23. Al abordaje

Inicios del año 4640ee.

Lugar: Alejandría. El Mar Prometido.

El Patriarca Cirilo de Alejandría no podía conciliar el sueño. El malestar que le atenazaba las entrañas le obligaba a dar vueltas y más vueltas en el mullido lecho de la Sede Episcopal. Conforme pasaba el tiempo, su desazón aumentaba. Las sábanas estaban revueltas, el colchón caliente y se sentía más incómodo. Y en el fondo sabía que era por su culpa.

«¿Quién me mandará a mí comer tanto? De grandes cenas están las sepulturas llenas». La tarde anterior había visitado la Asociación de Damas Pías, y éstas le invitaron a un chocolate con picatostes para chuparse los dedos. Resultó deliciosamente excesivo. Luego se pasó por casa del Gobernador, y allí fue agasajado con una opípara cena a base de capón asado, cerveza, fiambres e incontables exquisiteces más, licores aparte. El resultado: pesadez de estómago, gases e insomnio.

«Un día de éstos tendré que seguir una dieta a base de algas hervidas», se dijo por enésima vez. A cada año que pasaba, su silueta tendía indefectiblemente hacia la esfericidad. Sin embargo, opinaba que aún se conservaba ágil, tanto de cuerpo como de mente. Harto de removerse en la cama, llamó a su asistente para que lo vistiese y se dispuso a estirar las piernas por la ciudad dormida. «La comida reposada, y la cena paseada», sentenció.

Acompañado de una discreta escolta, abandonó la Sede Espicopal y caminó por las desiertas calles de Alejandría. Inhaló aquel aire cargado de efluvios marinos, sintiéndose revivir. No se veía un alma. Tan sólo en una ocasión se topó con un sereno que efectuaba su ronda cotidiana. El buen hombre se llevó tal impresión al cruzarse con el mismísimo Patriarca que por poco no le dio un síncope. Se postró de hinojos y balbució frases incoherentes, presa de los nervios, hasta que Cirilo le impartió su bendición y le rogó que se fuera en paz. Aquel incidente le alegró la noche al Patriarca. Le complacía constatar el efecto que su mera presencia causaba en la feligresía.

Su errabundo vagar lo condujo hasta la Catedral. El edificio estaba abierto a todas horas, por si alguien deseaba reconciliarse con Dios o aliviar el alma confesando sus faltas, reales o imaginarias. Como no podía ser menos, el sacerdote de guardia se deshizo en cortesías hacia su superior. Cirilo lo agradeció con un gesto de la mano.

—Deseo subir a lo alto de la cúpula para meditar, hijo mío —pidió, al fin.

El trayecto hasta el punto más alto del templo era trabajoso, con escaleras muy empinadas y demasiado angostas para un corpachón como el de Cirilo. Por eso, años atrás había hecho construir un ascensor, que mediante unos ingeniosos polipastos podía ser alzado a fuerza de brazos. Así, el sacerdote y los escoltas subieron la plataforma de resistentes algas hasta la linterna que coronaba la cúpula. Cirilo se apeó del artilugio, se apoyó en la baranda y oteó a su alrededor. La brisa nocturna le acarició el rostro, despejando los humores residuales de la opípara cena. Hasta donde se perdía la vista, el mar era un espejo negro, calmo e infinito, en el que como un sueño flotaba Alejandría.

Amaba hasta la médula aquella ciudad. La sentía como suya propia. De hecho, había contribuido a modelarla tal cual era, al igual que incontables generaciones de Patriarcas antes que él. La consideraba perfecta, el ideal de la urbe cristiana: ordenada, sumisa y temerosa de Dios. Y ahora más que nunca, una vez extirpado el nefando Barrio de los Convictos. Supuso una decisión drástica, pero literalmente se habían quitado un gran peso de encima. Quizá, por fin, era la única ciudad en el mundo donde los lobos habían sido limpiamente separados de las ovejas. Seguramente, pues tal era la humana naturaleza, el mal volvería a surgir, pero eso se convertiría en el problema de sus sucesores. Ahora podía y quería disfrutar del momento. Sí, allí en lo alto de la Catedral, con Alejandría a sus pies, se sentía como el piloto de una inmensa nave. O el amo del mundo, si no fuera excesivamente pretencioso por su parte.

Por un momento pensó en los desterrados. De vez en cuando se pasaba por donde los Navegantes, a comprobar el derrotero del Barrio a la deriva. Tardó en hundirse, pero finalmente había sucedido. Que el Señor se apiadase de sus almas pecadoras. Recordó el espectáculo que le mostraron los monitores de navegación: la lenta agonía del Barrio de los Convictos. Las calles y edificios que se deshacían por falta de mantenimiento, los suicidas que se arrojaban desesperados al piélago, los niños famélicos… El justo castigo, en suma. Al final estallaron los disturbios, todo se desmoronó y el mar inmisericorde lo engulló. Se había cumplido la Voluntad Divina.

Cirilo se iba notando cada vez mejor. La digestión agradecía aquella escapada nocturna. Sin duda, en cuanto regresara al lecho se quedaría frito en el acto. Alzó la vista al firmamento. Se veían pocas estrellas en aquella época del año. El campo de fuerza que protegía al cráter mitigaba el brillo de las más débiles. Una pena, pero también tenía sus ventajas: permitía proyectar en él diversas animaciones y fantasmagorías que los fieles tomaban por milagros. Un cínico habría podido objetar que se trataba de mentiras, pero todo ello estaba acorde con los designios del Altísimo. Si a Él le pareciera mal, no habría otorgado a los Navegantes sus habilidades tecnológicas. Habilidades que, por supuesto, se encaminaban a cumplir Su Santa Voluntad.

No supo cuánto tiempo permaneció en lo alto de la Catedral, ensimismado. Al final, el relente le provocó un escalofrío que le indujo a abandonar su privilegiada atalaya. Además, juraría que ya se empezaba a insinuar por levante un tenuísimo resplandor, que presagiaba el alba. «Pues sí que se me ha hecho tarde… En fin, tampoco tengo nada urgente que hacer por la mañana, así que podré permitirme el lujo de echar una cabezadita». Se disponía a bajar, cuando algo le llamó la atención. El horizonte parecía más oscuro de lo habitual, y le dio la impresión de que algo bloqueaba la luz de las estrellas. Estaba aún preguntándose si aquel curioso fenómeno se debía a su imaginación o a alguna nube baja, cuando el mundo tembló bajo sus pies. Se oyó un terrible crujido, y luego experimentó una violentísima sacudida que estuvo a punto de arrojarlo de la cúpula.

Y al cabo de unos instantes comenzaron los gritos.

★★★

El hecho de hallarse inmerso en una misión de combate ayudaba a Beni a centrarse. Aquella campaña había sido planificada como una serie de etapas sucesivas; el éxito de cada una permitiría afrontar la siguiente. Agradecía tener que pensar sólo a corto plazo, fijarse en un objetivo modesto. Porque cada vez que le venía a la mente lo que Irma Jansen había hecho con él, se enfurecía lo indecible. Y eso no era bueno para la salud. Lo que podían haber sido años de tranquilidad marital se fueron al infierno, y había hecho tanto daño a Uhuru… Imperdonable. ¿Sería capaz de recomponer los cachitos en que se había roto su vida? En fin, le resultaba más sencillo empeñarse en tomar una ciudad.

Había llegado el momento. Todas las piezas estaban situadas en sus posiciones de salida, a expensas de la reacción del adversario. De momento, éste no se apartaba del guión. Demócrito, a través de los fallos de seguridad del sistema informático de la nave generacional, se había infiltrado a fondo en los ordenadores de los Navegantes.

—Son deliciosamente primitivos —se había jactado, complacido—. Verán lo que nosotros queramos, y te aseguro que les voy a pasar una excelente película de ficción.

Así, los jefes de Alejandría creían que el Barrio se había hundido. Más difícil resultó entrar en el ciberespacio imperial. Con infinitas precauciones para no ser detectado, Demócrito sondeó los ordenadores de los hombres de Moone a través de sus conexiones con los Navegantes de Alejandría.

