4. Descenso a los infiernos

KARL había estado en la Academia de Oficiales antes de ser destinado a base Escorpio. A diferencia de sus compañeros, que durante ese tiempo cursaban estudios en diplomacia y política ekuménica, era capitán por méritos propios y un experto piloto. Aunque nunca había tripulado un USC-2025[7], los conocía muy bien y los temía. Se enfundó el traje inercial y subió al aparato velozmente, pero con un temor reverencial. Sabía muy bien el riesgo que corría cualquiera que se embarcase en uno de esos infernales cazas.

Habían sido creados para formar un todo con su contrapartida humana. Un todo absoluto: mente y cuerpo. El aparato se introducía en la psique del hombre mucho más profundamente que los sistemas actuales. La sangre de uno corría por las venas del otro. El ordenador introducía drogas y estimulantes en el piloto y tomaba muestras para analizarlas. Constantemente la máquina se readaptaba a sí misma para acomodarse a su pasajero y éste iba siendo alterado por el caza para adecuarlo a lo que sus misiones requerían. Los hombres terminaban actuando como máquinas programadas para matar y las máquinas… Karl sentía un escalofrío sólo de pensar que estaba dentro de una de ellas. Porque las máquinas se habían convertido en asesinas sedientas de batallas.

Su compenetración con la mente del piloto era absoluta. Tanto que los delicados esquemas neuronales del cerebro del ordenador se remodelaban, copiando la personalidad de quien lo dirigía. Pero los cazas se transferían mutuamente todos los datos, de modo que a la larga cada uno tenía algo de todos y cada uno de los pilotos de la escuadrilla. Era inevitable que las naves terminaran sufriendo desajustes psíquicos. Llegaban a experimentar deseos, malicia, orgullo, pero sobre todo poseían lo que caracterizaba a aquellos pilotos: espíritu de lucha.

Quizá algunas historias habían exagerado las habilidades de los USC-2025, pero desde luego no erraban al decir que incitaban a los hombres a la batalla. Lo que ya no sabía tanta gente eran los recursos de que disponían esas máquinas para convencer. Cualquiera que osara tripularlas era inmediatamente programado por el ordenador a nivel subconsciente para anhelar combatir en ellas. Los diseñadores de esos aparatos no consideraron más que una posibilidad: si alguien se conectaba debía desear luchar. Eran cazas de combate, construidos para esa exclusiva función. Si el humano no estaba de acuerdo con ello, sería reemplazado para suprimir ese defecto. Si un piloto de un USC-2025 tenía miedo, la máquina le inyectaba valor. Si sentía remordimientos, la máquina los eliminaba. Claro que en teoría eso sólo valía para los verdaderos pilotos, autorizados y entrenados. ¿Qué podía pasar cuando subía alguien que no había sido preparado para los USC-2025? Un tal Karl, por ejemplo.

Las naves de combate modernas, en cierto modo, eran más conservadoras. Sus cerebros no poseían otras funciones aparte de las necesarias para el control de vuelo y armamento, y el piloto no alcanzaba con ellas una unión tan profunda como con aquellos monstruos. Procuró tranquilizarse recordando los severos controles que debían pasar los USC-2025 para seguir en servicio. En cuanto los ciberpsiquiatras descubrían el menor síntoma de peligro, el ordenador era reprogramado por completo. Lo difícil era estar seguro de que no quedaba oculto nada en el subconsciente de la máquina. ¿No eran al fin y al cabo mucho más complejas que un ser humano? También se decía que seducían al subconsciente de los hombres para que ansiaran morir matando. ¿Historias de fantasmas de la era espacial? Karl sabía que manipulaban a los pilotos durante el combate. ¿Qué estarían haciendo con él ahora para salirse con la suya?

Cuando la nave de Karl entró de nuevo en el espacio normal, sus sensores detectaron de inmediato las dos que le precedían. No perdían el tiempo. Iban directas hacia Chandrasekhar. Aceleró al máximo e intentó comunicar con ellas. Esperaba que no se hubieran aislado por completo del exterior para evitar contramedidas.

Y entonces su USC-2025 le introdujo en las venas un peculiar cóctel de fármacos, y Karl ya no fue el mismo, aunque debido a la tensión del momento no pudo darse cuenta.

★★★

Lisa y Alejandro habían preferido orbitar alrededor del planeta para asegurarse de ser descubiertos. No deseaban bajar tanto como para convertirse en blanco de los antiaéreos; su duelo particular consistía en enfrentarse al adversario, no en matarse el uno al otro. Querían que los vieran, trataran de interceptarlos y poder demostrar su valor ante el enemigo. Confiaban en que Chandrasekhar no hubiera quemado todas sus naves en el último combate.

Pronto Karl estuvo junto a ellos. Fue reconocido por los otros cazas y consiguió hablarles. Alejandro parecía más tocado por la máquina que Lisa, pero ninguno pensaba volver atrás. Intentó convencerlos de que estaban cometiendo una locura, pero fue en vano. Les retenía su propio orgullo.

Se quedó junto a ellos vigilando atentamente la pantalla. El coronel enviaría a alguien a rescatarlos tan pronto como supiera lo ocurrido. Podía perder cazas o pilotos, pero no al heredero del trono. También vigilaba en dirección al planeta. Por rápidas que fueran en llegar las naves de rescate, quizá se verían en problemas si todavía tenían fuerzas que oponerles.

Mientras discutía con ellos, tratando de disuadirlos de que descendieran más, cinco vectores de ataque aparecieron en la pantalla. Chandrasekhar enviaba su comité de recepción.

En cuanto detectó al enemigo, la nave readaptó a Karl preparándolo para el combate con la mayor eficacia. Dejó de esperar la llegada de los rescatadores y una profunda autoconfianza brotó desde su interior. Sin darse cuenta agarró los controles manuales con fuerza. Empezaba a desear entrar en acción, probarse a sí mismo, demostrar su valor, su hombría… El ordenador silenciosamente evaluaba todos estos sentimientos y los aprobaba. Por fin lucharía de nuevo bajo las estrellas, por fin… Aunque fuera por última vez.

Las naves iniciaron una maniobra sugerida por ellas mismas y confirmada por los pilotos. Karl se percató que los ordenadores de los cazas se habían conectado entre sí; estaban programados para actuar conjuntamente y efectuaban las maniobras en perfecta sincronía. Podía sentir cada orden, cada pensamiento emanado de un piloto o de su nave. Toda la información llegaba nítida, veloz y perfectamente ordenada. La memoria del ordenador era la suya propia, por lo que resultaba imposible olvidar nada. El sistema también se hacía cargo de las limitaciones propias del cerebro humano; evitaba intencionadamente sobrecargarlo de información y suministraba ésta a velocidad biológica, para que las neuronas pudieran digerirla. El cerebro del piloto se había expandido millones de veces, inmerso en un espacio virtual de tal belleza que creaba hábito.

