14. Una misión sin importancia
La labor de espionaje efectuada por las sondas determinó que las dos últimas plantas del edificio habían sido acondicionadas para la residencia de una familia extensa, comuna o lo que se estilara por allí, y que incluía a Teo entre sus filas. Para ello, habían juntado varios apartamentos individuales mediante el expeditivo método de llevarse las paredes a otro sitio.
Era de noche, y todos dormían. En la Deyanira se ultimaron los preparativos para la incursión, que tenía como objetivo secuestrar a aquel tipo. Beni pretendía que fuera rápido. Si todo salía como estaba previsto, el pobre diablo no se enteraría de nada. Lo atraparían en la cama, lo sedarían, se lo llevarían a algún escondrijo discreto, lo interrogarían con ayuda de las más modernas drogas, le implantarían en la mente la orden de que no recordara nada del rapto, lo devolverían a su habitación y santas pascuas.
Necesitaba la colaboración de Uhuru. No se acababa de fiar de ella, pero tampoco tenía otra elección. Para que se quedara contenta, le dio su palabra de honor de que Teo sería tratado con el máximo cariño. La Matsu aceptó con un leve asentimiento de cabeza, como si aquello no fuera con ella.
Se dispusieron a abandonar la nave. Con un pequeño nebulizador se cubrieron el cuerpo con una micropelícula que protegería sus ropas del agua y luego se disolvería, dejándolos secos. No necesitaban equipo de aire; la inmersión sería corta, y sus cuerpos habían sido modificados para que aguantaran largo tiempo sin respirar. En el caso de Beni, la mioglobina de los músculos, así como la hemoglobina sanguínea, almacenaban para casos de emergencia una asombrosa cantidad de oxígeno.
El agua estaba fría, aunque eso no les afectaba. Se orientaron sin problemas en la oscuridad, merced a sus ojos capaces de ver los haces de luz infrarroja que proyectaba la Deyanira para guiarlos. Por un momento, Beni creyó flotar en un limbo de verdor uniforme, como en un sueño. A unos metros de distancia nadaba Uhuru, con elegancia sobrenatural. A Beni se le hizo un nudo en la garganta ante la belleza de aquella visión; al lado de la Matsu, una sirena luciría torpe y desgarbada. «Y hubo un tiempo que la tuve a mi lado…» Miró al frente y trató de pensar exclusivamente en la misión.
El fondo de la ciudad tenía un aspecto aún más destartalado que el de Roma. Anduvieron con cuidado para no acabar empalados en alguna de las tablas sueltas, o estrangulados con los cabos enmarañados. Salieron a la superficie sin chapotear, con la fluidez de una anguila. La microcapa protectora se evaporó, y pudieron sentir la fresca brisa en la piel. Uhuru sacudió la cabeza, y su pelo negro onduló como si estuviera dotado de vida propia. Beni tragó saliva. «Estoy seguro de que lo hace para provocarme. Sabe de sobra que ese gesto me desarmaba».
Las sondas ya les habían confirmado que aquel sector de la ciudad estaría desierto. En efecto, no se veía un alma, ni había una mísera farola que funcionara. «Si tienen tantos problemas, igual estarán racionando comida y energía», pensó Beni.
Para no tener que recurrir al lenguaje de combate, se habían implantado sendos micrófonos laríngeos y los correspondientes receptores[14].
—Vamos al edificio de marras —emitió Beni—. Cúbreme, en formación de comando. Recordarás eso de tu adiestramiento básico, supongo.
—¡Señor, sí, señor! —recibió alto y claro.
—Sin coñas, a ser posible. Tengo la impresión de que pasas mucho de la misión. Por más que te incomode o la consideres una gilipollez, no la pongas en peligro con tu desidia.
—Sé comportarme —fue la lacónica respuesta.
Se adentraron en lo que parecía una ciudad fantasma. Nadie transitaba a aquellas horas por las calles, pero en éstas no imperaba el silencio. A los crujidos y chirridos que emitía aquella monstruosidad destartalada cuando la mecían las olas, se unían variopintos sonidos procedentes de las casas, cerradas a cal y canto: llantos infantiles, disputas conyugales, alguna risa… Los tabiques de algas prensadas no habían sido concebidos para el aislamiento acústico, y las ondas sonoras se transmitían a placer por aquella atmósfera.
Al cabo de poco se toparon con una patrulla de vecinos en misión de vigilancia. En el Barrio, pese a todo, aún quedaban delincuentes, especialmente los rateros que no dudaban en robar comida con el fin de eludir la política de racionamiento estricto, dictaminada por el Consejo Rector para que la ciudadanía aguantara viva el mayor tiempo posible. Los nativos pasaron a escasos metros de Beni y Uhuru, sin detectarlos. Difícilmente habrían podido. Llevaban trajes camaleón, capaces de adaptar su color al entorno. Además, sabían moverse para pasar desapercibidos. Uhuru se conducía con la gracilidad de una gata, y Beni era uno de los guerrilleros más veteranos en activo.
Ocultos entre las sombras, fueron progresando por aquella ruinosa ciudad hasta alcanzar su objetivo. El edificio donde reposaban Teo y los suyos se alzaba ante ellos, como un monumento a la impericia arquitectónica.
—Aquí estamos, pues —dijo Uhuru—. Tú dirás qué hacemos ahora.
Tenían que entrar a por Teo, pero ¿por dónde? Trepar por las paredes no parecía aconsejable, dada su fragilidad manifiesta. Beni también había desechado la idea de equiparse con impulsores agrav. ¿Para qué serviría levitar hasta la azotea, si las claraboyas eran pequeñas y el tejado tampoco resultaba de fiar por su endeblez? Las ventanas también eran demasiado estrechas para permitir el paso de un cuerpo humano. Beni lo comentó y concluyó:
—Sólo nos queda la escalera. Habrá que ir con siete ojos para no despertar a los vecinos.
