14

Esta vez iba solo.

Había tomado uno de los venerables ratas (prácticamente desarmado), cuyo funcionamiento no tenía secretos para él. Las orugas del vehículo despedían hacia atrás diminutas gotitas de barro del camino, restos del último chaparrón. A su paso aplastaba las malas hierbas que invadían la carretera, y los charcos se teñían de rojo. El ambiente era fresco y húmedo, cosa inusual; incluso las nubes lucían distintas, similares a típicos cúmulos de la Vieja Tierra, aunque de un color sutilmente distinto, más cálido.

La ciudad se iba aproximando, con su deprimente prólogo de casuchas miserables distribuidas conforme a laberínticos esquemas. No temía perderse; había memorizado un completo plano urbano proporcionado por el servicial ordenador. Echaba un poco de menos a M'gwatu, pero aparentemente gozaba del don de la ubicuidad; estaba en todos los sitios y en ninguno. Probablemente andaría escondido en alguna reunión, tratando de enseñar a los nativos, inasequible al desaliento.

La proximidad al centro de la ciudad era delatada por el tráfico más intenso y el bullicio. La gente quedaba extrañada ante el rata, tan diferente a los aerodeslizadores imperiales. Las marcas corporativas tampoco contribuían a que pasara desapercibido. «Me debo de estar volviendo un patriotero; a buenas horas». Sonrió; hoy todo se le antojaba divertido.

A pesar de la falta de compañía, el viaje había sido incluso agradable. Pilotar solo daba una sensación de libertad que creía perdida para siempre; además, las cosas marchaban más sosegadas últimamente. Las pesadillas estaban desapareciendo, aunque eran sustituidas por otros fenómenos igualmente perturbadores. Ya no se despertaba sudando en plena noche, con la misma sangrienta escena y el desgarrador sentimiento de culpa e impotencia. Ahora, la figura de Ana se aparecía en los momentos más inesperados, pero únicamente dentro de su habitación. Era tan real que le costaba trabajo convencerse de que no estaba allí; sólo al intentar acercarse a ella o tocarla con los dedos desaparecía sin ruido, siempre en silencio. Su expresión era invariablemente la misma: leve sonrisa, un aire de diversión y ternura; la misma cara que cuando él le contaba sus planes para el futuro, hacía una eternidad. Beni no sabía qué era peor, si las imágenes de culpa o esta tortura, el suplicio de no poder alcanzar y recuperar lo que se desea.

Comprendía que se trataba de un producto de su mente, totalmente desquiciada por los últimos sucesos de su vida, pero era tan real… Se movía un poco, giraba la cabeza, parpadeaba, nunca decía nada, como era lógico. Beni había pensado en pedir algo al doctor que le matara los sueños, pero la echaba demasiado de menos. Dolía, mas no quería perder lo poco que le quedaba de ella. «Ana, no sé qué hiciste, pero no soy capaz de borrarte de mi vida. ¿Cómo he podido llegar a añorarte tanto?». A veces se pasaba horas mirándola, hasta que ella volvía a la nada de donde había surgido. «Si al menos hablara… Para ser un producto de mi mente, es bastante independiente».

Sus ensoñaciones se cortaron súbitamente; había llegado a la posada «LEALTAD, etc.» Algún que otro parroquiano salía de su interior, dejando paso a nuevos clientes. «Ya estamos aquí; ¿dónde aparco el rata ahora? No puedo dejarlo en la puerta principal, como un reclamo».

Al final se decidió por lo más lógico, y se dirigió a los establos; al fin y al cabo, eran lo más parecido a un estacionamiento. Los escasos animales que había amarrados se encabritaron un poco, aunque el aparato era más bien silencioso. Ceremoniosamente, introdujo al rata en un pesebre, como si de un jaco se tratara; desconectó el motor, activó el sistema de alerta/defensa y se apeó. Un mozalbete pecoso, despeinado y de aspecto no muy limpio (probablemente un hijo del propietario) se lo quedó mirando, los ojos abiertos como platos. El saco de forraje que acarreaba se le cayó de las manos.

