9. La jungla de cristal

DURANTE la noche, la teniente Linda Evans había logrado reunir a la mayoría de sus hombres. Estaba escarmentada de la experiencia de haberlos dividido en pequeñas patrullas. La falta de contacto por radio de los dos grupos con los que había acabado Takamine la preocupaba, pero no podía perder tiempo buscándolos. El sargento Curtiss informó de que algunos hombres estaban nerviosos. Creían que los pilotos eran avatares divinos imposibles de sorprender y que podían hacerles caer en cualquier trampa. La teniente bufó al oír aquello, pero no replicó.

Más tarde Curtiss fue a hablar con Fuji. Estuvieron un rato conversando en voz baja, sin que nadie les prestara atención.

Las tropas descansaron pocas horas. La teniente había ordenado salir con el primer rayo de sol. Consideraba una mala idea el haber intentado seguirlos a pie en aquella selva intransitable. Afuera esperaban los lubits y los centinelas, equipados con prismáticos, descubrirían a los pilotos en cuanto asomaran por el borde del cráter. Hubiera sido mejor limitarse a esperar a que salieran, pero ya era demasiado tarde para lamentarlo. No tenía más remedio que ir aprendiendo sobre la marcha. En fin, si los atrapaba seguramente evitaría acabar ante una corte marcial.

Los soldados se organizaron en dos grupos que avanzaron paralelamente, con un par de hombres delante de cada uno de ellos. Les separaban diez kilómetros entre sí, debido al despliegue del día anterior, pero no parecía buena idea perder el tiempo en reunirse detrás del cráter. Iniciaron la marcha tan temprano que ganaron varias horas de terreno a los perseguidos. Uno de los hombres que iba en vanguardia, frente al grupo de la teniente, halló el rastro de los machetazos de Sira. Takamine, que seguía escuchando su emisora, se dio cuenta del peligro y trató de adelantarse. Antes de que lo lograra, informaron haber establecido contacto visual con los fugitivos.

Takamine y todos los hombres de la teniente prepararon sus armas.

★★★

Tras varias horas de caminar, Alejandro decidió hacer un alto. Tenía instrucciones severas de De Castro sobre cuándo y cómo debía administrar a Lisa los medicamentos.

Alejandro preparó todo mientras Sira intentaba cazar algo que según ella era comestible, pero tímido. Mientras hacía los preparativos se preguntó qué hubiera sido de Lisa sin la ayuda de De Castro, y cuántas veces se producirían casualidades como aquélla. Con tantos billones de seres humanos poblando la Galaxia, debían de ocurrir cosas mucho más fortuitas que aquel afortunado encuentro. Sin embargo, no se sentía muy seguro.

Lisa parecía nerviosa y no se estaba quieta. Al final Alejandro pinchó como pudo, tratando de encontrar la vena. Lisa gruñó, pero al final consiguió inyectarle todos los compuestos necesarios.

Resultaba sorprendente con qué velocidad cambiaba la expresión de Lisa. En poco tiempo el estimulante llegaba al cerebro y allí cumplía rápidamente con su trabajo. Lisa ya no parecía tan nerviosa, sino más despierta, inquisitiva, incluso más habladora. Aún así el resultado de los medicamentos y estimulantes podía ser irregular en el organismo de un mutante, por lo que debía permanecer alerta.

Estaban sentados en el suelo, Lisa reclinada sobre Alejandro. Éste la abrazó y besó su mejilla con ternura. Ninguno de los dos se dio cuenta en ese momento de que se trataba de la primera vez.

En su situación, un descanso debía durar el mínimo imprescindible y pronto se dispusieron a reanudar la marcha, en cuanto Sira regresó.

La teniente Evans acababa de ver a Sira, que se había alejado de los otros dos. Pero sabía bien lo que quería y ordenó a sus hombres dejarla en paz y seguir sus pasos.

Mientras Sira recogía sus cosas, Alejandro hizo amago de sentarse en un pequeño cúmulo de piedras.

—¿Siempre tienes que poner el trasero sobre la comida? —dijo Lisa, sonriendo.

Alejandro no comprendió a qué se refería.

—Eso no son piedras, sino huevos, y la gallina debe de ser digna de verse —Lisa parecía divertida por la cara de Alejandro, quien se había incorporado de un salto y miraba el montón. Ciertamente eran huevos: lisos, enormes y con pequeñas manchas. Era fácil el confundirlos con piedras. Cogió uno con ambas manos y lo sacudió suavemente. La cáscara parecía muy dura; se preguntó cómo demonios se las arreglarían los polluelos para quebrarla.

—¡Manos arriba! —gritaron varias voces a su alrededor, al tiempo que aparecía entre los árboles una docena de soldados.

Un rugido grave y espantoso sonó detrás de los jóvenes. Luego, otros muchos. Varios lagartos de dos metros y medio de altura, muy parecidos a compactos tiranosaurios, corrieron en estampida hacia los hombres. A lo lejos se oían otros rugidos parecidos.

Alejandro dejó caer el huevo, lo que enfadó aún más a una de las hembras, y salió corriendo sin pensar en los soldados. Éstos trataron de detener a tiros a los reptiles, sin éxito. Los animales pasaron por encima de los que no se apartaron a tiempo.