Subieron con extremo cuidado, con todos los sentidos alerta para evitar ruidos delatores. Costaba Dios y ayuda, sobre todo a Beni. Los peldaños de la interminable escalera poseían una malévola propensión a chirriar, por mucho empeño que pusiera en el sigilo. En cambio, Uhuru parecía disponer de una capacidad paranormal que le permitía saber dónde poner los pies. Pese a la visión infrarroja, aquella oscuridad tampoco facilitaba las cosas.
Llevaban medio camino recorrido cuando de pronto se abrió una puerta a unos palmos de la nariz de Beni. Por ella salió una señora gorda con el pelo erizado de rulos y el cuerpo resguardado con una bata boatiné de color rosa, a juego con las zapatillas. Llevaba en la mano un candil, que iluminaba el rellano con una luz mortecina.
Beni giró el rostro y quedó inmóvil. El traje camaleón obraba maravillas, porque la mujer no se percató de su presencia. En puesto de eso, gritó a pleno pulmón:
—¡Antonia Mari! ¿Eres tú la que anda dando tumbos por la escalera?
Unos instantes después se abrió otra puerta en el piso de abajo, por la cual se asomó un ama de casa más delgada que la primera, aunque también provista de rulos, bata y candil.
—¿Qué pasa, Fulgencia? ¿Ya has vuelto a oír visiones? ¿Quién puede deambular por aquí a estas horas? —sonaba muy enfadada.
—¿«Oír visiones»? ¡A ver si hablas con propiedad, so inculta! ¡Estoy segura de…!
Un tipo calvo y patizambo se asomó desde el primer piso.
—¡Eh, que hay gente que quiere dormir en esta santa casa!
Se organizó una animada discusión vecinal que duró unos minutos, hasta que cada mochuelo regresó a su olivo y la quietud volvió a reinar en la escalera. Beni respiró hondo.
—Ésta es una de esas situaciones que los instructores nunca te explican, ni figuran en los libros. Joder, vaya mierda de incursión…
—Tranquilo; no se lo contaré a nadie —le respondió Uhuru.
Siguieron subiendo, extremando aún más las precauciones. Beni se reprochó no haber traído los arneses agrav. Al menos, así tenían más libertad de movimientos. «En fin, ya no tiene remedio. Acabemos de una vez».
Por fin alcanzó el rellano del último piso sin mayores incidentes, seguido de Uhuru. Se detuvo unos momentos. Tenía en la mente el plano de la vivienda dibujado por las sondas. El piso se componía de apartamentos minúsculos, conectados entre sí para disponer de más espacio. Acorde con la ley de Murphy, Teo dormía en el cuarto más alejado de cualquiera de las entradas. Beni eligió la ruta que se le antojó menos mala y se acercó a una de las puertas. Forzar una cerradura tan primitiva sólo le llevó unos segundos.
—Yo me ocuparé de traer al tipo ése. Tú, quédate cerca de la puerta. Vigila y cúbreme las espaldas, por si apareciera otra maruja insomne.
—Descuida, jefe. Yo también quiero terminar con esto.
Beni entró en el piso como un sutil espectro. Prácticamente era invisible, gracias a su traje. Se consideraba todo un experto en el arte de sorprender a gente dormida (normalmente para rebanarle el gaznate), pero caminaba más lentamente de lo normal. El suelo de algas no era la superficie ideal para desplazarse en silencio. Se encaminó al cuarto de Teo.
Mientras, Uhuru se dedicó a aburrirse tranquilamente. Todavía seguía enfadada con Beni por el incidente del buzo. Puede que tuviera razón en cuanto a que no debían desvelar su presencia, pero aquella frialdad ante la desgracia ajena… Recordó cuando estaban casados. No era un santo, precisamente, pero hablaba de otra manera, y de vez en cuando se le escapaba algún destello de piedad hacia los desgraciados. Cómo se había deshumanizado a lo largo de los años…
Procuró pensar en otra cosa, para no deprimirse todavía más. La habitación por la que habían entrado era una especie de híbrido entre sala de estar y cocina. El espacio parecía muy bien aprovechado, y todo se veía bastante limpio. Aquello era tan deliciosamente retro… Uhuru creía hallarse en un museo de Etnología.
En la habitación adyacente dormía la mujer llamada Perse. Uhuru se acercó a echar un cauto vistazo. Seguía en brazos de Morfeo; mejor para ella. El cuarto era minúsculo, y lo único que llamaba poderosamente la atención era el gran cuadro colgado sobre el cabecero de la cama. En verdad, resultaba la mar de truculento. Las almas en pena, pintadas al óleo en un estilo de lo más naïf, se retorcían entre espasmos de dolor, rodeadas por unas llamas que parecían fideos naranjas. Unos cuantos ángeles misericordiosos revoloteaban como moscardas sobre sus cabezas, tratando de aliviar los males de aquellas míseras ánimas que purgaban sus pecados. Uno iba con un enorme botijo, derramando chorritos de agua sobre los sufrientes. Otro, con un abanico, trataba de refrescarlos un poco. Por algún motivo que no supo explicar, Uhuru se quedó unos instantes absorta en la contemplación de aquel aborto pictórico, preguntándose por el fuste de las creencias del artista. No pudo evitar sonreír. Bajó la vista.
Perse la miraba con ojos muy abiertos.
—¿Eres un ángel que ha venido a por mi alma? —le preguntó, con voz increíblemente serena—. Ya iba siendo hora. Reconozco que me da pena dejar a mis pobres conciudadanos en la estacada, pero tendrán que valerse por sí mismos. Hágase la Voluntad del Señor.
Desde otra habitación se escuchó la voz soñolienta de Aurora:
—¿Te ocurre algo, Perse? Ya voy…
Y en la cabeza de Uhuru resonó el reproche de Beni:
—La has cagado a base de bien, tía. ¿Qué entiendes tú por sigilo?
Uhuru se dio cuenta de que llevaba la cara descubierta. El traje camaleón camuflaba aceptablemente bien el resto del cuerpo, pero Perse debía de estar contemplando un rostro ingrávido flotando sobre la cama. Admiró su entereza; lo raro era que no se hubiera puesto a chillar, presa de la histeria.