—Son muy buenos —reconoció—. Creo que han aprendido de errores pasados, y blindado el acceso a zonas sensibles. Si dispusiera de mi personalidad completa, tarde o temprano caerían las defensas, pero sólo soy una copia mutilada. Haré lo que pueda sin que salten las alarmas.

Al menos, y dado que los imperiales también usaban los satélites geoestacionarios que dependían de la generacional, logró engañarlos también a ellos en lo que se refería a la situación real del Barrio de los Convictos. Asimismo, pudo enterarse de las idas y venidas del enemigo. Eso permitió a Beni elegir el momento idóneo para atacar. Disponía de un par de días sin que hubiera un imperial en la ciudad. Aparentemente celebraban una reunión de alto nivel en la urbe flotante de Roma. Tendrían que ser rápidos, y no podían permitirse fallos.

En resumen, debían tomar una ciudad que contaba con fuerzas policiales equipadas con armas de fuego, bien entrenadas, que los superaban en número y en su propio terreno. A cambio, disponía de unos cuantos vecinos muy motivados, sedientos de venganza y sin nada que perder, entrenados apresuradamente. Y esta vez, Beni debía mover sus fuerzas atendiendo a ciertas limitaciones de índole ético.

Por norma general, cuando la Corporación ayudaba a un movimiento indígena contra sus gobernantes, utilizaba a los aliados como fuerza de choque, y los comandos se limitaban a rematar la faena más tarde. Las bajas solían ser elevadas, pero como se trataba de atrasados nativos y vivían lejos, a los políticos corporativos no les importaba en demasía. Ahora la situación era distinta. Las tropas de élite se reducían a él y a una Matsushita, y debía minimizar las pérdidas de vidas humanas. Se sentía obligado a conceder ese capricho a Uhuru.

De todos modos, correría mucha sangre. Uhuru ya se había hecho a la idea. Era pacifista, no ingenua. En una guerra civil, lo peor venía después de las batallas: venganzas y ajustes de cuentas. Y en Alejandría se contaban demasiados agravios acumulados. Doña Perse había adoctrinado a los suyos para que, en caso de victoria, trataran con humanidad a los vencidos. Beni había dejado caer que se ocuparía personalmente de emascular a quienesquiera que mataren, violaren o saquearen. Y no lo decía en sentido figurado. Pero eso ya se vería en su momento. Ante todo, debían tomar la ciudad. Llevaban varios días persiguiéndola a una distancia segura, aguardando el momento propicio, y éste había llegado. Confió en que los cálculos de Demócrito fueran correctos, y el impacto no lo desmantelara todo.

—¿Acaso dudas de mis habilidades como ingeniero de estructuras? —le reprochó el ordenador, con aire ofendido.

Pese a que abordaron Alejandría en un ángulo que minimizaba los daños, entraban en juego unas masas tan enormes que el choque fue tremendo. A diferencia de los alejandrinos, los asaltantes estaban preparados. En cuanto recuperaron el equilibrio y comprobaron que seguían a flote, unas mujeres que portaban amarras aseguraron el Barrio a la ciudad. A continuación se retiraron discretamente, dejando paso a los asesinos.

Pese al poco tiempo disponible, Beni los había adiestrado bien. Nada de ruidos innecesarios o estridentes gritos de guerra; debían ir al grano. Vestían discretas prendas grises para camuflarse mejor en la penumbra, y marcharon hacia las comisarías de distrito para neutralizar a las desprevenidas fuerzas del orden y, sobre todo, hacerse con sus armas. De momento, contaban con poco más contundente que hondas y cuchillos.

En cuanto al propio Beni, le tocaba infiltrarse en la mansión del Gobernador y hacerse con el control de la Cofradía de Navegantes. En teoría, éstos no podrían pedir auxilio por radio, gracias a las interferencias de Demócrito. Beni agradeció el tener que actuar solo. Uhuru era una chica sensible, y seguro que no aprobaría alguna de las cosas que se iba a ver obligado a hacer en los próximos minutos. «Bueno, para esto me entrenaron». Comprobó una vez más que las armas estuvieran operativas y se internó por las calles de Alejandría como una sombra, siguiendo el plano urbano que había memorizado.

El traje mimeta que vestía se adaptaba al entorno para que pasara desapercibido. No fue visto por ninguno de los ciudadanos que, desconcertados, se asomaban por las ventanas, tratando de averiguar a qué se debía aquel golpe que había sacudido sus casas. ¿Se trataba de una advertencia divina, con objeto de que no pecaran más y así no se repitiera una tragedia como la del Barrio de los Convictos? Sea como fuere, siglos de obediencia acrítica pasaban ahora factura. Los vecinos se retiraron a rezar a sus habitaciones, sobre todo cuando al cabo de unos minutos se oyeron los primeros disparos. Sería, por tanto, una lucha entre los asaltantes y las fuerzas del orden; nada de defensas numantinas, casa por casa. Tal como Beni suponía.

★★★

Demócrito había proporcionado comunicadores a los nativos que comandaban los grupos de asalto, así que Beni estuvo en todo momento bien informado del progreso de las operaciones. Los primeros objetivos se cumplían según el plan. Pillados por sorpresa, los agentes de Policía que estaban de guardia en las comisarías de distrito caían sin oponer resistencia digna de tal nombre. La mayoría de disparos que rompían el silencio se debían a ejecuciones sumarias in situ. Los chicos se estaban tomando la justicia por su mano; muchos tenían cuentas pendientes que saldar. Al menos, consiguió hacerles comprender que necesitaban dejar unos cuantos con vida, para que confesaran dónde guardaban los depósitos de armas y, de paso, enseñaran a usar las pistolas y fusiles a los rebeldes. Entre éstos, la disciplina se mantuvo razonablemente bien. Sabían lo que se jugaban y, pese a que se quedaban con ganas de saquear a diestro y siniestro para resarcirse tras una existencia de penurias, no deseaban pifiarla. Entre doña Perse y Uhuru habían logrado que se vieran a sí mismos como soldados de una causa justa, y eso implicaba ciertas responsabilidades. A Beni le seguía chocando que hombretones malencarados, auténtica carne de presidio, respetaran de esa forma a una pobre paralítica. En fin, como diría Demócrito, los seres humanos no funcionaban acordes con la lógica. En eso residía parte de su encanto.

Al cabo de los primeros minutos, la Policía parecía controlada. Los agentes que no estaban de servicio tenían rigurosamente prohibido llevarse las armas de fuego a casa, así que poca resistencia podían oponer. Más de uno, al ver el cariz que tomaba la situación, decidió quedarse en la cama, que mañana sería otro día. Mucho peores y más temibles eran los inquisidores, y a Uhuru le tocaba lidiar con ellos. Beni le deseó suerte y se centró en lo suyo: entrar en la casa del Gobernador y hacerse con el control de la Cofradía de Navegantes.

Entre las descripciones de Perse y las sondas espías, logró memorizar la distribución de aquel complejo edificio. Había una entrada principal y varias más discretas para uso de la servidumbre. Estas últimas se las dejó a asesinos de confianza, con órdenes de no dejar entrar ni salir a nadie por ellas. Cubiertos los flancos, él franquearía la puerta principal, como los grandes señores.

Claro, quedaba por solventar el problema de los centinelas. La mansión se alzaba en una amplia plaza despejada, imposible de cruzar sin que lo detectaran. Salvo que no quedaran ojos indiscretos, por supuesto. En sus años mozos, Beni había ejercido de francotirador, y no se le daba mal. Estudió el fusil de asalto que había logrado rescatar de la armería de la nave. Se trataba de un Sempai Mk. 13, un modelo clásico y fiable. Reguló el impulsor de masas a subsónico y seleccionó munición de polímero. Si apuntaba a la cabeza, el plástico se desharía en fragmentos nada más atravesar el cráneo y reduciría a pulpa el cerebro en una fracción de segundo. Si disparaba al torso, haría picadillo los órganos internos, pero no sabía si aquellos tipos dispondrían de chaleco antibalas. Desde luego, no usaban cascos decentes, sino unas monstruosidades diseñadas para impresionar al vulgo. A la sesera, pues. Apuntó al primer blanco, parapetado en una esquina. Sintió una punzada de simpatía hacia él. Los sufridos centinelas sólo servían para que se los cepillara el guerrillero de turno, pero la vida era dura. El ordenador del fusil procesó datos de distancia, velocidad del viento y características del objetivo, y dio el visto bueno. Beni apretó el gatillo, y el hombre se desplomó como un fardo. Antes de que sus camaradas se dieran cuenta de lo que pasaba, habían caído todos en rápida sucesión. «Vaya, no he perdido facultades», se dijo, satisfecho.

