8. Dejad que los niños se acerquen a mi
Perseveranda se temía que su antiguo amo no iba a perdonarla. Eso implicaba el fin del periodo de gracia del que había gozado su hermano. Hasta la fecha, los de Mantenimiento hicieron la vista gorda, pero los presionarían desde las altas instancias para que lo reclutaran de nuevo, lo que supondría su muerte. Por tanto, se anticipó a los acontecimientos.
Con la máxima discreción, Paquita se encargó de llevar a Teo a casa de unos amigos de toda confianza: un matrimonio mayor que había perdido a sus hijos en una revuelta. Luego, denunciaron su desaparición a las autoridades. Con ostensibles muestras de dolor, Perseveranda, Aurora y sus hermanitos afirmaron a la Policía que el ausente Teo se mostraba cada vez más mohíno y deprimido, temiendo el fin de su convalecencia y la vuelta al duro trabajo. Más aún, les manifestó tendencias suicidas, aunque sus afligidos deudos no creyeron que se atreviera a tanto. Al final, el caso se archivó.
Las visitas a Teo resultaban complicadas. Perseveranda temía que los inquisidores o algún chivato a sueldo la siguieran y así cazaran a su hermano. Por suerte, Paquita conocía a los elementos menos fiables del Barrio, así como los usos y costumbres de los agentes del orden. El secreto de la localización de Teo nunca fue desvelado.
Poco a poco, con lentitud exasperante, Teo iba volviendo a su ser. Ya daba algunos paseos cortos por la habitación, aunque enseguida se cansaba y sufría vahídos. Perseveranda opinaba que era un problema mental, más que físico. De todos modos, casi daba igual. No podría abandonar aquel escondrijo durante mucho, mucho tiempo.
Ella trataba de darle conversación en aquellos temas que le atraían, por más que siguiera considerándolos herejías. Sin embargo, su hermano sólo mostraba un vago interés. El extraño cachivache que sustrajo del Centro de control, al menos, sí que lo animó un poco. También se interesó por la presencia de los misteriosos imperiales, aunque al principio tendió a ser elusivo. Sin duda, tenía muy presente la ruina a la que se había visto abocado por culpa de sus heterodoxas creencias. Sin embargo, aún quedaba una chispa de rebeldía en él, que Perseveranda se ocupó de avivar, por más que considerase todo aquello una blasfemia. Pero lo primero era la salud de su hermano, qué caramba.
—Esto podría confirmar las creencias de la secta de los Pseudoareopagitas —propuso, mientras manipulaba cuidadosamente la caja negra—. Según su líder, Gundemaro el Apóstata, el Apocalipsis de San Juan fue amañado o modificado por los secuaces del Maestro. Se trató de una gran conspiración para ocultar el hecho de que Jesucristo sobrevivió a la crucifixión y huyó con su esposa, María Magdalena, a través de un paso secreto en los acantilados que rodean al Mar Prometido. Tras incontables fatigas, arribaron a otro valle con otro mar, donde fundaron una comunidad sin inquisidores, donde se practican las auténticas enseñanzas de los Evangelios. Sí, ésas que a ti tanto te gustan…
Por supuesto, Perseveranda opinaba que todo aquello era una sarta de disparates. Luego, a solas, rezaría para que la Santísima Virgen iluminara la mente del infeliz de su hermano, pero daba gusto verlo más animado. Le siguió la corriente.
—Si tal como sugieres, esos imperiales son una especie de tribu perdida, no me dio la impresión de que fueran religiosos, dechados de virtud, amantes del prójimo ni nada parecido.
—Todo se corrompe con el tiempo, Perse. Suponiendo (y reconozco que es mucho suponer) que haya otros mares donde se refugien antiguos fugitivos, a saber en qué habrá degenerado su sistema político. No obstante, sus artesanos podrían, sin la coerción inquisitorial, haber alcanzado logros técnicos asombrosos. Aquí tienes la prueba —levantó la misteriosa caja negra—. Y ¿qué me dices de las ventanas mágicas que hallaste en el Centro de Control? Si me lo hubiera dicho otra persona, creería que se trata de meras fantasías, pero viniendo de ti, con lo formal que eres… No sé hasta que punto serán ciertas las teorías de Gundemaro el Apóstata, pero el fondo resultan creíbles. Juraría que existe un complot entre esos imperiales y nuestros gobernantes. ¿Qué ganarían con ello?