La teniente Evans, que había permanecido a cierta distancia, se interpuso en el camino de Alejandro. Le dio el alto y desenfundó su arma. Aquél era su momento de gloria, tan buscado. Por fin atraparía a los dichosos pilotos. Al ver que no se detenía, adoptó la postura que le habían enseñado en la Academia, con las piernas separadas, empuñando la pistola con la derecha y sujetando la muñeca con la izquierda.

—¡Alto o disparo! —ordenó, con una entonación digna de la mejor película bélica.

Alejandro, corriendo mucho más rápido que cualquier atleta humano, se limitó a pasar junto a ella, casi podría decirse a través de ella. Linda Evans no pesaba más de sesenta y ocho kilos. Alejandro casi noventa, y llevaba tal velocidad que la teniente fue literalmente lanzada por los aires. Cayó al suelo como un fardo, sin dignidad alguna, y quedó inmóvil.

Los animales acabaron con la mayoría de los soldados, ayudados por Alejandro y Sira, tan pronto como dejaron de correr. Una vez satisfecha su sed justiciera, los lagartos se internaron de nuevo en la espesura, diríase que ufanos.

El resto de los hombres de Evans trató de acudir lo antes posible. El rastreador, hablando por radio, logró confundirlos y no lograron averiguar lo ocurrido. Takamine se detuvo antes de llegar donde los pilotos, para asegurarse de que no venían refuerzos. No hizo el menor intento de contactar con ellos o dejarse ver. Aún no era el momento.

Alejandro y Sira, nerviosos todavía por lo sucedido, se acercaron a Lisa para ayudarla a correr y desaparecer lo antes posible. La teniente se había quedado tumbada en el suelo, inconsciente por el golpe que le había propinado Alejandro, pero nadie se preocupó por su estado de salud. Para los imperiales era otro cuerpo más, mientras que los soldados no estaban precisamente para ayudar a nadie. Los que no reposaban en las barrigas de los lagartos estaban muertos, o poco menos.

Los fugitivos anduvieron tan rápido como les fue posible un buen rato, con varios cambios de dirección. Takamine les siguió a distancia, controlándolos visualmente y por el infrarrojo cuando la maleza los tapaba. También vigilaba la posible presencia de soldados republicanos. No volvió a emplear la radio para confundir a los soldados, porque podría ser descubierto. Prefería no malgastar ese recurso.

Apretó el paso para ir ganando terreno a los pilotos. Ya iba siendo hora de entrar en contacto con ellos, pero quería asegurarse de que no había enemigos a la vista. Para eso, lo mejor era dar una vuelta por los alrededores. Cuando llegó a pocos metros de distancia de Lisa y Alejandro, sigiloso como un felino, vio que se habían parado de nuevo. Takamine ya estaba harto de verlos perder el tiempo. Tarde o temprano el resto de los soldados iba a encontrarles si no salían de allí. Pensó en hacer un disparo al aire, para asustarlos, pero eso también podía atraer al enemigo. Echó un vistazo por los alrededores, por si tenía alguna idea. Vio dos columnas de aire tibio, de buen tamaño, salir de entre la maleza. Se preguntó qué clase de mamífero sería. No había visto ninguno tan grande en aquel planeta. Como era natural en él, empezó a sospechar. Se acercó saltando de rama en rama con habilidad sobrehumana. Las columnas de aire se detuvieron ante el grupo de fugitivos.

Takamine corrió frenéticamente para acercarse más. Al fin logró ver a dos soldados. ¿Por qué no habían hecho uso de la radio?

★★★

—Recuérdalo —le decía el sargento Curtiss a Fuji—, si alguien de Chandrasekhar descubre que el Príncipe está aquí, las consecuencias pueden ser imprevisibles. No sabemos cómo reaccionarán ni los creyentes ni la República, pero seguro que habrá problemas, y bastante jodidos estamos ya. Si la República los coge prisioneros, tarde o temprano habrá una revuelta. Si mueren y se descubre su identidad, será aún peor y el Imperio puede vengarse esterilizando el planeta. Y si son vistos en más sitios, no habrá quien pare esa Religión.

—Quizá ellos mismos acabarían con el culto —sugirió Fuji. Recordaba los apuros del sacerdote ante unos dioses ateos. Debió de ser memorable. Pero Curtiss tenía razón; aquella gente podía hacer daño a Chandrasekhar y era mejor que desapareciera sin dejar rastro, lo mismo que la teniente. Así podrían culparla de todo y regresar. Deberían asegurarse primero de que la republicana estuviera convenientemente muerta, claro.

Siguieron acercándose. No habían empleado la radio para poder actuar sin que sus propios hombres supieran nada. De este modo dirían que al llegar habían encontrado a todo el mundo asesinado por los malvados fugitivos; los efectos de un buen disparo de plasma no dejarían a nadie reconocible.

Fuji y Curtiss se separaron, y éste apuntó cuidadosamente.

Una violenta explosión lanzó a Fuji a cierta distancia. Donde un segundo antes estuviera el sargento, ahora sólo quedaba un claro calcinado.

De reojo Fuji había visto de dónde procedía el haz de plasma y disparó varias veces barriendo aquella área. Takamine se salvó por los pelos, pero al saltar al suelo perdió de vista por un instante a Fuji. Éste, al darse cuenta de que los pilotos huían, lanzó una maldición y disparó. El rastreador descubrió el brillante haz de plasma y se orientó de nuevo. Esta vez fue él quien barrió el área con plasma, convirtiendo a Fuji en humo. Alejandro y los demás pensaron que todo aquel jaleo se debía a algún superviviente que estaría peleándose con algún lagarto, y consideraron que lo más saludable sería emigrar.

