32 7900ee — La cosecha del centauro

1. Fisgones

El cristalino de la cámara adoptó la posición de reposo y se tornó transparente una vez que el biólogo desactivó los filtros y puso el aparato en modo de espera. En el semblante del joven se dibujaba una sonrisa de pura alegría, como un niño con un juguete largamente deseado. Alzó la vista.

—La toma ha salido perfecta esta vez, Wanda.

—Aleluya. A la octava va la vencida —respondió la aludida, tratando de que la ironía disimulara el hastío.

—El depredador es precioso. —El biólogo, entusiasmado, no se había percatado del tono de voz—. ¡Menudo bicho! Me recuerda a un cruce entre escorpión y mangosta.

—Si tú lo dices… —La mujer se encogió de hombros; además, tampoco tenía pajolera idea de qué era una mangosta—. En cuanto te has tropezado con varios cientos, pierden su encanto; sobre todo, cuando amenazan con saltarte a los tobillos y colarse por la pernera del pantalón. Nosotros los llamamos despanzurradores. Los hay a patadas. Al menos, sirven para controlar las poblaciones de hadas cuando éstas amenazan con convertirse en plaga.

El biólogo se desentendió de ella y procedió a manipular uno de sus extraños aparatos. Wanda lo estudió de soslayo, tratando de no parecer descarada. Costaba acostumbrarse a su presencia. Se notaba a la legua que aquel extranjero venía de muy lejos. La gente normal no exhibía ese tono cobrizo de piel ni un porte tan desgarbado. Los huesos de brazos y piernas eran demasiado largos. Por no mencionar los ojos negros y el peinado que llevaba: parecía talmente un felpudo de los que ponían en los días de lluvia para limpiarse las suelas. «Míralo… Con esa complexión delicada y las manos tan suaves, seguro que no está acostumbrado al trabajo rudo. Si te abandonara con lo puesto en medio del bosque, no durabas ni un día, chaval.»

Wanda Hull era una colonizadora de pura cepa, orgullosa heredera de incontables generaciones de navegantes, y el polo opuesto a los científicos que se hospedaban en la casa comunal. Bastaba con echarle un vistazo para comprender que estaba adaptada a las penalidades y era ducha en el arte de sobrevivir con pocos medios. No pasaba de metro sesenta, su espalda era ancha y después de quince partos no cabía esperar que mantuviera cintura de avispa. Tenía callos en las manos y arrugas en torno a los ojos, fruto de décadas de bregar a la intemperie. Llevaba corta su melena rubia, ya que los colonos anteponían la comodidad a la coquetería. Las prendas que vestía también eran ante todo prácticas: botas flexibles, pantalones holgados, camisa blanca y un chaleco lleno de bolsillos. A diferencia del biólogo, se movía en silencio.

Wanda contempló distraídamente el banquete que se estaba dando el despanzurrados. Odiaba permanecer allí tocándose las narices, con la falta que hacía en casa. Estaba a punto de convertirse en abuela, se requerían brazos fuertes para la cosecha, las obras en la destilería avanzaban más lentas de lo previsto… Pero el Senado la había designado para ejercer de niñera con aquellos extranjeros, cuyo único aliciente parecía ser fisgonear por doquier y pasárselo bien, sin preocupaciones. Aquello pondría de mal humor a cualquiera con sangre en las venas.

El despanzurrador ya terminaba su ágape. De la presa sólo quedaba la cabeza y unas tiras de pellejo descarnado. Para complacer al biólogo, Wanda había perdido la mañana cazando hadas. Era fácil; aquellas criaturas de alas de libélula y cabeza gorda eran lentas de reflejos. Luego les arrancaba las alas de cuajo y las golpeaba contra un tronco para que se atontaran y quedasen quietas cuando las depositaba junto a la madriguera de uno de esos monstruitos. Y todo para que aquel tipo filmara el ataque y tomara fotos. Por si faltaba algo, le había tocado en suerte un científico patoso. De los mismos nervios, había echado a perder las primeras tomas. Tuvo que acechar, pillar y mutilar a ocho hadas hasta que el jovenzuelo se dio por satisfecho. Menos mal que las hadas abundaban y no eran muy espabiladas. Por otro lado, no se sentía culpable. Ya se sabía que esos bichos, debido a su rudimentario sistema nervioso, eran incapaces de sentir dolor.

Wanda consultó su reloj. Al biólogo se le iba el santo al cielo. Enfrascado en sus fotos y muestreos, no caía en la cuenta de que el resto de los mortales tenía cosas que hacer.

—Ya va siendo hora de comer —dijo, con la esperanza de que captara la indirecta, pero ni por ésas.

—¿Podríamos acercarnos a las colonias de insectoides de las que me hablaste ayer? Si eres tan amable, claro —añadió, tras una pausa.