—Proteger al pueblo de los peligros de los saberes prohibidos.
Había ironía y amargura en las palabras de Perseveranda. Su hermano se quedó mirándola un tanto perplejo, y aún más cuando se percató de la decisión que había en aquellos ojos.
—Has cambiado…
—La Verdad nos hará libres —prosiguió ella, como si no lo hubiera oído—. La ignorancia es un crimen contra la Voluntad Divina, ya que propicia el sometimiento indecente. Todos debemos aportar nuestro granito de arena para disipar las tinieblas —sonrió—. Y yo la primera.
★★★
La inauguración de la escuela Remigia Pla constituyó todo un acontecimiento en el Barrio. Tardó más de lo previsto, y no por culpa de los albañiles. El edificio era pequeño, de una planta, con un par de aulas, los aseos, unos trasteros y pare usted de contar. Lo más difícil fue obtener los permisos necesarios. Estaba claro que las autoridades no iban a facilitar las cosas. Sin embargo, la tozudez de Perseveranda, más un conocimiento diríase que innato de los vericuetos burocráticos de la Administración, obraron el milagro. Por fortuna, en Alejandría no existía un Gremio de Maestros. Cualquier persona que acreditase saber leer y escribir estaba facultada para la docencia.
Perseveranda se sentía orgullosa por aquel éxito, aunque en el fondo era pesimista. Lo que hacía incomodaba al Gobernador y a otros de su clase. Por ahora callaban, pero seguramente aguardaban el momento propicio para golpear con toda su saña. Lo asumía. Debía hacerlo porque era lo correcto, porque Dios así se lo demandaba, aunque eso condujese al martirio. Y si en el proceso lograba que algún niño arrabalero aprendiera a leer o a pensar, pues eso que llevaba ganado.
De momento, ya tenía su escuela, lo que era motivo de celebración. Desde luego, el acto en sí no podía calificarse precisamente de edificante. En puesto de las fuerzas vivas de la ciudad, exhibiendo sus mejores galas, se daban cita allí unos seres variopintos, aparte de los inevitables curiosos. Paquita y sus amistades constituían un abigarrado y vocinglero grupo, cerca de Doña Remigia, que había acudido con todas sus pupilas. La madama miraba embelesada el letrero que lucía su nombre en grandes letras amarillas, junto a un escudo en el que habían dibujado a una paloma encima de un libro, con un estilo un tanto naïf. Alguna que otra lágrima se le escapaba; aunque era analfabeta, le habían jurado que era su nombre el que quedaba inmortalizado de tal guisa. Perseveranda suspiró. Ojalá fuera cierto que Dios escribía recto con renglones torcidos. Al menos, se hacía una idea de cómo pudo sentirse Jesucristo cuando decidió rodearse de pobres, publicanos y mujeres descarriadas.
Después de que Perseveranda pronunciase un breve discurso de agradecimiento a todos, se invitó a los asistentes a visitar la escuela. Unas vecinas habían preparado unas mesas con unos canapés, pinchos de tortilla de habas de soja y bebidas. Duraron poco, ya que había hambre y aquí la gente no destacaba precisamente por su observancia de las reglas de urbanidad.
Perseveranda se paseó entre los corrillos que se afanaban en vaciar las bandejas y conversar con voces estentóreas. Eran personas groseras, sin educación, que de cada diez palabras que brotaban de sus labios, doce eran tacos. Pero notó que había un aire de satisfacción; mejor dicho, de orgullo. Habían construido algo juntas. Y otra cosa singular: aceptaban a la beata, como la apodaban, con muestras de cariño y respeto. Incluso se cortaban un poco a la hora de hablar cuando se aproximaba a un grupo.
Perseveranda se excusó y se retiró a uno de los aseos. Quería estar sola unos instantes para reflexionar. De acuerdo, se había metido en una cueva de pecadores, pero éstos confiaban en ella y eran sus hermanos. Les debía lealtad.
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La escuela nunca tuvo muchos alumnos, aunque los pocos que asistían no faltaban nunca. Perseveranda no podía evitar compararlos con los vástagos de la familia del Gobernador: unos críos que consideraban la formación moral e intelectual como un tedioso deber, que cumplían a regañadientes. Era lógico. ¿Para qué molestarse en aprender si, hicieran lo que hiciesen, ya tenían la vida resuelta? Sus nuevos pupilos, en cambio, mostraban auténtica hambre de saber. Además, sus padres se estaban sacrificando literalmente por darles un porvenir, para que salieran de aquel agujero y, de paso, contribuyeran a sostener la economía familiar.