Mientras sus protegidos se largaban a toda pastilla, Takamine decidió quedarse para cubrir su huida. Tantos disparos de alta potencia habían revolucionado a los soldados, que gritaban por radio, todos a un tiempo, tratando de averiguar lo ocurrido.

Takamine sabía lo cerca que estaba el borde del cráter y lo fácil que sería descubrirlos cuando salieran. Decidió emplear una vez más la radio para confundir al enemigo. Tratando de imitar lo mejor posible el acento local, logró convencer a todos de que los fugitivos huían en otra dirección y que los lubits debían concentrarse allí para emboscarlos.

Los soldados estaban desconcertados, pero se dirigieron hacia donde se les indicaba. Takamine esperó un rato para asegurarse de que perdían el rastro y luego se fue él también.

Los pilotos y Sira consiguieron llegar al borde del cráter a la carrera. Estaban extenuados, pero conservaban la suficiente lucidez como para detenerse e inspeccionar el terreno. No había soldados ni vehículos a la vista y optaron por salir del cráter, pero parándose en la cresta para asegurarse de que el camino estuviera despejado.

Conscientes de quedar muy expuestos al abandonar la arboleda, subieron de uno en uno y corriendo. Lisa se limitaba a hacer lo que le decían sin intervenir para nada en las decisiones. Sus compañeros la vigilaban por su propio bien, pues temían sus reacciones. Al llegar a la cima, Alejandro oteó el horizonte con sus prismáticos y consultó los mapas, especialmente los que De Castro le había dado. Escogió una ruta que parecía segura hasta el oasis de vida alienígena más próximo. Le sorprendió ver cuán cerca del río Shant estaban. La atmósfera especialmente clara de aquel día mostraba los anchos meandros discurrir entre interminables colinas bajas. Era una cinta de plata recorrida por pequeños barcos de madera, orlada con pueblos o simples grupos de casas aquí y allá. Los campos labrados mostraban una amplia paleta de colores. El verde de las plantas que germinaban se mezclaba con el rojo encendido o el ocre refulgente de los campos en barbecho, todo ello rodeado de árboles verde oscuro o amarillentos. Unas pocas neblinas persistían en las zonas más bajas y altos cirros blancos empezaban a tapar el Sol.

Decidieron bajar lo antes posible, también uno por uno, hasta la orilla de un pequeño afluente del Shant que les cortaba el paso cerca del cráter.

Takamine vigilaba a cierta distancia a los soldados que pudieran salir de la selva y a los lubits. En cualquier momento podían volver a rodear el cráter. Por la radio oía cómo poco a poco los soldados se reorganizaban. Al no responder a sus llamadas ni la teniente ni el sargento, formaron por propia iniciativa varias patrullas para ir en su busca. Desde uno de los lubits llamaron al cuartel, solicitando instrucciones. Aunque lo intentó, Takamine no logró interferir esta comunicación, que probablemente se efectuó por otra frecuencia y codificada. El pánico había despertado su inteligencia. A buenas horas.

Era posible que, perdidos los mandos, recibieran orden de regresar o refuerzos, o incluso que se les ordenara seguir la búsqueda por su cuenta. Takamine no podía saber a qué atenerse con aquellos desconocidos. Todo dependía de la importancia que en su cuartel general otorgaran a la captura de los pilotos.

Después de una espera prudencial, subió él también hasta el borde del cráter. Buscó con los prismáticos a sus protegidos y sonrió satisfecho al no encontrarlos. Aprendían un poco a cada golpe recibido. Ahora al menos se esconderían mejor y tomarían más precauciones. Rastreó detenidamente con el infrarrojo, pero aunque tenía una vista fina, no detectó ninguna emisión de calor que delatara a los pilotos. De todos modos tenía otros medios, que incluían su nada desdeñable nariz. Volvió a oler los trozos de tela de Lisa y Alejandro que le habían proporcionado en base Escorpio, para refrescar la memoria. Luego bajó, atravesó el riachuelo y al poco tiempo encontró el rastro que buscaba. Empezó a seguirlo con gran cautela y al mismo tiempo le alarmó la frecuencia con que veía animales nativos de Chandrasekhar por los alrededores. Tras lo vivido en la cabaña de De Castro, trató de no acercarse a ninguno de ellos. Le ponían nervioso aquellos seres con corazas de cristal, de movimientos rápidos y enérgicos, que no casaban con su entorno. También observó que no eran molestados por los grandes reptiles, así como ellos parecían ignorar toda la vida de origen terrestre. No había relación de ningún tipo entre ambas formas de vida y menos aún trófica. Lejos de confiarse, aquella observación le hizo tomar más precauciones, pues indicaba lo considerable que era la incompatibilidad a nivel bioquímico.

★★★

Los pilotos se habían adentrado en el bosque de cristalinita. La diversidad de formas de vida les asombraba a cada paso. Los árboles eran altos prismas cilíndricos de múltiples facetas, con copas que se desparramaban en largas púas semirrígidas de color verde esmeralda. El sotobosque consistía en una interminable maraña de arbustos fibrosos, de hojas cortantes como navajas y troncos achaparrados. Los animales se movían entre ellos con delicadeza y diversas especies voladoras, todas parecidas a libélulas u otros insectos, les contemplaban indiferentes desde lo alto.