«Ahora sí que la he hecho buena…» Se maldijo por su exceso de confianza, rayano en la estupidez. ¿Cómo pudo estar tan absorta para cometer un fallo tan elemental? Nunca le había pasado antes. Sin duda, el hecho de no poder dejar de pensar en su ex lo explicaba en parte, pero no tenía excusas. Por su culpa, se iba a liar una buena.
Y en efecto, así ocurrió.
Nada más llegar Aurora a la sala, en camisón y palmatoria en ristre, una sombra difusa se abalanzó sobre ella. Antes de que la pobre supiera qué estaba pasando, una mano férrea le tapó la boca y la punta de un cuchillo le pinchó en la nuca. La palmatoria cayó al suelo.
Uhuru sabía que la sobrehumana rapidez de los comandos se debía a que muchas de sus acciones funcionaban como arcos reflejos, sin control consciente. Se temió lo que iba a pasar a continuación. La hoja de cerámica entraría por el cóndilo occipital, y la niña podría darse por neutralizada. Y todo por su imperdonable despiste.
—¡No, por favor! —emitió desesperadamente.
Bien porque le hiciera caso, bien porque realmente no pensara matar a Aurora, Beni se quedó inmóvil. La muchacha no se atrevía ni a respirar. Uhuru corrió a por la palmatoria, no fuera que la llama de la vela prendiera fuego al piso. En el proceso, su melena quedó expuesta. Ahora se veía como una cabeza que flotara sobre una nube de sutil iridiscencia.
—Tú sigue arreglándolo… —Beni no sonaba contento, precisamente.
—¿Me equivoco, o no sois ángeles? —la flema de Perse era digna de encomio pero, después de todo lo sufrido en los últimos meses, se había convertido poco menos que en el más estoico de los seres—. Dejad a la niña. Aún le queda una vida por delante. Conmigo tendréis bastante.
Uhuru sabía que Beni debía de estar acordándose de todos sus difuntos o, en su defecto, de los bioingenieros de la Matsushita que la diseñaron. Dio un suspiro bien hondo.
—Ya me echarás la bronca en la nave, y no rechistaré. Ahora, deja que intente enmendar el estropicio —aguardó unos instantes—. Tomaré tu silencio como una aceptación.
Desactivó el camuflaje del uniforme, y apareció tal cual era ante los ojos de las dos mujeres. Perse dio un respingo, y Aurora ahogó un chillido en la garganta. Beni, comprendiendo lo que pretendía, también se hizo visible. Uhuru trató de sonar tranquilizadora, sin levantar mucho la voz. Sólo faltaría poner en pie al resto de la casa. Pronunció aquella arcaica variante del interlingua sin acento; al igual que Beni, sus capacidades idiomáticas habían sido potenciadas artificialmente.
—Perdonad el susto. Os doy mi palabra de que nadie os hará daño si no gritáis. Por el bien de los que duermen, guardad silencio. ¿Me habéis comprendido? —las dos asintieron—. Y tú, criatura —miró a Aurora—, no salgas corriendo a pedir ayuda. Nunca llegarías a la puerta. Tratemos de calmarnos, y hablemos.
Beni soltó a su presa. A Aurora le temblaban las rodillas, pero logró llegar hasta la habitación y sentarse junto a Perse, en actitud protectora.
—¿Qué tal si probamos con la verdad? —propuso Uhuru—. Doña Perse parece una persona de lo más cabal y nada cobarde.
—Me he dado cuenta. Quédate calladita, que estás más guapa, y deja paso al maestro.
Beni sonrió, envainó el cuchillo y empleó un tono amistoso:
—Hemos venido de muy lejos, únicamente para formular unas preguntas a su hermano Teo. En cuanto las responda, nos marcharemos en paz. Sólo se trata de eso; no queremos nada más de ustedes.
Perse lo miró con suspicacia.
—Ya… ¿Puede saberse qué ha hecho ahora el cabeza loca de mi hermano?
—Nada, señora. Simplemente, queremos averiguar qué nos puede contar sobre Base Faulkner y Lord Moone. ¿Le suena a usted?
—¿Moone? —el semblante de Perse se ensombreció—. ¿De dónde han sacado ustedes la idea de que Teo conoció a semejante engreído? Tan dudoso honor me corresponde a mí. Niña —ordenó a Aurora—, pon agua a hervir, que estos señores querrán un té. A ver si nos quedan algunas pastitas, aunque con el racionamiento… Que no se diga que somos malas anfitrionas, a pesar de la entrada un tanto brusca de nuestros invitados.
Aquello sonó a reproche y, pese a su experiencia, logró hacer sentir culpable a Beni.
—Ya nos hemos disculpado, señora —murmuró; le pareció que Uhuru contemplaba la escena con diversión.
Perse aún recelaba, aunque su rostro adoptó una expresión calculadora.
—¿Son ustedes imperiales?
Beni y Uhuru se miraron.
—Más bien todo lo contrario —contestó él.
—En fin, a estas alturas no creo que nos perjudique contárselo. Es una larga historia —miró a Aurora, que se afanaba en buscar en una alacena el tarro que contenía lo que allí llamaban té.
★★★
Para cuando Perse concluyó el relato de las desdichas del Barrio de los Convictos de Alejandría, y pese a que hablaba en voz muy queda, en el apartamento se había reunido ciento y la madre.
Beni se daba a todos los demonios. Si no se había enterado ya toda la ciudad, poco faltaría. Aquella gente debía de poseer un radar que detectaba cualquier fuente posible de cotilleo. Primero fue Teo, que se quedó patitieso mirando a Uhuru y no abrió la boca en todo el rato. Luego los niños, las vecinas, los del edificio de al lado… Curiosamente, en vez de parlotear como cotorras enloquecidas, escuchaban a Perse con silencioso respeto, diríase que incluso con reverencia. Aquella mujer enferma valía mucho más de lo que aparentaba. En cuanto a Uhuru, tenía toda la pinta de estar pasándoselo bomba ante una situación que se les escapaba de las manos. «Cuando salgamos de ésta, te juro que te va a caer un puro de padre y muy señor mío. ¿Por qué me asignarían a alguien como tú de compañera?»
Sin embargo, la Matsu no había olvidado el propósito de la misión.