Llegó hasta la puerta. Según Demócrito, había neutralizado las cámaras de vigilancia, así que nadie se percataría de la escabechina. Se disponía a forzar la cerradura con una diminuta ganzúa láser, cuando alguien asomó la nariz. Era un guardia de seguridad que iba a decir algo a sus compañeros, y que no tuvo tiempo de saber qué le mató. «Ojalá sigan dándome estas facilidades», pensó Beni.

Se internó por los pasillos con el sigilo de una sombra. El traje mimeta lo convertía en prácticamente invisible, mientras sus fibras inteligentes jugaban con luces y colores. Realmente, la única traza de su presencia era la sucesión de cadáveres que dejaba atrás. Intentaba ocultarlos, pero tarde o temprano darían con alguno. Debía apresurarse.

Según la información facilitada por las nanosondas, O’Higgins había abandonado sus aposentos y se refugiaba en el Centro de Control. Camino de éste, se tropezó con un policía que vestía un uniforme más abigarrado de lo habitual. Supuso que se trataría de algún oficial, y que quizá supiera cómo entrar a la zona de navegación sin tener que perder el tiempo en forzar cerraduras o reventar puertas. Tendió una emboscada a aquel pobre diablo en un pasillo, lo redujo sin dificultad y en silencio y lo arrastró a un rincón apartado.

—¿Cuál es el camino más fácil para llegar hasta el Gobernador? —le susurró.

La víctima era un oficial de Policía adscrito a la mansión del Jefe. Habitualmente, su cometido consistía en transmitir órdenes a las comisarías y coordinarse con la Guardia Inquisitorial. El extraño seísmo los había cogido a todos de improviso. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba ocurriendo, y las comunicaciones no respondían. Los centros administrativos y policiales estaban conectados por un rudimentario sistema de telegrafía, puesto que no era juicioso dejar tecnología compleja al alcance del pueblo llano, pero los telegrafistas parecían haberse evaporado. Tan sólo de un par de comisarías periféricas llegaron confusos y truncados mensajes que se referían a un asalto llevado a cabo por desconocidos.

Ante la crisis, el oficial corrió a solicitar órdenes del Gobernador; como buen subordinado, carecía de iniciativa propia. Halló a O’Higgins junto a los Navegantes, en bata de casa, despeinado y sin afeitar. Al oficial se le cayó el alma a los pies. Su Jefe parecía al borde del colapso, tan desconcertado como él. Trataba de disimular su nerviosismo impartiendo órdenes a diestro y siniestro, y a grito pelado. Los Navegantes tampoco sabían qué hacer. Las comunicaciones con los imperiales no funcionaban, ni los satélites enviaban imágenes. Las pantallas sólo mostraban una nieve gris, y por los altavoces (cortesía de Demócrito) se escuchaba una música enervante que nadie conocía, y que se repetía una y otra vez[16].

A partir de los escasos datos disponibles, los Navegantes llegaron a una conclusión, por más que se les antojase imposible: el Barrio de los Convictos había regresado, y todos aquellos desterrados estaban invadiendo Alejandría. Por si quedaban dudas, unas mujeres de dudosa virtud habían desplegado un gran estandarte con la paloma y el libro. Algunos Navegantes, a diferencia de su Jefe, no se dejaron llevar por el pánico. Trataron de sugerir al Gobernador, sin ganarse una bronca, que era necesario mantener la calma. Los convictos debían de ser pocos, y sin duda estarían pobremente armados. Se requería reorganizar las fuerzas propias y coordinarse con el disciplinado cuerpo de Inquisidores. Si el telégrafo no respondía, habría que recurrir a correos humanos. Al final, se convencieron de que la revuelta sería sofocada si no actuaban como pollos descabezados.

Justo cuando el oficial marchaba a transmitir las órdenes recibidas, lo capturó el desconocido. Ni por asomo se le ocurrió resistirse. Su forma de moverse era inhumana. El tono neutro, casi cortés, en que había formulado la pregunta, espeluznaba. Y los ojos… A saber qué pensamientos albergaba aquel tipo, pero seguro que no se trataba de piedad o paciencia. Por supuesto, le respondió a todo cuanto quiso saber. Al cambio, le fue otorgada una muerte rápida.

Beni marchó derechito hasta donde se refugiaban los Navegantes. Según el fiambre, tendría que enfrentarse a unos quince hombres, pero ninguno de ellos era soldado profesional, ni estaría familiarizado con la violencia descarnada. Por eso, entró como una tromba en la sala de control y agarró por el pescuezo al primero que pilló. Ante los espantados ojos de sus compañeros, lo degolló de un tajo y les arrojó el cuerpo a los pies, chorreando sangre y salpicándolo todo de rojo. Acto seguido, le voló a otro la cabeza con una bala explosiva.

«Ajá, creo que ya he captado su atención». Se dirigió a los aterrados navegantes con voz fuerte y clara:

—Al primero que se mueva sin permiso, se acerque a una consola, hable o desee hacerse el héroe, lo mato. Si quieren seguir vivos, túmbense en el suelo con las manos en la nuca. ¡Ya!

Como había previsto, una carnicería calculadamente arbitraria cercenó todo intento de resistencia. Pese a la superioridad numérica, obedecieron más que deprisa, aunque alguno no pudo evitar el vómito. Al cabo de unos segundos, todos estaban en el suelo salvo O’Higgins. El miedo, o tal vez la estupefacción, lo habían paralizado. Aquello no podía estarle pasando a él. Sin duda, en un momento u otro despertaría, para descubrir que se trataba de una pesadilla. Pero los malos sueños no lo derribaban a uno de una patada en las corvas, ni lo inmovilizaban pisándole el cuello, en una postura de lo más denigrante.

—Por cierto, recuerdos de parte de su ex ama de llaves, señor Gobernador —comentó el intruso, y acto seguido se dirigió a uno de los Navegantes—. Eh, tú, el pelirrojo: agarra esos rollos de cable del armario y ata a tus compañeros de pies y manos. Si alguno se libera, te vuelo los huevos. ¡Venga, que es para hoy!

Una vez asegurada la plaza, lo cual llevó pocos minutos, Beni obligó al pelirrojo a que pusiera todos los dispositivos de la Cofradía a disposición de los rebeldes. Por un momento, pensó en liquidar a los prisioneros, ya que suponían una molestia y su valor era nulo, pero los dejó vivir por deferencia hacia Uhuru. «Me estoy haciendo viejo». A continuación, se ocupó de O’Higgins.

El Gobernador estaba tumbado en el suelo, amarrado como una gran morcilla trémula. Una vez pasado el terror inicial, trataba de mantener una dignidad mínima. No tenía ni pajolera idea de quién sería aquel asesino, pero estaba convencido de que la rebelión no podía triunfar. Si la Policía se sumía en el desorden, siempre quedaban las tropas del Patriarca; un cuerpo de élite. Consciente de la triste figura que debía de ofrecer a los subordinados, intentó recuperar su imagen de autoridad. Levantó la cabeza como pudo, a pesar del cable que lo sujetaba, y procuró que su voz sonase severa, aunque le quedó un tanto estridente:

—¡Usted, forastero! Su insensata acción no triunfará, y lo sabe. Ríndase, y le garantizo un juicio justo.

Beni lo miró, sonriente.

