17

TRANSCURRIERON unos cuantos días en la más absoluta rutina, tan sólo amenizada por alguna visita de Gádor, espiada a lo lejos con envidia por los rapazuelos del pueblo. Telémaco también se dejaba caer de vez en cuando por allí, con la esperanza de poder echarle el ojo a Nadira. La cara de cordero degollado del viejo nubero despertaba la faceta compasiva de la sargento, así que lo saludaba y le preguntaba por el tiempo que iba a hacer por la tarde. Eso le daba a Telémaco la oportunidad de disertar un rato sobre sus habilidades, y se quedaba tan contento y ufano. A Nadira, aquello le costó alguna que otra broma de sus soldados sobre el noviete que se había echado. Tan sólo la firmeza del capitán Azami impidió que la sargento retara en duelo a varios de los chistosos.

Por fortuna, antes de que Isa Litzu acabara harta de tanta inactividad, el doctor salió de su tienda con el pelo alborotado, los ojos inyectados en sangre, barba de un par de días y una expresión de absoluta felicidad en la cara.

—¡Lo tengo! ¡Por fin!

Una vez que se sosegó, y sus amigos le convencieron para que se aseara y comiera algo, celebraron un pequeño cónclave sentados en la hierba, gozando del sol vespertino. Valera les mostró el libro y lo abrió por las últimas páginas.

—Estaba aquí, justo al final, como en una novela de misterio. El autor, después de acabar de contar todas sus penas, se lamenta de su situación actual, reducido a simple funcionario del Ministerio de Censura Pública. Él, que tanto había luchado por preservar la Ciencia de los antiguos… Era como si le arrancaran un trozo de alma cada vez que tenía que quemar un libro, o rehacer un mapa. Se sentía miserable por carecer de valor para enfrentarse a los opresores malibianos, y preferir salvar el pellejo a cualquier precio. Sin embargo, al final dice: «Mas no os saldréis con la vuestra, malditos hijos de la yihad». Aquí hay una serie de palabras intraducibles, que supongo corresponden a insultos más bien recios. «He ocultado las viejas coordenadas, y las referencias a tesoros, en un lugar que estos malditos» (aquí siguen más insultos) «nunca descubrirán, ya que tienen una boñiga de vaca por cerebro. Me obligaron a supervisar las obras de erección en la ciudad de Aseroë» (que corresponde a la actual Felinia, en el archipiélago de Carabás) «de la gigantesca estatua de su falso dios Malibi, maldita sea su estampa. En los adornos de la peana, en los pliegues del manto que cubre las espaldas de la Abominación, he mandado esculpir las claves. Si has descifrado esto, oh, sabio lector del futuro, por favor, resucita lo que ahora yace muerto. Tendrás todas mis bendiciones. Y por fin yo, Simeón Kananaskis, concluyo este libro, y me dispongo a pasar el resto de mi vida torturado por los remordimientos, por el recuerdo de lo que fue hermoso y ahora ha sido pisoteado por los bárbaros. En cuanto a mis opresores, ojalá que un estrutiocillo les de por el culo hasta que se lo rompa; que un serruchín les corte el pito a cachos, y que los pollos les piquen los ojos. Ave atque vale».

Se hizo el silencio. Azami y Omar Qahir miraban a Isa Litzu, la cual, a su vez, no quitaba ojo de Valera. La capitana respiró hondo.

—Déjame adivinarlo: quieres que vayamos a Carabás, en busca de cierta estatua.