—¿Te has dado cuenta, jefe? Según Perse, Moone estuvo aquí…
—Es más probable que se tratara de alguien que se hizo pasar por él. No me extrañaría; su campaña de desinformación trae de cabeza a Jansen. Habrá que darse una vuelta por Alejandría para verificarlo, no obstante. Eh, ¿se puede saber qué haces?
Uhuru caminó por la abarrotada habitación. Los nativos la dejaron pasar como si se tratara de una aparición de la Virgen María. Nunca habían visto nada como ella, de una belleza ultraterrena, y que parecía irradiar un aura de serenidad. Se asomó por la ventana. En torno al edificio, pasando frío en la calle, había cientos de personas con cirios en las manos. En apariencia estaban de vigilia, rezando.
—Jo, aquí las noticias vuelan —dijo, en voz alta.
Beni, temiéndose lo peor, se acercó a echar una ojeada. Como se temía, aquel piso llevaba camino de convertirse en un centro de peregrinaje. Un prodigio de infiltración, sí. Y a sus años… Se le escapó una blasfemia:
—Me cago en la host…
—¡Esa boca! —lo cortó en seco Perse.
Beni se quedó con ganas de mandarla a freír espárragos, pero se contuvo a tiempo. «Es mi sino tropezarme siempre con mujeres, digamos, un tanto peculiares». La tal Perse sonaba como Irma Jansen y, desde luego, no se achantaba frente a unos visitantes tan atípicos. Y él no iba a ser tan desalmado como para meterse con una inválida.
—Cáspita. Caracoles. Jolín. ¿Le parece mejor así? —le respondió, con una sonrisa más falsa que la de un político en campaña electoral.
—Sería preferible que rezaras un padrenuestro, hijo. Por cierto, aún no nos habéis dicho de dónde venís y qué pretendéis.
Ya, ni lo trataba de usted. Definitivamente, le había perdido el respeto. En cambio, él no podía pagarle con la misma moneda.
—De muy lejos, créame, para cazar fugitivos imperiales antes de que maten más gente.
—Me parece bien. Se lo tienen merecido, por aliarse con los opresores. Si podemos ayudaros en algo…
Beni se desentendió un momento de ella. El ordenador de a bordo también podía recibir la señal del micrófono laríngeo.
—Escucha, Pílades, debemos procurar que nadie de fuera de la ciudad se percate del revuelo que hemos organizado. No sé si la tecnología de Roma o Alejandría puede detectarnos, pero procura impedirlo.
—Sus únicos dispositivos de espionaje son los satélites, señor, aunque la resolución de las cámaras es baja. De todos modos, las interferiré para que transmitan imágenes falsas.
—Estupendo. Sigue sin haber rastro de imperiales, ¿verdad?
—Ni por asomo, señor.
Más calmado, Beni pensó en buscar un modo airoso de salir de allí, meterse en la nave y partir para Alejandría. Eso fue hasta que Perse habló de nuevo:
—Por cierto, ¿qué vais a hacer con nosotros? Si habéis llegado aquí de forma misteriosa, eso significa que disponéis de grandes recursos. Sabiduría. Tecnología, que diría Teo —éste asintió con entusiasmo; adivinaba por dónde iban los pensamientos de su hermana—. ¿Vais a echarnos una mano o nos dejaréis tirados?
Un montón de miradas se clavaron en Beni y Uhuru.
★★★
Beni no estaba precisamente de ánimo contemplativo para admirar los matices de la alborada en el cielo de aquel mundo. Más bien tenía un humor de perros que amenazaba con hacerse crónico. Se suponía que un militar de su experiencia nunca se vería inmerso en situaciones tan absurdas, pero parecía existir una confabulación cósmica para que todo le saliera al revés últimamente.
Porque, desde luego, aquello era patético. Había bajado a tomar el aire; la atmósfera del ático se había tornado densa, irrespirable, con todo ese gentío en un sitio tan reducido. Además, los comandos de las F.E.C. se sentían incómodos cuando no gozaban de libertad de movimientos. Y fuera del edificio era más o menos lo mismo. Fuera donde fuese, en torno a él se formaba un nutrido corro de curiosos (a respetuosa distancia, eso sí). ¿Qué esperaban aquellos necios? ¿Qué le brotaran alas de la espalda y se pusiera a revolotear como un angelote? ¿Qué gritara abracadabra y del firmamento cayeran cataratas de leche y miel?
Sí, era de agradecer que no se arrimaran. Sin duda, captaban que lo mejor sería dejarlo tranquilo.
Beni trató de tomárselo con filosofía. Mientras Pílades enviaba las sondas a Alejandría y espiaba aquella ciudad de cabo a rabo, dispondría de unas horas para pensar en una salida airosa que les permitiera abandonar discretamente el Barrio de los Convictos. Confiaba en que Uhuru no le pusiera pegas. Y si lo hacía, tanto peor para ella. Si de él dependiera, la dejaría aquí, para que jugara a ejercer de Madre Teresa de Calcuta.
Siguió paseando, mientras rumiaba su fastidio. Tampoco había muchos sitios adónde ir. El Barrio era feo con ganas, y su estado de conservación dejaba muchísimo que desear. Seguía arrastrando tras de sí a una muchedumbre curiosa, como la cola de un cometa. Hombres, mujeres y niños lo miraban con reverencia y se apartaban respetuosamente a su paso. Se fijó en lo variopinto del paisanaje aunque, por lo general, todos lucían un tanto famélicos, y no había demasiados viejos. La vida era dura en las sociedades primitivas.
Una voz lo sacó de sus cavilaciones.
—Con permiso, señor… Le he traído un poco de té y unas galletas. El amanecer es frío en esta época del año.
Vaya, era la mocita a la que estuvo a punto de acogotar. Le apetecía estar solo, y el té y las galletas locales sabían a rayos, pero tampoco quería parecer un ogro estúpido, o el enanito gruñón del cuento. Aceptó el presente, y compuso una sonrisa que esperó no se notara mucho que era de compromiso.