—Ya. Y eso lo afirma quien dejó todo un Barrio a la deriva para que sus habitantes murieran tras larga agonía: civiles inocentes, mujeres, niños…

La respuesta parecía amable y educada, pero algo en el tono de aquel tipo atacaba los nervios. Consciente de que no sería bueno para su salud llevarle la contraria, trató de contemporizar:

—Bueno… Tal vez los jueces se excedieron un poco, por más que pensaban en el bien común. Sin embargo, tiene mi palabra de honor de que en su caso…

—Cierre el pico —le ordenó Beni sin alzar la voz, y O’Higgins se calló al instante; luego hurgó en su cinturón, sacó algo y se lo mostró al Gobernador—. ¿Sabe lo que es esto? Pues tengo el gusto de presentarle un cuchillo de desollar. Como vuelva a hablar sin que le dé permiso, averiguará para qué sirve, ¿estamos?

O’Higgins asintió enérgicamente, con ojos como platos. Beni sonrió, complacido.

—Bien, calamidad semoviente —prosiguió—. Quiero controlar la cadena de mando de Alejandría ahora mismo. Así que empiece a cantar códigos, protocolos de actuación y demás. Cualquier oposición que podamos encontrar ha de ser neutralizada. Y rápido, que tengo prisa.

O’Higgins, comprendiendo lo que aquello implicaba, balbució una negativa incoherente. Sin más ceremonias, Beni lo alzó en vilo, lo sentó en una silla y le propinó un bofetón que hizo que le zumbaran los oídos.

—Tú, pelirrojo —ordenó—, tráeme esa botella de ahí.

El Navegante obedeció. Beni rompió la botella de un golpe, dejó los trocitos sobre una mesa y empuñó el cuchillo. A O’Higgins se le escapó un chillido de terror, pero Beni se limitó a cortar algunas tiras de su bata para confeccionar una suerte de mordaza.

—¿Sabe escribir? —le preguntó; O’Higgins asintió, sudando a mares—. Estupendo. Abra la boca.

—¿Qué me va a…?

O’Higgins no pudo terminar la frase, que degeneró en un grito. Beni le había metido el cuchillo entre los labios y le pinchaba la encía. El Gobernador abrió la boca de par en par, y Beni se la fue llenando de fragmentos de vidrio. Luego se la vendó con la mordaza y lo miró desapasionadamente, como si estuvieran hablando de cuestiones intrascendentes.

—Atienda; le explicaré de qué va esto. Aquí tiene papel y lápiz —se los tendió, al tiempo que le liberaba la mano derecha—. Va usted a escribir todo lo que se me antoje exigirle. En caso contrario, le meteré un par de hostias y volveré a pedírselo. Por ejemplo.

No fue una bofetada muy violenta, pero a O’Higgins el sufrimiento le pareció insoportable. El vidrio se le clavó en encías, paladar y lengua. Tosió para no ahogarse con la sangre, y aquello le dolió aún más. Se meó por la pata abajo. Los Navegantes contemplaban la escena espantados. El pelirrojo, dado que aquel loco estaba ocupado torturando al Jefe, decidió huir antes de que le tocase a él. Apenas hubo dado tres pasos, caía de un balazo explosivo en plena espalda.

—Caray, cómo está el servicio —comentó Beni, sin darle importancia—. Bueno, señor Gobernador, he aquí la primera pregunta…

O’Higgins contestó sin objeciones, como cabía esperar.

—Beni, lo tuyo es el espectáculo —intervino Demócrito por el comunicador craneal, mientras O’Higgins escribía a toda prisa.

—Podría haberlo intentado con drogas, pero hoy me he levantado con ánimo juguetón. ¿Qué tal los demás?

—La Policía está bajo control. Resisten varias comisarías, pero caerán gracias a la colaboración desinteresada del Gobernador. En cambio, los inquisidores, como nos temíamos, no dependen para nada del poder civil. En vez de estar dispersos, viven en una especie de casa cuartel, como las de la antigua Guardia Civil española. Disponen de mejores armas, y su nivel de fanatismo es alto. Tus hombres jamás podrán con ellos.

—Tenemos a Uhuru.

—Aún no sé cómo la convenciste para que accediera a… Bueno, a lo que debe hacer. Será un tanto desagradable, aunque no pienso perdérmelo, amigo mío.

—Hablaré con ella, no sea que le dé uno de sus ataques éticos y se arrepienta a última hora —continuó en voz alta—. Y usted, Gobernador, no se me duerma y siga redactando. Por cierto, a ver si mejora la caligrafía.

★★★

Un rato después, los refuerzos habían llegado y la sede del Gobierno estaba tomada por los rebeldes. Era algo digno de verse; no todos los días un batallón de ex prostitutas se encargaba de custodiar prisioneros. Se lo tomaban con seriedad y lo hacían razonablemente bien, tratando de parecer profesionales. Claro, después de largos años de privaciones, no podían evitar asombrarse al contemplar las riquezas que atesoraba aquella mansión.

—Joer, cómo viven los puñeteros ricachones —dijo doña Remigia, recientemente ascendida a sargento de tropas de ocupación, al toparse con un objeto tan exótico como un bidé con agua caliente—. Qué bien nos hubiera venido uno de éstos en el negocio, para no tener que ir mi pobre cuñado palangana arriba, palangana abajo.

Hubo burlas, claro. El hijo mayor de O’Higgins se rió de sus captoras y las insultó de forma colorista. La suya resultó ser una actitud poco juiciosa, con todo lo que les había caído a los vecinos del Barrio de los Convictos.

—Creo que no te has enterado de lo que pasa, niñato —le dijo la ex madama, agarrando un cuchillo.

Después de ver lo que quedó del hijo del Amo, se acabaron las chanzas a costa de las milicianas. Por lo general, no hubo muchas represalias. Beni permitió que alguna de las chicas se desquitara de ciertos policías singularmente crueles o de clientes que en el pasado mostraron preferencias sexuales un tanto barrocas, pero siempre dentro de un orden. Así, de paso, se mantenía al adversario saludablemente acojonado.

En el Centro de Control reinaba la calma. Varias milicianas vigilaban a los Navegantes. Le habían quitado la mordaza y los vidrios a O’Higgins, que lucía bastante desmejorado. Entre los recién llegados estaban Teo y Aurora. El hermano de Perse se sentía más feliz que un niño con zapatos nuevos, ante aquel muestrario de tecnología que hasta la fecha le habían ocultado al pueblo: monitores, consolas, comunicadores… Aurora, pese a su corta edad, se había convertido en la mano derecha de Perseveranda. Los vecinos del Barrio le tenían mucho aprecio y respeto, por lo que sería ideal para contribuir a atajar los elementos descontrolados.

O’Higgins, como no podía ser menos, era presa del síndrome de Estocolmo. Perdida toda esperanza de victoria y con el interior de la boca en carne viva, procuraba patéticamente congraciarse con sus captores. Al escuchar un retazo de conversación entre Beni y Aurora, le llamó la atención una palabra. Se aclaró la garganta.

—Perdonen, señores, ¿han mencionado a los imperiales?

Beni se dio la vuelta y lo miró.

—Sin entrar en detalles escabrosos, me dedico a cazarlos.

—¡Me alegro! —al Gobernador se le iluminó el semblante—. ¡Eso lo explica todo! Entonces, se trata de un malentendido. No necesitan ustedes atacarnos. Esos… patanes presuntuosos merecen el mayor de los castigos. Les ofrezco la completa colaboración de las fuerzas del orden de Alejandría para…

—Cállese, payaso —lo cortó Beni, con cara de malas pulgas.

O’Higgins se quedó con la palabra en la boca, amedrentado. Beni hizo un gesto con la mano, y las milicianas que custodiaban a los Navegantes se aproximaron.

—Oiga, Gobernador —continuó Beni, en tono pedagógico—: de los imperiales me ocupo yo, que es mi guerra y para eso me pagan. A quienes tiene que convencer de su bonhomía es a los que le juzgarán. A ellas, por ejemplo. Y ahora, si me disculpa…

O’Higgins contempló a las mujeres con ojos desorbitados.

—Pero pero pero… ¿No ve que se trata de unas p…? —se le escapó, sin poderlo evitar. Aunque se frenó al llegar a la última palabra, todos la comprendieron. Doña Remigia se acercó y asió la barbilla del Gobernador, obligándolo a mirarla a la cara.