Mayormente se trataba de niñas, incluso alguna adolescente. Tenía su lógica. Los niños se reservaban para el duro trabajo físico. Las niñas, cuando crecían, debían buscar otras fuentes de ingresos. La escuela suponía para ellas una oportunidad de escapar del destino más probable. Por tanto, el afán de aprender era febril.
Perseveranda no se anduvo con florituras, y se centró en lo más básico y práctico. Se esforzó en que aprendieran a leer, escribir, y dominaran la Aritmética elemental. Así podrían llevar la economía doméstica y evitar que las estafasen. Asimismo dedicaba un ratito a la semana a las enseñanzas morales y religiosas. No les habló del Novísimo Testamento ni de las palabras del Maestro, sino que se limitó a los Evangelios; más concretamente, todo aquello que hiciera hincapié en la esperanza, la solidaridad, el amor a los demás y la justicia. Lo del castigo eterno y el temor de Dios se lo dejaba a otros. No era necesario morirse para estar en el Infierno.
Aquello también supuso para ella una satisfacción personal. Nunca antes se había sentido tan feliz, tan convencida de estar haciendo algo útil. Aunque ya no iba a confesarse, dormía con la conciencia tranquila.
Y así pasaron los días, y las semanas se convirtieron en meses.
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—Tienes que parar, cariño. Vas a acabar enferma si sigues así.
—Se llama capacidad de trabajo, Paquita. Y lo hago por vocación; palos con gusto, no duelen.
—Luego dirán que la loca soy yo…
Paquita meneó la cabeza y acabó de recoger la ropa sucia para que Aurora la llevara al lavadero comunal. Había un acusado contraste entre los tonos negros y grises de los vestidos de Perseveranda, la ropa clara de los niños y la fantasía cromática, que casi hacía daño a los ojos, del hombre de la casa.
—¿Cómo puedes usar esta ropa interior, Perse? Con lo que te pones encima, habría para hacer una vela de las que impulsan a la ciudad…
—Dame paciencia, Señor.
Cómo habían cambiado las tornas en los últimos tiempos, reflexionó Paquita. Aquella molesta intrusa se había convertido en parte esencial de la familia, y resultaba difícil imaginar cómo eran las cosas antes de que, en un rapto de enajenación mental, se hubiera apiadado del pobre Teo. Los sentimientos hacia ella eran ambivalentes. Por un lado, la exasperaba, con su moralidad estrecha, su religiosidad exacerbada y esa manía de querer redimir a todo el mundo, incluso a quienes no querían ser salvados. No podía disimular que lo despreciaba, a él y a sus amigos, aunque por educación se reprimía de decírselo a la cara. Coartaba su libertad; ya no se atrevía a subir al piso con ciertos invitados, para evitar situaciones violentas.
Por otro lado, también había algo positivo, pues nadie era absolutamente malo. O casi nadie, se corrigió. Perse trabajaba como una esclava, no se quejaba nunca, predicaba con el ejemplo e intentaba hacer algo por sus semejantes. A su pesar, y en su fuero interno, Paquita la admiraba. La gente decente era rara avis en Alejandría.
Y qué demonios, también proporcionaba algún que otro momento de diversión. Resultaba delicioso bromear con ella, fustigarla, picarla. Se estableció entre ambos un constante juego dialéctico, para regocijo de Aurora y los niños. Estos últimos, por algún incomprensible motivo, acabaron por adorar a aquella beata tan seria y poco amiga de chanzas. Igual no era tan mala persona. Los críos eran expertos a la hora de detectar al paisanaje borde. Además, no podía olvidar lo que estaba haciendo por Aurora. La niña le acabó por confesar lo del dinero. Aunque jamás lo admitiría en voz alta, su agradecimiento por ello era inconmensurable.
En suma: no formaban precisamente una familia como las que salían en los catecismos, pero se las apañaban para ir tirando.
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Tal como Perseveranda preveía y se temía, las cosas comenzaron a torcerse al cabo de cierto tiempo. Cabía pronosticar que sería una campaña de acoso y derribo lenta, progresiva e inmisericorde. Las venganzas de los mezquinos solían ser terribles.
En paz consigo misma, se dispuso a cargar con la cruz que el Señor le había impuesto para expiar sus pecados. Tan sólo debía procurar que ningún inocente, y menos los niños, saliera perjudicado por los ataques destinados a ella.