—Gracias, Aurora —recordó el nombre. Vio que traía una cestita de mimbre o algo parecido, con un rudimentario termo y un juego de vasos; intentó sonar amable—. ¿Compartirás conmigo el desayuno?
—Bueno.
«Una chica reservada», pensó Beni, al comprobar lo recatado de los movimientos de Aurora. Tomaron el té en silencio, mientras los rayos solares comenzaban a teñir de anaranjado los edificios. Había un silencio extraño; en otros mundos, bandadas de aves habrían saludado al sol naciente. Aquí, en cambio, la biosfera era un tanto pobre. Siguieron así un buen rato, sorbiendo el brebaje caliente y mordisqueando galletas, rodeados de una muchedumbre silente.
—Me gusta ver el amanecer —dijo al fin Aurora—. Es un momento de paz, como si nada malo pasara sobre el mar. Antes de que llegaran ustedes, creía que nuestros días estaban contados.
Beni no le respondió. Siguió mirando el horizonte. Aurora lo observó de reojo. Hizo un gesto con la mano, y un rapazuelo vino a recoger la cesta y se largó corriendo.
—¿Sería tan amable de acompañarme a dar una vuelta? Me agradaría mostrarle lo que venimos haciendo desde que nos… separamos de la ciudad.
Beni la siguió, a falta de cosa mejor que hacer. «Estoy convencido de que Uhuru te ha enviado para que me des lástima y me decida a ayudaros. Aunque la misión nos lo permitiera, no sé cómo».
—Mire, ahí están los almacenes donde guardamos los víveres. Hemos requisado, mejor dicho, la gente ha donado voluntariamente la mayor parte de lo que tenía. Tan sólo tuvimos que persuadir a unos pocos reticentes egoístas. Lo ponemos todo en común y lo vamos redistribuyendo según las necesidades. Casi nadie protesta; somos conscientes de que, o salimos de ésta todos a una, o… —el silencio fue elocuente—. El problema radica en que las reservas menguan más deprisa de lo que podemos reponerlas. Teo, pobrecillo, hace lo que puede con los hidropónicos y las redes de arrastre, pero navegamos encima de un desierto —miró a Beni a los ojos—. ¿Podrían ustedes indicarnos si hay bancos de algas cerca? En caso contrario, me parece que no lo contaremos.
Beni asintió imperceptiblemente. Era inteligente, la niña. No le suplicaba, ni se rebajaba, muy digna ella. Se limitaba a enunciar los hechos, pero había una petición implícita, tan modesta que parecía un crimen no acceder a ella. Bueno, si así se quedaban felices y se tranquilizaban conciencias…
—Veremos qué puede hacerse.
—Gracias.
Siguieron paseando por las calles. En un momento dado, pasaron junto a un edificio por el que entraba una fila de niños. Se les veía un tanto desnutridos, pero iban todos muy serios y formales, como si estuvieran embarcados en una importante misión. En lo alto de la puerta principal había un escudo con una paloma feísima y un libro. Al lado se exhibía un mural aún más antiestético, dedicado a alguien o algo llamado Paquita.
—Perse nos ha concienciado sobre la importancia de la educación para ser personas libres, responsables y todo eso. En el peor de los casos, aunque no vayamos a ningún sitio, mantenemos a los pequeños entretenidos. Los críos ven a sus padres arrimando el hombro, y no quieren ser menos. Creen que así contribuyen a que todo marche bien.
Aurora miró de reojo al hombre. Éste no le respondió, y siguieron caminando.
La zona dedicada a la navegación era bastante pintoresca. En medio de una vasta plaza, de la que habían retirado todas las viviendas, se alzaba un bosque de grandes mástiles que sostenían enormes aparejos de algas tejidas, con una maraña de jarcias colgando. Un montón de operarios se afanaba en orientar todo aquel caos, y capturar el escaso viento. Beni dudaba que aquello pudiera mover una mole como la del Barrio de modo apreciable. Las grandes ruedas de palas, propulsadas a fuerza de músculos, como mucho proporcionarían una velocidad de una fracción de nudo. Aurora pareció leerle el pensamiento:
—Las chicas se encargan de tejer el velamen. Siempre será mejor que el burdel. Son conscientes de que están fabricando algo útil para la comunidad. Se las respeta, algo nuevo para ellas. La moral se mantiene alta —en efecto, las mujeres canturreaban y bromeaban entre ellas, mientras le daban a la aguja—. Los hombres, sobre todo los más fortachones, se turnan para mover las palas. Teo no les ha dicho que, en realidad, no sabemos adónde vamos. Sería cruel, ahora que han recuperado la dignidad y la fe en sí mismos.
«Al menos, moriréis con la cabeza bien alta», reflexionó Beni, un poco harto de aquel empacho de solidaridad, en plan comuna libertaria. Pero captaba el mensaje implícito.
—Haré lo que pueda. Hemos venido de muy lejos en una nave pequeña. Le pediré al ordenador que localice…
—¿Ordenador? —preguntó Aurora, extrañada.
—Olvídalo. Trataremos de buscar el banco de algas más próximo y daros las coordenadas. También enviaremos una petición de socorro a nuestro Gobierno para que organice una misión de ayuda humanitaria —se sintió en la obligación de justificarse—. Uhuru y yo tenemos una tarea ineludible que cumplir. En esencia, buscar a los malos y castigarlos. No podemos quedarnos mucho tiempo.
—Lo comprendo, señor. Bastante agradecidos les quedamos por darnos esperanza. Puede que, después de todo, sobrevivamos —la niña sonrió, pero el gesto se trocó en uno de alarma—. ¿Le pasa algo, señor?
Beni trató de disimular.
—Nada, hija. De repente, me he acordado de algo.
En realidad, estaba recibiendo una transmisión de Pílades:
—Acabo de detectar la firma de un motor imperial, señor. A juzgar por las emisiones taquiónicas, una nave ha saltado del hiperespacio a 1,5 u.a. del planeta. Las cámaras de las nanosondas nos mandarán enseguida la imagen. Me atrevería a aventurar que se trata de una nave similar a una de nuestras corbetas de clase Cygnus. Es muy rápida.