—Puta lo será tu madre, majo. Ahora somos milicianas. Tu primogénito ha sido, esto, ejecutado por faltarnos al respeto. Parece que tienes mucha prisa por hacerle compañía.

Aquello fue el mazazo definitivo para el cautivo. Curiosamente, no sintió pena por su hijo, sino espanto por el convencimiento de que no saldría vivo de allí.

—Yo… S… Señoras, en nombre de la piedad… —balbució.

Aurora llegó a su lado. Para tratarse de una niña, su mirada era cortante como una navaja.

—Piedad, sí. La que ustedes tuvieron con nosotros cuando nos abandonaron para que el mar nos devorase. Perse siempre defiende los valores cristianos, como eso de poner la otra mejilla —O’Higgins asintió frenéticamente, y las milicianas fruncieron el ceño—. Pero cuando sufro un amago de compasión hacia nuestros verdugos, pienso en Paquita. ¿Os acordáis de cómo acabó, chicas? —se oyeron murmullos de ira, y alguna se enjugó una lágrima—. En su nombre será usted juzgado, señor Gobernador —lo miró a los ojos—, al igual que otros de su calaña, y no esperen clemencia. Como mucho, le garantizo que las ejecuciones serán rápidas. No somos como ustedes, que se regodean en el sufrimiento humano.

La expresión de O’Higgins se trocó en furia vesánica. Escupió gotitas de sangre al gritar.

—¡Tú, maldita mocosa…!

—¿Mocosa? No crea; en el Barrio de los Convictos se madura rápido.

—¡Los inquisidores acabarán con todos vosotros!

—Eso me recuerda que —intervino Beni—, puesto que aquí queda todo controlado, tendría que echarle una mano a Uhuru.

★★★

El Patriarca Cirilo estaba convencido de que aquella inconcebible catástrofe podía ser contrarrestada. Más tarde llegaría el turno de las preguntas y la purga de responsabilidades. No era de recibo que un objeto flotante de semejante tamaño, y que teóricamente navegaba a la deriva, hubiera escapado a los ojos de los Navegantes. Por no mencionar lo del abordaje. Ahora se requerían acciones contundentes y cabezas frías. Y líderes resueltos, como él mismo.

Según los informes recibidos, la Policía había caído, así como el Gobernador. Lo sentía por ellos, pero Dios castigaba a quienes no daban la talla en los momentos críticos. Por fortuna, sus inquisidores estaban hechos de una pasta mucho más dura y, sobre todo, se organizaban mejor. La sede del Santo Oficio era un fortín inexpugnable, amén de un arsenal seguro. Disponía bajo sus órdenes, por tanto, de más de un millar de hombres resueltos y armados hasta los dientes con fusiles de mayor alcance que los de los rebeldes, fruto de los asaltos a las comisarías. Además, los inquisidores sabían usarlos.

Nada más percatarse de la gravedad de los acontecimientos, Cirilo había asegurado las inmediaciones del edificio. Era fácilmente defendible, y nadie podría acercarse a él sin ser detectado. La Plaza de los Autos de Fe, además de para lo que su nombre indicaba, era un factor de seguridad añadido. Cualquier asaltante debería atravesar un amplio espacio despejado, y se convertiría en un perfecto blanco de tiro.

Asimismo, contaba a su favor con la capacidad de obrar milagros. Desde tiempo inmemorial, los inquisidores habían preservado restos de la antigua tecnología. Su exhibición ejercería un efecto devastador sobre aquellos patanes atrasados que osaban alzar la mano contra sus superiores. El caos se apoderaría de ellos, y entonces llegaría el turno de un contraataque definitivo. En cuanto barrieran los últimos focos de resistencia y ejecutaran a los revoltosos, llegaría el tiempo de pensar en los cambios. Sería ineludible modificar la organización social, para que hechos tan desagradables no se repitieran en el futuro. Si los inquisidores sometían a los levantiscos, las gentes de bien lo apreciarían en su justa medida. El poder civil quedaría desacreditado, y tendría que dejar paso a un gobierno religioso que, con mano de hierro embutida en guante de seda, guiaría el timón de Alejandría por los siglos de los siglos. Pero ese bello sueño debía esperar. Lo más urgente era sofocar la rebelión.

Los centinelas detectaban movimientos de insurgentes en las cercanías de la sede. Aún no se atrevían a cruzar la explanada circundante, pero tarde o temprano lo harían. Seguramente atacarían en masa, al estilo de los salvajes, tratando de suplir por la fuerza del número sus carencias tácticas. Los inquisidores rechazarían a aquella chusma, por supuesto, pero quizá a costa de algunas bajas. Cirilo ni podía ni quería consentirlo.

Sí, había llegado la hora de los milagros.

La caída del Centro de Control significaba un contratiempo. No dispondría del campo de fuerza que sellaba el cráter a modo de pantalla cinematográfica, pero existían otros recursos que se podían manejar desde la Sede del Santo Oficio. Unas bombas conectadas a aspersores comenzaron a expulsar agua marina en forma de sutiles cortinas y campanas. Sobre ellas, varios proyectores de diapositivas y películas, así como focos de colores, dieron inicio a la función. Cirilo estaba seguro de que nunca sería olvidada.

Tenía razón.

Fueron imágenes terribles de ángeles, arcángeles, tronos y potestades airados, equipados con espadas flamígeras, amenazando a los pecadores. Las visiones del Infierno sobrecogían el ánimo. Un Pantocrátor encarnaba el concepto de autoridad. Coros iracundos, gracias a altavoces camuflados, exhortaban a temer la cólera divina. Una breve aparición de la Virgen María rogó a su Hijo el perdón para quienes se rindieran. Monstruos bíblicos como el Leviatán, Behemoth o los impíos gigantes rugieron imponentes. En suma, fue un espectáculo de luz y sonido concebido para convertir a una turba infame en un rebaño de borregos asustados a la par que arrepentidos.

Como guinda del pastel, una espantable cabeza de Jesucristo exigió a los rebeldes que se juntaran en la Plaza de los Autos de Fe, desarmados y arrodillados. Según cuántos se entregaran, los fusilarían allí mismo o ya estudiarían algún otro método para ejecutarlos. Porque sólo un imbécil volvía a tropezar con la misma piedra, y estaba claro que aquellos miserables no dispondrían en el futuro de una segunda oportunidad de amenazar a Alejandría.

El Patriarca impartió sus últimas órdenes y aguardó acontecimientos, asomado a un balcón equipado con micrófonos. Por medio de éstos, conminó a los sublevados para que fueran entrando a la Plaza. No podían tardar mucho, en cuanto se recobraran del pasmo sufrido al ver que el mismísimo Cielo se manifestaba contra ellos.

★★★

Aquel alarde de fantasmagorías estaba haciendo estragos entre los hombres. Los inquisidores sabían perfectamente cómo apelar a los miedos más profundos en las almas de los alejandrinos. Uhuru se las veía y deseaba para mantener el control entre una tropa que se desmoralizaba a ojos vistas.

—Quieren engañaros con imágenes falsas —repetía una y otra vez por los comunicadores—. Dios no tiene nada que ver en esto, creedme.

A duras penas logró mantener la disciplina, y nadie cayó presa del pánico. Algo en su voz transmitía confianza y calma. Pero Uhuru, pese a su tranquila apariencia, se iba indignando a cada minuto que pasaba. Era testigo del efecto devastador que podía ejercer la manipulación de la fe religiosa. A eso se sumaba la monstruosidad que suponía dejar todo un Barrio a merced de las olas, para que sus moradores se fueran muriendo sin prisas, atenazados por la desesperación. Por si faltaba algo, las nanosondas espías desvelaban los movimientos en la Sede inquisitorial. Planeaban cometer una masacre en cuanto los rebeldes se entregaran. Aquello disipó cualquier duda que Uhuru pudiera albergar hacia la misión que le encomendó Beni. No vacilaría a la hora de tomar vidas, ya que éstas se habían mostrado indignas, por más que eso repugnara a su filosofía pacifista. Debía hacerse.