Wanda suspiró. Entonces se le ocurrió una maldad deliciosa, y la llevó a la práctica. Se las ingenió para que el biólogo tropezara sin darse cuenta con un singular arbusto que los colonos denominaban pringoso hediondo. Los resultados fueron previsibles. No tuvieron más remedio que regresar a toda prisa para que el pobre desgraciado se diera una buena ducha. Por supuesto, la mujer se mostró muy compungida por aquel incidente imprevisto.

—¿Te has fijado cuántos críos? Se reproducen como conejos…

—No seas maleducado con nuestros anfitriones, Eiji, que te van a oír.

—Tranquila, Marga. No entienden palabra del interlingua. Disculpa si no paro de refunfuñar. Ya se me pasará el mal humor, pero cada vez que me acuerdo de aquella planta se me revuelven las tripas. Vomité hasta la última papilla delante de Wanda; qué vergüenza… Apostaría a que no existe nada que despida un pestazo tan desagradable en toda la galaxia.

Marga Bassat le dio a su compañero unas palmaditas afectuosas en el hombro y luego volvió a mirar a la vocinglera chiquillería. Le fascinaban aquel mundo y sus gentes. Sobre todo, se había enamorado de la casa comunal. Era la mayor estructura construida con madera que jamás hubiera visto. Troncos rectos como los mástiles de un gran velero formaban las paredes, pero quedaban empequeñecidos al compararlos con las columnas que sostenían el entramado de vigas del techo. Y todo estaba vivo. Los colonos habían elevado la Ingeniería Genética a la categoría de Arte. Sus moradas no eran construidas, sino que crecían y maduraban.

La casa consistía en una sola habitación que ocupaba varias hectáreas. Dentro había zonas reservadas para diversas actividades, pero sin separación nítida entre ellas: comedor, cocina, biblioteca, sala de juegos, auditorio… Sonidos y aromas se mezclaban en un acogedor caos que contrastaba con su mundo natal. Marga se había criado en el superpoblado Hlanith, donde la vida era ordenada, predecible y aséptica. En cuanto obtuvo el doctorado en Geología se largó de allí, y jamás se le pasó por la cabeza regresar.

Abstraída, caminó hacia una de las paredes. Acarició la áspera superficie, notando las irregularidades de la corteza. Desprendía un relajante olor a bosque. Estaba a miles de años luz de casa, pero se sentía como en el hogar, cómoda y protegida. Paseó la mirada por la decoración de los muros. Había un sinfín de retratos, emblemas de clanes y, sobre todo, frondosos árboles genealógicos.

Los colonos llevaban el nomadismo en la sangre. Hasta la fecha, no había encontrado ni un edificio construido con afán de perdurar. La misma casa comunal, pese a sus dimensiones, podía desmantelarse con rapidez y los troncos serían talados, reciclados para otros menesteres, o bien se permitiría a los árboles vivir, dejados a su aire. Y, sin embargo, era un pueblo orgulloso de sus raíces. Impresionaba ver cómo los abuelos enseñaban a renacuajos de apenas cinco años a memorizar larguísimas listas de antepasados… y los pequeños las aprendían, y las recitaban con aquellas vocecillas agudas.

Pensó en las palabras de Eiji Tanaka, el biólogo. Sí, había niños por doquier. Era difícil acostumbrarse a la omnipresencia de aquellos pequeños salvajes, que armaban un barullo de mil demonios. En el Ekumen, las pirámides de edad menguaban por la base. Aquí, en cambio, la elevada fertilidad compensaba una vida más corta. Por otro lado, la población crecía exponencialmente. Así se explicaba que aquellas gentes hubieran podido colonizar un sector tan vasto del brazo galáctico en apenas 3.400 años.

En los pasatiempos infantiles no había discriminación sexual. Todos competían a la hora de imaginar travesuras, reír y chillar. Marga esquivó a un grupo de mocosos que se habían organizado en dos bandos, y se perseguían siguiendo unas reglas incomprensibles para los adultos. No hicieron el menor caso a la geóloga; se habían acostumbrado a los forasteros.

—Juegan a imperiales y fugitivos —dijo una voz a su lado.

Marga dio un respingo. Acto seguido sonrió.

—Caminas con sigilo de gata, Wanda. Nunca te oímos llegar.

—¿Seguro? —La mujer puso cara de incredulidad—. A lo mejor, sois vosotros los sordos. —A continuación, dio unas palmadas y gritó con voz potente—: ¡Jovencitos, dejad de alborotar y a comer!

Los niños pusieron caras de decepción y trotaron a lavarse las manos. Marga se fijó en que Wanda los miraba con enfado fingido.

—Se te cae la baba, amiga mía —señaló, divertida.