—Ya ha comido antes de venir aquí; no lo toques, o te morderá —le sugirió flemáticamente. Sin aguardar respuesta, marchó al comedor.

Esta vez algunos lo reconocieron y saludaron con la mano, gesto al que respondió complacido. Se dirigió a una mesa vacía y se sentó en la rústica banqueta de madera. Buscó a Luna con la mirada hasta que la localizó; ella también se apercibió de su presencia y se acercó con mayor rapidez de la necesaria para atender a un cliente. Su cara estaba radiante de contento.

Tras los saludos de rigor, Beni pidió comida y bebida. Mientras ella se alejaba, él se preguntó por qué había regresado a este lugar. Ciertamente le apetecía ver a la muchacha; aunque no se consideraba capaz de iniciar una nueva relación afectiva, había algo atrayente y sugestivo en Luna. Tal vez sólo se trataba de que era tan distinta al resto de la gente que había conocido; una mujer con mentalidad de niña inocente, casi como un mal guión de historia porno, lista para ser seducida por el avispado de turno. Esa peculiar forma de concebir el mundo le fascinaba; además, se sentía en cierta medida halagado y útil porque Luna y sus compatriotas encontraban placer en sus historias sobre la Vieja Tierra y la Corporación. Al menos, así se podía evadir del aburrimiento cotidiano.

La comida transcurrió sin incidentes. Beni observó que el posadero había desaparecido, aunque no le dio importancia. Cuando ella tenía algún momento libre conversaban acerca de las cosas más dispares. Beni admiraba la candidez de la muchacha, que contrastaba con su desparpajo; le producía una mezcla de regocijo y lástima.

El instinto avisó a Beni de que algo no iba como era debido. El posadero estaba de nuevo en la barra, pero jadeaba y su tez colorada relucía de sudor. «Ha venido corriendo». Al poco, la puerta principal se abrió y entró un sacerdote; no necesitó verle la cara para adivinar quien era.

«Tú, otra vez. ¿Acaso no tuviste bastante?»

El anciano se dirigió a Luna, que había quedado paralizada, como el resto de los nativos. Vio a Beni, pero esta vez no parecía tenerle miedo. La razón de esta actitud quedó pronto clara: un suboficial y cinco soldados imperiales lo seguían a corta distancia. Sus uniformes, aunque funcionales, pecaban de cierta ostentación, el sello del Imperio. Se dispusieron en semicírculo tras el sacerdote y extrajeron sus porras de los cintos. Sonreían, como anticipando algún tipo de diversión; no se habían molestado en quitarse sus vistosas gorras con visera, cuajadas de insignias. Los militares notaron la presencia del embajador corporativo, pero lo ignoraron al tiempo que hacían manifiestos signos de desprecio. Beni se preguntó qué iba a pasar, pero intuía que nada bueno.

El religioso parecía ufano, como pregonando a todo el mundo: «¡Contemplad mi poder!» Viendo la actitud de los imperiales, sin embargo, no estaba claro quién mandaba sobre quién. La alta figura blanca se puso al lado de Luna y, con voz profunda y severa, comenzó a amonestarla. Le reprochó su escaso cumplimiento de las prácticas religiosas tan necesarias para su salvación; también le advirtió de los peligros de las malas influencias que acechaban a las jóvenes creyentes. Al tiempo que hacía esto, miraba por el rabillo del ojo a Beni; ese desecho corporativo no se atrevería a cuestionar más su poder, ni a ponerlo en evidencia. Los buenos soldados que sus amigos imperiales le habían asignado como escolta al conocer el incidente lo impedirían. Así, todo seguiría por sus cauces normales, como Dios mandaba.