—Bueno, yo… —el doctor se sentía cohibido frente a aquella mirada, capaz de hacer temblar al más pintado, pero se animó a seguir—. Ya que hemos llegado hasta aquí, y dado que Felinia está a poco más de quinientos kilómetros, pues…

Isa lo siguió mirando, y Valera no tuvo más remedio que callarse. Nadie sabía muy bien qué decir, hasta que la propia Litzu habló como para sí misma:

—El archipiélago de Carabás pertenecía a la antigua Confederación Heliana, si la memoria no me falla. Dada su situación, ahora estará en la esfera de influencia del Imperio. Aunque enarbolemos vuestra prestigiosa bandera republicana, corremos el riesgo de ser atacados si nos plantificamos allá, algo que no estoy dispuesta a asumir. Además, como sabréis, Carabás tiene fama de ser el único sitio dominado por unos chiflados que adoran a los gatos, y que no les importa quién gobierne, siempre que respete sus costumbres. Los imperiales toleran las rarezas siempre que no interfieran con su política. Es más: el culto a los felinos existe desde hace siglos, ya que hasta mi bisabuelo me contaba chistes sobre esa gente. Lo más probable es que hayan derribado todas las estatuas anteriores, incluso las erigidas durante la yihad malibiana —se detuvo un momento, mientras Práxedes no se atrevía ni a respirar—. Por otra parte, el puñetero Behemoth debe de estar aún fondeado en Lárnaca, así que no podemos regresar tan pronto. Y permanecer aquí, en La Caspa, va a agotar mi paciencia. Omar, tendremos que repetir la jugada de Skarraj.

El segundo de a bordo asintió. Valera miró a los huwaneses, sin entender muy bien de qué iba aquello. Isa Litzu se lo aclaró enseguida:

—Trataremos de llegar a Carabás, pero lo haremos a nuestra manera. Es una forma de probarnos a nosotros mismos que aún estamos en forma. Además, se me ha ocurrido una treta para rentabilizar el viaje.

Azami, que había permanecido muy callado, abrió la boca por fin:

—También en mi tierra hemos oído hablar de las excentricidades de los gatófilos de Carabás. ¿Qué impulsa a alguien tan prudente como tú a meterse en la boca del lobo? ¿Te ha contagiado Práxedes su locura?

—Tal vez —repuso Litzu, con una media sonrisa—. Por supuesto, navegaremos bajo otro pabellón, para no despertar recelos.

—Me temo que no va a colar. El casco del Orca no se parece en nada al de un mercante decente.

Isa Litzu evitó responderle, aunque no dejó de sonreír.

★★★

Durante las siguientes jornadas, los marineros del Orca, ayudados por los infantes republicanos, talaron un buen número de árboles, sobre todo pinos y tejos, en las laderas de la montaña. Los troncos fueron desbastados y almacenados en la bodega del barco. El archipiélago de Carabás, como Isa Litzu creía saber, y Valera se lo confirmó tras consultar en una enciclopedia, estaba casi completamente deforestado. Un cargamento de madera podría venderse a buen precio. Al doctor le pareció muy bien que los huwaneses obtuvieran beneficios del viaje; así no se sentiría tan culpable. Además, a los nativos de Fan’dhom tampoco les importaba que se llevaran sus árboles. Los bosques eran para ellos una molestia, que debía dejar paso a los campos cultivados.

—Estas gentes no tienen madera de comerciantes, y perdonadme por el chiste fácil —comentó Litzu—. Viven de espaldas al mar.

Por supuesto, se cuidaron muy mucho de confesar públicamente que iban a navegar con rumbo a Carabás. En una visita de cortesía, Omar Qahir dejó caer al alcalde que ya habían estudiado bastante la zona, y marcharían hacia el sur a tomar muestras en otras islas deshabitadas de Nereo. Al alcalde le encantó la idea de quitarse a aquellos entrometidos de encima.

Finalmente llegó el día de la partida. La comitiva formada por la capitana, su segundo, el doctor y Hakim Azami se despidió ceremoniosamente del alcalde en el misérrimo ayuntamiento. Acto seguido se pasaron por casa de Almanzora, donde el adiós fue más cordial, emotivo incluso. La mujer les deseó la mejor de las venturas y les prometió que rezaría a la Diosa para que velara por su salud. Indudablemente, le daba pena que se fueran. Pena, y algo más. Valera lo adivinó.

—Le doy mi palabra de honor, señora, que removeré cielo y tierra para que la Universidad Central establezca aquí un centro de estudios sociológicos. Conozco algunos colegas que aceptarían venir de mil amores.