—Me voy tornando blanda con la edad. —Suspiró—. Esos enanos hacen que todo merezca la pena. Son los depositarios de nuestra esencia. Perviviremos en ellos cuando nuestros huesos se hayan fundido con la tierra, igual que los ancestros permanecen en nosotros.

Marga se removió, inquieta. Como a tantos de sus compatriotas, le incomodaba hablar de la muerte. Buscó otro tema de conversación.

—¿Ya es hora de comer? —Se palmeó la barriga—. Desde que empezamos esta misión, debo de haber engordado cinco kilos.

—No digas tonterías. —Wanda la miró de arriba abajo—. Estás en los huesos, chiquilla.

—¿Chiquilla? Puede que tenga más años que tú, Wanda.

—Pues no los aparentas. Voy a avisar al resto. Nos vemos en la mesa.

En verdad, existía un acusado contraste entre ambas. Mientras que Wanda podía calificarse de modelo compacto, Marga era alta, delgada, con rostro aniñado y cabello azabache recogido en una coleta. Pero ese aparente infantilismo se debía al seguro médico y a las técnicas de regeneración. En cambio, los colonos envejecían rápido, aunque no les importaba. Marga recordó una charla que había mantenido semanas atrás con una anciana. Esta se pasaba el día sentada en una mecedora de mimbre bajo el porche de casa. Su cara presentaba más arrugas que una pasa, y el cuerpo estaba encogido, artrítico. Wanda le dejó caer que en el Ekumen podría someterse a una cura de rejuvenecimiento. La buena señora la miró con ojillos pícaros.

—¿Prolongar la vida? ¿Para qué? Ya he trabajado bastante, y he obtenido todo lo que una puede desear. En mis años mozos me lo pasé de miedo. ¡Menuda pieza fui! —Se le escapó una risilla—. Luego senté cabeza, contribuí a colonizar este mundo y aporté mi cuota de hijos. Tengo la conciencia tranquila, y la sensación de haber sido útil. Mis nietos me quieren. Cuando muera, me llorarán y honrarán mi memoria. Las generaciones futuras sabrán lo que hice por los siglos de los siglos. Y mientras me llega la hora, tomo el sol tan ricamente y doy consejos cuando me los solicitan. ¿Se puede pedir más?

Marga no supo qué responderle. Estaban locos aquellos colonos.

—Lo dicho: voy a acabar como una foca —comentó Marga tras dar buena cuenta del postre. Pese a sus palabras, no lucía muy infeliz.

—Transmita usted nuestras sinceras felicitaciones al cocinero —apostilló un hombre calvo, mientras apuraba un chupito de licor.

—Todos los días me dices lo mismo, Manfredo. —Wanda sonrió y se levantó del banco de madera—. Bien, dejemos a los jóvenes recoger la mesa y vayamos a por los cafés.

Wanda se encaminó a la zona habilitada como bar, seguida por los científicos. Sortearon a los paisanos que jugaban a las cartas o a los dardos y se sentaron en unos taburetes junto a la barra.

—¿Lo de siempre? —preguntó el chico que atendía la cafetera, un armatoste de aspecto antediluviano. Todos asintieron, y empezó a trastearla como si fuera un alquimista en pos de la piedra filosofal.

Mientras esperaban, Wanda observó a los científicos. De acuerdo, serían un incordio, pero en el fondo le agradaba estar con ellos. Puede que acabara por tomarles cariño. Bueno, a unos más que a otros. Marga parecía buena chica, simpática y de amena conversación. Era un ejercicio interesante contemplar a la propia sociedad a través de los ojos de aquella extraña. En cambio, Eiji tenía menos don de gentes que un despanzurrador Apenas se interesaba por otros temas que los del trabajo. Lo sacabas de sus bichos, sus hongos y sus plantas, y se convertía en un ser vacío, anodino.

El tipo calvo, Manfredo Virányi, era el más raro del lote. Además de una cara de rasgos aquilinos y una piel blanca como la leche, el arqueólogo hacía gala de una cortesía exagerada. Era el único que aún se empeñaba en tratar de usted a los demás, sin importarle el tuteo franco y enemigo de formalidades que los colonos empleaban con amigos y extraños. Wanda se veía incapaz de calcularle la edad. Bueno, al resto tampoco. Aquellos forasteros le parecían a veces alienígenas, incluso la no científica del grupo. Se trataba de Nerea Vidal, encargada de pilotar la lanzadera. Era la más asequible, y en alguna ocasión se había brindado a transportar a los lugareños cuando ocurría una emergencia en horas intempestivas: accidentes laborales, partos prematuros… Menuda y dicharachera, todos la apreciaban pese a su singular apariencia, con la tez muy oscura y un corte de pelo que recordaba a una cresta hirsuta. Como todos los días a esa hora, Manfredo formuló su frase: —Confío en que no le estemos resultando una contrariedad, señora Hull.