Varias veces se toparon con animales parecidos a mantis religiosas ocupadas en sus nidos. Eran grandes como un brazo y tan pronto como veían a los intrusos, agarraban el nido con sus patitas delanteras y lo escondían. También vieron una serpiente de escamas cristalinas, reptando lentamente mientras obligaba a los rayos de Sol a dibujar universos de color sobre su cuerpo ondulante. Pequeños escarabajos azules y negros se pegaban a los árboles, chupando de ellos una savia espesa tras horadar con ácidos la cristalinita. Luego, unas arañas de color verde oscuro los atrapaban, arrancándolos con unas fuertes patas delanteras y llevándoselos consigo.

Pasaron a través de juncos esmeralda, que oscilaban con la brisa de un lado a otro, formando un oleaje de cristales danzantes. Vieron innumerables especies arborescentes, unas parecidas a cedros, otras a palmeras, y las más incomparables. Se alzaban sobre gruesos troncos de corteza opaca, gris y fría. Explotaban en un sinfín de formas exuberantes en lo alto, filtrando la luz según el color de sus hojas, si así podían llamarse.

Siempre pusieron gran cuidado en no tocar nada ni molestar a ningún animal. No era tanto por el temor a la contaminación bioquímica, como por el respeto profundo que brotaba de ellos al contemplar toda aquella extraña belleza.

Tras ellos y ganando terreno rápidamente iba Takamine, quien distaba mucho de poseer un estado de ánimo contemplativo. Caminaba deprisa, vigilando a todos lados y saltando como un gato asustado cada vez que pasaba cerca de él un animal cualquiera. Consideraba peligroso cuanto veía y no comprendía cómo los pilotos podían haber pensado atravesar una colonia de vida alienígena, por muy modificados que fuesen.

Había decidido que ya era hora de establecer contacto con los jóvenes y guiarlos hasta el punto de recogida. No podía retrasarlo más sin correr el riesgo de que surgieran dificultades imprevistas. Apretó el paso al ver unos arbustos pisoteados y otras indicaciones que Alejandro y los suyos iban dejando por el camino. No pasó mucho rato hasta que los encontró. Reconoció enseguida a Lisa, que caminaba como una zombi y luego a Alejandro, que iba delante. Los llamó por sus nombres.

—¡Capitán Alejandro! ¡Capitana Elisabeth!

Los aludidos se detuvieron y se volvieron velozmente, Alejandro y Sira —ahora la veía, tras la maleza— con las armas de plasma en las manos. Takamine se identificó, cuidando de no hacer ningún gesto sospechoso hasta estar junto a ellos. Tuvo que enseñarles también su documento personal. Para acabar de convencerles le mostró el uniforme corporativo, que aún llevaba bajo el sayo.

Por fin los pilotos lograron asimilar que realmente era un hombre de la Corporación, enviado allí para rescatarles.

—Entonces, ¿tiene una nave para llevarlos de regreso? —preguntó Sira inmediatamente. Hubiera sido difícil asegurar si lo decía esperanzada o triste por la inminencia de la separación. Probablemente las dos emociones se mezclaban en su interior, aunque ante los ojos de los demás permanecía tranquila, incluso poco asombrada ante la presencia de Takamine.

—No es tan fácil. No se puede esconder una nave en un planeta tan vigilado. La que me trajo hasta aquí no llegó a tocar tierra y se marchó a toda prisa, seguramente perseguida ya por varios interceptores. Nuestro plan es conduciros a un determinado lugar que ya está acordado. Luego enviaré una señal y se iniciará una complicada maniobra de diversión, allá arriba. Unas horas más tarde nos recogerá una nave, protegida desde una altura mediana por otras dos. Será todo muy rápido y no habrá tiempo más que para alcanzarla corriendo, antes de que empiece a subir de nuevo.

—¿Y si por algún motivo fracasa esta recogida? —preguntó Alejandro.

—Entonces tendrás el resto de tu vida para pasear por Chandrasekhar.

Dicho esto, y antes de que pudieran formular nuevas preguntas, Takamine les indicó en qué dirección tenían que avanzar y se encaminaron hacia el Shant.

En cuanto hubieron salido del bosque de cristalinita, Takamine aflojó un poco el paso y se interesó por su estado. No dijo nada al conocer el de Lisa, pero consultó durante un buen rato el ordenador con gesto ceñudo. Aquella posibilidad no estaba prevista. De todos modos dio el botiquín a Alejandro, que tiró el suyo y el de Lisa, muy poco surtidos en comparación. También repartió entre todos las raciones de comida. Alejandro y Sira devoraron varias tabletas en un abrir y cerrar de ojos. Lisa no probó bocado.

Alejandro tuvo que relatar a Takamine qué hacía con ellos Sira. A Takamine no le pareció mala idea tener la ayuda de una guía nativa, aunque no le hacía gracia que les acompañara hasta el final, como ella pretendía.

—Ya no es necesaria —dijo, sin mucha delicadeza, pero desistió ante la mirada de reproche de Alejandro. A su vez, Sira sonreía, como si recordara un chiste privado. El rastreador se encogió de hombros y se puso a comer su ración.

