau Ceti presenta una ecosfera peculiar, que incluye dos planetas. Uno de ellos, el más próximo al sol, es una bola pétrea e insulsa: sin atmósfera, baja gravedad, pequeño… silicatos, y poco más. En cambio, el otro fue colonizado en época muy temprana por una nave generacional de clase Gaia. Su masa es de 1,17 respecto a la terrestre, y el desagradable efecto de invernadero fue suprimido con la típica siembra de cianobacterias y subsiguiente terraformación. Era un planeta estéril, sin vida autóctona que proteger, por lo que todo el proceso pudo hacerse sin interrupción. La colonia se estableció, prosperó y se convirtió en una comunidad de lo más bucólico.

Un vaso con agua surgió de la mesa, La mujer bebió su contenido y lo depositó de nuevo; desapareció tan silenciosamente como había venido. Prosiguió:

—Si, un mundo idílico. Bastante más tarde se descubrió que la corteza del planeta era asombrosamente rica en metales pesados. Antes de que se llevara a cabo una explotación a gran escala, ocurrió el Desastre. Afortunadamente, la ecología había quedado bien asentada y el mundo sobrevivió, aunque la sociedad retrocedió a un estado preindustrial o agrícola. La gente se organizó en pequeñas comunidades casi autosuficientes, de poblamiento disperso; tan sólo se edificaron ciudades en los nodos de comunicación. No era un mal sitio para vivir, hasta que llegó el Imperio; hace bien poco de eso.

—Tau Ceti… Demasiado cerca.

—Así es. Tan cerca que, casualmente, una de nuestras naves sublumínicas se presentó allí poco después. Iba totalmente equipada para establecer un asentamiento comercial o lo que fuese menester… y halló el terreno ocupado. El Imperio había sumido en la esclavitud a los taucetianos y empezado a explotar las minas de metal que nosotros necesitamos con tanta urgencia.

—Una delicada situación, señora.

—Más de lo que crees, Beni. Los imperiales no esperaban la visita de uno de nuestros cacharros. Imagínate: tan tranquilos, y de repente aparece una nave de clase Vega con la bandera corporativa, cargada de operarios hibernados, maquinaria, vehículos, asesores técnicos…

—… Una compañía de Infantería, las bodegas repletas de bombas nucleares, láseres, armas AM… —la cortó.

—Tal vez esos pequeños detalles que indicas indujeron a los imperiales a mostrarse amistosos. Debieron de sentirse como quien ve un fantasma al abrir un armario.

—¿Qué hicieron cuando se les pasó el susto?

—Tenían varias opciones. Podían llamar a unos cuantos de sus acorazados MRL, que probablemente nos hubieran destrozado, pero temían que la vetusta Vega se llevara a alguno de los suyos por delante antes de morir. Y eso no podían permitírselo; la pérdida de imagen sería intolerable. Su dominio se basa en el terror y la superioridad militar incuestionable; si los movimientos de resistencia se enteraran de que varios flamantes y omnipotentes acorazados imperiales caían frente a una vieja nave corporativa, perderían ese miedo cerval que los atenaza, ese fatalismo. Se percatarían de que el Imperio no es invencible, y éste empezaría a erosionarse desde dentro.

—Muy hermoso, sin duda. Bueno, deduzco que quieren que me ocupe de algún tipo de incursión militar. Le recuerdo que el Imperio no es ningún halo de fanáticos bárbaros, sino que…

—No, Beni, no te sobrevalores. Deja que termine de explicarme; no se trata de ninguna incursión militar. Deseamos que desempeñes el papel de embajador de la Corporación en Tau Ceti.

El capitán se la quedó mirando boquiabierto.

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