Los USC-2025 se acercaban inexorablemente a los cinco vectores enemigos, que se habían librado de la gravedad del planeta y avanzaban a gran velocidad. La batalla se hacía esperar, mientras las naves devoraban miles de kilómetros y las contramedidas electrónicas tanteaban al enemigo. Alejandro, Lisa y Karl eran muy conscientes de no estar protegidos por campos dinámicos. Un solo disparo certero bastaría para derribarlos. Conforme las distancias se acortaban ese pensamiento se hacía más ominoso. Pesaba sobre ellos como una lápida y ensombrecía su ánimo, pero la química no podía hacer nada más por ayudarles. Acababan de darse cuenta del berenjenal donde se habían metido cuando ya era demasiado tarde para abandonarlo.

—Diez interceptores republicanos a ciento veintiún mil kilómetros de altura —anunció Lisa—. Se nos acercan por detrás a gran velocidad. ¿No se suponía que habíamos acabado con todos ellos?

—Han despegado desde el otro hemisferio —dijo Alejandro—. Tienen bases en todas partes, o bien han recibido refuerzos. Hay que prepararse para más sorpresas.

—Ahí va la siguiente —la voz de Karl era un témpano de hielo—: una flota de destructores y un portacazas están apareciendo por el limbo, sobre el polo norte.

Estaban muertos.

Las naves empezaron a calcular los posibles rumbos de escape. Con su actual impulso descendente no había ninguno. Era imposible dar media vuelta, anular su vector y acelerar hacia el espacio libre antes de que les dieran alcance. El enemigo estaba efectuando una maniobra perfecta para atraparlos en medio de un fuego cruzado. Destructores contra cazas retirados del servicio.

Transcurrieron varios minutos antes de que las distancias permitieran efectuar los primeros disparos. Como siempre, fueron los defensores quienes iniciaron el fuego. Esta vez estaban tan seguros de su superioridad que disparaban a mansalva, sin preocuparse por la energía gastada.

Los sensores mostraron varios aparatos de grandes proporciones que se dirigían hacia ellos desde el cuarto planeta.

—Cruceros y destructores republicanos —anunció Karl—. ¡Han convertido el sistema en una maldita base de operaciones de la Armada Republicana después de nuestro último ataque!

—¿Sin que el Imperio se diera cuenta? ¿Qué clase de espías tenemos? —a pesar del miedo, Lisa no podía evitar ser irónica.

Los disparos pasaban cada vez más cerca de ellos. Los ordenadores de las naves aconsejaron responder al fuego y la batalla comenzó realmente.

Los destructores en órbita circumpolar soltaron una nube de misiles inteligentes contra los cuales eran insuficientes los señuelos que los tres USC-2025 podían lanzar. En menos de cinco minutos se cruzarían con la formación de cazas que tenían enfrente y con los misiles que se acercaban como un furioso enjambre por estribor.

Los ordenadores sugirieron una rápida maniobra descendente para entrar en las altas capas de la atmósfera de Chandrasekhar, donde serían inútiles los misiles espacio-espacio que avanzaban hacia ellos. Al reparar en la aceleración necesaria para efectuar aquella maniobra a tiempo todos pensaron que era imposible. Alejandro discutió con el sistema y éste les señaló que su sangre había sido substituida por otro fluido, su traje de combate era inercial y sus pulmones estaban llenos de líquido oxigenante apropiado. Sólo entonces se dieron cuenta de que llevaban bastante rato sin respirar. También su corazón latía a un ritmo distinto y las sensaciones externas de su cuerpo habían sido anuladas; todo cuanto sabían de sí mismos les llegaba a través de los ordenadores, que ahora les informaban de su capacidad para soportar grandes aceleraciones.

Dieron su consentimiento a la maniobra (no podían hacer otra cosa) y las naves viraron hacía la superficie del planeta, que parecía querer acogerlos en su infinita belleza.

★★★

A bordo del crucero republicano CM-21 la maniobra causó verdadera sorpresa.

—¡Identifiquen esas naves de una puñetera vez! —gritó el comandante Bryant.

Las contramedidas de las naves imperiales impedían la mayoría de las veces que pudieran reconocerlas con facilidad, mientras que ellos siempre eran identificados rápidamente. Gozar del apoyo de la Corporación era una suerte para cualquier bando, pues por mucho que un gobierno lo intentara resultaba imposible tomarle la delantera. Desde hacía varios milenios aquella rara fusión de compañías multiplanetarias y antiguos gobiernos terrestres imponía su liderazgo tecnológico y mediante él apoyaba a los estados que le interesaba promocionar.

En la República eran conscientes de sus limitaciones, pero trataban de sacar el máximo provecho del armamento propio. En concreto, el Alto Mando estaba orgulloso de sus últimos movimientos. Habían logrado transportar toda una Flota ante las barbas del Imperio sin ser detectada. En verdad, el enemigo los había subestimado. Tras el bombardeo de Chandrasekhar se olvidaron del planeta, suponiendo que ya no levantaría cabeza y que la República probaría suerte en otro sitio. No esperaban que regresaran al poco tiempo con la idea de convertirlo en una cabeza de puente en plena Línea.

Se habían visto sorprendidos en lo más delicado de aquella operación por la aparición de tres pequeñas naves. Tras la alarma inicial, los ánimos se tranquilizaron al comprobar que se trataba de un modelo obsoleto, aunque desconocido. Los sensores indicaron claramente la presencia de formas de vida en su interior. Alfred Bryant, comandante del CM-21, sonrió complacido. La escasa entidad de la incursión enemiga ratificaba que en Escorpio pensaban que ya no quedaban republicanos en Chandrasekhar. Tal vez se tratara de naves convencionales en misión de rutina, lo que les daba al fin una oportunidad de abatir un piloto humano dentro de su aparato.

Los cazabombarderos de la última generación se habían convertido en la pesadilla de la República. Los escudos dinámicos les permitían resistir un gran número de impactos directos. La enorme potencia de fuego posibilitaba bombardear los planetas a gran altura, con la misma facilidad que un crucero. El control a distancia permitía aceleraciones y giros impensables en naves tripuladas por humanos y provocaba en sus hombres la desagradable sensación de luchar contra un enemigo inmortal, que tras ser derribado se limitaba a conectarse a otra máquina y seguir jugando con ellos. Costaba una gran cantidad de bajas abatir un cazabombardero imperial y nunca tenían la certeza de haber vencido cuando lo conseguían. Por esto le parecía tan importante destruir aquellas naves, por muy antiguas que fueran, y elevar la moral de sus pilotos.

Los datos llegaban lentamente al monitor de Bryant. Los imperiales seguían maniobrando con brusquedad, ejecutando un descenso evasivo. Sus disparos habían logrado destruir uno de los cinco cazas más próximos. Los otros cuatro seguían acercándose y se cruzarían con ellos en dos minutos. Entonces no les valdría de nada disponer de dispositivos de disparo mucho más precisos y se impondría la superioridad numérica de la flotilla republicana.

★★★

Los USC-2025 danzaban al son de los disparos enemigos para evitar ser alcanzados. Conforme penetraban en las altas capas de la atmósfera desaparecía el peligro de los misiles espacio-espacio, pero no el de los disparos de los destructores y del portacazas, que los mantenían bajo un constante fuego artillero, agravado ahora por las ondas expansivas que se formaban en el aire. Karl consiguió tocar otro aparato republicano y al maniobrar de nuevo vio una parte de las toberas de Lisa explotar.

—Me han dado —dijo Lisa.

—No he visto ningún haz de plasma —respondió Karl—. No tengo ni idea de qué o quién te puede haber acertado.