—Gracias, amigo mío.

Almanzora le estrechó la mano. Sus ojos estaban húmedos. En ellos se reflejaba la gratitud, pero también la certeza de que aquellas promesas no iban a cumplirse. Temía a los talibanes, por más que aparentara buen humor ante sus hijos.

—No se preocupe. Estoy seguro de que nos veremos una vez más —dijo el doctor.

Isa Litzu contemplaba la escena a unos pasos de distancia. Dudaba que alguna universidad acudiera a un lugar tan apartado, sobre todo si se tenían en cuenta los acontecimientos políticos recientes.

Justo cuando ya se marchaban, Gádor se acercó y tiró de la chaqueta de la capitana. Ésta se volvió, y la niña le entregó un objeto. Se trataba de una figurilla, una representación más bien tosca del dibujo que había en la pared del altar, ése que parecía sostener el cielo. Estaba hecha de barro cocido, recubierto con esmalte. Una cuerda trenzada con hilos multicolores servía para colgársela del cuello.

—Con esto puedo pagar la diadema que vi la primera vez que estuve en el campamento, ¿verdad? Me ha costado mucho hacerlo…

—Por supuesto que lo vale, hija mía —respondió Isa Litzu, obsequiándola con su mejor sonrisa. El colgante era feo con ganas, pero le caía bien aquella chiquilla tan cabezota.

—Me acercaré a por ella en un momento —dijo Omar Qahir.

—¡Por la Diosa, no se molesten! —exclamó Almanzora—. Desde luego, Gádor, la que has organizado. ¿No ves que importunas a estos señores?

Pero Omar se había alejado a paso rápido, y no tardó en traer la diadema. La niña se la puso en la cabeza, aunque su pelo no se dejaba. Estaba radiante de felicidad. Sus dos hermanas menores la miraban con envidia.

—Tenemos que irnos —dijo Isa Litzu—. Señora, ha sido un placer conocerla a usted y a su encantadora familia. Si alguna vez su Diosa les autoriza a pasarse por Hu-wan, considérense en su casa. Adiós, Gádor —sonrió a la niña.

Ésta la miró y, muy seria, le confesó:

—De mayor quiero ser como usted.

—No sabes lo que dices, chiquilla —respondió Isa Litzu. Dejándose llevar por un impulso, besó a la niña en la mejilla y salió a la calle. Nunca se lo confesaría a nadie, pero Gádor la había conmovido, y odiaba establecer lazos afectivos con alguien a quien jamás iba a volver a ver.

Los demás también se despidieron de la familia y regresaron al Orca. Almanzora quedó en la puerta, con sus hijas, contemplándolos hasta que se perdieron en lontananza.

La partida del dirigible fue considerada por todo el pueblo como un acontecimiento festivo. Telémaco quemó unas páginas de su nuevo y flamante libro sagrado, para pedir a los dioses que les otorgaran vientos favorables y mantuvieran sometidos a los demonios de las tormentas.

La tripulación del Orca escenificó bien la partida, de forma que quedó claro para todos que el dirigible se trasladaba hacia el sur, camino de otras islas deshabitadas del archipiélago. Poco a poco, desde la cubierta el pueblo se fue haciendo más y más pequeño. Valera creyó intuir la figura del nubero junto a la puerta del templo, pero pronto navegaron tan alto que los detalles se difuminaron. Observó que la línea de costa parecía haber cambiado desde su llegada a la isla, y se lo comentó a la capitana.

—Las mareas son más intensas cada vez. Cuando llegue la Gran Conjunción, resultarán dignas de contemplar.

El Orca navegaba a medio kilómetro de altura, bien lejos de la superficie de las nubes. El dirigible movía la cola con lenta cadencia, para ahorrar energía. El doctor se preguntaba qué estratagema iban a emplear para llegar a Carabás, pero los huwaneses la guardaban en secreto, e incluso parecían divertidos, como si escondieran un as bajo la manga.

Mientras la tarde languidecía, tan sólo divisaron a una patrullera confederada que se guardó mucho de acercarse a ellos.