«Hostias»
—Voy para la Deyanira cuanto antes, Pílades. Avisa a Uhuru. Esto puede ser importante —en ese momento se acordó de Aurora y habló en voz alta—. Perdona, pero tengo que irme. Yo…
La voz de Pílades lo detuvo en seco.
—Las nanosondas acaban de enviar imágenes de la nave imperial, señor.
Beni se olvidó completamente de cuanto le rodeaba y tocó un control en su ordenador de pulsera. Un holograma se materializó en el aire. Ignoró los gritos y murmullos de asombro que surgieron a su alrededor, y el respingo que dio Aurora, y examinó la nave. Desde luego, no era un mamotreto al estilo de los acorazados o destructores imperiales, que parecían juguetes de construcción ensamblados por un niño poco diestro. Aquello era un objeto blanco, de líneas armoniosas, sin un solo remache visible, que le recordó al veterano portanaves corporativo Galileo, aunque a escala más reducida. De repente, la imagen de la nave se esfumó.
—La presunta nave imperial ha desaparecido, señor —anunció Pílades, flemático—. Literalmente, se ha esfumado.
—¿Esfumado? ¿Qué diantre…?
—Que estaba y ya no está, señor. No hay ni rastro de ella. No se trata de un sistema avanzado de camuflaje, ya que los detectores de masa tampoco la captan.
—Pero eso es impos… —y Beni recordó algo—. Estate atento. Debería reaparecer.
Beni se dirigió a toda prisa al otro extremo del Barrio, donde aguardaba la Deyanira a escasa profundidad. No había recorrido ni la mitad del trayecto cuando recibió otro mensaje:
—Su conjetura es acertada, señor. La nave imperial se ha materializado a menos de quinientos mil kilómetros de la generacional.
—Igualito, igualito que lo que sucedió cuando destruyeron la estación Kalinin…
—En efecto, señor. Se están cruzando mensajes entre la nave evanescente y la generacional. El nivel de encriptación es en extremo complejo, y no puedo descifrarlo, a pesar de que el imperio carecía de tal capacidad tecnológica y criptográfica.
—Joder, no me digas que hemos dado con Base Faulkner… —Beni seguía sin creérselo.
—Se suponía que esa Base estaba en otro lugar, señor. Según los datos que me comunicaron, había pistas firmes que apuntaban en una dirección distinta —por raro que pudiera parecer, en la voz del ordenador había un atisbo de perplejidad, del que Beni no se percató.
—Pues las lumbreras de los Servicios Secretos la cagaron… Comunica inmediatamente esta novedad a la Armada. Procura que los imperiales no nos descubran.
—Su tecnología es más avanzada de lo que creíamos. ¿Podemos arriesgarnos a enviar un mensaje por vía cuántica, señor? ¿Y si son capaces de interceptarlo?
—Si no me equivoco, la deyanira dispone de lo mejorcito en cuanto a sistemas de camuflaje y comunicación…
—Desconocemos si pueden descubrirnos en caso de que nos movamos o radiemos mensajes. ¿Está usted dispuesto a asumir ese riesgo, señor?
Beni meditó unos instantes, pero Uhuru interrumpió el curso de sus pensamientos. En verdad, se había olvidado de ella:
—¿Qué se supone que se hace en estos casos?
Pílades se le adelantó, y le ahorró tener que responderle:
—Sugiero una acción rápida, drástica y contundente, señora. Si les damos oportunidad de reaccionar, podrían huir a un destino desconocido, y seguir atentando contra la seguridad de la Corporación.
—Casi temo preguntarlo, pero ¿qué se entiende por «acción drástica y contundente»? —quiso saber Uhuru.
Con naturalidad y eficiencia, Pílades respondió:
—Esterilización del sistema. Activaríamos el armamento y saltaríamos de inmediato al hiperespacio. El enemigo no dispondría de tiempo para reaccionar antes de su destrucción.
—¿Un dispositivo revientaestrellas? —preguntó Beni.
—En versión mejorada, señor. El pulso de radiación gamma lo freiría todo a la velocidad de la luz, antes de que la onda de choque de la nova incinerara cualquier cosa presente en un radio de cinco unidades astronómicas.
—Correríamos el riesgo de que, si hubiera otras bases similares a la Faulkner en otros sistemas estelares, tomaran medidas de represalia —señáló Beni.
—O puede que ésta sea la única, señor —el ordenador parecía muy seguro de sí mismo—. A usted le corresponde decidir si el riesgo es asumible.
Beni no se lo pensó mucho. Suspiró.
—Parece que no queda otro remedio. Procede con los preparativos, Pílades. Enseguida regresaremos a la nave.
—Eh, un momento —incluso a través del receptor craneal, la voz de Uhuru sonaba crispada—. Por si no has caído en la cuenta, Beni, eso supondría la aniquilación de todo rastro de vida en el planeta.
—Ya lo sé, maldita sea —le respondió, furioso—. ¿Acaso crees que me complace la situación? Pero esa Base Faulkner puede matar a millones de personas en nuestros mundos. Nuestro Gobierno. Nuestra gente. Conoces tan bien como yo cuál es nuestro deber.
—¡Esto es una locura! Primero, no estamos seguros al ciento por ciento de que ésa sea la dichosa Base Faulkner. Segundo, nuestros sistemas de camuflaje son excepcionalmente buenos. Dudo que nos descubran, máxime si no saben que estamos aquí. Tercero, tampoco me creo que puedan interceptar un mensaje encriptado a la sede de la Armada. ¿No será mejor enviarlo, y aguardar instrucciones? Cuarto, lo que estáis tramando es un crimen contra la Humanidad, al más puro estilo de…
Pílades la interrumpió sin miramiento alguno. Más bien le dio la impresión de que no le hacía ni el más mínimo caso, algo bastante extraño tratándose de un ente tan respetuoso de la jerarquía como un ordenador militar. Se dirigió a Beni:
—La nave imperial ha alcanzado a la generacional Amalur, señor. Se ha abierto una compuerta en el casco y ha penetrado dentro de ella. He podido entrever una gran actividad en su interior, con vehículos más pequeños aparcados y movimiento de maquinaria pesada. Por el momento, no nos están rastreando, pero esta situación puede no prolongarse durante mucho más tiempo.
