8
La base militar McArthur, principal concentración humana imperial en el planeta, se preparó para recibir a su visitante. A medida que éste se aproximaba, iban siendo visibles más detalles de la estructura. Un inmenso domo de blindaje metálico encerraba kilómetros de pasadizos, hangares y barrios habitados, envuelto por un halo amarillento. La vegetación arbórea había sido erradicada en un kilómetro a la redonda.
«Apostaría a que el brillo corresponde a un campo escudo activo; debe de gastar un montón de energía. Y ese blindaje… Estoy convencido de que puede resistir el impacto de un torpedo de fusión sin un arañazo; inexpugnable, me temo. ¿Cómo vamos a entrar allí?»
Inmediatamente obtuvo la respuesta. Un sector del campo se apagó, y fueron capturados por un rayo tractor. Al acercarse al domo, éste se abrió, como si se tratara de las valvas de un gigantesco molusco. La nave se introdujo por la enorme hendidura suavemente, y no tardó en cerrarse. La mente del capitán tomaba nota de todo. «Treinta y cinco segundos para abrir la estructura, y otros tantos para cerrarla; a eso hay que sumarle el tiempo que permanezca abierta, sobre todo si ha de salir un gran contingente de tropas o aviones. Está claro que el blindaje es bueno, pero no servirá para nada si se consigue introducir un explosivo de alto poder; una bomba atómica pequeña bastaría para convertir esto en una olla donde se cocieran todos sus habitantes. Y es grande; habrán vaciado megatoneladas de roca para meter dentro una ciudad con base militar incluida. Ah, eso parece el punto de destino, con comité de recepción incluido. Espero que sea breve; estoy de protocolo hasta donde yo me sé».
El aparato tomó tierra sin sacudidas. Del fuselaje brotó una escalerilla, por la que el embajador bajó y pisó por primera vez el suelo de Nut. Un chambelán se dirigió a su encuentro y lo saludó ceremoniosamente:
—Excelencia, os damos la bienvenida al dominio imperial de McArthur. Por favor, seguidme; el Muy Noble Lord Abraham Lincoln Kublaikhan Montgomery Abd-al-Rahman Evans IX os espera en el estrado.
«Con esos nombres, necesitarán la vaina de un sable para guardar las tarjetas de visita». Siguió al envarado maestro de ceremonias hasta donde se encontraban los altos cargos y se preparó para sobrevivir al ritual: los mismos saludos huecos, los uniformes condecorados, las damas esperando discretamente a un lado, los himnos… La colosal bóveda blindada creaba una sensación opresiva y desagradable, aunque la acústica fuera magnífica.
Lord Evans rebosaba autosatisfacción; Beni sintió desde el principio una profunda antipatía hacía él, Le parecía un estúpido petimetre, sólo preocupado por el lucimiento personal. Su voz no hizo más que corroborar esta impresión: excesivamente afectada, petulante, «Lo que daría por bajarle los humos, muñeco». Afortunadamente, la ceremonia duró poco. Lord Evans lo despidió rápidamente:
—Excelencia, debéis de estar cansado, sin duda, por el viaje que habéis hecho. Por supuesto, desearéis cambiaros de ropa —imperceptible mohín de asco— y conocer vuestra embajada. No queremos entreteneros más; el avión que os trasladara allí os está esperando, listo para despegar. Nuestra primera reunión ha sido bastante breve, indigna quizá de lo que os merecéis —otro sutil gesto burlón—. Para que no se nos juzgue descorteses, he de comunicaros que quedáis oficialmente invitado a los actos de celebración que conmemoran el feliz día en que este mundo se incorporó a esa unidad de destino que supone el Imperio, lo que ocurrirá dentro de pocos meses. Hasta entonces, os deseamos una feliz aclimatación, Excelencia.
—Gracias, señor. Confío en que mi estancia en Nut será provechosa para todos —replicó, seguro de que el empleo del nombre antiguo del planeta molestaría a su interlocutor. Sin esperar más, saludó, hizo una reverencia ante las mujeres y acompañó a su escolta hacia el avión.
El vuelo fue apacible, aunque aburrido; el curso estratosférico que seguían no permitía apreciar los detalles del mundo que se deslizaba bajo ellos. Mientras el aeroplano surcaba el aire, Beni meditaba sobre el sistema de defensa de base McArthur. «Parte del domo permanece abierto, con el campo apagado, mientras entran o salen vehículos; supongo que se cubrirán con baterías de plasma, pero son vulnerables. No sé para qué me preocupo por esto; soy un embajador, a ver si se me mete en la cabeza. Las viejas costumbres nunca mueren… En fin, supongo que no se me puede reprochar un interés académico en el asunto».
