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El cuarto de baño gozaba de los medios de aseo más avanzados; la ducha sónica, por ejemplo, contaba con un panel de instrucciones más complejo que el de un retrete en gravedad cero. Beni, sin embargo, prefirió meterse bajo un chorro de agua fría, a ver si así se le aclaraban las ideas. Regresó a su habitación, donde se encontró con que Murphy había desaparecido. «¿Cómo habrá conseguido entrar y llevárselo? Esta embajada parece una asamblea de fenómenos psicóticos». Se vistió con lo primero que encontró en el armario y se dedicó a ordenar sus cosas mientras hacía tiempo hasta la llegada de Irina. Ésta llamó puntualmente a la puerta.
Beni abrió y la dejó pasar. En esta ocasión llevaba un funcional mono verde que, curiosamente, resaltaba aún más su espléndida silueta. «Maldito japonés, qué suerte tienes». Meditando sobre lo rara que era a veces la vida, la siguió con las manos en los bolsillos. Abandonaron el edificio (todos les saludaban al pasar) y se dirigieron hacia la siguiente construcción.
Atardecía. En el horizonte de poniente unas nubes altas dibujaban franjas estriadas y volutas en anaranjado y malva. Las luces insertas en los muros comenzaron a brillar pálidamente al principio, aumentando su intensidad conforme la oscuridad ganaba terreno. Al norte, delgadas columnas de humo surgían de las humildes casas del barrio nativo; la zona imperial relucía como una rara gema, a la que los últimos rayos de sol arrancaban destellos carmesíes. Al sur, el color granate de un robledal mutado se convertía poco a poco en un negro intenso.
—Deberías haberte abrigado; la oscilación térmica es aquí algo brusca, calor de día y frío de noche. Esto fomenta las relaciones humanas —Irina no había parado de hablar ni un momento—. Mira esas chimeneas: los pobres indígenas estarán al lado del fuego, sin electricidad, escuchando al abuelo contar batallitas; siglos y siglos de viajes espaciales, y esa gente goza del mismo nivel de vida que en tiempos del Sacro Imperio Romano. Bueno, eso supongo; hasta ahora no hemos tenido mucho trato con ellos. Entre el barullo de montar la embajada y las trabas imperiales… A esos cabritos les gusta tenerlos ahí, apartados de todo mal, quietecitos y sumisos; en fin, ya veremos cómo acaba esto. Ah, sí, estoy desvariando, perdona. Vamos a ver al personal. Eso de ahí es Intendencia y Administración. Son unos ratones de biblioteca, todos con sus números y sus bloques de cálculo. Es mejor que lo visitemos primero; los malos tragos hay que pasarlos pronto.
Los edificios eran más o menos similares en el exterior, pero por dentro poseían una personalidad propia. Frente al ambiente deliciosamente caótico de la residencia, el de Administración parecía frío. La mayor parte del espacio quedaba ocupado por diversos almacenes; los bancos de datos y el comunicador cuántico eran relativamente pequeños. El personal encargado respondía a la tópica imagen del eterno burócrata, especialmente su director. Se trataba de un personaje de escasa estatura, algo obeso y de cabellos ralos, pulcramente vestido. Estaba leyendo unos papeles que escupía la impresora de su mesa de despacho. Varios útiles de escritorio, algunos tan venerables como un lápiz óptico, estaban ordenados con geométrica exactitud sobre el tablero de plástico, imitación de nogal. El personaje parecía absorto, y no dio muestras de percatarse de la pareja de visitantes.