—¿Antimateria? —sugirió Alejandro.

—Negativo. Voy a ponerme a su lado —Karl inició la maniobra.

—Desaconsejado —replicó su nave escuetamente.

—¿Qué? —un destello de información se introdujo en su cerebro, recordándole que no disponía de armas aire-espacio—. Tienes que ir tú, Alejandro, eres el único que puede protegerla durante el descenso.

Alejandro se daba perfecta cuenta de la situación, pero sentía un temor irracional a descender hasta la superficie, exponiéndose a la artillería antiaérea.

—¡Date prisa, Alejandro! ¡Lisa cae muy rápida!

Los gráficos mostraban las posibilidades de sobrevivir: con su rumbo actual, 26% para él y 0% para Lisa. Si optaba por apoyar a su compañera, las de ésta subían a un 10%, pero las propias bajaban a un 14%. Ella era demasiado orgullosa para pedirle que la ayudara, y él estuvo tentado a no arriesgarse más de lo debido. Aquello no era un juego. Las drogas que el caza le suministraba no evitaron que pensara en los muchos años que le quedaban por vivir, y que ahora se malgastarían para siempre. Tal vez si se rindiera, su padre pagaría el rescate, y…

«Cobarde, cobarde, cobarde…» Le pareció ver el rostro de Lisa mofándose de él en la pantalla de asignación de blancos.

—¡A la mierda! —exclamó de repente, hundiéndose en la atmósfera a toda velocidad.

★★★

Bryant sonreía. La última maniobra había escindido la formación enemiga y las naves que descendían no parecían tener muchas posibilidades de sobrevivir. Comunicó con las baterías de tierra para impartirles instrucciones. El fuego de sus cruceros acabaría empujando la tercera nave hacia el planeta, si antes no daban cuenta de ella.

★★★

Alejandro sentía el casco del caza calentándose a miles de grados de temperatura por la fricción atmosférica, y las radiaciones duras de las explosiones ensordeciendo sus sensores. Disparó todos sus misiles aire-espacio para obstaculizar a sus perseguidores. Los interceptores republicanos tuvieron que concentrar sobre ellos todo su fuego, pese a lo cual uno resultó alcanzado.

Aprovecharon ese momentáneo respiro para frenar y tomar un rumbo de descenso más suave. Lisa lograba mantener el control de su nave dañada, pero se veía incapaz de elevarse de nuevo. Parecía condenada a tomar tierra en Chandrasekhar.

Alejandro recibió un impacto en el ala de babor y un negro espanto se abatió sobre él al comprobar que no podría volver a elevarse. La nave no pudo decirle con qué arma le habían alcanzado. Dedujo que estaban perdiendo la batalla de contramedidas electrónicas y sus sensores quedaban anulados uno tras otro. Estuvo a punto de echarse a llorar al enfrentarse a la auténtica guerra y comprobar que, para quienes la sufrían, no era un videojuego donde las luces se encendían y apagaban. Allí iban a por él.

Por su parte, Karl también iniciaba el descenso. Había agotado los misiles y señuelos de que disponía y los cruceros republicanos estaban demasiado cerca para mantenerse allá arriba. Mientras caía en picado hacia Chandrasekhar, la pantalla mostró cuatro nuevos vectores que se dirigían hacia ellos.

«Refuerzos. A buenas horas…»

Recién salidos del hiperespacio, tres destructores y un crucero regular del Imperio se aproximaban a toda velocidad, abriendo fuego sobre la flota republicana, que se vio obligada a dispersarse y responder. Karl intentó aprovechar la situación para cambiar de táctica, pero las baterías antiaéreas eligieron aquel momento para ensañarse con él.

Lisa y Alejandro pudieron dirigir sus naves al suelo en medio del torrente de disparos. Karl trató de acercarse lo más posible a ellos para defenderse mutuamente. Todos sintieron cómo las naves deceleraban al tiempo que sus pulmones se vaciaban de fluidos inerciales. En la pantalla apareció una cuenta atrás que anunciaba el impacto contra la superficie.

La sangre corrió de nuevo por sus venas, el aire llegó fresco a los pulmones y los ordenadores empezaron a borrar sus memorias biocuánticas y activaron la secuencia de autodestrucción, en una cuenta atrás irreversible. Ninguno de sus secretos podía quedar a merced del enemigo. Los reactores de fusión se calentaron, dispuestos a explotar en cuanto los pilotos abandonaran las naves.

Tras pasar por su infierno particular, al final todos habían superado de un modo u otro el miedo a la muerte inminente. Se sentían atrapados por las circunstancias, lejos de recibir ayuda. Un sereno fatalismo colmaba sus espíritus. Quizá las drogas tuvieran algo que ver con ello, o tal vez no.

Los ordenadores de los cazas eligieron un lugar de aterrizaje, mientras el cielo de Chandrasekhar se iluminaba con las cegadoras explosiones de los misiles de antimateria. Las naves del Imperio estaban en combate con la Armada de la República y no había un vencedor claro, salvo la misma guerra.

Karl trataba inútilmente de alcanzar a sus compañeros. Las radiaciones de la antimateria, unidas a la guerra de contramedidas, habían acabado por cortar la comunicación entre ellos. Varios rayos de neutrones tocaron su aparato y numerosos dispositivos electrónicos saltaron hechos cisco. Mientras caía pudo ver el hemisferio nocturno de Chandrasekhar iluminado por una telaraña de rayos de plasma, láseres con una potencia de terawatios cruzando las altas capas de la atmósfera y las brillantes luces de los misiles con cabezas de fusión o de antimateria. Cientos de miles de pequeñas estrellas fugaces de distintos colores se buscaban entre sí; eran los pequeños y rápidos misiles interceptores que trataban de destruir los cohetes enemigos a la vez que escoltaban a los propios. De vez en cuando una luz cegadora, que recordaba a la de una nova, eclipsaba las demás. Una nave desaparecía entonces de la pantalla, desintegrada por la furia desatada de la antimateria. Aquella noche bastaría mirar al cielo un instante para quedar completamente ciego.

Los USC-2025 se dirigían a la costa del continente más cercano con los cascos convertidos en antorchas por la fricción del aire. Dos baterías antiaéreas dispararon sobre ellos fallando por muy poco. Los cazas se desviaron hacia el oeste. Los morros apuntaban ahora al delta de un río muy caudaloso, pero otro disparo les obligó a encaminarse al interior. Se elevaron para cruzar una cordillera montañosa y remontaron el curso fluvial. Una gran meseta sin ciudades apareció ante ellos. Los sensores la escrutaron diligentemente y ningún disparo les cerró el paso.

Bajaron frenando violentamente con los retroimpulsores. Las alas al rojo blanco del caza de Lisa cortaron como cuchillas los troncos de los árboles de un pequeño bosque, incendiándolo por completo. Finalmente se detuvo y quedó semienterrado en un espeso y blando humus, con las toberas aún brillando, derritiendo con su plasma la tierra y las rocas, que formaban un lago de sílice hirviente.