Wanda no pudo evitar sonreír. Aquel tipo era de ideas fijas; siempre salía con lo mismo. Contestó con la respuesta habitual:

—No nos suponéis molestia alguna, Manfredo. Por cierto, ¿cómo te va con las ruinas?

La faz del arqueólogo se iluminó.

—Son fascinantes y frustrantes al mismo tiempo. Por desgracia, sólo hay vestigios de construcciones, nada de enseres ni cadáveres que nos proporcionen pistas sobre sus moradores. Tampoco sabemos qué les sucedió. Es como si una catástrofe inimaginable los hubiera borrado de la faz del cosmos.

—¿Quizás un colapso ecológico, al estilo de los mayas en la Vieja Tierra? —apuntó Nerea.

Manfredo sonrió a la piloto, que ya había dado muestras en otras ocasiones de poseer una notable cultura general.

—Ni idea, señora Vidal. No he detectado cambios en la vegetación ni señales de cataclismos. Misterio habemus.

—Hay ruinas alienígenas en otros mundos —terció Wanda—. ¿Han sacado sus colegas algo en claro de ellas?

—Me temo que no. Hasta la fecha, ni ustedes ni nosotros hemos dado con alienígenas inteligentes vivos en el brazo de Centauro. O Scutum-Crux, como era denominado antiguamente —puntualizó.

—Ah, ya están aquí los cafés —dijo Wanda—. En ningún otro lugar los encontraréis mejores que en Eos.

—Eos… Curioso nombre el de vuestro planeta —comentó Marga, mientras su olfato se deleitaba con el exquisito aroma que surgía de la taza.

—Caprichos de nuestros antepasados. Si queréis que sea sincera, no tengo ni idea de qué o quién fue Eos.

—La diosa griega del amanecer. Los romanos la conocían como Aurora —explicó Manfredo—. Fue la madre de los cuatro vientos: Bóreas, Euro, Céfiro y Noto. Tuvo más hijos, por supuesto. Por ejemplo, cuando uno de ellos, Memnón, fue muerto por Aquiles en la guerra de Troya, Eos lo lloró durante toda la noche. Sus lágrimas, el rocío, aún pueden verse todas las mañanas adornando los prados.

—¿De veras? —Wanda puso cara de sorpresa—. No lo sabía. Así que nuestros ancestros bautizaron a este mundo con el nombre de una recatada diosa…

—¿Recatada? —Manfredo se permitió una sonrisa—. Cada amanecer, Eos iba a la caza de apuestos jóvenes. Más de una vez tuvo problemas con Afrodita por el tema amatorio. Me viene a la cabeza el caso de Titono. Eos se encaprichó tanto de él que le rogó a Zeus que le concediera la inmortalidad. El Padre de los Dioses dijo que amén, y Eos se quedó la mar de contenta… Hasta que, transcurridos unos años, descubrió que se le había pasado por alto un pequeño detalle. Además de la inmortalidad, tendría que haberle pedido a Zeus que le concediera a Titono la eterna juventud.

Los oyentes rieron de buena gana con la anécdota.

—Los dioses griegos eran deliciosamente crueles. Creo que fueron ellos quienes inventaron el concepto de humor negro —continuó Manfredo—. El paganismo clásico fue la religión más divertida que ha producido la Humanidad. Sin duda, dio muchos menos problemas que los monoteísmos que lo reemplazaron.

—Estás hecho un pozo de sabiduría, Manfredo.

—Cultura general. Eso es que usted me mira con buenos ojos, Wanda.

Siguieron charlando de banalidades mientras apuraban el delicioso y humeante contenido de las tazas. Wanda notó que, como de costumbre, Eiji disimulaba mal su impaciencia. Aquel biólogo sólo era feliz cuando zascandileaba en el laboratorio de campaña o metía datos en el ordenador. Se preguntó si en su mundo natal tendría vida social, o moriría siendo un empollón sin remedio. Para variar, se buscó una excusa que le permitiera abandonar la casa comunal:

—Creo que tengo que dejaros, Wanda. Debo procesar las muestras de ayer, y seguro que tú también tienes tareas que hacer. No quiero contribuir a alterar vuestra rutina cotidiana.

Wanda se quedó con ganas de soltarle: «Mejores excusas he oído, chaval», pero su educación se lo impidió.

—Como le dije al bueno de Manfredo, no nos molestáis. Más aún, servís para que asustemos a los niños cuando no quieren comerse la sopa. Les amenazamos con que os los llevaréis en una nave a vuestros mundos tenebrosos, y no dejan ni un fideo en el plato. Pero si en verdad queréis sentiros útiles… —Le vino una idea a la cabeza—. Hace tiempo que tengo una duda que quizá vosotros, con vuestros medios, podríais resolverme. Os parecerá una tontería, pero… ¿Sabéis por qué en Eos no hay combustibles fósiles?