—¡Buenas tardes tenga usted, señor administrador! —exclamó jovialmente Irina—. ¡Ay, siempre trabajando! Se va a atrofiar más de lo que está —el aludido no se dignó mirarla—. Pues sí, Excelencia… Quiero decir, señor Embajador; éste es nuestro administrador principal, encargado de…
Al oír las palabras «señor Embajador», el sujeto saltó de su asiento como si le hubieran puesto un cohete en el trasero, y corrió a estrechar la mano de Beni, quien pensó que se la iba a besar. Se deshizo en zalamerías:
—Señor Embajador, cuánto honor… —la retórica prosiguió más de un minuto, mientras lanzaba de reojo una mirada de odio a Irina, que se dedicaba a confeccionar un avión de papel con un folio—. Permítame que me presente: Recaredo Peláez, administrador y encargado de supervisar los intercambios comerciales con nuestros socios imperiales.
Entre cháchara y cháchara, le fue mostrando las distintas dependencias; al cabo de diez, minutos, Beni estaba absolutamente aburrido. Para disimular un poco, formuló algunas preguntas sobre la economía de la delegación, recordando los documentos leídos a bordo de la Galileo. Inmediatamente constató que Peláez se ponía a la defensiva. «Curiosa reacción; parece que lo ha tomado como si intentara invadir sus competencias. Puedes estar tranquilo; la economía nunca ha sido mi pasión secreta».
Datos y estadísticas seguían fluyendo de los labios del administrador. Utilizando toda su habilidad, Beni consiguió zafarse de la red del discurso e iniciar la huida sin parecer descortés, «Has conseguido arrojarme de tus dominios», se dijo divertido. Pero un vistazo al hombrecillo le trajo a la mente la imagen de una perra defendiendo a sus cachorros, y la asociación de ideas le produjo cierto desasosiego.
La despedida fue tan obsequiosa como el saludo. Tras dejarlos en la puerta, Peláez retornó a su asiento, los observó un momento y se enfrascó en sus números, Irina lanzó el avión de papel que había confeccionado; tras una inverosímil trayectoria, se estrelló en la punta de la nariz del administrador, quien dio un respingo. Abandonaron el edificio sin mirar atrás.
—En el fondo no es mala persona, pero resulta más aburrido que los datos con que trabaja. A veces me pregunto si será un humano normal; creo que deberíamos meterlo en un saco con una tía en pelotas, o un tío, a ver si se espabilaba. Bah, resultaría inútil; se dedicaría a hacerle la declaración de la renta. ¿Qué te pasa, Beni? Vaya cara de funeral que luces últimamente… Mira, eso es el centro sanitario; pequeñito, pero funcional. Casi merece la pena enfermar; te dejan mejor de lo que estabas. Además, el médico es un encanto, aunque algo bajito para mi gusto; una desgracia como cualquier otra, y no te des por aludido. Le dije que vendríamos sobre esta hora; nos estará esperando.
Efectivamente, el doctor aguardaba en un pequeño despacho repleto de modelos anatómicos y hologramas de órganos flotando en el aire, yendo de un sitio para otro lentamente, como medusas impulsadas por la corriente, Irina hizo las presentaciones:
—Beni, este es nuestro matasanos, el doctor… esto… bueno, el doctor.
El aludido esbozó una amplia sonrisa y se les aproximó. Estrechó vigorosamente la mano que Beni le tendía; éste no pudo evitar que el personaje le cayera simpático desde el primer momento.
—Disculpe a Irina por esta pequeña descortesía, señor. Me llamo… —y pronunció un nombre con su correspondiente apellido que, en conjunto, debería de tener más de setenta letras.
—Comprendo por qué todos te llaman simplemente doctor —sonrió—. Parece hindú, ¿no?
—Mis antepasados proceden de esa parte de la Vieja Tierra, señor; sin embargo, yo nací en Kepler-5.
—Podemos tutearnos, doctor; me siento raro con tanta gente tratándome de usted. Vaya, así que Kepler… ¿No te estarás refiriendo a ese grupo de satélites militares que orbitan en torno a Urano?
—Justamente.
—Pero… Creo recordar que en mis tiempos eran un centro de fabricación de mutantes de combate.
—¿Y qué te crees que soy yo?