La regañina llegaba a su fin. El sacerdote instó a la joven a confesar sus pecados, pero la pobre había alcanzado tal grado de terror que estaba casi catatónica, pálida como un muerto, los ojos muy abiertos. Lógicamente, era incapaz de responder a las preguntas que repetidamente le formulaban. El religioso se impacientaba; quería que su autoridad quedara establecida sin discusión, pero por experiencia sabía muy bien que una prolongación del espectáculo podía ser contraproducente. Por supuesto que aquella maldita hembra no volvería a pecar, pero estaba tan asustada…

Beni observaba asqueado todo el episodio. Le hubiera gustado intervenir, pero no podía dejar de recordar quién era y dónde estaba; un embajador de pacotilla, representante de una pandilla de desterrados que no querían aceptar el destino que les aguardaba. En ese momento se convenció de que todo era inútil; los fanáticos prevalecerían al fin, sin nada que lo evitara. Y se sentía terriblemente culpable por lo que estaba sufriendo la muchacha. «Siempre destrozo todo lo que toco; los que han sentido algún interés por mí acabaron mal».

De repente, su experiencia le dijo que toda situación es susceptible de empeorar. Desplazó su atención del sacerdote a los soldados, y al momento intuyó lo que iba a pasar. El suboficial comentaba algo en voz, baja a los suyos, que reían y hacían gestos elocuentes. Se pusieron de acuerdo y el jefe, un individuo musculoso de ojos azules, se dirigió al sacerdote. Le puso la mano en el hombro cuando el anciano ordenaba a la muchacha por enésima vez que expusiera sus pecados a conocimiento de sus hermanos. Se giró irritado, pero su cara empalideció casi tanto como sus cabellos y vestimenta al oír lo que le dijo el militar imperial, y sobre todo al ver su inequívoca sonrisa.

—Reverendo, está claro que esa furcia no quiere colaborar con su santa misión. Opino que debe ser arrestada e interrogada por profesionales, con mayor detenimiento —tras el, sus hombres rieron; se lo estaban pasando en grande.

Beni casi se compadecía del sacerdote, éste dio la impresión de encogerse y envejecer en un instante. De ser una imagen divina se convirtió en un viejo encorvado, necesitado de un bastón. Sus intentos de salir del paso estaban condenados al fracaso.

—No… no es necesario. La pobre está asustada al haber descubierto la magnitud de sus pecados. EI arrepentimiento no la deja hablar, pero el acto ha concluido. Podemos regresar, hijos míos; yo os bendigo por…

—Cállese, reverendo —el suboficial pronunciaba el interlingua con fuerte acento, lo que daba a sus frases un tono cortante—. La sospechosa tiene algo que ocultar, como ve; puede ser peligrosa para la seguridad del Imperio. Tal vez sea espía de una potencia extranjera —risas de los soldados, con alguna mirada de burla hacia el corporativo—. Mis hombres y yo la someteremos a una sesión de interrogatorio especial —recalcó la última palabra; más risas.

—Pero… no hace falta, podemos irnos. La… los soldados del Divino Emperador deben dar ejemplo de magnanimidad y…

—Reverendo —le cortó secamente—, nos disgustaría haber hecho este viaje para nada. Toda posible amenaza a la paz social ha de ser tratada con mano dura; nuestra misión es mantener el orden.

Agarró a la muchacha del brazo y la atrajo hacia si. Luna pareció despertar bruscamente. Al darse cuenta de donde estaba intentó zafarse, pero la mano que la retenía era demasiado fuerte. El suboficial la repasó de arriba a abajo con la mirada. Con aire divertido se dirigió a sus hombres en ánglico, que Beni, previsor, había aprendido por implante mental en la Galileo:

—¿Creéis que hay algo interesante bajo este vestido? A lo mejor oculta armas peligrosas.

—¡Si, un rodillo de amasar! —dijo un soldado; los demás se desternillaron de risa.