Primero fueron pequeñas trabas legales: que si los permisos debían estar en regla y renovarse cada dos por tres, inspecciones de Sanidad y otras menudencias fastidiosas. Perseveranda pudo irlas soslayando con paciencia franciscana, aunque le consumían mucho tiempo y la obligaban a constantes visitas a las oficinas municipales, donde la trataban de manera cada vez más desabrida. Los burócratas no eran enemigos de talla para alguien con la cultura, la determinación y el tono de voz de Perseveranda Desmaziéres, pero nunca cejaban en su empeño. Sin duda, trataban de desanimarla, mas ella resistió.
Luego comenzaron las amenazas: notas insultantes escritas con caligrafía pretendidamente mala, aunque de sintaxis irreprochable.
—Creo que los autores no son del Barrio —comentó Perseveranda, sin otorgarle mayor importancia.
Paquita parecía preocupada. Hasta su forma de hablar sonaba menos amanerada.
—Van derechitos a por ti, cielo. Deja la escuela. Fue bonito mientras duró, pero nadie en el Barrio te echará en cara que cierres el quiosco. Ya has hecho bastante por el vecindario, y se te agradece.
—Eso significaría rendirse ante el enemigo. No podemos ni debemos hacerlo.
—Qué cabezota eres, hija. Mira, si tanto te importa, puedes impartir clases particulares a domicilio. Conseguirás lo mismo y será más discreto y menos peligroso.
—Podría hacerlo, sí. Más aún: Aurora y otras chicas de su edad tienen madera de profesoras. Creo que serán capaces de continuar mi labor cuando… Cuando yo lo haya dejado. Pero no deseo seguir el camino fácil, Paquita. Esa escuela es un símbolo. No espero que lo comprendas.
—Eso; tú, encima, insulta. —Paquita le dio la espalda y cruzó los brazos—. Después de que me preocupo por tu salud…
Cosa insólita, Perseveranda se le acercó y le puso la mano en el hombro.
—Y yo te lo agradezco de corazón —dijo, con voz dulce—, pero existe un destino que debo cumplir. Tú cuida de los niños, para que no sean ellos los que paguen el pato.
Paquita no le respondió.
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En los días siguientes, las amenazas se recrudecieron. Aparecieron bichos muertos e inmundicias varias en la puerta de casa y en la escuela. Algunos alumnos fueron coaccionados por otros niños del Barrio para que no acudieran a clase, e incluso a la propia Perseveranda la asaltaron un par de veces. Tan sólo la oportuna aparición de unos estibadores amigos de Paquita, que casualmente siempre deambulaban por las cercanías, lograron ahuyentar a los agresores antes de que pasaran a mayores.
—Se trata de gentuza del Barrio. Los conocemos. Seguramente, alguien los habrá contratado para hacerte la vida imposible, cielo —le informó una preocupada Paquita.
Pese a todos sus buenos propósitos y la convicción moral, la voluntad de Perseveranda flaqueó ahora que le veía las orejas al lobo. Pensó en correr a esconderse, o mandarlo todo a paseo y postrarse ante el Gobernador para pedirle perdón, pero algo la retuvo. Ninguno de sus alumnos faltó un día a clase, a pesar de la que estaba cayendo.
Se avergonzó de su pusilanimidad. Se arrodilló para rezar y meditar junto a la cama, bajo el siniestro cuadro del Purgatorio que había traído de su antigua casa. «Jesucristo también dudó en Getsemaní antes del supremo sacrificio. Experimentó pavor y angustia, y pidió al Padre que apartara de Él tan amargo cáliz. No obstante, a pesar de la certeza de una muerte cruel, siguió adelante. Es mi obligación de cristiana emular Su ejemplo. Pero va a ser muy duro. Señor, dame fuerzas».
Las afrentas diversas por parte de aquellos sicarios de medio pelo continuaron durante unos días más, hasta que remitieron de súbito. Perseveranda lo atribuyó a la intercesión divina, hasta que Aurora se lo aclaró.
—Alguien, y no precisamente Paquita, descubrió quiénes eran los que la molestaban a usted. Se trata de miserables que venderían a sus propias madres por un vaso de vino. Según se cuenta por ahí, les propinaron una soberana paliza y les aconsejaron que dejaran de jorobar a la maestra y a sus alumnos. Por lo que se ve, doña Perse, tiene usted más amigos de los que supone.