—Bien —murmuró Isa Litzu—. Informarán que marchamos con rumbo sur. Que así lo crean, pues. Ya llegará la noche —hizo señas a Valera y Azami, que acudieron junto a ella—. Omar es un buen juez de hombres, y me ha dicho que puedo confiar en vosotros dos. La táctica que emplearemos para llegar sin problemas a Carabás es más bien heterodoxa, y desearía que no se fuera aireando por ahí. Les diréis a los soldados que la idea fue tuya, Práxedes.

En cuanto los soles se pusieron, en el Orca empezó a desarrollarse una actividad frenética. Los republicanos asistieron como mudos espectadores a una muestra de la profesionalidad de quienes, sin asomo de dudas, eran los mejores marinos del mundo.

En primer lugar, apagaron todas las luces del barco, incluso las de posición. El Orca avanzó en una negrura que tenía algo de irreal, de onírica. La capitana se puso al timón y haló de los cables que llegaban a las partes sensibles del dirigible. Éste, en una maniobra tan rápida que los dejó atónitos, viró bruscamente a estribor. Isa prosiguió con sus operaciones, y el animal empezó a moverse a una velocidad que jamás hubieran sospechado. La capitana, una sombra bajo el lóbrego fulgor de la Morada de los Muertos, se acercó a Valera y Azami.

—Mantendremos este ritmo de crucero toda la noche. Ayer alimentamos a conciencia al bicho, con el añadido de algas estimulantes, así que podrá aguantar sin cansarse muchas horas. Y ahora, que comience la sesión de maquillaje.

Dicho y hecho. Trabajando en la penumbra, los marineros, como una maquinaria bien engrasada, sacaron telas y tablones para fabricar un falso casco en torno al auténtico. A juzgar por la maña que se daban, no era la primera vez que lo hacían. Tuvieron que detener un rato el dirigible y dejarlo al pairo, con objeto de pintarlo de rojo y pardo, además de encasquetarle una especie de pañal gigante que, una vez camuflado convenientemente, se confundía con la piel del animal y disimulaba que no había sido castrado.

Valera se apoyó en la borda, relajado. Los huwaneses trabajaban en silencio, salvo alguna orden ocasional, colgados como arañas de las jarcias mientras montaban y pintaban el falso casco. El viento le acariciaba la cara, y a sus pies el mar mostraba una peculiar fosforescencia que nunca antes había observado. En la superficie surgían de vez en cuando criaturas de las que no tenía noticia, nuevas para la Ciencia, y le frustraba no poder hacerse con ellas: un grupo de seres de cuello alargado que nadaban en formación romboidal, la cual se rompió cuando algo grande y con enormes aletas saltó del fondo sobre ellos; lomos de bestias que debían de medir más de cincuenta metros, llenas de escamas; súbitos y violentos remolinos en las nubes, sin razón aparente… No le hubiera sorprendido toparse con un leviatán, fuera cual fuese su apariencia, pero no había más que formas indefinidas pululando por abajo, mientras las estrellas recorrían su eterno y cíclico peregrinar en el firmamento. Llegó un momento en que no sabía si estaba despierto o no, absorto en una peculiar comunión con el cosmos.

Su ensimismamiento fue roto cuando Isa Litzu se acercó y le ofreció una taza humeante de café con un chorrito de ron. Aquello le supo a gloria.

—Gracias, Isa.

—No hay de qué, hombre.

Dieron unos sorbos a las tazas, hasta apurar su contenido. Los dos contemplaban las nubes bajo la quilla, en silencio, hasta que Isa Litzu dijo:

—Merece la pena, ¿eh?

—Ajá.

Valera podía comprender ahora por qué la capitana amaba aquella vida. Se sentía libre, sin ataduras, surcando un paisaje de ensueño. La miró fijamente. Se la veía ensimismada, distendida. La escasa luz de la Morada de los Muertos difuminaba los rasgos de su cara, confiriéndole una belleza serena. Toda la dureza y el cinismo que exhibía habitualmente parecían haberse esfumado.