Antes de que empezaran a sentirse descansados, Takamine les obligó a levantarse y seguir. Apenas decía nada y parecía estar pendiente de todos y de todo. Encontró fácilmente un camino que iba en dirección al afluente del Shant que habían cruzado antes de entrar en el bosque de cristal. Cuando llegaron al mismo les hizo llenar las cantimploras con agua fresca y puso en ellas unas pastillas depuradoras. Se ocupó asimismo de limpiar y renovar las compresas sobre la herida en el brazo de Lisa. Alejandro tuvo que contarle lo que había hecho con él De Castro y a partir de entonces fue Takamine quien se ocupó de inyectar periódicamente a Lisa los estimulantes e inmunoactivantes. El rastreador no se molestó en mencionar que había hallado el escondite del científico.

Sira pudo olvidarse de buscar comida para todos. El rastreador se ocupaba de proveerlos en abundancia. Parecía tener un talento natural para localizar cualquier cosa comestible que estuviera cerca de ellos. Conocía numerosas formas de encender un fuego de modo que las llamas no se viesen y emitieran muy poco humo, con lo que pudieron volver a comer caliente.

Sira parecía un poco molesta por haber perdido su papel de protectora del grupo, pero en cierto modo también estaba aliviada. El cansancio del viaje empezaba a hacer mella y por otra parte el tener un plan, un objetivo, era mucho más satisfactorio. Al principio no sabía realmente adónde ir ni qué hacer, pero Ahora Lisa y Alejandro tenían posibilidades de regresar a su mundo. Pensó de nuevo en lo loca que había estado al echarles una mano. Ciertas cosas no podía hacerlas una sola.

Para una muchacha soñadora como Sira, que siempre había anhelado viajar a las estrellas, era fácil empezar a divagar. También ayudaba a soportar la fatiga del viaje. ¿Cómo eran los mundos que Alejandro y Lisa conocían? Trataba de imaginarse la fastuosa corte de Algol, iluminada por los soles de un sistema múltiple, o el célebre palacio ducal de Orión, construido sobre montañas eternamente nevadas. La Tierra, con sus arcólogos gigantescos y las ciudades bajo el mar, o las cúpulas de Rígel, las islas orbitales de Júpiter o la colonia solar, más allá de Mercurio. Alejandro le había contado algo de todos aquellos lugares y aunque no sabía transmitir la sensación de autenticidad que Sira esperaba, era suficiente para que anhelara viajar hasta allí. Pensó en la gente que podía moverse entre todos esos mundos, simplemente porque habían nacido en lugares donde el dinero sobraba. Los habitantes de Chandrasekhar no tenían tanta suerte. Sólo podían recorrer el cosmos con la imaginación, y muchos de ellos habían perdido la capacidad de soñar. Bastante tenían con ir tirando. Era injusto, sí, pero así estaba hecho el universo.

Finalmente Takamine decidió acampar antes de la llegada de la noche. Se reunieron todos alrededor de un pequeño fuego que un hoyo y algunas piedras escondían de la vista. Takamine se sentó al lado de Sira para ir dando vueltas con un palo a unas setas que se tostaban cerca del fuego. Sira le preguntó de repente cómo era su mundo.

—¡Eh! Pues… —Takamine no se esperaba la pregunta y tardó unos segundos en responder—. De clima es un poco como Chandrasekhar, puede que no tan húmedo. La gravedad es mayor, no hay tantos reptiles…

—No me refiero a eso —lo interrumpió Sira—. Me interesa más saber cómo vive la gente, qué hace, ya sabes.

—Bueno, pues son personas sencillas. La mayoría trabaja en las minas y las fundiciones. La agricultura está automatizada, pero aún quedan muchos campesinos a la antigua usanza. Las ciudades son pequeñas, lo necesario para servir de centro comercial y administrativo. La Corporación sólo pretende completar su tasa anual de extracción, pero hay muchos nacionalistas. Éstos se consideran expoliados y quieren la independencia. De hecho yo me ocupo de… digamos de controlar a los más molestos.

—¡Tienes menos cerebro que un mosquito! —le espetó Sira y le dio la espalda. Takamine quedó boquiabierto.

—Creo que prefería una visión más romántica de tu mundo —le dijo suavemente Alejandro al oído. Luego se levantó y fue a sentarse al lado de Sira.

—Verás, mucha gente cree que la Tierra es el planeta más hermoso de cuantos existen, y quizá tengan razón, pero no es mi preferido. Hay demasiadas ciudades y demasiada gente hacinada. En realidad me gusta más Marte.

—¿Marte? —Sira empezó a escucharle con interés.

—Es un planeta del Sistema Solar, el siguiente después de la Tierra. Estuve allí un mes, en Olimpia, la ciudad de las cúpulas al pie del Monte Olimpo. Recuerdo muy bien cuando salía con el deslizador…

—¿Qué es un deslizador?

—Un vehículo con generador gravitacional. En Marte los llaman deslizadores. A primeras horas de la mañana recorría lentamente las calles, hasta la compuerta. Luego salía al exterior de la cúpula y subía entre la niebla matinal. A mi alrededor un sinfín de cúpulas y domos emergían como calvas de gigantes dormidos entre la niebla blanca, inmaculada, que poco a poco se desvanecía por el calor del sol. Luego subía por la ladera del Olimpo, donde crecen frondosos bosques de abetos. A veces volaba bajo para poder ver los osos, paseando junto a sus crías, o los alces y renos. Cuando terraformaron Marte, le dieron todo lo que echaban de menos en la Tierra: vastos espacios libres, muchos animales de gran tamaño y bosques interminables. Desde lo alto del Olimpo puedes divisar, en un día claro y sin brumas, un mar de árboles que llega hasta donde empieza el glaciar. Se extiende en todas direcciones, hasta el horizonte. Puedes divisar de vez en cuando una ciudad, cuidadosamente encerrada en sus cúpulas, brillantemente iluminadas día y noche. Las naves no cesan nunca de subir y bajar y veloces trenes magnéticos corren por entre los árboles, provocando fuertes remolinos de niebla y cortando la oscuridad de la noche con sus luces.