—¡Silencio! —ordenó el jefe—. Hemos de cerciorarnos. Comentó a palpar a la chica, que se había quedado muda por el asombro. En ese momento, el sacerdote cogió por el codo al militar y le suplicó:

—Por favor, dejadla; es todavía una niña. Ni siquiera ha cumplido la ceremonia de…

—¡Calla, imbécil! —le propinó un fuerte empellón al viejo, que reculó y cayó sentado en el suelo. Gateó e intentó escapar, pero la salida estaba bloqueada. Se retiró a un rincón, encogido como un guiñapo.

—¿La llevamos fuera, señor? —preguntó uno de los soldados.

—¿Para qué? Nos la podemos tirar aquí mismo y dejarnos de tonterías. Estos borregos no moverán un dedo por ella; tienen demasiado miedo, como todas las razas inferiores. Les servirá de recordatorio de quién manda aquí. Vosotros dos, agarradla; parece que la muy puta se nos resiste. Una niña… —risas—. Je, seguro que tiene lo mismo que todas.

Beni, desde su silla, asistía como espectador a un drama que, estaba seguro, se repetía en aquel mundo con harta frecuencia. Los soldados imperiales tenían razón; iban a violar a la muchacha delante de cincuenta personas, familia incluida, y nadie la ayudaría, «¿Y yo? Sí interviniera sería una acción hostil, impropia de un embajador. Los soldados imperiales son los encargados de mantener el orden. Qué mierda de vida».

Luna empezó a gritar. Pidió auxilio al sacerdote, pero éste miraba hacia otro lado, temblando. Los soldados la llevaron y pusieron encima de una mesa baja, con la espalda apoyada en la madera. Rompió a llorar. El suboficial se puso delante de ella y se quitó el cinto con las armas.

—¡Papá! ¡Papá! —los gritos eran desgarradores.

Beni localizó al padre de la muchacha, quien contemplaba la escena boquiabierto, paralizado excepto por un irrefrenable temblor de su barbilla. Los demás nativos no diferían mucho en su actitud. El embajador los maldijo a todos hasta que, de repente, se dio cuenta de que varias personas lo estaban mirando a él. El mozo de los establos, algunos hermanos de Luna, un viejo criado… Le estaban implorando en silencio.

«¿Qué queréis que haga? Es vuestro problema; entre todos seríais capaces de eliminar a esos cerdos. Yo no debo intervenir».

El suboficial separó las piernas de la muchacha.

—Ya basta de jugar, puta; ahora verás lo que hacemos los hombres. No os preocupéis, chicos —dijo, con una sonrisa—, hay para todos.

Una botella lanzada con fuerza se estrelló en la nuca del soldado, estallando en pequeños fragmentos cristalinos con un sonido seco. El imperial cayó redondo al suelo. Se hizo un silencio sepulcral.

—Camarero, tráigame un frasco de licor, por favor. El otro se me ha caído —pidió Beni educadamente.

La escena había quedado congelada, en suspenso: el corporativo sentado a la mesa, con un vaso vacío en la mano; los soldados mirándolo, estupefactos; Luna tumbada, muda de repente; los nativos, con semblante estúpido por el asombro. El cuadro se rompió cuando el suboficial gimió débilmente y se agitó en el suelo. Luna aprovechó ese instante para salir corriendo y refugiarse en la cocina.

Los soldados parecieron despertar de su letargo. Arrojaron al suelo sillas y mesas y fueron hacia la solitaria figura que osaba atacarles. Al tiempo que avanzaban, proferían variados insultos en ánglico; aunque no comprendía los más coloristas, podía figurárselos. El público se apartó prudentemente.

Beni se incorporó, como si le costase un gran esfuerzo. Se automaldecía por haberla liado, pero se sentía en paz. Con un suspiro, puso su mente en modo de combate.

Inmediatamente, su cerebro empezó a consumir glucosa como un desesperado y a procesar datos a velocidad de vértigo, mientras decenas de hormonas y neurotransmisores alterados irrumpían en su torrente sanguíneo y saltaban en sus sinapsis.