No supo cuánto tiempo permaneció así, absorto en la frontera que separa la vigilia del reino de los sueños. La voz amable de Isa Litzu lo devolvió a la realidad:

—Deberías dormir un rato, a imitación de tus paisanos. Los soldados se quedaron fritos en sus literas hace ya un buen rato.

—He pasado más de una noche en vela, Isa.

—Sería en tu juventud. No te enfades; mejor será que bajes y repongas fuerzas. Prefiero tenerte en forma durante el día.

Al final, tras mucho insistir, lo convenció. Así, los huwaneses quedaron solos en cubierta, enfrascados en su frenética y silente actividad.

★★★

Azami fue el más madrugador de los republicanos, como de costumbre. Se jactaba de ser el primero de los suyos en ver amanecer. Subió a cubierta y, por un momento, creyó estar aún dormido. Se frotó los ojos pero no, ahí seguía. Aquellos condenados marineros habían camuflado al Orca con tal habilidad, que ahora podía pasar tranquilamente por un panzudo mercante de las Islas Jabuarizim. El falso casco, a base de tela y listones de madera, era de color rojo sangre, mientras que el dirigible no parecía el mismo. Ahora se movía con parsimonia, imitando perfectamente a un cachazudo sogüebón norteño. A popa ondeaba la bandera de Jabuarizim, un sol negro sobre fondo escarlata. Hasta los marineros habían cambiado sus ropas por los holgados uniformes de quienes imitaban.

—Que me aspen —murmuró Azami—. Esta gente sabe lo que se hace.

Omar Qahir, el segundo, se acercó a saludarlo.

—Buenos y frescos días, Hakim.

—Igualmente. Parece que los rumores que se cuentan en nuestra Marina sobre los corsarios huwaneses son ciertos. De todos modos, aunque sea un secreto a voces, no se lo contaremos a nadie, palabra de honor.

—Eso es algo que te honra. Cuando hayáis desayunado, Isa Litzu quiere reunirse con todos vosotros para impartiros unos cuantos consejos prácticos.

Una hora después, junto al castillo de popa, la capitana se dirigió a los republicanos.

—Habréis comprobado que la idea del doctor Valera de camuflar nuestro barco ha sido ejecutada, roguemos que con éxito. Como veis, se supone que ahora el Orca es un pacífico mercante de Jabuarizim. El doctor —Valera se apresuró a sonreír, interpretando su papel de inventor de una estrategia que no le correspondía— ha escogido esta identidad porque su isla de origen se halla muy lejos de aquí, además de mantener buenas relaciones con el Imperio. Es más, sus mercantes surcan todos los mares del mundo, por lo que nuestra presencia en Carabás no despertará sospechas. Por supuesto, vosotros también deberéis vestiros al uso. Cuando atraquemos en su capital, Felinia, habréis de comportaros como auténticos hijos de Jabuarizim, para no dar el cante.

—Si se me permite la interrupción —dijo Valera—, la sociedad de Jabuarizim es fuertemente patriarcal. Abundan los harenes entre las clases pudientes y adoran mayoritariamente a la Tríada: K’pel, el creador de vida; Gamesh, el destructor de todo lo noble, y Urruk, el Apaciguador. Es un país grande y rico, merced al comercio.

—Sí, los consideramos nuestros rivales naturales —repuso Litzu—. Sin embargo, Práxedes, supongo que no estarás tan familiarizado con sus costumbres a bordo —Valera lo negó humildemente—. Cuando arribemos a puerto, todas las tardes a la puesta de los soles deberemos sacrificar un conejo a la Tríada: la cabeza para K’pel, los cuartos traseros para Gamesh y el resto para Urruk. No es que me entusiasme apiolar a un pobre animalillo que no me ha hecho nada malo, pero son las reglas del juego. Por otra parte, esa gente no es supersticiosa a la hora de embarcar mujeres, siempre que se trate de barraganas o furcias de lujo. El capitán y los oficiales detentan el derecho (y el deber, por cuestiones de prestigio) de llevar hembras a bordo para su uso y disfrute. Los marineros, por supuesto, no tienen más remedio que desfogarse dándole por culo al grumete. Por tanto, y para representar adecuadamente la pantomima, Omar ejercerá de comandante del mercante Prosperidad y yo me convertiré en su concubina, al menos de puertas afuera. Hakim, tú tienes cara de autoritario, así que, cuando bajes a tierra, Nadira te acompañará como pareja.