»Pero como te decía, es ante todo un planeta virgen, un bosque permanente, tan sólo mellado por los canales que conducen la nieve derretida. Los marcianos gustan de disputar regatas en ellos y de esquiar en todos los montes. Se sienten orgullosos de su mundo porque han sabido respetarlo, evitar que termine explotado y masificado como la Tierra. Es un lugar tranquilo. Nadie tiene nunca prisa. Los marcianos prefieren tomarse una cerveza de cebada junto al fuego, antes que ir a un estadio a gritar por un deporte de moda. En la Tierra dicen que son un poco pueblerinos. Ellos responden que prefieren residir en un pueblo acogedor, antes que vivir en una ciudad cuya calle principal empieza en Quebec y termina en Buenos Aires.

Sira había terminado cobijándose bajo el brazo de Alejandro y cansada como estaba, no le fue difícil conciliar el sueño, con una leve sonrisa en los labios.

Alejandro dejó que siguiera durmiendo de aquel modo. La noche se presentaba fría y el fuego calentaba poco. Como si leyera sus pensamientos, Takamine lo alimentó con unas ramas.

—Oye —dijo el rastreador, dirigiéndose a Alejandro—. ¿Qué ha ocurrido en Marte con la recesión económica, el partido Humanista, la contaminación de los canales y la deforestación?

—No seas tocapelotas —le respondió Alejandro, dándose la vuelta.

Sonriendo, Takamine se comió las últimas setas y se puso a hacer la primera guardia pensando en el Marte que había conocido. Sus principales recuerdos eran las juergas en la academia de oficiales, los disturbios callejeros, las manifestaciones del partido Humanista pidiendo el exterminio de los muts como él. De todos modos le hubiera gustado conocer un Marte como el que había soñado Alejandro y tomar una cerveza junto al fuego, en un pueblecito rodeado de árboles.

★★★

El día siguiente no trajo consigo muchas novedades. Se levantaron al salir el sol. Takamine inyectó puntualmente los estimulantes a Lisa y le cambió las compresas. La infección se estaba extendiendo de nuevo. Apenas tenía sensibilidad en el brazo y le costaba moverlo, pero conservaba lúcida la cabeza.

Conforme seguían el afluente, éste se hacía más ancho y profundo por los abundantes manantiales. Pronto empezaron a encontrar algunas casitas entre campos sembrados. Sira murmuraba cosas incomprensibles sobre clanes, malas familias y poca hospitalidad, y se empeñaba en seguir río abajo. Takamine también prefería no parar en aquellas casas, para tratar de llegar lo antes posible a la orilla del Shant.

Durante toda la mañana estuvieron buscando señales de soldados y vehículos, sin ver ninguno. Takamine no logró interferir nada por la radio. Podía ser un cambio de frecuencia o que emplearan transmisores codificados, de gran velocidad, por canales distintos. No creía probable, sin embargo, que se hubieran olvidado de ellos.

Hacia el mediodía se hallaban en una región bastante concurrida. Era frecuente cruzarse con algún carro o pasar cerca de unos campesinos que cuidaban algún campo. A petición de Takamine, Sira le explicó el sistema de clanes y las relaciones sociales entre las regiones o cantones de aquella parte del continente. Cuando estaba a punto de empezar con el Trato de Cordialidad Obligatoria, que obligaba a presentar a las hijas núbiles a los vecinos en una fiesta, Takamine pidió una tregua. Confesó que aquella sociedad era demasiado complicada para un simple montaraz como él y se desentendió del asunto.

En una parada Takamine consultó sus mapas y los de Alejandro, impresos por la nave durante el descenso. Calculó que estaban a escasa distancia, entre diez y quince kilómetros tan sólo, de un pequeño pueblo a la orilla del Shant.

Cuando se disponían a retornar al camino, Sira reparó en un carro que salía de una granja y tomaba la misma dirección que ellos. Iba vacío, con un hombre de mediana edad y un niño pequeño a su lado. Rápidamente Sira preguntó a Alejandro cuánto dinero llevaba. Este le dio todo lo que había en su equipo de emergencia, dinero republicano en monedas de alto valor. Sira silbó, escogió una de las más pequeñas y detuvo al carro haciendo señas.

Habló un rato con el hombre, en un dialecto nipo tan enrevesado que los demás no entendieron nada. Al final la moneda cambió de manos y Sira les hizo una seña para que subieran al vehículo. Hicieron el resto del camino cómodamente sentados en un carro que olía a sano estiércol, a verduras y madera vieja. Parecía tener alguna ofensa contra ellos, de la que pretendía resarcirse lanzándolos al aire a cada piedra que pillaban las ruedas.

El niño había decidido sentarse al revés y en lugar de mirar el camino por delante, se dedicaba a observarlos.

