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Lord Evans contempló la cordillera con su intensificador de imágenes; poco después, guardó el artefacto en un bolsillo de su guerrera y oteó a su alrededor. Satisfecho, se retrepó en el asiento de su vehículo. Tenía motivos para estar complacido: a su alrededor se desplegaba el mayor ejército que el planeta hubiera visto jamás.
Repasó los datos en su mente. Cien mil hombres, transportados en aerodeslizadores; cuatrocientos carros blindados pesados CRUSADER A-11, cada uno de ellos capaz de pulverizar una fortaleza; doscientos cañones autopropulsados AVENCER de largo alcance, aptos para disparar ingenios nucleares tácticos; cien baterías pesadas de plasma WARLORD-Z, de probada eficacia; y un número aún mayor de armas de asalto. Suficiente para aplastar a esos cretinos, pensó. Y siempre quedaban los aviones.
Reflexionó sobre lo ocurrido en los últimos días. Había subestimado al capitán Manso, sin duda, pero el coronel Triumph se había mostrado incompetente. Mejor para él que estuviese muerto; sí, mejor para todos. Pero esos perros corporativos parecían haberse vuelto majaretas. Tras mucho meditar, Lord Evans concluyó que la inminencia de su fin a manos del Imperio les había hecho enloquecer y mostrarse groseros. Un espasmo de rabia lo sacudió; nunca fue humillado así antes. Había retado a duelo y vencido a otros nobles por causas tan leves como una mirada insolente o una risita a escondidas; sus hombres conocían su severidad. Pero ese piojoso capitán Manso… Se calmó. Iba a matarlos a todos y lo haría personalmente, al mando de sus tropas. Desde luego, no pensaba quedarse en la base, como había sugerido aquel… No encontró el calificativo adecuado para denostarlo. Peor para él; todos irían al infierno, e incluso podría ser felicitado por la contundencia de sus tácticas. Y eliminarían para siempre a esos corpos, una pústula en la faz del universo.
Al principio se sintió intrigado por la actitud del enemigo. Habían ocultado los entresijos de su ridícula embajada por medio de diabólicas contramedidas electrónicas, y no conseguían averiguar qué pasaba allí; rodaron algunas cabezas hasta que los ingenieros lograron perforar por momentos esa cortina de invisibilidad. En muchos casos no se veía nada; hombres e incluso mujeres (pervertidas, pensó) que se movían de un sitio a otro, y poco más. Pero una serie de fotografías obtenidas era muy interesante. Mostraba a esos viejos aviones, los CORA-15, en proceso de ser armados de misiles, identificados como alguna variante del LAMBDA MG-5. Los especialistas imperiales mostraron su extrañeza; ellos creían que los corpos tenían ALTAIR-D, pero las imágenes eran inequívocas. Probablemente, por eso guardaban tanto secreto. Consiguieron captar algún CORA más, todos con los mismos LAMBDA.
En su vehículo, a la vista de las montañas donde el enemigo se escondía como un conejo, Lord Evans se frotó las manos, anticipando la victoria por venir. Sus bombarderos habían salido ya; cien SPHINX cargados de muerte, tripulados a distancia por sus pilotos, cómodamente sentados en base McArthur con sus cascos de control puestos. Destrozarían a los corporativos y después a la ciudad; si quedaban algunos rehenes, siempre se podría culpar a los nativos. Y como ninguno iba a sobrevivir…
Doscientos cazas de última generación SHARK F-60 escoltaban a los bombarderos. Recordó las groseras palabras del capitán en la fiesta conmemorativa: «Supongo que volarán, como los nuestros». Lo comprobaría dentro de poco. Eran de lo mejorcito que el Imperio había producido, con sus repulsores no inerciales que relegaban a los turboconversores de los CORA a la prehistoria. Y los pilotos… Hombres admirablemente entrenados, que formaban un todo con la máquina. Podía sentirse orgulloso de ellos, no como esos degenerados corpos; si sus aviadores eran tan ridículos como los soldados… Rió en voz baja, recordando el aspecto que ofrecían sus enemigos.
Los aparatos espía mostraron a los oficiales imperiales el penoso aspecto del ejército que iba a enfrentárseles: pueblerinos montados a caballo o en burro, otros a pie, sudando y renqueando, los suministros acarreados a lomos de mulas… Y al frente de esa pandilla de desharrapados, unos cuantos corporativos en sus pequeños triciclos, como tuertos guiando una caravana de ciegos. Las carcajadas en base McArthur se debieron de oír al otro lado del planeta. Se hicieron notables comentarios, bromas y chanzas al respecto. Lord Evans se divirtió como el que más, pero una voz en un rinconcito de su mente le advertía; «Si no liquidas a esos cuatro gatos rápidamente, serás el hazmerreír de la Galaxia», lo cual no dejaba de ser una gran verdad.