—Demócrito, vamos a contraprogramarles el festival —transmitió.

—Tú mandas —respondió el ordenador—. He modificado algunas sondas para que puedan sabotear los cables y tuberías del agua. También me he hecho con el control de varios focos.

—De acuerdo. —Uhuru abrió su mochila y sacó ropa de ella—. Que empiece el espectáculo.

—Procura no sobreactuar, querida.

★★★

El Patriarca se impacientaba. Aquellos insurrectos aún no daban señales de vida. Tendría que echar mano de la filmoteca y proyectar algo singularmente macabro. El corto sobre las ánimas del Purgatorio serviría, sí.

Dicho y hecho. En la Plaza se exhibieron cuerpos torturados, en carne viva, lamidos por las llamas, cuyos gemidos harían llorar a las piedras. «Seguro que esto los acojona», pensó.

Entonces se hizo la oscuridad, acompañada de un silencio abrupto, sobrecogedor. Cirilo dio un respingo y quedó confuso, aunque enseguida se recobró. Ordenó a un acólito que preguntara a los hermanos tecnólogos qué puñetas estaba pasando. La representación escatológica debía reanudarse cuanto antes.

Un foco extraordinariamente brillante iluminó el borde de la Plaza, al tiempo que de los altavoces surgían sonidos de estática. «Aleluya, parece que vuelve a funcionar el invento», se dijo Cirilo. «Ahora se enterarán esos malditos de lo que vale un peine».

A partir de ahí, los acontecimientos se apartaron del guión prefijado. Una figura solitaria entró en el círculo de luz y fue avanzando por la Plaza pausadamente hacia la Sede del Santo Oficio.

★★★

—Me siento un poco ridícula, Demócrito.

—Tranquila, querida. Camina despacio, con elegancia, como si flotaras. El foco te seguirá. Así, muy bien. Iré atenuando los halógenos progresivamente y subiendo el ultravioleta. Ajá, perfecto. Has nacido para esto, sin duda.

—No te rías…

—Todo lo contrario, Uhuru. Te aseguro que si fuera humano y de sexo masculino, ahora mismo se me estaría cayendo la baba.

—Veremos cómo afecta eso a unos fanáticos religiosos.

—No los dejarás impasibles, te lo garantizo.

★★★

Era una mujer, sin duda, la que se acercaba sola y desarmada al edificio. Lo inverosímil de la aparición desconcertó a Cirilo y sus discípulos. Aquello no estaba previsto, pero había algo subyugante en ella. El Patriarca aún no se decidió a ordenar a sus hombres que dispararan.

Por los altavoces comenzó a sonar una música de una belleza sobrenatural, que conmovía a quienes la escuchaban. Al menos, eso parecía a una cultura que nunca había conocido el Adagio de Albinoni. Conforme se acercaba, el haz luminoso que acompañaba a la mujer iba perdiendo intensidad, pero al mismo tiempo ocurría un portento admirable. Sus ropas resplandecían en un tono blanco tan puro que parecía irreal. Cirilo y los suyos no sabían que un foco de luz negra, propio de discotecas, podía resaltar determinados tejidos especialmente tratados.

Y la figura femenina seguía caminando como si no perteneciera a este mundo, con una gracia que rozaba la perfección. Sus rasgos se fueron haciendo poco a poco visibles para los inquisidores. Nunca antes habían contemplado un rostro tan cautivador, ni un cuerpo tan hermoso. El sencillo vestido de vaporosa tela, mecida por la brisa del alba que se anunciaba tímidamente, con un discreto escote que dejaba entrever un medallón, realzaba sus encantos. En aquella criatura parecía haberse encarnado el ideal de belleza femenina, una Diosa blanca que no se postraba ante los hombres, tangible a la vez que inalcanzable.

No podían dejar de mirarla.

★★★

«Tengo que acercarme más».

Uhuru seguía caminando a paso lento, con los nervios en tensión. Necesitaba situarse a menos de diez metros del Patriarca para hacer lo que debía.

Temía que en cualquier momento algún inquisidor perdiera los nervios y disparara. Su piel artificial, producto de lo más granado de la tecnología corporativa, podría parar una bala de fusil como si fuera un chaleco de kevlar, pero si le acertaba en un ojo… Mejor sería no pensar en ello, y confiar en que la puesta en escena los impresionase tanto que los sumiera en la inacción. Con suerte, tendrían reparos a la hora de matar a sangre fría a una mujer sola e inerme.

Estaba a unos veinte metros de la fachada de la Sede cuando el Patriarca le habló, por fin:

—¡Detente, seas quien seas! —la conminó. Cirilo sonó firme y autoritario a través de la megafonía. Sin embargo, Uhuru no se iba a arredrar. Llevaba un intensificador fónico acoplado a la garganta, y Demócrito también controlaba el uso de los altavoces. Su voz pudo escucharse pura, serena, sobrenatural y realzada electrónicamente.

—Vengo en nombre de aquéllos a quienes condenasteis a una muerte atroz. Vuestros actos ofenden al Dios que decís adorar. Entregaos o afrontad las consecuencias.

Aquel escueto parlamento impresionó a todos. La expresión del Patriarca se endureció. Se avecinaba un auténtico duelo de voluntades, y demostraría que la suya era la más férrea. Estuvo a punto de ordenar que abatieran a aquella hembra extraordinaria, pero quizá diera la impresión de que le tenía miedo, y ése no era el caso. Debía reafirmar su autoridad de manera indiscutible.

—¡Quédate quieta y di quién eres! —se asomó al balcón y la señaló con el índice, en un gesto teatral.

Uhuru calculó distancias. «Aún demasiado lejos…» Si quería que todo saliese acorde con el plan, debía seguir caminando. La fe de los rebeldes se estaría tambaleando después del festival de horrores ofrecido por el Santo Oficio. Para contrarrestarlo, necesitaba obrar un prodigio todavía mayor, que minara incluso la voluntad de los aguerridos inquisidores. Por tanto, no detuvo su mayestática marcha y respondió a Cirilo, confiando en que eso le permitiera ganar tiempo:

—Mi nombre poco importa —empezó a decir, pero entonces cayó en la cuenta de cómo se llamaba el Patriarca y una idea maliciosa le rondó por la mente; sería una pequeña reparación histórica—. Aunque tú, Cirilo de Alejandría, puedes llamarme Hipatia. He vuelto.

★★★

Tanto el Patriarca como sus ayudantes de confianza poseían conocimientos del Cristianismo primitivo de la Vieja Tierra y de los primeros Padres y Doctores de la Iglesia. Sabían que hubo otra Alejandría en el fértil Egipto, y otro Cirilo.

Alejandría poseyó una Biblioteca maravillosa, única en su tiempo, donde se recogió el saber antiguo, un acervo de conocimientos de valor incalculable. En la primera mitad del siglo V de la Era Cristiana había perdido ya gran parte de su fulgor, pero aún mantenía una llama en medio de la oscuridad que se cernía sobre Occidente.

Cirilo sucedió como obispo de Alejandría a su tío Teófilo. Puede que heredara de él su habilidad como animal político y su astucia, así como una notable falta de escrúpulos y de compasión hacia los que consideraba enemigos. Y entre éstos se contaba Hipatia, hija del matemático y astrónomo Teón, una filósofa neoplatónica que trabajaba en la Biblioteca; una de las pocas cosas, aparte de la comunidad judía, que los cristianos no controlaban aún. Hipatia era hermosa, ecuánime, culta y sobre todo tenía fama de sabia. Y eso era intolerable en una mujer, pagana por añadidura.

Cirilo maniobró con maestría. El año 412 fue nombrado Patriarca de Alejandría. Logró generar una atmósfera de fanatismo contra todo aquello que se apartaba de su visión del cristianismo. Se avecinaban malos tiempos para paganos, judíos y herejes. Muchos amigos de Hipatia, en aquella atmósfera de persecución, optaron por convertirse al cristianismo, pero ella siguió fiel a sus principios. Era pagana, y pagana moriría dentro de poco.