Aquello la emocionó. Durante su vida anterior se había relacionado con personas que la respetaban, la evitaban o le daban órdenes; lo habitual en un sistema jerárquico. Pero amigos que hacían favores desinteresados…
No podía fallarles. Los últimos escrúpulos cayeron. Llegaría hasta el final.
«Aunque la carne es débil, el espíritu está presto. Hágase Tu voluntad, Señor».
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El Gobernador O’Higgins estaba disfrutando con el acoso a su antigua ama de llaves. Los imperiales se tornaban cada vez más exigentes, por lo que aquel entretenimiento suponía una magnífica cura para la pérdida de autoestima.
En vista de que cada vez resultaba más difícil reclutar mercenarios baratos en el Barrio de los Convictos, se decidió a recurrir a profesionales. Ya era hora de llevar a cabo acciones más contundentes contra aquella insurrecta.
Y así, una noche, la Policía practicó una redada rutinaria en las proximidades de la escuela. El paisanaje de la zona fue evacuado, mientras se efectuaban las detenciones de algunos proxenetas despistados. Cuando se retiró el cordón policial, los vecinos descubrieron que la escuela estaba en llamas. Pese a que se organizó espontáneamente una cadena humana para intentar sofocar el incendio y salvar algunos enseres, poco pudo hacerse.
★★★
A Perseveranda se le saltaron las lágrimas. Tanto esfuerzo, tantas ilusiones individuales y colectivas, para esto.
A la mortecina luz del alba se hicieron visibles los estragos del incendio. El edificio y el mobiliario aparecían reducidos a carbonilla. Tan sólo se salvaron unos pocos vestigios de la fachada por los caprichosos designios del azar. El escudo se mantenía en un precario equilibrio sobre unas vigas ennegrecidas.
Poco a poco se fue reuniendo una pequeña multitud. Algunos sólo se arrimaban a curiosear: echaban un vistazo, meneaban la cabeza y retornaban a sus asuntos. Otros se quedaban. Parecían sinceramente apenados, como si hubieran perdido algo propio.
Paquita estuvo entre los primeros en llegar. Después de llevarse las manos a la cabeza y soltar una retahíla de improperios la mar de coloristas, sentenció:
—Esto tenía que pasar —y dedicó el resto del tiempo a parlotear sin descanso alrededor de Perseveranda, en un vano intento de animarla.
Perseveranda no escuchaba a Paquita. Se había quedado bloqueada, incapaz de reaccionar. Aquel acto de crueldad, tan cobarde, la afectaba más de lo que podía soportar. De nuevo sufría la contradicción entre lo que dictaminaba su conciencia, el sacrificio e incluso el martirio, y la cruda realidad: la frustración y el miedo. No sabía qué hacer, qué decir. Aquello la sobrepasaba.
El tiempo pasó sin que se diera cuenta. El sol se alzó sobre el horizonte de levante, presagiando un día espléndido. Y sucedieron varias cosas que sacaron a la mujer de su estupor.
Primero, se acercaron a ella unos jóvenes de pésima catadura. Vestían pantalones negros, y sus chaquetas sin mangas permitían lucir unos vistosos tatuajes. Eran los jefes de las pandillas callejeras. Paquita se dispuso a montar una escandalera si osaban atacar a Perseveranda, pero no fue necesario. Uno de ellos señaló a la escuela y dijo:
—No fuimos nosotros. Se lo juramos. Lo sentimos —e hizo un leve gesto con la cabeza hacia unos policías que rondaban por allí.
Perseveranda asintió. Tampoco descubría nada nuevo. Sí, allí estaban los agentes de la Ley, con pinta de estar divirtiéndose de lo lindo. Luego se lo contarían al Gobernador, por supuesto.
Cesó por un instante de compadecerse de sí misma y miró a su alrededor. En la acera de enfrente, Remigia Pla, la madama a la que la escuela debía su nombre, contemplaba fijamente los restos del edificio. No hablaba, pero los lagrimones no paraban de deslizarse por sus mejillas, haciendo estragos en el maquillaje.
También estaban sus alumnos, todos ellos. Los más pequeños miraban a los restos del incendio y luego a la maestra, con caritas desoladas.
—Se han quemado los dibujos que colgamos en la pared —dijo uno de ellos, al borde del llanto.
También había expresiones contritas en bastantes vecinos. Eran la viva imagen de la derrota y la desesperanza.
Los policías seguían riéndose y bromeando entre ellos.