Beni lo miró. Media poco más de metro sesenta y lucía muy delgado, casi flaco. El único rasgo sobresaliente de su persona eran sus ojos, muy brillantes y profundamente negros. En resumen: lo más diametralmente opuesto a un mutante luchador, una masa de músculos de más de cien kilos de peso.
—¿Tú, un mut? Pero si tienes menos carne que el tobillo de un gorrión…
—No lodos los estudios sobre mutantes se han dirigido hacia la potenciación de la fuerza y resistencia física. Sin tanta publicidad, también se desarrollaron líneas de investigación sobre la mejora bioquímica y hormonal del metabolismo humano. A riesgo de pecar de inmodesto, puedo sintetizar conscientemente casi cualquier molécula orgánica y administrarla a mis pacientes o víctimas de muy diversas maneras, incluso con un simple toque de dedos.
Beni lo miró con una enorme dosis de respeto.
—¿Y cómo lo haces? ¿Te han implantado un nuevo sistema endocrino?
—No, simplemente han adaptado el mío; unos cuantos genes artificiales en las células adecuadas, y ya está.
—Eso suena peligroso. ¿Y si se vuelven contra ti las sustancias que fabricas?
—No te preocupes; puedo controlar el transporte de biomoléculas por el torrente sanguíneo, el latido cardiaco, acción nerviosa simpática y parasimpática… Soy una especie de laboratorio farmacológico ambulante.
—Sospecho que no eres el único mut químico.
—Sospechas bien.
—Y que la Corporación no se ha gastado un montón de créditos por amor a la Medicina.
—No. En principio fuimos diseñados para tareas bélicas sutiles: introducirnos en las líneas del enemigo (o del amigo reacio) y actuar como envenenadores. Si, puedo matarte con una simple caricia; te habría inoculado por vía dérmica, sin enterarte, una dosis letal de alguna toxina. Y no es nada difícil que entablemos amistad con la gente; una adecuada secreción de feromonas, y de repente nos convertimos en tíos estupendos a los ojos del mundo.
—Je… No tendréis problemas a la hora de buscar pareja —dijo Beni, aunque no pudo reprimir un escalofrío.
—Desde luego, y eso es lo malo. Intimé con alguien que me inculcó una filosofía de respeto al prójimo, amor a lo viviente y todo eso que los militares consideráis una tontería. ¿Te lo imaginas? Un mutante de combate pacifista… Algunos altos mandos se pusieron muy nerviosos e intentaron hacerme cambiar de idea, pero unas pequeñas dosis de cierta molécula les provocaron diarreas gaseosas y otras molestias menores. Al final me enviaron aquí como médico; todavía no entiendo por qué no me quitaron de en medio.
—Lo mismo me pregunto yo acerca de mi caso.
Pasaron a otras dependencias del centro médico. El doctor le fue mostrando los diversos aparatos encargados de reparar las dolencias humanas. Beni creía haber superado a estas alturas su capacidad de sorpresa, pero se equivocaba. El material clínico era de tecnología punta; los más modernos sistemas de regeneración matricial alternaban con complejísimos detectores y sistemas terapéuticos. No había visto nada semejante ni siquiera en sus estancias en hospitales militares de la Vieja Tierra. Todo era muy extraño.
La visita concluyó, El doctor terminó de explicarle las bondades de su arsenal médico:
—Realmente funcionan bien, te lo aseguro. Nuestro personal no ha tenido ningún problema grave hasta la fecha; alguna torcedura de tobillo, o quemaduras solares. En cambio, los pobres nativos del planeta son un saco de enfermedades. Me dediqué a tratarlos para matar el tedio, a pesar de las malas caras que ponían los imperiales.
Beni se fijó en el médico. Le había parecido una persona plácida, incapaz de enfadarse, pero sus manos habían comenzado a temblar imperceptiblemente. El doctor seguía hablando, los ojos fijos en el suelo.