El nuevo Patriarca quizá la admirara en secreto, pero el odio era mucho más fuerte. Azuzó a la comunidad cristiana contra ella. Para los seguidores del Patriarca, incultos y fanáticos, Hipatia era una bruja malvada, corruptora e indigna de vivir. En marzo de 415 la asesinó un grupo de monjes. No fue la suya una muerte rápida. La sacaron de su carruaje, la desnudaron y la despellejaron con conchas afiladas. Luego la descuartizaron y quemaron sus restos, para que su memoria fuera olvidada.

El crimen quedó impune. El interés por las ciencias se apagó en el mundo dominado por los cristianos. Los escasos amigos de Hipatia callaron o huyeron a tierras más bonancibles. Cirilo siguió contribuyendo al exterminio de los judíos, machacando a sus enemigos de doctrina y años después de su muerte fue canonizado por la Iglesia. El Bien triunfaba gracias a Dios.

Y ahora, aquella mujer había regresado.

No podía ser ella, evidentemente. Resultaba absurdo, pero Cirilo no pudo evitar un escalofrío. Era una sensación desagradable, que no experimentaba a menudo. Mientras tanto, la tal Hipatia seguía aproximándose, hasta que llegó a pocos pasos de la fachada del edificio.

★★★

—Prácticamente te has colocado dentro del radio de alcance —le transmitió Demócrito—. Si el balcón estuviera situado un poco más abajo, Cirilo sería tuyo. Acércate cuanto puedas, y procura que se asome a la barandilla.

—Sería más efectivo si trepara por el muro.

—Indudablemente, pero estropearías el efecto dramático, que es de lo que se trata, querida.

Uhuru suspiró mentalmente y estudió su objetivo. Sintió algo próximo a la piedad. Incluso un fanático religioso de la peor especie no merecía acabar así. Vaciló, pese a los firmes propósitos de unos minutos antes. «Siempre he defendido la no violencia. Si algo le he achacado a Beni es su crueldad hacia el enemigo. Y ahora tengo que convertirme en alguien como él ¿Acaso no habrá otro modo de solucionar esto?»

A su vez, el Patriarca la miró con fiereza. Superado el desconcierto inicial, lo invadía una oleada de santa indignación, deseoso de acabar con tan lamentable farsa. Sin duda, algún rebelde medianamente espabilado había logrado colarse en los sistemas de comunicación del Santo Oficio. Le vino a la mente el nombre de Teodoro Desmaziéres, aquel hereje sodomita que fue castigado meses atrás. Lamentó que el tribunal no hubiera sido más duro al dictar sentencia. El resto, cabía imaginárselo. Los insurrectos buscaron alguna meretriz físicamente agraciada de las muchas que pululaban en la gusanera del Barrio de los Convictos, la vistieron como una diosa pagana y así trataban de socavar la moral de los hombres. Era una estrategia atrevida, aunque burda, y no quedaría impune. «¿Diosa? ¡Más bien una hechicera, o la Gran Ramera de Babilonia!» La increpó con voz tonante:

—¡Tú, impostora! ¡Satanás, supremo corruptor, habla por tu boca! Sabe que las añagazas del Maligno jamás triunfarán. ¡Atended, ciudadanos de Alejandría! —declamó, aunque no había nadie más en la Plaza; sin embargo, sabía que los rebeldes escuchaban—. La farsa llega a su fin, y todo retornará a su orden natural.

Alzó los brazos y el balcón comenzó a descender majestuosamente, gracias a un mecanismo oculto y bien engrasado, que sólo se usaba en las ocasiones señaladas. El Patriarca, por supuesto, iba bien acompañado. Lo flanqueaban cuatro robustos inquisidores armados con fusiles, entre ellos su fiel oficial Habacuc Almagro. El balcón tocó el suelo, que vibró bajo los pies de Uhuru.

—¡Entrégate por las buenas o serás reducida ignominiosamente, maldita embaucadora! —le exigió.

—Lo tienes a tiro. Todo para ti, querida —avisó Demócrito.

Llegado el momento de la verdad, Uhuru vaciló. Se vio a sí misma allí, sola en medio de la Plaza, en un mundo extraño y perdido, ataviada con un ridículo vestido y jugando a parecer una deidad. La asaltó toda la pena que había acumulado a lo largo de muchos años de decepciones. Qué absurdo le pareció todo de repente. Miró a Cirilo con más lástima que otra cosa. ¿Qué derecho tenía a tomar una vida humana?

—Habéis hecho mucho daño a vuestros semejantes —dijo, hastiada—. Se supone que practicáis una religión basada en el amor, pero vivís por y para el odio.

El Patriarca Cirilo podía por fin examinar de cerca y a placer a su oponente. Su belleza le resultó turbadora; sin duda, excitaba los más bajos instintos masculinos. Pero el color de su piel, la perfección de sus rasgos… Aquella hembra no podía considerarse humana. Sí, había surgido una criatura del Averno para confundir a los creyentes. Pero no sólo ofendía su mera presencia: hablaba con palabras engañosas en contra de lo más sagrado: el Santo Oficio, la expresión de la Voluntad Divina y la corrección. Debía ser silenciada de inmediato. Antes de dar la orden de abatirla o prenderla la increpó por última vez, para que todos, justos y pecadores, lo oyeran:

—¡No eres una criatura nacida de mujer, sino un vil monstruo cuya contemplación asquea a las gentes de bien! ¡En nombre de lo que nos hace humanos e hijos de Dios, del Amor y la Bondad, yo te anuncio: no mereces vivir! ¡Ni tú, mujeril abominación, ni los necios que te secundan!

Al soltar esa parrafada, Cirilo cometió un error fatal.

Uhuru, a despecho de su apariencia física, era muy vieja. Había vivido milenios, pese a lo cual aún no se le habían borrado de la memoria ciertos sucesos de su juventud: las revueltas del pH, el partido Humanista.

En una época de crisis económica y caos social, los mutantes, androides y robots se convirtieron en los chivos expiatorios ideales para desahogar frustraciones y miedo al futuro, igual que los judíos en la Era Preespacial. Hubo ejecuciones masivas de aquellos seres artificiales de aspecto humano, toleradas por las autoridades. Criaturas bondadosas, incapaces de alzar la mano contra sus creadores, diseñadas para su bienestar, fueron masacradas en nombre de virtudes humanas como el amor. Los Humanistas no podían consentir que aquellos engendros suplantasen a la gente inocente. Como de costumbre, las buenas personas se limitaron a mirar para otro lado mientras mataban a los mutantes. Luego, por supuesto, a toro pasado y cuando ya no fue políticamente correcto asesinar a humanoides inteligentes, lamentaron lo ocurrido y se volvieron de lo más solidario con los escasos supervivientes, Uhuru entre ellos.

Cómo odió Uhuru a los seres humanos entonces. Se volvió más dura, más cínica, aunque seguía teniendo implantado en su mente un bloqueo de seguridad que le impedía vengarse de los verdugos. El tiempo pasó y, en apariencia, las viejas heridas cicatrizaron. Mas Cirilo había pronunciado unas palabras básicamente idénticas a las que soltaban los caudillos del pH milenios atrás, durante los peores pogromos. Los recuerdos se abatieron sobre ella sin misericordia. Por añadidura, eso ocurría en un momento de su vida en que se hallaba bastante fastidiada: la ruptura de su matrimonio, los desmanes cometidos durante la guerra contra el Imperio, aquella misión absurda, haberse encontrado de nuevo con Beni…

Merced a aquella concatenación de circunstancias, sucedió lo impensable. Todas las barreras de autocontrol en la mente de Uhuru se evaporaron, y quedó simplemente una mutante Matsushita con su función primigenia: convertirse en una perfecta máquina de combate, sin restricciones. Y sólo había algo más peligroso que una Matsu: una Matsu cabreada.

El discurso de Cirilo se detuvo en seco cuando Uhuru le lanzó una mirada que destilaba un odio absoluto, tangible.

—¿Cómo osas hablar de amor y bondad, maldito fanático? ¿A cuántos inocentes, infinitamente mejores que vosotros y mucho más dignos de vivir, habéis matado en nombre de unos conceptos que os son ajenos? —apuntó a Cirilo con el índice—. ¡Tú, al igual que tu homónimo que decidió la muerte de Hipatia, sois sepulcros blanqueados, hombres de apariencia digna pero que encerráis un alma podrida!