El caza de Alejandro se paró un poco más lejos. Pasó a escasos centímetros de un meandro del río, evaporando una gran cantidad de agua con los retroimpulsores. Viró a la izquierda para evitar unas grandes rocas y tocó tierra casi con suavidad. Más adelante el suelo se elevaba en una ondulación natural del terreno. El caza cargó todo su impulso sobre él y se hundió en la arena, abriendo con el fuselaje un gran surco humeante y dejando las alas enterradas antes de detenerse por completo.

Alejandro quedó inmóvil, como atontado dentro de su nave en la que por fin reinaba la calma.

—Faltan cien segundos para la autodestrucción —comenzó a salmodiar el ordenador—. Noventa y nueve…

—¡Mierda!

Tiró de la palanca de apertura y la parte superior de la cabina salió disparada. Cuando iba a bajar por el costado de la nave se percató de que estaba incandescente.

—¡Ponte el reactor individual, so ceporro! —le gritó una figura que llegaba volando. Era Lisa.

Buscó a su alrededor y halló un aparato ligero de vuelo individual. Se lo acomodó a toda prisa y salió zumbando de la cabina.

—… Setenta y dos, setenta y uno…

Siguió a Lisa lo más cerca posible para no separarse en la oscuridad. Mientras volaban a la mayor velocidad de la que eran capaces seguían oyendo por los auriculares la cuenta atrás de sus naves. Cuando faltaba poco bajaron a tierra y se refugiaron tras unas gruesas rocas. La nave de Lisa fue la primera en explotar, seguida pocos segundos más tarde por la de Alejandro. El suelo tembló; toneladas de arena y rocas pasaron por encima de sus cabezas, y la onda de presión del aire arrancó de cuajo todos los árboles en varios kilómetros a la redonda.

Cuando el ambiente se hubo tranquilizado se levantaron, sacudiéndose la arena que tenían encima, y pudieron ver los hongos atómicos que se alzaban ominosos sobre las colinas. En el espacio se sucedían las explosiones de antimateria que iluminaban el paisaje con un blanco fantasmal que hería la vista. Mientras miraban al cielo, protegidos por las viseras de sus escafandras, divisaron varios interceptores dirigiéndose hacia el lugar de aterrizaje y bombardeando con haces de plasma los alrededores de las difuntas naves durante varios minutos.

—Quieren eliminar supervivientes —dijo Lisa—; larguémonos antes de que se acerquen.

—Si salimos ahora nos descubrirán.

—Imposible; hay demasiada radiación y la guerra de contramedidas sigue en el espacio. Vamos, estamos demasiado cerca aún y pueden husmear por aquí —Lisa hizo una pausa—. Ojalá Karl haya podido escapar —no quiso decir en voz alta que lo consideraba muy poco probable.

Volaron de nuevo sobre la tierra calcinada. Cada relámpago que llegaba desde el cielo mostraba un paisaje gris, arrasado por la explosión de sus cazas. Se veían obligados a ir a ras de suelo. Tuvieron que descender y esconderse cuando un interceptor pasó cerca de ellos. Al cabo de un cierto tiempo, los republicanos dieron por terminada la operación y se fueron.

★★★

El comandante Bryant había ordenado a los interceptores acabar con posibles supervivientes, pero en aquellos momentos, con toda la presión de la Armada Imperial a sus espaldas, no podía entretenerse en una búsqueda minuciosa. Su propia nave abandonaba la órbita polar, dirigiéndose a una batalla que adquiría tintes dantescos.

Al principio le había parecido que los imperiales acudían en ayuda de los tres cazas, pero la fiereza del ataque y el despliegue de medios lo desorientaban. Llegaban naves sin cesar, hasta el punto de que el cuartel general de Chandrasekhar consideraba la posibilidad de un intento de invasión del planeta. Todos los efectivos que la República tenía escondidos en aquel sistema solar estaban en lucha, o dirigiéndose hacia ella. Las contramedidas impedían desde hacía rato la comunicación entre distintos grupos de naves, y cada escuadra debía tomar sus propias decisiones. Bryant no entendía nada.

—Los ordenadores confirman que todo el contingente enemigo procede de Escorpio —informó un alférez.

—No tiene lógica; tendrían que mandar naves de asalto, acorazados… Un despliegue rápido, organizado y simultáneo desde bases distintas y con medios masivos.

—Algo les ha salido mal —repuso el alférez—. No han podido llegar todos, o quizá no esperaban hallar resistencia.

—No confían en eso; les hemos sorprendido otras veces y saben que no les cederemos un planeta habitable por las buenas —examinó el esquema de la batalla de nuevo, desde el principio—. Aquellos dos cazas primero, luego el tercero y una vez los estábamos acosando, llega la primera fuerza de naves pesadas. Hay un cruce de mensajes entre ellas y con su base por los comunicadores cuánticos, y empiezan a acudir refuerzos sin orden ni concierto. De hecho, les estamos dando caña a base de bien. Sus bajas son mayores que las nuestras, a pesar de que cuentan con tecnología más moderna. Como sigan así, los vamos a derrotar con todas las de la ley por primera vez en la Historia. ¿Qué clase de plan de batalla es éste?

Se levantó y paseó por la sala de control. Le enfurecía no saber a qué atenerse. No podía tratarse de una invasión, pero tampoco parecía una simple operación de rescate. Aunque el Imperio no dudaba en disponer de grandes medios para rescatar a un solo hombre, perder varias fragatas y poner en peligro toda una flota era completamente desproporcionado. Juraría que aquello no estaba planificado. Les enviaban cuanto tenían tan deprisa como les era posible, sin esperar a reunir un buen grupo de naves ni preparar una estrategia adecuada. ¿Adecuada a qué? Ése era el misterio. Tan solo podía deducir que alguien estaba muy nervioso en base Escorpio. Tanto como para arriesgarse a una derrota de proporciones épicas.

Se acercó a un terminal y dio instrucciones al ordenador. Un nuevo modelo matemático analizó los vectores de las naves imperiales. No aparecía pauta alguna. Luego analizó los vectores de sus propias naves. Le constaba que eran suficientes para impedir a los imperiales llegar a Chandrasekhar con sus fuerzas actuales. Por otra parte no daban la impresión de decidirse a intentarlo. Más bien parecían dedicarse a entablar batalla con grupos de naves republicanas, sin criterio aparente en la elección del objetivo. Poco a poco empezó a percibir un cierto orden, no en los movimientos de los imperiales, sino en los de su propia Armada. Las naves que protegían bases en otros cuerpos del sistema no eran molestadas. Tampoco eran hostigadas de inmediato las que se oponían a los imperiales. En cambio, las que en un momento u otro habían intentado dirigirse hacia Chandrasekhar para su defensa eran atacadas furiosamente. Las naves imperiales próximas se lanzaban de inmediato contra ellas, aunque tuvieran otros enemigos más cerca o se hallaran en inferioridad numérica.

Volvió a dar instrucciones al ordenador, y analizó los movimientos de ambos bloques de naves, estudiando con detenimiento las matrices resultantes. Empezaba a sacar algo en claro. El enemigo tenía dos objetivos prioritarios: detener cualquier nave que se dirigiera al planeta y aislar éste del resto de fuerzas republicanas, pero la falta de medios y de coordinación hacía impensable que pudieran invadir o tan siquiera acercarse alegremente a Chandrasekhar, cuyas defensas les esperaban pacientemente para poder abrir fuego. ¿Estarían tratando de montar un bloqueo? Más bien parecía una chapuza impresentable. ¿Entonces…?