Al principio a Alejandro le hizo gracia. Era un nipo de ojos claros, oblicuos y cabello muy negro. Les miraba con el ceño levemente fruncido y los labios apretados. Al cabo de media hora, Alejandro ya empezaba a estar harto de la mirada sostenida del crío. No recordaba haberlo visto pestañear ni una sola vez. A juzgar por las miradas y la expresión de Takamine, éste también empezaba a molestarse. Finalmente cogió su cuchillo de modo bien visible y se puso a limpiarlo con la manga del sayo.

El niño abrió los ojos como platos, se dio la vuelta de un brinco y no volvió a mirarlos.

—Psicología aplicada —comentó en voz baja Takamine. Sopló el arma para quitarle una invisible mota de polvo y la guardó de nuevo.

Llegaron al pueblo en un par de horas. Estaban descansados y dispuestos a seguir el viaje lo más rápidamente posible. Sin embargo, Sira se empeñó en que pararan en una fonda del pueblo para comer y comprar provisiones. Nadie pudo oponerse a ello, aunque a Takamine no parecía gustarle la idea. Alejandro tenía la impresión de que para el rastreador cualquier aglomeración de gentes era un peligro en potencia. Tal vez fuera así en el mundo del que venía.

La única fonda del pueblo era el Cangrejo Negro. Sobre la puerta había una enorme pieza de hierro forjado que representaba, con mejor intención que acierto, a este animal. Alejandro advirtió que en el pueblo las casas eran achaparradas, con un techo de varios metros de tierra por encima. En todas partes existía esa fatal certeza de que las radiaciones tenían que volver a marcar sus vidas. No podía por menos que aceptarlo, por cuanto él mismo había bombardeado Chandrasekhar. Qué tiempos aquéllos, antes de haber visto las explosiones de antimateria en el cielo y a su propio aparato convertirse en una nube de polvo radiactivo.

El interior no era muy distinto del hogar de Sira, medio casa, medio fonda. Varios comensales entraban de vez en cuando a la cocina para revolver los pucheros y ponerse más comida. El dueño del negocio, que bebía con los parroquianos, les trajo una jarra de aquavit antes de preguntarles nada. Takamine dio cuenta de un buen vaso de licor sin tapujos y dejó que Sira eligiera por ellos. A la chica era más fácil entenderla que a la gente de aquella región, la cual hablaba un nipo desfigurado, como si mascara chicle.

—En la mayoría de Chandrasekhar se pronuncia el idioma de un modo más normal —le explicó Sira ya en la mesa—. Aquí predomina un dialecto local muy cerrado. Conforme vayamos bajando por el Shant, arribaremos a los cantones del sur y luego a la gran marca. Allí es donde están las cataratas.

—No llegaremos tan abajo —replicó Takamine. Desplegó un plano y lo puso sobre la mesa—. Deberíamos dejar el Shant aquí, luego subir estos montes y dar la señal para la recogida.

—Un terreno de lo más inhóspito. ¿Por qué tan lejos del lugar donde caímos, si lo conocen?

—Precisamente porque el enemigo también lo sabrá. Además, es un paraje bastante anodino. No hay nada que lleve a pensar que nos dirigimos allá.

Estos argumentos no convencieron a Alejandro, que empezó a preguntarse por qué los hacían ir tan lejos. Aquella región estaba poco poblada y no había bases militares en cientos de kilómetros a la redonda, así que tal vez fuera por eso. A Alejandro cualquier sitio le parecía igual de bueno para recogerlos. Bastaba con enviar la señal y mandar una nave a rescatarlos allí donde estuvieran. ¿Por qué complicarse la vida de semejante modo? De todos modos prefirió no discutir con Takamine.

Una mujer cuya figura envidiaría un luchador de sumo les trajo platos y una cazuela enorme con judías blancas y chorizo. El aroma prometía.

—Aprovechadlo bien —aconsejó Sira—. Aquí el chorizo es un manjar escaso, como cualquier carne de mamífero, y no todos los días lo cataréis.

Antes de que acabaran, y no tardaron mucho, ya había llegado otra cazuela, ésta con una comida parecida a gachas, con soja y una salsa blanca con sabor a setas.

—Cocina típica —comentó Sira mientras se servía un buen cucharón—. Se come con los dedos. Así luego tendréis una excusa para chupároslos.

Mientras Alejandro ayudaba a bajar la comida con un buen trago de cerveza de soja, trajeron otro puchero. Rebosaba de caldo espeso, con un fuerte aroma de especias y un regusto picante, que sentaba de maravilla a un par de docenas de grandes cangrejos negros, cuya carne, blanca y gustosa, encantó a Sira.

Lisa apenas probó bocado. Takamine se había atiborrado tanto de judías que no pudo con el resto y Alejandro se atrevió con un par de cangrejos, por puro vicio. Sira eructó cortésmente al dar cuenta del último cangrejo.

Acabada la comida, en lugar de apresurarse a partir permanecieron sentados, discutiendo remolonamente el siguiente paso. El plan era comprar un bote y bajar por el Shant, ayudados por la corriente, hasta lo más cerca posible del punto de recogida.

Cuando salían, Alejandro preguntó si aquella casa también tendría túneles y cavernas volcánicas bajo tierra. Sira asintió con la cabeza; le parecía inimaginable que no fuera así.

—Allí se cultiva la soja y diversas clases de hongos. Del subsuelo extraen el agua caliente y de ella la electricidad. De la soja obtienen comida y cerveza y de ciertos líquenes, un licor muy apreciado. Pero sobre todo es un refugio en tiempo de guerra. Los más afortunados tienen incluso recicladores de aire, para que no entre radiactividad del exterior.