Y como tantas veces a lo largo de la Historia, el cabreo acabó por vencer definitivamente al miedo.
«Getsemaní, allá voy. Y a tomar por saco todo».
Perseveranda, ante la sorpresa general, se metió entre los restos de la escuela y buscó algo. El escudo había sobrevivido, aunque un tanto chamuscado. Lo agarró, tiznándose hasta las cejas, y lo apoyó en unas planchas rotas de algas. A continuación habló con su mejor tono de voz de ama de llaves:
—Niños, sentaos en la acera. Aunque la escuela haya sufrido desperfectos, el recinto en sí no deja de ser algo accesorio y efímero. Es hora de dar clase y así lo haremos, aunque un poco incómodos. Pero eso —señaló al escudo con la maltrecha paloma y el libro— representa algo muy importante. Tal vez no lo comprendáis ahora, pero proclama a los cuatro vientos que vuestros pies hollan un lugar sagrado, donde se os enseña para que el día de mañana seáis hombres y mujeres de provecho. Si perseveráis, vosotros y vuestras familias tendréis un futuro mejor. Nunca lo olvidéis: el conocimiento os llevará a la Verdad, y ésta os hará libres. Ahora, empecemos.
Tras rezar las preceptivas oraciones, que los niños corearon, se iniciaron las lecciones. Los pequeños anduvieron un poco despistados y nerviosos al principio por la ruptura de la rutina, pero querían a su profesora. No entendían muy bien lo que estaba pasando, pero sentían que se trataba de algo importante y se esmeraron en portarse bien.
Conforme transcurría la mañana, cada vez se fue congregando más gente que contemplaba el espectáculo en silencio, diríase que con recogimiento. De vez en cuando, algún gracioso soltaba una grosería o trataba de reírse de los críos y la beata. Era acallado de inmediato con siseos, abucheos o amenazas a la integridad física. Unas prostitutas trajeron sillas plegables para que estuvieran más cómodos. Unos albañiles improvisaron un toldo para protegerlos del sol. La maestra seguía enseñando, impertérrita.
Los policías ya no sonreían.
Cuando acabó la clase y llegó la hora de la comida, Perseveranda emplazó a los niños para el día siguiente y se marchó a casa con Paquita y Aurora. La gente se apartó respetuosamente a su paso.
Paquita, en concreto, parecía alteradísima.
—¿Tú estás loca, o qué? ¡Jamás te lo perdonarán! ¿Qué pretendes ganar con esto? Si lo que deseas es dar clases, hazlo a escondidas, que el resultado será el mismo. Pero si te pones farruca, ¡te harán cosas terribles o te matarán!
Perseveranda se encogió de hombros.
—Quizá, pero hay algo que jamás lograrán: quitarme la dignidad. Además, los niños necesitan un referente, alguien que les dé ejemplo —miró a los ojos a Paquita y sonrió—. Tengo que hacerlo.
—Eres imposible, mujer.
Aurora callaba. Aquello tenía toda la pinta de acabar mal. Muy mal.
★★★
La escuela siguió de aquella precaria manera durante unos días. Ya no se acumulaba tanta gente como al principio, aunque siempre había alguien rondando por allí, como quien no quería la cosa. Para sorpresa de Perseveranda, algunos eran tipos más bien incultos que, aunque no lo confesaran, se quedaban para que ningún desalmado atacara a los niños o a su maestra. La maldita beata les había tocado una fibra sensible que no sospechaban albergar. O tal vez, por una vez en la vida, sintieran que estaban haciendo algo bueno.
Entonces llegó la Guardia Inquisitorial. Frente a ella no cabía resistencia, sobre todo con una tropa tan nutrida como aquélla, encabezada por un oficial. Perseveranda lo reconoció. Se levantó de la silla plegable y lo saludó.
—Buenos días, señor Almagro. ¿Qué se le ofrece? —«como si no lo supiera», pensó.
Habacuc no mostró la cordialidad de antaño. Su voz daba miedo, y el efecto se acrecentaba por la severísima expresión del rostro. Sin embargo, a estas alturas Perseveranda estaba en paz consigo misma. No bajó la vista ni se humilló.
—Ciudadana Perseveranda Desmaziéres, debes acompañarnos. El Santo Oficio desea formularte unas preguntas.
—Muy bien. Como usted diga —y acompañó a la tropa sin vacilar.