En aquel preciso momento su propia escuadra abandonaba el planeta, cuando era eso lo que quería el enemigo. Dio orden de regresar.

—Dos cruceros tipo USC-1515 han puesto rumbo hacia nosotros —le informó el alférez.

Aquella reacción confirmaba su teoría; mientras se alejaban del planeta no les habían hecho caso, pero al retornar a él mandaban naves a detenerlos. Por lo visto, aquellos tres viejos cazas no eran tan insignificantes como supusieron al principio. Tal vez los hubieran equipado con tecnología secreta, para probarla en un mundo que creían inofensivo. Eso explicaría las autodestrucciones. Sí, apostaría a que estaba en lo cierto; cualquier otra hipótesis carecía de sentido. Lamentó haber dado la orden de liquidar a los supervivientes, aunque probablemente éstos se suicidarían antes de ser interrogados.

Lo que ahora le importaba era sacar partido de aquel caótico despliegue imperial. Se frotó las manos vigorosamente y empezó a impartir órdenes.

★★★

Lisa y Alejandro habían dejado atrás la zona afectada por las explosiones. Faltaba poco para el alba y una claridad difusa comenzaba a invadir el cielo, mostrando la silueta de un paisaje distante, bañado en nieblas, que se aclaraba a medida que el sol pretendía asomarse por el horizonte.

Tuvieron que elegir un lugar para esconderse, pues sus reactores individuales estaban prácticamente agotados y la batalla espacial parecía ahora más lejana y menos intensa. Las contramedidas electrónicas terminarían por ser demasiado débiles, y cualquier avión con un buen radar les descubriría si seguían en el aire.

Eligieron una región accidentada, boscosa y ondulada con suaves colinas. También se veían algunos campos labrados en lugares aislados. Bajaron en un bosque de árboles parecidos a olmos, probablemente adaptados al planeta por los terraformadores. Unas rocas entre los primeros troncos les sirvieron de refugio. Dejaron todo cuanto portaban en el suelo y se fijaron en que llevaban varias bolsas prendidas al traje. En cada una figuraba la inscripción equipo de supervivencia, seguida de un número.

—Se enganchan al traje cuando vas a saltar —dijo Lisa—; así se aseguran de que ni siquiera alguien como tú olvidará nada.

—Muy graciosa. Mira esto —Alejandro le mostró varios planos enfundados en plástico que estaban pegados a una de las bolsas—. Son de esta región. Los ha impreso la nave mientras caíamos.

—Y le ha dado tiempo a envolverlos y ponerles un lacito. Será mejor que lo revises todo mientras yo procuro situarme.

Subió a lo alto de las rocas y se agachó tras un saliente. Consultó el GPS, pero gracias al jaleo que habían contribuido a montar en torno al planeta resultaba inoperante. Con la brújula y los mapas trató de orientarse. Alejandro le arrojó unos prismáticos intensificadores que había encontrado entre el equipo. A la luz del amanecer pudo reconocer fácilmente los alrededores. Se trataba de una de las regiones menos pobladas del planeta; una ancha llanura de relieves suaves, cruzada por ocasionales hileras de colinas entre las que discurría un gran río, el Shant, alrededor del cual se articulaba la escasa civilización de la zona. Según los mapas, el río atravesaba la cordillera Labriana por una profunda garganta, y tras precipitarse en las cataratas de Tarsis llegaba a las Marcas y cruzaba varias ciudades, entre ellas Omsk, la capital. En sus alrededores existía una industria incipiente y el mapa tenía el mal gusto de indicar con una calavera dentro de un círculo rojo los lugares bombardeados durante su anterior visita al planeta. Sería mejor que nadie de por allí supiera quiénes eran, o lo iban a pasar muy mal.

Cuando bajó vio que el equipo de supervivencia estaba dividido en dos grupos, uno grande y otro pequeño.

—Adivino cuál quieres que lleve yo.

—El grande es para enterrarlo —respondió Alejandro—. La mayor parte del equipo es opcional. Según el tipo de planeta en donde hayas caído y lo que pienses hacer has de escoger una cosa u otra. Revísalo a ver si estás de acuerdo.

Entre lo desechable figuraba un surtido de material para sobrevivir en mundos exóticos con atmósferas venenosas, cosas enormes y hambrientas por todas partes, mucha humedad, nada de agua, altísimo calor y extremo frío. Una vez eliminado todo cuanto no parecía de utilidad en Chandrasekhar quedaba una sobria cosecha: un botiquín bastante completo con bioanalizador, linternas, pastillas de combustible para encender fuego, un tubo depurador de agua, cuerda finísima, unas pocas raciones de comida concentrada, bombas de mano y un complejo equipo de transmisiones. Salvo esto último, el resto cabía tranquilamente en sus bolsillos. Luego comprobaron lo que llevaban prendido del cinturón: un cuchillo, una pistola, la brújula y una pequeña bolsa con útiles tan inevitables como aguja e hilo, lápiz, papel y dinero.

—Son monedas de oro y plata de curso legal a este lado de la Línea —dijo Lisa.

—Con la efigie del presidente de la República, para no levantar sospechas.

Miró de cerca una moneda y entre las letras distinguió un punto blanco, resplandeciente, que parecía de cristal. Era el microcircuito óptico que contenía la información codificada sobre el valor de la moneda y datos de emisión de la misma, grabados en forma inalterable.

—Los muy ratas hubieran podido poner más —Alejandro dudaba que con aquella cantidad pudieran sobornar al capitán de una nave para que les llevara fuera del planeta, si es que encontraban algún transporte civil.

Mientras terminaban de revolver entre las cosas, Alejandro conectó el transmisor para verificar su funcionamiento.

—… oís responded, por favor. Soy Karl; si me oís responded, por favor…

Ambos se abalanzaron sobre el transmisor. Habían dado por muerto a su amigo, y el que estuviera vivo hizo que sus corazones latieran más deprisa. Lisa comprobó que recibían un mensaje cifrado y muy débil, que su aparato decodificaba conforme iba llegando. Conectaron el localizador y subieron a las rocas para buscar el origen de la llamada.

—¡Lo tengo! —exclamó Alejandro—. Está en la colina más alta que hay en dirección sur, no muy lejos de aquí.

—¿Cuánto es no muy lejos?

—Uh… Unos cincuenta o cien kilómetros.

—Probaré con el láser.

Lisa montó un diminuto trípode y puso sobre él un comunicador láser, de tamaño muy reducido. Lo conectó al localizador siguiendo escrupulosamente las instrucciones de montaje, y el aparato se orientó por sí solo apuntando hacia donde se hallaba Karl.

—Ojalá haya puesto en marcha su láser.

—Seguro —dijo Lisa—, sabe que es muy peligroso hablar por radio en esta situación —en cuanto empezó a responder por el comunicador óptico, cesó la emisión de radio.

—¡Eh! ¡Qué alegría oíros! Ya estaba perdiendo la esperanza —la voz de Karl sonaba fuerte y clara.

—La alegría es mutua —Lisa esbozó una sonrisa—. Deberíamos haber enchufado antes la radio. ¿Cómo es que no detectamos la explosión de tu caza al autodestruirse? ¿Te abatieron en el aire y bajaste con…?