—¿No es un poco exagerado? —comentó Takamine.

—Durante toda su historia ha habido guerras alrededor de Chandrasekhar. Las radiaciones acumuladas rozan el límite de la habitabilidad. Cualquier esfuerzo por detener otra avalancha de radiación es aconsejable.

Aquella conversación trajo de nuevo a Alejandro el recuerdo de lo que había visto en casa de Sira. ¿Tenían todas las casas criaturas como aquéllas escondidas en sus entrañas? Reprimió un escalofrío. Comparar una vida así con la suya en Algol o en la Tierra le resultaba imposible. Los defectos congénitos eran impensables en el área de influencia de la Corporación. La gente era más alta, más sana, no tenía la piel arrugada y curtida, vivía más años. En cambio, tras la Línea se envejecía, los pasos se volvían vacilantes, las manos trémulas, los cuerpos se cubrían con andrajos. Aunque la Línea fuera un trazo imaginario en el vacío, señalaba unas diferencias muy reales. Haber nacido a uno u otro lado, predeterminaba la vida de la gente. De no existir esa guerra interminable, cuyo único fin era desplazar esa Línea, los hombres de Chandrasekhar podrían beneficiarse de los avances de la Humanidad. Ahora sólo sufrían sus consecuencias más indeseables. Sonrió con amargura. Sólo después de haber bajado a los infiernos se daba cuenta de en qué consistía en verdad el sufrimiento humano. Todos sus traumas, disgustos y depresiones anteriores se le antojaban pueriles.

Llegaron al embarcadero. Un solitario pontón de madera carcomida, flanqueado de botes de variados tamaños, era lo más parecido a un puerto fluvial que podía hallarse en el cantón de Melmederk. Un viejo que reparaba unas no menos vetustas artes de pesca, le indicó a Sira dónde negociar la compra de un bote. La chica se fue con el viejo a una casa cercana, dejándolos a ellos en la orilla.

Al cabo de un rato apareció acompañada por un hombre de edad madura y aspecto desaliñado, que llevaba, al igual que Sira, dos bidones no muy grandes de combustible. La chica devolvió a Alejandro el resto de las monedas que le había dado para comprar el bote, pero le convenció de que las guardara para nuevas compras. Al fin y al cabo era ella quien mejor conocía a los nativos.

El hombre se fue y regresó al poco tiempo con un pequeño motor fuera borda. Parecía de construcción artesanal y no muy robusto, pero Sira estaba encantada con él. Llenaron el depósito y probaron el motor, que tardó en funcionar y empezó a hacerlo con una sonora explosión y abundante humareda. El hombre, muy orgulloso, dijo algo a Sira al tiempo que palmeaba uno de los depósitos.

—¿Son de regalo por la compra del bote?

Sira miró a Alejandro:

—El bote es el regalo por la compra del combustible.

La República estaba tratando de mecanizar Chandrasekhar a base de introducir los motores de explosión, enseñando a fabricarlos y a obtener el combustible mediante los recursos naturales de cada región. Sin embargo, el último ataque imperial había destruido todas las refinerías y centros químicos del planeta. Agotado el combustible, debía importarse de otros sistemas planetarios, lo que era prohibitivo (e imposible, dado el bloqueo actual), o destilarse artesanalmente. El combustible de cualquier tipo valía su peso en oro, y Sira había pagado una fortuna por aquellos bidones.

Alejandro desconocía el valor de la moneda republicana y cuando Takamine le hizo la conversión a créditos estelares, se llevó las manos a la cabeza.

—Pues tendrías que ver el precio de media docena de huevos o una hogaza de pan en algunos mundos en guerra, capitán Alejandro —dijo Takamine, en un tono que molestó al aludido. Le había parecido detectar un cierto retintín cuando pronunció la palabra capitán. Obviamente, la opinión que tenía aquel corporativo de la nobleza imperial no era muy elevada.

En cuanto se hubieron acomodado en el barquichuelo, éste partió con Takamine al timón. Una ligera brisa soplaba procedente de las aún distantes montañas, cuyas cimas podían verse a lo lejos. La corriente del Shant, nada despreciable en la época del deshielo, les ayudaba empujándoles hacia su destino. Sira les contó que el río nacía de unos glaciares muy lejanos. Atravesaba toda aquella extensa región, llena de cráteres y montes bajos que le obligaban a dar mil rodeos y formar numerosos lagos, y finalmente se estrellaba contra la cordillera Labriana. Esa gran muralla lo detenía, obligándolo a formar el gran Saudek. Se trataba de un lago enorme, casi un mar interior. En él se acumulaba el agua hasta llegar al nivel de un collado, el Tartesos, un angosto paso natural entre dos altas montañas. Éstas eran llamadas Guardianes del Sol, porque para un observador situado estratégicamente, aquellos dos colosos marcaban el orto y el ocaso del astro rey, en su diario paseo a través del collado. Después de pasar por entre los Guardianes, el río se deslizaba por una pendiente cada vez más empinada. Finalmente hallaba seiscientos metros de vacío y formaba las cataratas de Tarsis.

Alejandro contempló aquel río, de cien metros de ancho y una profundidad considerable y trató de imaginarse toda esa agua saltando al vacío. Lamentó que su viaje no incluyera aquella región, al otro lado de la cordillera.

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