Miró de reojo a Aurora, que estaba mucho más asustada que ella. La niña asintió. Cuando los inquisidores desaparecieron detrás de la esquina, dijo, con voz un tanto insegura:
—M… Mientras la maestra está ocupada con esos… señores, repasaremos los deberes. Tú, Rosa, coge una tiza —señaló la pizarra improvisada con unas planchas viejas de laminaria—. A ver esas multiplicaciones.
★★★
La estancia en la sede inquisitorial no fue grata. Sometieron a Perseveranda a infinidad de preguntas y le formularon veladas amenazas sobre lo que la aguardaba en caso de porfiar en su actitud levantisca y en su manía de soliviantar al populacho del Barrio de los Convictos. Ella no perdió nunca la calma, y respondió a los inquisidores con citas bíblicas adecuadas para cada ocasión. Aquello exasperó a los interrogadores, especialmente a Habacuc. Las amenazas se tornaron explícitas, e incluso llegaron a calentarle la cara con alguna que otra bofetada. Cuando la liberaron, ya bien entrada la tarde, la aleccionaron vivamente para que dejara aquella tontería subversiva de la escuela, o que se atuviera a las consecuencias.
De vuelta a casa, Perseveranda tranquilizó a Paquita y Aurora y restó importancia a lo sucedido con el Santo Oficio. Esa noche releyó por enésima vez en los Evangelios la pasión de Jesús y, por supuesto, a la mañana siguiente acudió a impartir sus clases.
Habacuc y sus hombres regresaron y se la llevaron sin miramientos, ante los espantados ojos de sus pupilos. Ella procuró tranquilizarlos con una sonrisa y siguió mansamente a sus captores.
La devolvieron a casa al anochecer. Mejor dicho, la dejaron tirada en plena calle. Los vecinos, solícitos, la ayudaron a subir, ya que no podía hacerlo por sí misma.
Paquita se llevó las manos a la cabeza al verla llegar en semejante estado. Se había pasado todo el día presa de los nervios, figurándose lo peor, y sus temores se confirmaban. A su beata le habían propinado una tremenda paliza. Tenía la nariz rota, le faltaba algún diente y no pondría la mano en el fuego por la integridad de una o dos costillas. Mas los inquisidores no se habían detenido ahí. Eran especialistas en humillar a los prisioneros y, en el caso de una mujer, ya se sabía lo que eso implicaba. En verdad, la pobre Perse estaba hecha una pena, por más que no se hubiese quejado ni una sola vez.
Las vecinas se desvivieron para lavar a Perseveranda, ponerle ropa limpia y cuidarla, mientras que Aurora y sus hermanos ayudaban en lo que podían.
—Cabrones… —no paraba de repetir Paquita, desolada. Sentada en el desvencijado sofá, a ratos lloraba a lágrima viva, a ratos despotricaba contra la cabezonería de aquella insensata mujer, empeñada en traer la ruina a la casa.
Cuando las amables vecinas se marcharon, Paquita se dispuso a cantarle las cuarenta a Perseveranda. En realidad, trataba de ocultar su rabia, su dolor.
—¡Tú y tus puñeteros ideales! ¡Mira para lo que te han servido!
—Déjala tranquila, por favor —le riñó Aurora—. Bastante ha padecido ya.
—¡Y sin necesidad! ¡Podías haberlo evitado dando clases particulares, como te pedí, en vez de aferrarte a esa condenada escuela! Tú sabías que esto no podía durar, y en vez de…
—Mañana tendréis que ayudarme a ir a clase —la interrumpió Perseveranda, con un hilo de voz—. Aún no estaré en condiciones de caminar por mis propios medios.
Se hizo un silencio incrédulo en el cuarto. Paquita tardó unos segundos en reaccionar.
—Pero pero pero… ¿Acaso has perdido la chaveta? ¡Te matarán!
—Paquita tiene razón —terció Aurora—. Sería un suicidio.
—Me temo que firmé mi propia sentencia de muerte cuando dejé la mansión del Gobernador. Escuchad: los habitantes del Barrio fueron abandonados hace mucho por quienes teóricamente debían velar por ellos. Han vagado sin rumbo en la oscuridad, y yo he tratado, siquiera un poquito, de disipar esas tinieblas. Desgraciadamente, es muy fácil caer de nuevo. Por eso necesitan un ejemplo, un faro que los guíe. Deben entender que, cuando se lucha por una causa justa, ésta requiere sacrificios, incluso los más dolorosos. Y pocos ideales hay más nobles que la transmisión del conocimiento, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra. Es un deber sagrado. Hago lo que hago para que no lo olviden jamás. Además, decidme: ¿merece la pena seguir viviendo como hasta ahora?