Los científicos, pillados por sorpresa, se quedaron mirándola.

—¿Estás segura? —Marga fue la primera en reaccionar—. Apenas hemos empezado con los mapas geológicos, pero en cualquier planeta como éste, con tectónica de placas, grandes océanos y abundante vida autóctona, tarde o temprano se forma petróleo o algo similar. Basta con que se creen condiciones de anoxia en el fondo de un mar somero, que los restos orgánicos se acumulen y la naturaleza se encarga del resto.

—Bueno, tampoco es que sea tan importante. —Wanda se rascó la nuca—. Los colectores solares y generadores eólicos proporcionan energía suficiente para nuestras necesidades. En cuanto a los hidrocarburos, manipulamos a las plantas para que los sinteticen, pero se trata de un tema que me llama la atención. Hay unos cuantos mundos con vida autóctona floreciente, pero sin petróleo y, ahora que lo pienso, creo que en ellos tampoco se encuentran fósiles dignos de tal nombre. En cambio, otras colonias disponen de inmensos yacimientos de combustibles, muy baratos de explotar. Disfrutan echándonoslo en cara. —Sonrió.

Ahora fue el biólogo quien se mostró extrañado.

—¿Mundos sin fósiles? ¿No será que habéis buscado poco?

—Qué quieres que te diga. —Wanda se encogió de hombros—. Cuando ocupas un planeta, bastante tienes con salir adelante. Resolver enigmas que carecen de aplicaciones prácticas no está entre nuestras prioridades, pero a vosotros esas cosas parecen gustaros.

Marga creyó detectar cierta hostilidad soterrada en el cruce de palabras entre Wanda y Eiji. Se apresuró a intervenir; no deseaba que sus anfitriones se disgustaran.

—El tema parece interesante, Wanda. Lo tomaremos como un desafío científico. ¿Sabes si existen muchos mundos como Eos, con vida establecida pero aparentemente sin petróleo ni registro fósil?

—Pues unos cuantos; tendría que hacer memoria. Eso sí, juraría que todos ellos se encuentran en la Vía Rápida.

—¿Eh? —preguntaron al unísono Marga y Eiji. Fue Nerea, la piloto, quien respondió:

—Algunos colonos me han hablado de ella. Se trata de un peculiar pliegue del entramado hiperespacial que facilita enormemente los viajes siderales. Creo que tiene que ver con el solapamiento anormal de ondas de presión en el brazo galáctico.

—En efecto —ratificó Wanda—. Los saltos hiperespaciales requieren mucha menos energía y son más seguros a lo largo de la Vía Rápida. La descubrimos hace unos 900 años. Y estoy convencida: en ninguno de los mundos que hemos colonizado a lo largo de ella hay combustibles fósiles.

—Qué chocante. —Eiji parecía interesado por primera vez en un tema ajeno a su plan de trabajo—. Si tal cosa fuera cierta, estaríamos ante un peculiar fenómeno natural. ¿Por qué no lo habéis investigado antes?

—Ya te he dicho que es una cuestión de prioridades —replicó Wanda—. Y a lo mejor sólo se trata de una idea mía sin base real.

—Eso se solucionaría si vuestras colonias pusieran en común las bases de datos, en vez de marchar cada una a su aire. —El biólogo adoptó un tono acusador—. Así, los conocimientos alcanzarían una masa crítica que facilitaría el avance científico. Pero no; os veis abocados a confiar en la memoria de los viajeros que…

Un codazo disimulado en las costillas propinado por Marga cortó en seco la diatriba. La geóloga temió que su colega hubiera irritado a Wanda, pero ésta se lo tomó como si se tratara de la rabieta de un mocoso impertinente, sin otorgarle importancia.

—Creo que no te haces cargo de lo condicionados que estamos por nuestra historia. Ha forjado nuestra forma de ser y de entender el cosmos —explicó, sin acritud—. ¿Habéis visto a los niños jugar a imperiales y fugitivos? A su manera, reproducen un hecho real. Supongo que Manfredo, como buen arqueólogo, sabrá a qué me refiero.

—En efecto, señora Hull —respondió, con su cortesía habitual—. Cuando el Imperio surgió de las cenizas del Desastre, hace casi cuatro milenios, se dedicó a sojuzgar a cuantos mundos se cruzaban en su camino expansionista. Su poderío era irresistible.