—Id al grano —cortó Alejandro—. Tenemos los mapas delante. ¿Te ha facilitado el comunicador nuestra posición?

—Sí.

—¿Dónde quieres que nos encontremos?

—¿Qué tal 53.12 con 62.75?

Alejandro buscó las coordenadas en el mapa y marcó con una cruz el punto indicado.

—Allí estaremos; supongo que mañana por la mañana o al mediodía, según como esté el terreno. Tú tienes el río en medio; busca un lugar seguro para cruzarlo.

El comunicador permaneció en silencio.

—¿Me oyes, Karl? Responde —dijo Lisa.

—No hace falta que insistas —murmuró Alejandro con voz apagada.

Lisa siguió la dirección de su mirada hasta la distante colina, donde se alzaba la llamarada característica de los bombardeos de plasma. Se sentó en el suelo, abatida.

—No lo entiendo. ¿Por qué ahora, precisamente cuando ya no podían oírle?

Ambos guardaron silencio durante largo rato, recordando a Karl. Alejandro era el más taciturno. Su estúpida ocurrencia de montarse en el caza y desafiar a Lisa le había costado la vida a uno de sus amigos, tal vez el único que se preocupaba sinceramente por él. Por primera vez experimentaba en carne propia el remordimiento, y se enfrentaba a la inexorabilidad de la muerte. Causada por él. Hasta entonces, había creído que esas cosas sólo le pasaban a otros, más tontos o más pobres.

★★★

—No había otra opción —decía Bryant—. Mientras hablaba por radio lo teníamos localizado, pero al cesar la comunicación por ese medio quizá decidiera moverse o comunicarse ópticamente. De todos modos no podíamos dejarle escapar, por si establecía contacto con elementos nativos partidarios del Imperio. Imagínese la reacción de los religiosos.

—En todo caso ya no lo cogeremos prisionero —respondió el teniente Gilbert—. Me pregunto por qué reveló su posición, a sabiendas de que lo pillaríamos.

—Exceso de confianza o inexperiencia, supongo. La señal era demasiado débil para que la oyeran los suyos desde el espacio; además, estamos bloqueando cualquier intento de comunicación entre el planeta y el exterior. Seguramente llamaba a posibles supervivientes de los otros cazas derribados. Esa maldita gente lleva tanto equipo encima para cualquier misión que no podemos estar seguros de lo que usarán en un momento dado.

—Control ha informado hace unos minutos que los cazas han sido identificados, gracias al espectro de emisión de sus impulsores. Como intuíamos, son viejos. Se trata de un modelo fuera de servicio en la Armada Imperial, pero en activo en otros ejércitos: USC-2025 Andrómeda.

Al capitán Bryant se le escapó un silbido de admiración.

—¡Aquéllos sí que eran buenos aparatos! Les hubiera bastado modernizarlos y dotarlos de escudos dinámicos para que cualquiera de nuestros pilotos pensara en solicitar el pase a la reserva. Creo que en los principales mundos de la Corporación lo han hecho, pero claro, ellos tienen pilotos de verdad, no esos niñatos de la nobleza.

Su expresión dejaba ver muy claramente su opinión sobre unos y otros. Los pilotos de la Corporación, herederos de la antigua tradición guerrera japonesa, eran temidos por los militares profesionales en todo el espacio humano, opinión muy distinta a la que se tenía de los imperiales, que habían convertido la guerra en un pasatiempo gracias a su aplastante superioridad numérica.

El teniente repasaba los datos que le suministraba el ordenador.

—Suponiendo que esas naves fueran de las últimas que prestaron servicio en Escorpio, seguramente llevaban un comunicador láser en su equipo, pero no veo la manera de comprobar si hay otros supervivientes, a no ser que vuelvan a emplear la radio.

—Las otras dos naves cayeron una al lado de otra. Nuestros chicos calcinaron la zona a conciencia. Es poco probable que sobrevivieran, aunque… Si sus pilotos escaparon a tiempo, deben de haberlo hecho juntos.

Bryant meditó en silencio unos instantes con el ceño fruncido. Sus pobladas cejas se unían en una gruesa línea de pelo negro. Era bastante mayor para ser todavía comandante en activo y sabía que pronto sería destinado a la reserva de no conseguir antes un ascenso. Preocuparse por unos tristes náufragos, por muy importante que fuera la información que se les pudiera extraer mediante el adecuado interrogatorio, no parecía la manera de hacer méritos mientras tenía problemas mucho más graves ante él. Volvió a concentrarse en la pantalla holográfica y la actual posición de las naves.

Estaba al mando de la única fuerza que orbitaba Chandrasekhar en aquellos momentos. La reorganización de la batalla tras la llegada de algunos refuerzos republicanos le había permitido verse libre de sus perseguidores. La mayoría de las fuerzas del Imperio quedó a la espera, o eso parecía al menos. Ningún bando se atrevía a tomar la iniciativa por temor a un excesivo número de bajas, pero estaba claro que los imperiales no tenían intención de abandonar las posiciones cercanas al planeta. Habían sido vapuleados de lo lindo, pero en cualquier momento podían desencadenar un ataque fulminante, especialmente si llegaban refuerzos por el hiperespacio, algo imposible de predecir.

Sin embargo, ese asunto de los pilotos derribados le distraía inútilmente. Por un momento rondó por su cabeza la idea de que fueran personajes importantes, nobles o así, pero tales petimetres sólo participaban en las batallas a distancia. Seguramente serían unos pobres mandados, que habían acabado en el lugar equivocado y en el peor momento. De todos modos tenía auténtica curiosidad por saber la identidad de aquellos tipos y la naturaleza de su misión, pero no se atrevía a mandar naves al planeta por si eso provocaba el ataque de los imperiales. Decidió hablar con los oficiales de Infantería de la región para sugerirles una batida a fondo del terreno con tropas locales. Empezó a enojarse de veras cuando descubrió que no había ni un solo acuartelamiento en más de mil kilómetros a la redonda del lugar donde habían aterrizado los cazas. Luego le pusieron en contacto con el cuartel de Infantería de Omsk; le informaron que las bajas habían sido cuantiosas durante el ataque anterior y la mayoría de los hombres estaba ayudando a desescombrar la ciudad y transportar las víctimas a los centros de acogida y atención sanitaria. Decididamente no era su día de suerte. En fin, peor lo estaban pasando aquellos pobres allá abajo. Su alianza con la República les salía bien cara.

En el último intento por convencer a su interlocutor de que enviara una compañía en busca de posibles supervivientes, se le ocurrió decir que tenía motivos para pensar que los pilotos de las naves derribadas eran los mismos que habían bombardeado la ciudad en el anterior ataque. El efecto fue fulminante. El general de brigada Stephen Barlow lo creyó a pies juntillas. «Quién sabe», pensó Bryant. «A lo mejor incluso es cierto».