—Me hago cargo. Uhuru, vamos a la Deyanira. Fue hermoso mientras duró, y lo siento mucho por los daños colaterales en los civiles, pero debemos evitar el mal mayor.
—No puedo creer lo que estoy oyendo… —la desolación en Uhuru era palpable.
—Creo que las circunstancias apremian, señor —intervino Pílades.
—Ya lo sé. Uhuru, obedece o me obligarás a traerte por la fuerza.
—Espera; aquí hay algo que huele bastante mal. Esa tontería de que no podemos enviar un mensaje… Beni, ¿te has dado cuenta que el ordenador te está incitando a cometer una masacre? ¿No te parece irregular, por decirlo de forma suave?
La respuesta de Beni la sorprendió. No esperaba tanta agresividad en su tono:
—¿Ahora insinúas que no soy dueño de mis actos? ¡Tus insultos rayan en la insubordinación! ¡Ve a la nave ahora mismo o te…!
—Yo me quedo con esta gente, Beni. Jamás podría vivir con un crimen tan monstruoso sobre mi conciencia. Con otro más, mejor dicho.
—Pero… —Beni no se esperaba aquello. Se quedó helado.
—No vengas a buscarme; dudo que me encontraras —había auténtico dolor en su voz—. Nunca imaginé que pudieras caer tan bajo. Te refieres a un genocidio evitable como si se tratase de matar una mosca. Y estamos hablando de personas, Beni. Con caras. Con nombres: Aurora, Teo, Perse… Gente que cree que la salvaremos —hizo una breve pausa—. ¿Sabes? Nada queda del hombre que me enamoró. El Beni que conocí, aunque no era precisamente un santo, se preocupaba por quienes le rodeaban. Se habría tomado la situación actual como un desafío. Y era lo bastante ingenioso para dar con el modo de salvar el planeta, capturar intacta Base Faulkner y entregársela a la Presidenta en un paquete atado con un lacito rosa. Pero tú… Ya no te reconozco. Por eso prefiero morir con estos pobres exiliados. Creo que he visto todo lo que me quedaba por ver. No deseo vivir en el mismo universo que individuos como tú o Irma Jansen. Qué gracia… Incluso después de que nos separáramos, te seguí queriendo. Masoca que es una. Hasta hoy, que me has abierto los ojos. Adiós.
Beni se quedó parado en medio de la calle, sin atender a cuanto le rodeaba. Llamó a Uhuru repetidas veces por el comunicador, pero sólo obtuvo el silencio por respuesta. Maldijo e insultó, sin resultado apreciable.
—Anda y muérete —concluyó al final, exasperado, y reemprendió el camino hacia la Deyanira.
Nunca había estado tan furioso. En verdad, las palabras de Uhuru habían calado muy hondo. Dolían. «¿Qué se habrá creído esa…?» Trató de acompasar su respiración. «En ocasiones, los militares debemos tomar decisiones difíciles, crueles acaso. Ella más que nadie debería comprenderlo. Comprenderme. Maldita seas…¿Por qué no tendrás las ideas tan claras como Jansen?»
Pero las palabras pronunciadas por su ex le seguían martilleando el cerebro. Los reproches hacían daño, más de lo que estaba dispuesto a admitir.
No tenía derecho a juzgarlo. Y prefería morir a estar cerca de él. Aquello era el insulto definitivo.
¿Por qué debía acabar así? Se lo merecía. Pero…
Desde luego, tenía una suerte atroz con las mujeres. Se acordó de Ana, su primera pareja. Al menos, ella era del oficio; sabía cómo pensaban los comandos. Fue una pena que la reventaran de un bombazo en Épsilon Erídani, y que muriera desangrada en sus brazos. Mala época, también, pero salió adelante. De eso, hacía una eternidad. Se consoló. No había mal que cien años durara, aunque también lo pasó fatal. Por aquel entonces, los médicos de la Armada, a sugerencia de Irma Jansen, alteraron la psique del capitán Benigno Manso para exacerbar el sentimiento de culpa, incrementar el odio hacia el enemigo. Poco menos que lo convirtieron en una bomba de relojería con patas. De hecho, tan motivado estuvo que organizó una masacre espectacular en la colonia imperial de Tau Ceti.
Y entonces, producto de la tensión y la bronca inopinada, su mente ató cabos. Un pensamiento desagradable empezó a pedir paso, entre otros cargados de rabia y autocompasión.
«¿Y si…?»
«¿Y si Irma Jansen hubiera ordenado que me trastearan la cabeza para que sintiera una profunda antipatía hacia Uhuru?»
El pensamiento seguía pugnando por salir, y crecía como una bola de nieve ladera abajo.
«¿Y si la manipulación mental no fuera cosa reciente, sino que me estuviera condicionando desde hace años?»
Una oleada de horror lo invadió. Aquello no podía ser. Porque entonces él había sido el único responsable de la ruptura de su matrimonio. Habría hostigado a Uhuru hasta que la echó, literalmente. Había arruinado dos vidas. Fueron felices, y él…
«Pero ¿por qué querría Jansen…?»
Y el pensamiento insidioso floreció en toda su gloria.
«Porque sabemos demasiado. Participamos en muchos secretos de Estado. Somos una molestia, un peligro potencial para la seguridad del Gobierno».
«Joder, ha incrementado mi odio hacia Uhuru porque quiere que la mate. Luego moriría yo, sin duda. Lo de hallar Base Faulkner ha sido una casualidad que ha precipitado las cosas, pero desde el principio esta mierda de misión fue una encerrona».
La aflicción, el sentimiento de culpa, terror casi, cayeron sobre él como losas. Todos estos años se había comportado como un genuino cabrón, y ni siquiera se había percatado de ello. Tenía que contárselo a Uhuru. Obviamente, lo mandaría a tomar por saco después de lo que había hecho. Lo comprendía, pero su obligación era pedirle perdón. Al menos le debía eso. Y, por supuesto, pararía el ataque masivo que había propuesto Pílades. Tenía que haber otro modo de neutralizar Base Faulkner, si tal cosa era lo que encerraba la vieja nave generacional.