A diferencia de los muts, verdaderas máquinas de pelear genéticamente diseñadas con huesos, músculos y tendones sobre potenciados, las habilidades de lucha de un comando eran fruto del aprendizaje, con una mínima ayuda de la microcirugía. Los movimientos de ataque y defensa debían funcionar como arcos reflejos ante estímulos hostiles, pero siempre bajo control consciente. El proceso suponía innumerables sesiones repetitivas de entrenamiento, y pasarse días enganchado a una máquina de implantación mental, pero funcionaba. Pelear se convertía en algo automático, como parpadear frente a una luz intensa. La capacidad de activarse en modo de combate permitía que todo el proceso sucediera aún más rápido y con mayor eficacia. Eso sí, el coste energético era terrible, y no se podía mantener durante demasiado tiempo. Y Beni estaba más bien desentrenado últimamente.

Casi a nivel subliminal, su mente tomó nota de la distribución de mesas, taburetes y otros estorbos. Estudió a sus adversarios, que se acercaban con intenciones asesinas. Adoptó una posición estable: piernas algo separadas, puños cerrados, los antebrazos protegiendo el abdomen. Eliminó todo rastro de emoción en su cara, dejando una expresión neutra. Nada revelaba a sus oponentes el río de datos que fluía por su sistema nervioso; para ellos, sólo era un tipo bajito que parecía no saber qué hacer.

«Permanecer en posición de guardia / evaluar adversarios / son cinco / el sexto inutilizado en el suelo / se acercan dos al frente / probable ataque simultáneo / dos detrás y uno en retaguardia / no son profesionales / aproximación torpe / se estorban entre ellos / armados con porras / ninguno es zurdo / el primero habla intimida insulta / no se atreve a atacar / lo provoco me cago en su madre / ya se mosqueó / ataque irreflexivo golpeará con la porra en oblicuo / zafarse / patada lateral a las costillas / creo que le he roto algo / se cae sobre su compañero / lo traba / ataco al siguiente / tiene las piernas separadas clásica patada a los cojones / creo que me he pasado / ha puesto los ojos en blanco y se ha desmayado / se siguen estorbando entre ellos no saben que hacer con las sillas / salto a un lado me pongo detrás / solo quedan tres / el último da un golpe de revés con la porra / fácil de esquivar / ha dejado el plexo solar al descubierto / puñetazo / maldita sea es fuerte se arquea pero no cae / uno viene por detrás / patada recta posterior / impacto de lleno en el vientre / se dobla / aprovecho el impulso patada circular a la cara / listo / su compañero me va dar con la silla / ruedo por el suelo / estuvo cerca / patada a la rodilla / muy bien rota / se cae grita / vuelvo a patearle la cara sangra se calla / queda el fortachón / ha sacado un machete parece saber usarlo / estrategia clásica / distraer su atención señalando algo tras él / idiota ha picado / patada a la rodilla / le he hecho daño pero no se ha quebrado / estoy bajo de forma hecho un viejo inútil / pega cuchilladas en arco / me desplazo en lateral esquivo / bloqueo el brazo con parada circular / lo agarro / fracturo el codo / giro / codazo a la tráquea / eliminado / el suboficial trata de incorporarse / está feo pero le pateo el hígado / no en ese lado esta el páncreas bueno qué más da / costilla rota / me ensaño un poco / maldito cabrón no había contado con ese otro creí haberlo liquidado al principio / se abalanza sobre mí por la espalda / aprovecha su impulso lo proyecto por encima / ha caído sobre una mesa se queja mucho/ toma toma y toma para que no sufras / enemigos fuera de combate / bajar la guardia / poner la mente en modo normal».

Sus procesos corporales, así como la percepción del exterior, volvieron a funcionar a velocidad habitual; la única secuela consistía en una ligera taquicardia y cierta sequedad en la boca. Afortunadamente, esta vez había sido breve. Respiró hondo.