★★★

El general Barlow, el oficial de mayor rango que quedaba en el cuartel del Ejército de Chandrasekhar en Omsk, había perdido a toda su familia en el bombardeo sufrido días antes por la ciudad. Sus hombres todavía continuaban rescatando cadáveres y supervivientes atrapados bajo los edificios derrumbados, pero conforme pasaba el tiempo cada vez era menor la esperanza de hallar a alguien vivo. También el cuartel había padecido las consecuencias del bombardeo y muchos compañeros de toda la vida habían sido enterrados deprisa y corriendo, en muchos casos sin poder identificarlos. Allí habían muerto muchos jóvenes recién incorporados a filas, deseosos de defender su país ante el Imperio y que no habían llegado a recibir su primer uniforme. Era demasiada sangre derramada por alguien que sólo apretaba botones, sin conceder la menor oportunidad. Y ahora, dos habían sido abatidos. Si pudiera coger a esos bastardos les haría sufrir tanto como ellos a los demás. Les humillaría delante de los que los tenían por dioses y de aquellos jovenzuelos impertinentes que ahora pretendían que Chandrasekhar debería unirse al Imperio, al que consideraban un modelo a imitar. Podía comprender que bombardearan instalaciones de interés estratégico, pero una ciudad indefensa… ¿Qué maldito estratega maníaco habría aprobado una idea tan monstruosa? Su mujer, sus hijos… A pesar de su apariencia tranquila, el dolor, la pena, la rabia y el odio torturaban el alma del general.

«Imperio, Corporación… ¡Qué el diablo se los lleve a todos juntos!»

Tras la dispersión de la Humanidad por el cosmos y la pérdida en muchos mundos del contacto con la Tierra, la Corporación se recubrió de un aura de leyenda: era el origen del género humano, la fuente de su saber y la esperanza de recuperar un día la unidad perdida. Sin embargo, la Corporación real era una tecnocracia burocratizada, agobiada por miles de problemas propios, y que en el exterior se limitaba a apoyar a potencias en expansión, como el Imperio de Algol, su principal cliente en tecnología. El Imperio nunca anexionaba pacíficamente, sólo invadía. La Corporación vendía las naves que lo hacían posible. Detestaba al Imperio, a la Corporación y a quienes pretendían imitarles. Si Chandrasekhar tenía que unirse con alguien tenía que ser con la República Estelar de los Términos, como deseaba su Gobierno. Y ahora más que nunca.

Sin embargo, sus ideas no eran compartidas por mucha gente, y a pesar de que la colaboración con la República se estrechaba día a día todavía era impensable que el Parlamento aprobara la unión. Seguro que alguno apoyaría incluso el bombardeo sufrido, o le echaría las culpas a las víctimas por desatar la ira del Imperio. Como a alguien se le ocurriera mentar algo semejante delante de él, le arrancaría la piel a tiras con sus propias manos.

Decidió ocuparse inmediatamente del asunto de los pilotos de los cazas derribados y llamó al brigada encargado de personal. Éste consultó al ordenador, un modelo un poco anticuado que milagrosamente había resistido el bombardeo sin perder un solo bit. Se trataba de un aparato de la séptima generación bio-lógica y se lo había pasado en grande durante el ataque por considerarlo de gran belleza plástica, pero se abstuvo de comentar esa impresión con los humanos. No estaba el horno para bollos.

Los datos aparecieron en pantalla.

—Solamente se halla disponible la guardia y personal de servicio, señor.

—¿Algún agregado de la Armada?

—El alférez Goodman.

—Olvídelo. Sólo conoce dos sensaciones en la vida: la embriaguez y la resaca. Nos lo endosaron para librarse de él.

—También hay una oficial de visita —dijo el brigada—. Al parecer también sobraba; su transporte se deshizo de ella para colaborar con los movimientos de la Flota y nos la han transferido como asesora. Es una oficial de academia: teniente Linda Evans. No tiene tarea asignada, que yo sepa.

—Una de esas sabelotodos que pretenden enseñarnos a atarnos las botas —nunca se había molestado en esconder su antipatía hacia los asesores que enviaba la República—. Llegan en cuanto salen de la Academia con el uniforme recién planchado. Y pretenden enseñar a los veteranos de diez campañas cómo ganar las batallas sin moverse de su sillón… Naturalmente son demasiado importantes para acudir personalmente al frente. Prefieren dirigirlo todo desde la consola de un ordenador. Sólo tienen en cuenta las cifras y los gráficos, no valoran a los seres humanos. Cada día se parecen más a los militares del Imperio, y eso no es buena señal.

El brigada estaba acostumbrado a los sermones del general. Además, podía figurarse por lo que estaba pasando. Él también había perdido amigos en la masacre de Omsk. Fue asintiendo con la cabeza y dándole la razón. Tal como esperaba, al final el viejo fue a ver a la teniente. Si le endilgaba el trabajo de los pilotos derribados se desharía de ella, y no tendría que perder a uno de sus oficiales.

★★★

La teniente Linda Evans era una mujer de carácter. Había decidido cuando era muy joven que viajaría por el espacio a cualquier precio. Como su familia era pobre no pudo pagarle los estudios para convertirse en piloto civil, así que se enroló en la Armada Espacial de la República. Fueron años duros, en los que compitió continuamente con millares de hombres y mujeres. Finalmente logró salir adelante y quedó una de las primeras en su promoción. Desde entonces había ido de un destino a otro sin sacar nada de provecho. Aún esperaba una oportunidad para demostrar su valía.

Aunque no se consideraba especialmente hermosa, se sentía orgullosa de su cabellera rubia, propia de la gente de las Runas. Su nariz era pequeña y un poco respingona. Por lo demás, gozaba de una complexión muy fuerte y atlética. Para algunos hombres eso no resultaba agradable, pero a otros parecía encantarles. Por si acaso a alguno le gustaba más de la cuenta, era experta en artes marciales.

Nada más oír la alarma de combate se había puesto su traje y presentado para recibir órdenes. Sin embargo, toda la batalla se estaba librando en el espacio y no había lugar para ella en ese cuartel. Le daba la impresión de que los aliados nativos la consideraban un estorbo, o tal vez era por el hecho de ser mujer. Le parecía que en ese planetucho no tenían muy asumida la igualdad de sexos en las Fuerzas Armadas. Al final regresó a su dormitorio, harta de esperar. Arrojó las botas y el casco en tres direcciones distintas y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Perezosamente aflojó algunos tubos del complicado traje de diseño orgánico y soltó también el ceñidor del que colgaba su arma, así como una increíble cantidad de cosas que nunca sabría para qué servían. Era evidente que en Chandrasekhar no tenían aún dominado el tema del diseño de artículos espaciales. Todo cuanto producían era incómodo y sobrecargado.

Lo peor había sido enterarse de la cantidad de daños que estaban recibiendo sus compañeros allá arriba. Habían sucumbido varias naves y si la Armada Imperial no se largaba, todas las de la República se quedarían de guardia permanente. Eso implicaba que le aguardaban unas largas vacaciones entre los mentecatos de Chandrasekhar.

La puerta se abrió de repente, y un soldado gritó a pleno pulmón:

—¡El general!

Linda se levantó de un brinco, más como acto reflejo que por deseo consciente. El ceñidor con el arma, los tubos y arneses cayeron al suelo junto con su orgullo.

El general se mostró sorprendido apenas durante un segundo, pero detrás de él el soldado apenas podía contener la risa.