Por eso fue cauto. Como aquellos idiotas no tenían posibilidad de escape, apostó por la prudencia y analizó su comportamiento, para poder descargar el golpe final en el momento más adecuado. Consciente de su superioridad apabullante, podía permitirse ese lujo. Las cámaras mostraron cómo subían a las estribaciones de la gran cordillera, con notables sufrimientos para la infantería (más risas). Les costó, pero llegaron al Paso de la Victoria, que esos infieles conocían como Sendero de Anubis; una falla lateral que era la única entrada practicable al valle. Allí se emboscaron, escondiéndose tras las peñas como cabras, esperando sin duda que el ejército imperial entrara por los desfiladeros para caerle encima, cual chinches. Se preguntó por enésima vez cómo los corpos podían imaginar que una estrategia tan burda tuviera éxito. Al quedarse allí habían firmado su propia sentencia de muerte.
Recordó también con placer los preparativos de su expedición, que acabaría con los enemigos y pondría las cosas en su sitio justo. Los soldados uniformados, entonando himnos y cánticos marciales que reverberaban en el domo, mientras formaban y se introducían en los aerodeslizadores; los carros blindados, con sus armas a punto, como enormes tortugas asesinas; los cañones, ya sin protecciones, que comunicaban una impresión de fuerza y virilidad; los aviones, cargados de misiles y bombas; los pilotos, subiendo a las cabinas de los cazas, con sus negros trajes de combate… Sí, todo exaltaba su alma de guerrero y le hacia sentirse orgulloso de participar en la gloria del Imperio. Cuando dio la orden de partida, cien mil gargantas rugieron jubilosas, y miles de motores cantaron su poder. Fue uno de los mejores momentos de su vida.
La voz del asistente lo sacó de sus ensoñaciones:
—Milord, nuestras sondas han detectado una formación de aviones enemigos que se dirigen con rumbo de intercepción hacia nuestros bombarderos. Los tenemos en pantalla, milord.
El monitor que tenía enfrente se iluminó, mostrando una escena insólita, que por un momento le hizo dudar de su cordura. Se echó hacia atrás y murmuró:
—Dios mío, ¿qué es eso?
—Son cuarenta y seis cazabombarderos corporativos CORA-15, milord; su aspecto es increíble —respondió la voz respetuosa del asistente.
Los aparatos no volaban en formación coherente; se acercaban unos a otros hasta casi chocar, se separaban, oscilaban, y daban la impresión de estar manejados por borrachos. Pero eso no era lo más extraño, como tampoco la pintura de los aviones, completamente opuesta a la idea de camuflaje; más bien parecía que marchaban de romería: rojos, verdes, amarillos, naranjas… Lo realmente asombroso eran los misiles. Los CORA los llevaban en soportes externos, cada uno de los cuales portaba tres. Lord Evans contó hasta veintiún soportes en cada avión, lo que hacía un total de sesenta y tres misiles: había supra y subalares, en derivas y estabilizadores, dorsales y ventrales… Los CORA eran apenas reconocibles bajo un manto de cohetes rojos.
Lord Evans casi sintió pena por ellos; eran tan graciosos… Pero, se dijo, ahora verían de lo que eran capaces unas fuerzas aéreas disciplinadas y de calidad. Dio una orden, y los doscientos cazas SHARK F-60 que escoltaban a los bombarderos viraron en perfecta sincronía y pusieron rumbo hacia los CORA. El Lord rebosaba orgullo y satisfacción al contemplar la maniobra de sus aviones; semejaban flechas pinteadas en busca de un blanco fácil.
Efectuó unos cálculos. Los CORA reunían 2898 misiles, una cantidad enorme, pero nada comparada con los suyos. Cada F-60 llevaba cien minúsculos cohetes WASP AAM-20 en los contenedores subalares y en la bodega, que se lanzarían irremisiblemente sobre los añejos LAMBDA MG-5.
Se concentró en otros temas; los aviones no estarían en posición de tiro hasta dentro de una hora. Meditó sobre un hecho anómalo: los corporativos solían formar escuadrillas de cuatro aviones; si así era, faltaban dos aparatos. Quizá trataban con ellos de atacar base McArthur, pero había sido previsor. El blindaje y el campo de fuerza no debían Ser bajados bajo ningún concepto, y se extremó la vigilancia.
El tiempo pasó. Las tropas imperiales se detuvieron a varias decenas de kilómetros de las montañas. A esa distancia, podían emplear su artillería pesada y estaban a salvo del armamento corporativo, más ligero. Pero no había prisa por empezar. Los bombarderos esparcirían su carga encima de aquellos pobres diablos y de la ciudad; luego, el ejército derramaría un infierno artillero sobre los escasos que quedaran con vida. Finalmente avanzarían, rematando a los supervivientes; una tediosa labor. Por lo demás, todo sería un paseo militar.
Un zumbido sordo empezó a escucharse. Lord Evans sonrió, complacido. Miró hacia el cielo y vio un centenar de bombarderos volar hacia las montañas. Sus hombres los saludaron con alegría. «Bien, la matanza va a comenzar».