Los seis imperiales yacían en el suelo, unos inmóviles como muertos, otros quejándose débilmente. Tenía el uniforme manchado de sangre, pero no era suya; no le habían tocado. La pelea había durado menos de dos minutos, los nativos no acababan de creérselo; un sacerdote y varios todopoderosos soldados caídos era algo demasiado fuerte para ellos.

—¿Qué pasa? ¿No habéis asistido nunca a una pelea? —aunque mezquina, la tentación de humillar aún más a los imperiales era irresistible, y tenia demasiado odio acumulado para callar, así que mandó al diablo la prudencia—. Tal vez esperabais algo mejor; al fin y al cabo, soy un pobre representante corporativo, más bien bajo de forma, y ellos sólo eran seis. No sé por que les tenéis tanto miedo. ¿Alguien me ayuda a sacarlos fuera? Estorban bastante —agarró a dos de ellos y los arrastró hacía la puerta; la abrió y los arrojó a la calle, ante el asombro de los viandantes. Algunos muchachos lo imitaron; cuando pasaron junto a él, lo miraron con auténtica veneración en los ojos. Beni no esperaba esa reacción y se sintió incomodo. «Sólo faltaba que me adorasen como a un sacerdote; menuda ironía. Y hablando del rey de Roma…»

El viejo seguía en un rincón, tratando vanamente de pasar desapercibido. Beni se puso a su lado, pero el hombre no osó mirarlo. Su vista estaba fija en el suelo. El embajador lo interpeló en voz alta, para que todos lo oyeran:

—Reverendo, hoy hemos sido testigos de tu gran poder. Eres la marioneta que emplean los imperiales para matar a tu rebaño. Eres el borrego jefe, pero borrego a fin de cuentas. Me das asco y pena; ni siquiera te considero digno de represalias. Vete.

El sacerdote se incorporó con esfuerzo, como si llevara una losa encima, A paso lento, como un autómata, abandonó la posada. No sintió la patada que el corporativo le atizó en el trasero, ni oyó su comentario («Joder, qué ganas tenía de hacerlo»). Tampoco reparó en las caras de asombro y escándalo de muchos de sus feligreses, incapaces de asimilar tanto suceso anómalo. Pero si notó cómo se clavaban en su espalda las miradas de desprecio y odio de algunos, quizá los más jóvenes; eran sentencias de muerte, estaba seguro. Su autoridad y ascendiente se habían evaporado sin dejar rastro. Al salir a la calle, vio a un corro de curiosos en torno a los soldados caídos, estos tampoco perdonarían. Sin un lugar donde ir, caminó sin rumbo hasta que el blanco de sus vestidos talares desapareció tras una esquina.

Beni buscó a Luna en vano; tanto ella como su padre parecían haberse esfumado. «Sería conveniente que me escabullera antes de que esto se complique aún más». Dejó el importe de la comida sobre una mesa, salió al establo y montó en su vehículo. Al pasar de nuevo por la puerta de la posada, vio que una patrulla de imperiales introducía a los heridos en una ambulancia. Se acercó a ellos, que lo miraron con hostilidad, pero el aspecto peligroso del rata les disuadió de intentar tomarse la justicia por su mano. Se dirigió al que parecía el jefe.

—Deben vigilar a sus hombres. Ésos de ahí empezaron a armar bronca y molestar; tuve que quitármelos de encima. En la embajada atenderemos cualquier reclamación que quieran presentar, aunque en verdad soy yo el ofendido. Buenas tardes.

El oficial o lo que fuese echaba chispas por los ojos. Beni hizo que su vehículo girase en redondo y se alejó de allí. Durante el viaje de regreso no dejó de darle vueltas al asunto. Había humillado de mala manera a la guarnición imperial. ¿Tomarían represalias contra él? Probablemente. Bueno, qué importaba; no les tenía miedo.

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