—¡En nombre de Dios, yo te…! —Cirilo trató de controlar la situación, pero fue incapaz. Uhuru estaba desatada, y su ira era terrible.

—¡Cállate, miserable! Si en verdad existe ese Dios al que adoras, lo mancillas cada vez que apelas a Él para justificar tus crímenes. Pero ha llegado la hora de que seas juzgado, en memoria de tus víctimas. ¡Sufre el castigo que merecéis tú y los de tu calaña!

Uhuru se llevó la mano izquierda al medallón que pendía del cuello, mientras la diestra se crispaba en un puño. Cirilo fue a ordenar a sus hombres que dispararan contra la abominación, pero no pudo. La garganta le ardía. Un dolor insoportable le estalló en las tripas, y sintió como si por las venas fluyera plomo fundido en puesto de sangre. Emitió un chillido agónico, que se tornó escalofriante al ser amplificado por los altavoces. Demócrito aprovechó para poner en funcionamiento las pantallas de agua y proyectar una serie de primeros planos del Patriarca, gracias a las cámaras de las nanosondas.

Ante los ojos aterrados de los inquisidores, la piel de Cirilo de Alejandría se puso roja, luego granate y finalmente negruzca. Los ojos adoptaron un tono lechoso, como la clara de un huevo duro, y su carne empezó literalmente a licuarse. El Patriarca se desplomó entre alaridos, pataleando y retorciéndose en un charco de sus propios fluidos corporales, sumido en una agonía larga y dolorosa en extremo.

El oficial Habacuc, pálido como la cera, dejó de contemplar el macabro espectáculo. Fue consciente de que ahora recaía en él el mando de la tropa. Se llevó el fusil a la cara para disparar sobre la tal Hipatia, pero vaciló unos segundos. En aquel rostro crispado vio reflejada su propia némesis.

—¿Quieres acompañar a tu jefe en el martirio, eh? —le espetó—. ¡Sea, pues!

Habacuc sufrió el mismo destino que Cirilo, al igual que el inquisidor más cercano. Los otros dos, veteranos curtidos, se cagaron de miedo.

—Has agotado las tres cargas de que disponías, querida. A partir de ahora, improvisa.

Pero Uhuru ya no escuchaba al ordenador. Estaba fuera de sí. En su mente sólo pasaban imágenes de agravios pasados, de atrocidades cometidas contra los suyos, de siglos de frustración, de su matrimonio roto. Los ingenieros militares que la crearon estarían ahora satisfechos de ella.

Se lanzó como una tromba contra los inquisidores supervivientes. El primero recibió en pleno rostro un puñetazo propinado por unos músculos mucho más poderosos que los de un ser humano. Los huesos faciales estallaron, y el cerebro no corrió mejor suerte. Su compañero fue desnucado de una certera patada. Sin detenerse, Uhuru se abalanzó sobre las puertas de entrada. Las hojas eran muy gruesas, de genuino ferrisargazo, pero no aguantaron los embates de la Matsu. Se astillaron a fuerza de golpes y se abrieron lo justo para dejarla pasar. El vestido quedó trabado entre ellas, y Uhuru se desembarazó de él, desgarrándolo como si fuera papel. Así, entró desnuda y hecha una furia en la Sede del Santo Oficio.

En la sala de recepción la aguardaba un pelotón de fusileros. Los inquisidores abrieron fuego nada más verla, pero ella se movía más rápido que el ojo. Antes de que los hombres pudieran reaccionar, la tenían a sus espaldas. En el instante siguiente les atacó. No le duraron vivos ni medio minuto.

Oleadas de inquisidores acudieron a reducirla armados hasta los dientes, mientras corría la voz de que el mismísimo Diablo había entrado en el edificio. Por primera vez en su vida de pacifista, Uhuru lanzó un grito de guerra y fue de cabeza a por ellos.

★★★

Beni llegó a la Sede del Santo Oficio con la lengua fuera y el corazón en la boca. Los confusos informes que le transmitían los rebeldes, así como la alarmada petición de ayuda por parte de Demócrito, auguraban lo peor. En apariencia, Uhuru había enloquecido.

Se suponía que sólo debía cargarse al dichoso Cirilo teleportando una dosis ínfima de una toxina hiperactiva al interior de su cuerpo. El cóctel de venenos aseguraba una muerte de lo más didáctica. El dispositivo TP fue camuflado en un medallón, con un alcance de pocos metros. El numerito de la Diosa tenía como fin exclusivo permitir que Uhuru se acercase a unos pasos del blanco. Teóricamente, el espectáculo desmoralizaría a los secuaces de Cirilo, lo que facilitaría el asalto al edificio. Pero los acontecimientos se desbocaron, y la Matsu había perdido el control. Una vez dentro del edificio, se dedicó a cazar inquisidores, sin tener en cuenta un pequeño detalle: había aproximadamente un millar de ellos.

Era un auténtico suicidio. Tarde o temprano, una bala o la hoja de un cuchillo entrarían por alguna parte sensible y segarían su vida. Podría ocurrir por azar, o bien cuando la sometieran por la fuerza del número. La angustia atenazaba a Beni. No quería perderla de nuevo. Se puso en modo de combate y, olvidando todas las precauciones, entró a buscarla. Y pobre del inquisidor que se interpusiera en su camino.

No halló ninguno vivo. Sólo veía cuerpos y fragmentos humanos esparcidos por el suelo, las paredes e incluso el techo. En todos los recintos y pasillos se le presentó el mismo panorama. Perdió la cuenta de los cadáveres.

«¿Qué coño ha pasado aquí?» Incluso alguien con el alma tan encallecida y aburrido de contemplar degollinas diversas se estremeció. Sin darse cuenta, dejó el modo de combate. Caminó lentamente hasta llegar a la sala capitular. El grueso de los inquisidores se había refugiado allí, pero ninguno escapó al furor vengativo de Uhuru.

Beni caminó lentamente, chapoteando en un lago de sangre aún caliente que le llegaba a los tobillos. Su ex mujer estaba de pie en el medio del recinto, toda cubierta de rojo, jadeante y encorvada como un depredador presto a saltar sobre su víctima. Giró la cabeza como una cobra y le lanzó a Beni una mirada fría e inhumana. Su cuerpo se tensó.

«Va a atacarme». Beni sintió miedo. Sabía que ni tan siquiera en modo de combate dispondría de una oportunidad frente a la Matsu, pero no adoptó una posición defensiva.

—Recuérdame que no vuelva a enfadarme contigo, por la cuenta que me trae —se limitó a decir.

Aquel comentario extemporáneo desconcertó a Uhuru. Parpadeó y miró a su alrededor, como si no supiera muy bien dónde estaba. Súbitamente, el conocimiento de lo sucedido cayó sobre ella. Su cara mostró una expresión del más absoluto horror. Puso las manos frente a la cara. De los dedos goteaba sangre. Empezó a temblar.

—¿Qué he hecho? —dijo, en un hilo de voz. Bajó los brazos y se puso a llorar desconsoladamente.

Beni se acercó hasta ella y la abrazó con delicadeza. Uhuru no se resistió. No podía dejar de sollozar, al tiempo que musitaba: «¿Qué he hecho?» una y otra vez.

—Tranquila, cariño. Estoy contigo —trató de consolarla. Beni no estrechaba a una máquina despiadada, sino a una mujer desolada más allá de lo imaginable, que se veía a sí misma como un monstruo, peor aún que los fanáticos a los que acababa de ejecutar.

—Si salimos de ésta, me sé de una que se va a tener que gastar una fortuna en terapia de grupo —intervino el ordenador, aliviado al comprobar que sus amigos estaban ilesos.

—Mejor cierra el pico, Demócrito.

Por el tono mental de Beni se colegía que no estaba precisamente para bromas, y los tres siguieron callados hasta que llegaron los refuerzos. Con caras un tanto verdosas y demudadas, por cierto.

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