Paquita no atendía a razones.
—¡Si persistes, acabarán contigo! ¡Y yo no quiero que mueras como un perro, joder! Te necesitamos en casa. Los zagales te adoran, aunque no sé por qué. Si te… —se le quebró la voz.
Perseverada sonrió.
—Yo también te quiero, Paquita. Te suplico que me perdones por no haber sido más cariñosa y comprensiva contigo, pero arrastro demasiados prejuicios. Hay nobleza en ti, pese a las apariencias. Dicho de otro modo: eres una buena persona. Sé fuerte: tendrás que cuidar de la familia —alzó la vista al mamotreto que representaba los padecimientos de las ánimas del Purgatorio—. Puesto que no sois muy creyentes, buscad a alguien que rece por mí para ahorrarme algunos sufrimientos en el Purgatorio. El calor de las llamas me sienta fatal —bromeó—. Me ayudaréis a ir a la escuela, ¿verdad?
Paquita se puso histérica.
—¡Qué no, coño! ¡Ni lo sueñes! Me niego a dejar que vayas de cabeza al matadero. ¡Y cuando yo digo que no, es que no!
★★★
La noticia del percance de Perseveranda ya había corrido por todo el Barrio. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando la vieron salir por la puerta de casa y caminar con paso lento a la escuela, llevada casi en volandas por Aurora y Paquita, esta última con cara de muy pocos amigos. Espontáneamente se formó una comitiva que la escoltó hasta lo que quedaba de la escuela, en medio de un silencio sobrecogedor.
Sus alumnos la esperaban ya, sentados en las sillas plegables. Perseveranda se dejó caer en la suya, junto a la pizarra y bajo el emblema del libro y la paloma.
—¿Qué hacéis mirándome como pasmarotes? ¿Tengo monos en la cara?
Los críos se levantaron, rezaron sus oraciones y se pusieron a trabajar sin rechistar. Si la maestra había venido a dar clase en esas condiciones, ellos no iban a defraudarla.
Poco a poco se fue congregando un gran gentío.
Los inquisidores llegaron a media mañana, acompañados de un pelotón de antidisturbios. Hubo un conato de rebelión, pero Perseveranda se puso en pie con dificultad y pidió calma con un gesto. Miró a un furioso Habacuc.
—La violencia es innecesaria. Iré con vosotros. Como se dice en San Juan 12, 24, «si el grano de tierra no cae y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto».
Perseveranda murmuró los siguientes versículos de aquel pasaje evangélico mientras los inquisidores se la llevaban. Aunque no hubo agresiones a las fuerzas del orden, sí se escuchó algún que otro grito de: «¡Soltadla! ¿No veis que se trata de una santa?» Otros apretaban los puños y se tragaban la rabia mientras los antidisturbios destrozaban la pizarra, las sillas, el toldo, el escudo y lo poco que quedaba de la escuela. Su escuela. Muchos lloraban en silencio.
Por la tarde, unos esbirros de los inquisidores arrojaron lo que quedaba de Perseveranda a las puertas de casa. En esta ocasión se aseguraron de que quedase incapacitada para las tareas docentes durante una larga temporada. La paliza fue brutal. Era un milagro que siguiese con vida.
Con infinito mimo, los vecinos la subieron al piso, la apañaron como pudieron y la acostaron. Paquita no se separó de la cama durante toda la noche, velando a Perseveranda, sin abrir la boca. Aurora, en cambio, muy emocionada, no paraba de jurar y perjurar que las clases seguirían en la clandestinidad, igual que los primeros cristianos ocultaban su fe en las catacumbas. La niña no sabía qué hacer para tratar de confortar a la maestra, que yacía inmóvil en la cama, como muerta. Jamás hubiera sospechado que alguien pudiera mostrar tanto valor.
Poco antes del amanecer, Perseveranda se agitó en la cama y empezó murmuró unas palabras. Paquita se arrimó a ella.
—La escuela… No podemos cerrarla… Nos habrán vencido…
Poco después, la mujer volvió a sumirse en el sopor.
—No tienes remedio, cariño —dijo Paquita, abstraída, mientras el resplandor que anunciaba el nuevo día comenzaba a insinuarse a través de las claraboyas de laminaria.