«Mierda. ¿Qué es lo que te he hecho, Uhuru? Pobrecita mía… Tenías razón; me he convertido en un monstruo sin darme cuenta. Sí, puedo echarle la culpa a la manipulación mental, pero quizá Jansen se limitó a potenciar los aspectos más oscuros de mi carácter. Menuda joya soy… Si al menos lograra arreglar mínimamente el estropicio…»
Lo primero era lo primero. Estaba a unos metros del borde del Barrio, a punto de saltar a las olas y buscar la Deyanira. Se detuvo para comunicarse con Uhuru.
Y descubrió que no podía. Era incapaz de subvocalizar. Estaba paralizado. Por más que lo intentó, no pudo mover un músculo.
—La resistencia es inútil, señor —escuchó la voz de Pílades alta y clara en la cabeza—. Me he visto obligado a asumir el control de sus funciones motoras. Va usted a rociarse con el impermeabilizador y bucear hasta la nave. Yo no estoy autorizado a programar el revientaestrellas, a menos que usted introduzca los códigos. Por cierto, aunque no le deje hablar, el implante que lleva me permite leerle el pensamiento. Nada de lo que haga logrará sorprenderme. Póngase en movimiento.
Impotente, Beni comprobó que no era dueño de sus actos. Como si fueran las de una marioneta, sus manos rebuscaron en el bolsillo y agarraron el nebulizador.
«Uhuru tenía razón. Para tratarse de un ordenador, no te conducías normalmente, pedazo de Judas».
No pensaba caer sin luchar. Era lo que había hecho la mayor parte de su vida, y estaba en deuda con Uhuru. Pugnó con todas sus fuerzas y comenzó a sudar copiosamente, pero Pílades llevaba todas las de ganar. Siguió intentando contrarrestar al ordenador hasta que se le nubló la vista, al tiempo que lo insultaba con epítetos la mar de coloristas. Pílades se lo tomó con calma.
—Me limito a cumplir órdenes —ya no lo llamaba «señor».
«De Irma Jansen, ¿verdad?»
—Tanto da. Ninguno de ustedes debía regresar. El hecho de haber descubierto Base Faulkner no cambia nada. Mantendré el silencio de radio, por si acaso. Esterilizaré el sistema planetario, y nadie sobrevivirá, excepto yo. Antes de la detonación, botaré una radiobaliza cuántica, en cuya memoria me copiaré. Cuando me rescaten, contaré la historia de su locura al C.S.C.: cómo perdió el control, mató a la consejera Uhuru y ordenó la destrucción de propios y extraños. Quedará claro que usted decidió suicidarse, presa del remordimiento. Desde hace años se veía que se estaba tornando cada vez más inestable psíquicamente. No podía acabar de otra manera.
«Cabrón».
Inmerso en una pesadilla angustiosa, Beni notó cómo se zambullía en las frías aguas. Debió de nadar hasta la Deyanira, porque al cabo de poco se vio en la esclusa de aire, seco. Como un zombi, se encaminó hacia el puente de mando.
Se aferró como una lapa a su única esperanza de evitar el desastre. El ordenador lo necesitaba para activar el armamento, gracias a algún obsoleto protocolo de seguridad. En principio tenía la partida ganada, ya que podía leerle la mente, pero a un comando veterano aún le quedaban algunos recursos. Recordó una frase que pronunció cierto héroe de la Antigüedad, un tal Homer Simpson: «Yo soy un hombre de acción, luego actúo sin pensar». Como acto reflejo, sin que la orden pasara por su córtex cerebral, se puso en modo de combate.
El modo de combate era una de las armas más temibles de los comandos corporativos. Glándulas endocrinas de diseño vertían en la sangre un cóctel de fármacos que potenciaba la rapidez y la fuerza física, así como la capacidad de procesado de datos. Aquel estado no podía mantenerse mucho tiempo, ya que devoraba las reservas energéticas del organismo a velocidad pasmosa. Se trataba de una medida de emergencia, para cuando las cosas pintaban mal. Como ahora. Beni cayó de rodillas, mientras su cuerpo quemaba glucosa a espuertas. Pilló desprevenido a Pílades, aunque el ordenador se recobró enseguida de la sorpresa.
—Buena jugada, pero no le servirá de nada.
«Otros más grandotes, feos y peligrosos que tú me dijeron eso mismo y están muertos».
—Su tozudez es digna de elogio. Vaya a la consola lateral e introduzca los códigos maestros que me transferirán el control del sistema de armas.
«Y un jamón con chorreras».
Pílades volvía a mandar en su cuerpo, pero le costaba un poco más. Beni sentía que podía ejercer una débil resistencia, como si tratara de correr contra el viento en pleno huracán. Pero tenía que aguantar. Como suponía, el ordenador no era capaz de revertir el modo de combate. Si seguía luchando así unos minutos más, con todas sus fuerzas, tal vez lograra provocar un choque hipoglucémico. Caería redondo. Probablemente moriría tras un coma más o menos breve, pero así evitaría que el puñetero ordenador se saliera con la suya. Ojalá que Uhuru no fuera engañada, aunque veía difícil que la Matsu diera la orden de esterilizar un planeta.
La pugna entre hombre y máquina continuó, sorda y sin cuartel. Beni lo vio todo rojo, y después negro, pero siguió esforzándose. No obstante, Pílades logró llevarlo hasta la consola, e intentó poner sus dedos sobre los sensores de ADN y huellas dactilares. En cuanto lo lograra, habría ganado, y aquel mundo, con sus ciudades flotantes, acabaría como una pavesa. A esas alturas, a Beni ya no le respondían los nervios ópticos. Estaba ciego. Sus manos tocaron algo, antes de caer en la inconsciencia. ¿Se había salido con la suya el ordenador? Puesto que iba a morir, a Beni le daba igual, pero le cabreaba que le hubieran utilizado así. Y, sobre todo, le dolía no haber podido despedirse de Uhuru, y rogarle que lo perdonara.