La sargento se encogió de hombros, mientras que el capitán miró con cara de pocos amigos a Isa Litzu. La puñetera se estaba divirtiendo de lo lindo ejerciendo de alcahueta.

—Tú, Práxedes —prosiguió la capitana—, serás el encargado de negocios y tesorero de a bordo. Cuando salgas a pasear, tendrás que ir del brazo de… ¿Alguna voluntaria? Caramba, menudo entusiasmo —comentó, al ver que ninguna se daba por enterada—. Tendré que sacrificarme yo misma. Cambio de planes, Omar: búscate la vida —el segundo de a bordo lo aceptó sin protestar.

Isa Litzu acabó de emparejar al resto de mujeres con los marineros que tendrían que bajar a tierra. Luego repasó algunas costumbres de los mercaderes de Jabuarizim.

—Por desgracia, me falta información sobre la gente de Carabás, nuestro destino inmediato. Sé que es un archipiélago grande y rico gracias a sus minas, pero carece de marina mercante; sus dirigentes prefieren fletar las de otros aunque, qué se le va a hacer, no las nuestras. Y por supuesto, como todo el mundo conoce, adoran a los gatos. ¿Práxedes?

—Por lo que he sacado en claro de los libros, tras la desintegración de la Confederación Heliana Carabás salió bien librado. Se independizó con total naturalidad y sin traumas, ya que su sociedad es bastante homogénea, debido a la religión. Cuando el imperio trató de controlar los antiguos Estados Confederados, Carabás no supuso problema alguno. La gente va a lo suyo, y tanto da que manden unos u otros, siempre que no trastoquen su modo de vida. Supongo que a los imperiales les repatea el hígado lo de tolerar un culto a los felinos, pero enemistarse con los nativos sería contraproducente. Es un archipiélago populoso y sus moradores, al igual que los gatos si se les acorrala y no se dejan vías de escape, te saltan a la cara, a la desesperada. Además, el Imperio no tiene motivos de queja. Es un país próspero, que paga sus impuestos y genera riqueza. Claro, los de Carabás han tenido que ceder en algunas cosas. Por ejemplo, si una nave enemiga del Imperio atraca en sus puertos, será apresada.

—Eso me temía —dijo Isa Litzu—. Pero bueno, el riesgo es la sal de la vida. Si vendemos la madera a buen precio, el viaje habrá merecido la pena. Así, tendrás unos días para hacer turismo. Práxedes, supongo que conocerás muchas otras culturas, por lo que sabrás desenvolverte sin meter la pata. En ti confiamos.

—Tranquila, Isa. He llegado a hacerme pasar por un acólito de Kairán el Hediondo, con tal de poder examinar su Cueva Sagrada. Esto no parece demasiado complicado. El secreto consiste en mostrar educado interés por sus costumbres y halagar a todo el mundo. Eso sí, en caso de que alguien padezca alergia a los gatos, le sugiero que permanezca a bordo.

Una vez aleccionados todos, el viaje continuó sin mayores incidencias. Conforme se iban acercando a Carabás, aumentó el tráfico marítimo: patrulleras confederadas, navíos de cabotaje y muchos mercantes, todos ellos procedentes de naciones amigas del Imperio. El doctor temía lo que pudiera pasar si se topaban con un auténtico barco de Jabuarizim, pero Isa Litzu lo tanquilizó.

—Jabuarizim es un país enorme, con numerosas islas. Ningún capitán de barco conocerá al resto de sus colegas. Créeme: cuando asumimos esta identidad, lo hacemos con garantías.

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