—En efecto, pero no contaron con la audacia de nuestros antepasados, empeñados en terraformar un planeta infernal en torno a un sol amarillo. Cuando los imperiales trataron de someterlos, no capitularon ni se cruzaron de brazos. Perpetraron un golpe de mano audaz y se apoderaron de un acorazado, nada menos. Pasaron a cuchillo o arrojaron al vacío a los invasores, metieron a toda la población en aquella nave mastodóntica y salieron a calzón quitado de allí, perseguidos por una flotilla de veinte naves de línea.

—Tuvo que ser digno de verse —dijo Nerea.

—Desde luego, amiga mía. Era cuestión de tiempo que los atraparan y los ejecutaran o algo peor, así que adoptaron medidas desesperadas. Empezaron a dar saltos hiperespaciales cada vez más arriesgados, sin rumbo prefijado, tratando de esquivar a los sabuesos que les mordían los talones. Y tuvieron una suerte loca, irrepetible: el salto perfecto.

—Y que lo digas —apuntó la piloto—. Los saltos son posibles a lo largo de los brazos galácticos, pero las ondas de presión que los generan y la distribución de materia oscura hace que sea prácticamente imposible pasar de un brazo a otro, y menos aún hacia el núcleo.

El arqueólogo asentía con la cabeza.

—A lo largo de ocho milenios —explicó—, la Humanidad ha sido incapaz de salir del brazo de Orión, salvo alguna excepción notable. Por accidente, una misión exploradora pudo entrar en el brazo de Sagitario, aunque acabó por perder el contacto con el resto del universo civilizado cuando el Desastre y el caos subsiguiente. Allí organizaron una civilización muy peculiar; los denominamos Hijos Pródigos. Cuando volvieron a dar señales de vida, supuso toda una sorpresa.

—Aunque nada comparada con la que significó descubriros a vosotros —intervino Marga—. Un salto desde el brazo de Orión al de Centauro… Como dirían los antiguos, a vuestros antepasados se les apareció la Virgen.

—En efecto. Los perseguidores nos perdieron el rastro, y descubrimos que habíamos ido a parar a un lugar de la Vía Láctea tan remoto que nadie podría encontrarnos. Estábamos solos, y se nos brindaba la oportunidad de empezar desde cero. Y si algo se les daba de maravilla a nuestros ancestros, era domesticar mundos.

»Desde el principio todos acordamos renegar del poder absoluto, al estilo imperial. Nadie dominaría a nadie. Nuestro mayor orgullo es la autosuficiencia y huimos de cualquier conato de centralismo, porque significaría el control de una colonia sobre las demás. Por eso rechazamos las bases de datos centralizadas; quien retuviera información privilegiada, estaría tentado a usarla en provecho propio.

—Quien quita la ocasión, quita el peligro —citó Manfredo—, que decían los antiguos curas. Aunque refiriéndose a las relaciones carnales, claro está —sonrió.

Wanda lo miró sorprendida.

—¿Aún quedan curas y sacerdotes en vuestros mundos? —Sólo como curiosidad turística en algún parque temático.

—Después de la mala experiencia con los opresores imperiales, nuestros antepasados se deshicieron de ellos. Nadie los ha echado en falta desde entonces —siguió Wanda, y miró con sorna a Eiji—. Entre mantener la independencia y alcanzar tu ansiada masa crítica científica… Bien, elegimos lo primero, y nos va de maravilla. Ninguna colonia es hegemónica. En caso de intentarlo, las demás le aplicamos el ostracismo o amenazamos con unirnos para darle un escarmiento, y a los revoltosos se les bajan los humos de inmediato. Por otra parte, mantenemos relaciones fluidas entre nosotros. Nos gusta viajar e intercambiar experiencias.

—Me recuerdan ustedes a los antiguos griegos —dijo Manfredo—. Políticamente estaban desunidos y se llevaban a matar, pero tenían conciencia de pertenecer a una esfera cultural común, el helenismo.

El biólogo no parecía muy interesado en referencias históricas, así que fue al grano:

—Wanda, ¿podrías indicarme qué planetas carecen de combustibles fósiles? Con un poco de suerte, estarán siendo visitados por otras expediciones científicas nuestras. Les pediré datos, a ver si descubro alguna conexión interesante.

Eiji manipuló los controles de su muñequera izquierda y el holograma de un terminal de ordenador se materializó en el aire. Pasó sus manos por aquella visión incorpórea, y empezaron a brotar lucecitas y pantallas evanescentes. Los parroquianos se acercaron a mirar. Wanda sonrió; seguro que al biólogo le encantaba ser el centro de atención. Le facilitó los nombres de los mundos que buenamente recordaba y lo dejó a su aire. Eiji se había desconectado del resto del universo, enfrascado en su búsqueda de información.

—No está nada mal el cachivache de alta tecnología —comentó Wanda.