—He curado enfermedades que creía extintas, y no hablo de resfriados, colitis o cosas así. El otro día vino un hombre a pedir ayuda; debía de estar bastante agobiado para acudir aquí, con todos los prejuicios que han de arrostrar. Su mujer había tenido un niño, pero se estaba muriendo. Fuimos y, ¿te lo puedes creer? Fiebre puerperal; la salvé por un pelo. ¡La comadrona que la había asistido no tenía ni idea de profilaxis! Hay casos de difteria, Beni: niños ahogándose, paralíticos…
—¿Difteria? Pero ¿no es una enfermedad de la era preespacial? Se supone que las bacterias patógenas ya sólo se encuentran en algunos centros de Biología Celular.
—Eso pensaba yo. Puede que te parezca estúpido lo que voy a contarte…
—Nada me sorprenderá ya; he sido testigo de demasiados lances extraños últimamente.
—Creo que el Imperio ha esparcido unos cuantos gérmenes por aquí, al tiempo que ha fomentado el poder de curanderos, chamanes y otros iluminados. Es más, a pesar de ser la potencia colonizadora y supuestamente civilizada, no se gastan un crédito en sanidad pública. Hace siglos que erradicar casi cualquier enfermedad se convirtió en algo ridículamente barato.
—Es simple. Los curanderos y demás fauna son la única posibilidad de recuperar la salud, por lo que su poder se incrementa. Sin duda, colaboran con los imperiales. Supongo que también hay una clase sacerdotal fuerte, ¿no?
—Efectivamente.
—Y que la ciencia y tecnología han sido desterradas de entre los nativos, siendo sustituidas por creencias de tipo mágico, religioso o animista.
—Pues sí.
—Y puedo aventurar algo más; todos esos cultos enaltecen la pasividad y la resignación frente a las desgracias de la vida. Cómo no, los que hayan sido buenos, tendrán una recompensa en el otro mundo.
—Por supuesto.
—Y si son malos, traviesos o rebeldes, irán al infierno, donde los diablos les meterán el tridente por el culo.
—Ajá.
—Y molestar o llevar la contraria a los Divinos Imperiales es un pecado nefando, ¿verdad?
—Acertaste, querido Sherlock; el rompecabezas encaja, y todo está atado y bien atado. No debería de extrañarme, pero mi estómago no está preparado para esto.
—Eres demasiado sensible, querido matasanos. El empleo de las creencias religiosas como herramienta para someter a la gente, mientras que unos pocos viven como reyes, es tan antiguo como la Humanidad. He visto cosas peores, créeme.
—Te pareceré cándido, pero a veces cuesta resignarse…
—Sí, pero ellos son más fuertes, Hay que poner buena cara y sonreírles, aunque por dentro te cisques en sus difuntos.
—Me pregunto qué estamos haciendo aquí, Beni —el doctor miraba al suelo, al tiempo que manoseaba distraídamente un botón de su bata.
—Si yo lo supiera… En fin, creo que debo seguir la ronda de reconocimiento de mis posesiones, Irina estará a punto de suicidarse: lleva demasiado rato callada.
—Estaba ilustrándome, mientras vosotros intentabais arreglar el universo. Los hologramas de vísceras son fascinantes, todos flotando por ahí como peces en un acuario.
—A mí me relajan bastante —repuso el doctor.
—Pues qué gustos más raros tienes, hijo… Vamos, Beni, vamos, que todavía queda mucho por ver. ¡Hasta luego!
—Muy buenas noches. Espero que vengáis más por aquí, aunque no como pacientes.
—Estaríamos en buenas manos, seguro.
Beni acompañó a Irina hasta la puerta. Antes de salir se volvió. El doctor seguía en el centro de la habitación, una pequeña figura vestida con una arcaica bata blanca. Tras él, sobre su cabeza, el diagrama tridimensional de unos pulmones unidos a una tráquea oscilaba perezosamente, como una extraña parodia de un halo de santidad.