—Lamento molestarla llegando sin avisar —el general pensó que sería bueno aprovechar su momentánea ventaja psicológica yendo directo al grano—. Desearía conocer los motivos que la han traído hasta aquí. Estoy falto de personal, como ya debe de saber. En estos momentos no dispongo de ningún oficial que pueda cubrir una importante misión en el interior del país. Si sus obligaciones se lo permiten podría usted ocuparse de ello.

Pillada por sorpresa, Linda no sabía qué responder. El general no la había autorizado a moverse y seguía en posición de firmes, descalza y con el ceñidor en el suelo. Sin apenas darse cuenta asintió, en parte por lo embarazoso de la situación, pero también deseaba hacer algo de provecho y quedarse en su dormitorio no lo era en absoluto.

El general se sentó en la única silla de la habitación y con un gesto permitió a la teniente abandonar la posición de firmes. Linda recogió lo más dignamente que pudo el ceñidor y los arneses, colocándose bien el traje. Mientras, el general le explicó la posición de sus fuerzas, el derribo de los tres cazas imperiales y el mensaje del comandante Bryant.

—En definitiva, existen buenas posibilidades de capturar algunos de los pilotos responsables de esta matanza. Vivos, a ser posible —el general apretó los puños, aunque Evans no se percató de su momentánea crispación—. Si lo conseguimos podremos hacer justicia fusilándolos públicamente. Esto elevará la moral de las tropas y servirá de desagravio a la población, que tanto ha sufrido en los últimos tiempos. Sabemos que el Imperio planea invadir Chandrasekhar tan pronto como le sea posible. Los refuerzos que está enviando la República nos ayudarán mucho, pero no lo son todo. Necesitamos cada uno de los quinientos millones de habitantes de este planeta para ofrecer una resistencia eficaz ante su infantería. En Kundara lanzaron sobre el planeta seis legiones en un sólo día. Nuestro ejército no puede enfrentarse con algo así. En cambio, una población con ánimo de defender a su patria puede hostigar al agresor de modo que a la larga le resulte insoportable mantener la ocupación.

—Un bombardeo de antimateria resuelve ese problema muy rápidamente —respondió Evans con pragmatismo.

—Nos consta que lo quieren indemne. Han perdido demasiados planetas y se está frenando la expansión; ahora ansían un lugar habitable, que puedan presentar como un triunfo al Senado. Por eso nos está ayudando su Gobierno, teniente: saben que dándonos un mínimo de ayuda ofreceremos la máxima resistencia —al general le dolía reconocerlo, pero su patria, Chandrasekhar, era sólo una pieza más en el juego de la República. Había que insistir continuamente en que ellos, los granjeros, leñadores y pescadores, también podían resultar de alguna ayuda—. El Imperio de Algol ha culminado sus últimas conquistas con verdaderas carnicerías. No pueden habitar los planetas conquistados. Necesitan un nuevo mundo que colonizar para demostrar que el Imperio sigue en expansión. Por eso van a invadirnos a pie y ahí es donde podemos crearles problemas. Si nos suministran las armas adecuadas organizaremos una guerrilla que no les dejará vivir en paz y no podrán enviar nunca colonos civiles.

Evans prefirió no hacer comentarios sobre aquel tema. Conocía muy bien las directrices de su Gobierno para la situación de Chandrasekhar: armarlo y preparar lo necesario para que su resistencia atrajera la atención del Imperio. Así éste destinaría allí unidades de otros frentes, dándoles un respiro a los demás aliados. Pero si la presión imperial se hacía demasiado intensa y existía el peligro de perderlo, entonces Chandrasekhar era sacrificable; preferían volarlo antes que cederlo. El Imperio tenía que dejar de expandirse y en Chandrasekhar se trazaba la línea que no debía traspasar.

A pesar de todo era interesante tratar de averiguar qué se les había perdido a tres naves aparentemente fuera de uso en aquel sector. Ello podía darle una idea sobre el origen de la última batalla que la mantenía confinada en Chandrasekhar.

—Será mejor que me acompañe alguno de sus exploradores, si tengo que dirigir un grupo en un territorio que no me es familiar.

El general Barlow quedó sorprendido al ver lo fácilmente que había convencido a la teniente.

—No dispongo de exploradores propiamente dichos. Hay pocos soldados nativos de esa región. Es grande pero muy despoblada, casi un territorio virgen comparado con el resto. De todos modos, hemos realizado numerosos ejercicios en la meseta y los hombres la conocen bastante bien. Pondré con usted al sargento Curtiss. Es competente, conoce el terreno y su fauna. Le será de gran ayuda.

—Muy bien, ¿cuándo quiere que partamos?

—Ahora.

Evans lo miró con furia.

—Claro que quererlo no es suficiente —añadió, esbozando una dulce sonrisa—. Voy a cursar las órdenes oportunas al sargento para que reúna a sus hombres y se ocupe de los preparativos. Mientras, descanse usted hasta la hora del almuerzo. Después de la fajina tendrá los transportes a punto.

El general se dirigió a la puerta para marcharse. La teniente Evans se adelantó para abrirla y cuadrarse tal como era debido, pero recordó algo que había dicho el general durante la conversación.

—General, ¿por qué ha mencionado antes la fauna? ¿Tiene algo de particular?

El general se detuvo y la observó atentamente antes de responder.

—Supongo que no será una de esas chicas que se asustan al ver un reptil…

—¡Está usted hablando con una oficial de la República Estelar de los Términos! —exclamó, roja de ira ante el menosprecio.

—Entonces, no se preocupe; es sólo que abundan las lagartijas.

El general salió y Evans cerró la puerta con energía: tendría que darle una lección a ese tipo. ¡Lagartijas!

Se quitó el traje a toda prisa para poder ducharse. Faltaba muy poco para el siguiente toque de fajina y todavía tenía que revisar el equipo que le proporcionarían en el cuartel.

La Armada la había recogido al acabar su anterior misión para llevarla de regreso a la República. Se las prometía muy felices ante la perspectiva de unas semanas de permiso, pero al comenzar los problemas en Chandrasekhar todo se había estropeado. Sin decir nada a nadie, el crucero en que viajaba puso rumbo a este sistema, la dejó en tierra y se marchó para colaborar en la batalla. En teoría luego tenían que llegar más oficiales, pero era imposible saber cuándo, con tantas naves enemigas acechando a corta distancia.

De todos modos no podía quejarse. En otra ocasión viajaba en una fragata que abandonó el hiperespacio justo en medio de una batalla. Con lo grande que era la Galaxia, y el capitán había decidido reintegrarse al espacio normal delante de un destructor imperial… Mientras permanecía amarrada a su sillón, sin poder hacer nada, su nave fue alcanzada repetidas veces hasta quedar inutilizada. Al menos no los habían espolvoreado con antimateria, arma muy al gusto del Imperio. Finalmente, otra nave recogió a los supervivientes y los dejó en tierra. Mientras se alejaban de la fragata abandonada, la Antilia, pudo ver cómo ésta se autodestruía. Esa visión le produjo un escalofrío; era un verdadero símbolo de la era en que vivían. Toda lucha era a muerte, y lo que no fuera de provecho a uno mismo tenía que perecer para que nadie más se beneficiara. Idéntica filosofía regía para las personas, naves y planetas.

Se metió en la ducha y dejó que el agua corriera fría y abundante sobre su piel. Posiblemente tardaría mucho en poder repetir esa experiencia.

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