—Debió de suponer un tremendo choque cultural cuando una de nuestras naves apareció en Centauro hace dos años —comentó Manfredo.

—Imagínatelo; con lo tranquilos que estábamos… El ataque de nervios remitió un poco cuando vuestros jefes nos aseguraron que el Imperio había desaparecido hacía muchos siglos, y que el gobierno del Ekumen no tenía intención de anexionarnos. Pero sólo un poco. Desconfiamos de quienes presumen de buenas personas.

—¿Qué ganaríamos con invadiros? —intervino Marga—. Los tiempos de la Corporación y el Imperio pasaron ya. Nos regimos por una ética solidaria, no de confrontación. Además, en la galaxia hay sitio de sobra. Se están buscando puntos de salto hacia el exterior, al brazo de Perseo. Nuestro interés por vosotros es puramente cultural y científico.

Wanda lucía un tanto escéptica.

—Ética de solidaridad, sí… Cuando aparecisteis por el vecindario, las colonias llamaron a asamblea general y decidimos pediros educadamente que os largarais. Si en verdad respetabais las voluntades ajenas, ¿qué mejor prueba de buena fe que dejarnos en paz? Pero insististeis en que os gustaría cartografiar Centauro y que no interferiríais en nuestros asuntos.

—Es comprensible, señora Hull —la interrumpió Manfredo—. La Humanidad se ha enfrentado a algunas especies alienígenas hostiles. Es normal que deseemos tenerlo todo bajo control para detectar presuntas amenazas.

—Se trata de vuestro problema —objetó Wanda—. Nosotros nos negamos a aceptaros. Los visitantes prudentes han de saber cuándo están de más. Sin embargo, vuestros jefes hicieron un último intento de conciliación. Invitaron a nuestros representantes a una cena de gala, para tratar de llegar a un acuerdo. Por cortesía, además de por curiosidad, accedimos. Yo estuve allí, y jamás podré olvidarlo —miró a los científicos muy seria, y prosiguió—. La cena tuvo lugar en una de vuestras naves. Esperábamos un transbordador de lujo o algo similar, pero se trataba de una astronave de guerra de última generación. Era impresionante. Pese a que a nadie se le escapó una mala palabra, y todos se mostraron amabilísimos, la sensación de poderío era abrumadora. En fin, que probamos los aperitivos, degustamos unos vinos excelentes, nos atiborramos de aquellas cosas tan ricas… ¿Cómo se llamaban? Lo tengo en la punta de la lengua.

—Mollejas de gandurro —aclaró Manfredo—. Se sacan de…

—Prefiero no saberlo —lo cortó Wanda—. En fin, que resultó una velada deliciosa. Y a la hora de los postres nos ofrecieron un espectáculo pirotécnico. —Pronunció esta palabra con retintín—. La nave se hallaba cerca de una enana roja sin planetas. Apuntaron sus armas a la estrella y la convirtieron en nova. Así, por las bravas. Luego nos sirvieron los cafés y los licores, como si nada del otro mundo hubiera pasado.

—Sin duda, se trató de un revientaestrellas —intervino Nerea—. Puede alterar el campo gravitatorio del sol, anulándolo unos segundos. La presión de radiación hace el resto.

—Y supongo que esa arma no sirve sólo para impresionar a las visitas, ¿verdad?

—La última vez que se empleó en un conflicto bélico fue precisamente contra el Imperio —dijo la piloto—. Varios sistemas problemáticos fueron… ¡Bah, olvídalo! Para no herir tu sensibilidad, te basta con saber que hubo doce mil millones de muertos. O de daños colaterales, en lenguaje políticamente correcto.

—Por supuesto, nuestro gobierno ya no actúa así —se apresuró a puntualizar Marga.

—Ya, ya… —Wanda sonrió—. Captamos la sutil indirecta, qué remedio. Tuvimos que creer que actuáis de buena fe y acceder a vuestras peticiones. Y aquí estamos —se apresuró a tranquilizar a sus interlocutores—. Pero ya se sabe que del roce nace el cariño, y nos hemos acostumbrado a vosotros. No os entrometéis en nuestros asuntos, y os soportamos como si se tratara de una plaga de antropólogos.

Discutieron amigablemente un rato más, mientras la vida seguía a su alrededor y avanzaba la tarde. De repente, algo los sobresaltó. El biólogo, en contra de su costumbre, había proferido un taco sumamente grosero.

—¿Te sucede algo, Eiji? —preguntó Marga, preocupada. La faz del biólogo se había quedado pálida como la cera, y miraba a los hologramas con ojos desencajados. Cualquiera diría que se le había aparecido un fantasma.

—Parece que ya le ha vuelto el alma al cuerpo —observó Manfredo.

—Tiene mejor color, desde luego —añadió Wanda—. Un carajillo de ron bien cargado es mano de santo para levantar el ánimo. Y ahora, Eiji, ¿debo llamar al médico o a un exorcista?

El biólogo parpadeó, como si por fin se diera cuenta de dónde estaba. Recorrió con la mirada a sus colegas, entreabierta la boca. Si no fuera por lo insólito de la situación, habría resultado cómico. Se detuvo al llegar a Wanda.

—El código genético es idéntico —murmuró.

El semblante de Wanda reflejaba incomprensión. Eiji prosiguió. Hablaba con tono vacilante, como si le costara admitir sus propias palabras:

—Solicité a los ordenadores de otros grupos de investigación que me facilitaran ciertos datos. Aún no están elaborados, ya que seguimos en la fase de exploración preliminar, pero… —Parecía estar disculpándose—. Resulta que la biota autóctona de los mundos de la Vía Rápida es bioquímicamente idéntica. Hay variaciones de forma muy notables, pero si prescindimos de las apariencias y hurgamos en lo esencial, los seres vivos de todos esos planetas, separados años luz unos de otros, se rigen por el mismo código genético. Que no tiene nada que ver con el ADN o el ARN, antes de que me lo preguntéis.

Se hizo un silencio incrédulo. Hasta Nerea, la piloto, captaba las implicaciones.

—Es imposible —dijo Wanda, por fin—. Las leyes del azar dictaminan que la evolución bioquímica y orgánica sea diferente en cada mundo. Las moléculas de los bichos de planetas distintos son incompatibles. Siempre. Pero suponiendo que sea cierto, ¿cómo es que vosotros, con la tan cacareada masa crítica científica, no os habíais percatado antes?

Aquélla fue una pregunta maliciosa, y logró que Eiji saltara indignado:

—¡Nuestros equipos apenas llevan unos meses en el brazo de Centauro! El salto hasta aquí es difícil y muy caro desde el punto de vista energético. Por eso, somos menos de los que deberíamos. Además, la tecnología que nos han dejado traer deja bastante que desear y…

—¿Quizá para que vuestros aparatos más avanzados no caigan en poder de los malvados colonos? —lo interrumpió Wanda, con una sonrisilla cínica que sacó de sus casillas al biólogo, ya de por sí bastante alterado.

—¡Basta ya de cachondeo! ¡Lo que ocurre con vosotros es…!

—Eiji.

Marga no había levantado la voz, pero logró parar en seco la rabieta de su compañero. Wanda asintió, complacida. Cuando una mujer miraba así a un hombre, a éste no le quedaba más remedio que cerrar el pico y desear que la tierra se lo tragara. Su aprecio por la geóloga creció considerablemente.

—Disculpadme —continuó Eiji, avergonzado—. Para inventariar los recursos de un sector tan extenso como el ocupado por las colonias, hay que ir paso a paso. El primero es la recopilación de información. Una vez que se dispone de un nivel suficiente de datos, es el turno de analizarlos y compararlos entre sí. Por desgracia, aún no hemos llegado hasta ese punto.

—Lo comprendo. —Wanda contemporizó—. Volviendo al tema que nos preocupa, sabrás mejor que yo la improbabilidad de que en dos planetas separados se repita la infinidad de minúsculos pasos aleatorios que conlleva la evolución. Y no digamos en varias docenas de mundos… Sería como arrojar un dado un billón de veces y obtener la misma secuencia de resultados cada vez que repitiéramos la jugada.

—Cuando se ha eliminado lo imposible, sólo queda lo improbable —admitió Eiji—. Puesto que la naturaleza no permite esa coincidencia de códigos genéticos, tendremos que asumir la hipótesis de una panspermia dirigida. Alguien sembró la vida a lo largo de la Vía Rápida.

Un murmullo de asombro surgió en torno al bar. No sólo los científicos, sino unos cuantos parroquianos habían estado pendientes de la conversación. Pronto se iniciaron animadas conversaciones que degeneraron en controversias. Curiosamente, Eiji era el más callado de todos, como si le costara asimilar su propia deducción. Nadie reparó en el arqueólogo. Manfredo Virányi había conectado su ordenador y consultaba algo en él con expresión concentrada. En un momento dado apagó el artilugio, se puso en pie, se alisó las arrugas del traje y carraspeó.

—Damas y caballeros, ¿serían tan amables de concederme su atención?

El parloteo cesó como por ensalmo. Todos se quedaron contemplándolo expectantes.

—Muchas gracias. Intrigado por la teoría de la panspermia del doctor Tanaka, me he dejado arrastrar por una corazonada. —La dicción de Manfredo era exquisita, al estilo de un profesor universitario de la vieja escuela—. Solicité a otros grupos de investigación que me indicaran dónde se habían hallado ruinas alienígenas. Adivínenlo.

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