Al cabo de unas horas el avión comenzó a descender. Contempló las majestuosas montañas cubiertas de nieve, y el ancho valle que se abría entre ellas. Un río serpenteaba por las ricas llanuras de aluvión, en las que resaltaban las parcelas cultivadas, como un damero de tonos granates. Por fin divisó la ciudad, Osiris, una amplia urbe partida en dos trozos desiguales por el río. El vidrio y el metal relucían en la parte septentrional, más pequeña, que correspondía al barrio imperial. En el sur, un caótico batiburrillo de casas oscuras se extendía por la llanura; el humo subía en delgadas columnas de las chimeneas. A varios kilómetros de la ciudad, la fea cicatriz del aeropuerto marcaba el paisaje como una incongruencia.
El aterrizaje fue suave, casi vertical; tomaron tierra con la gracilidad de una pluma. Al pie de la escalerilla esperaban unos soldados que, sin muchos cumplidos, acompañaron al embajador hacia un pequeño aerodeslizador cubierto; lo invitaron a subir, e inmediatamente salieron al exterior. Una vez abandonadas las instalaciones, desaparecieron los caminos acondicionados; el vehículo se lanzó campo a través, levantando una espesa polvareda. Beni observó que rodeaban la ciudad, en vez de atravesarla, como parecía más lógico. Comunicó sus impresiones a la escolta.
—Simple precaución, señor —respondió el conductor, sin mirarle a la cara—. Los pueblerin… los indígenas podrían organizar algún tipo de tumulto, señor.
—¿Tan feroces son? —trató de que su comentario no sonase a burla.
—¡Oh, no, señor! Son un hatajo de palurdos; tan sólo algún agitador revoltoso, pero no pasan de meras molestias. Simplemente, es preferible no dar argumentos a esos amantes del jaleo.
«No sabes mentir, niño».
A buena velocidad bordearon la depuradora de residuos y se aproximaron a una especie de campamento circundado por un muro de fibroplex, coronado de estructuras espinosas. A través de la reja metálica que cerraba la entrada se divisaban varios edificios y barracones de aspecto funcional; no se veía un alma. El deslizador se detuvo, y su pasajero fue invitado a abandonarlo. Desde el vehículo, el conductor le dio las últimas explicaciones, a modo de despedida:
—Por motivos de seguridad no comunicamos al personal de su embajada la hora exacta de su llegada, señor. Basta con presentarse al ordenador de la puerta; le facilitaron ya sus datos, y no habrá problema para pasar. Su equipaje fue enviado por un conducto independiente. Adiós, señor.
El aerodeslizador giró sobre sí mismo y se alejó a gran velocidad, depositando sobre Beni una espesa capa de polvo rojizo. Con un suspiro se sacudió el arrugado uniforme, y contempló la marcha del vehículo. Al cabo de un minuto, éste se estrelló contra el suelo con gran estrépito; varias figuras salieron de él, gesticulando agitadamente. Beni examinó la pieza de maquinaria que había tomado del aparato y ocultado en un bolsillo. «Vaya, parece que era algo importante». La arrojó a unos matorrales y miró a su alrededor.
Cada planeta tenía algún rasgo peculiar que se convertía en su seña de identidad. En su vida había sufrido mundos cubiertos de nubes, con extraños seres vivos, orlados de volcanes activos, rebosantes de pantanos infectos, o simplemente indescriptibles. Nut no tenía nada de eso. Todo en él había sido importado de la Vieja Tierra: plantas, animales, habitantes, tal vez con la idea de guardar un recuerdo del hogar materno. Sin embargo, había algo anormal, que le hacía sentirse incómodo. La vegetación era de color rojo oscuro, a veces casi negro.
Los bioingenieros terrestres habían diseñado los genes capaces de codificar un pigmento fotosintético mucho más eficaz que la clorofila, y lo incorporaron al genoma vegetal. Económica y ecológicamente era muy rentable, pero los bosques parecían cubiertos de sangre coagulada. Molesto, Beni alzó la vista al cielo; ahora que se fijaba, su tono era extraño, más oscuro de lo habitual, con tintes violáceos. Unos cirros altos y amarillentos se disponían como las franjas en la piel de un tigre. Y no era sólo eso lo que causaba un cierto desasosiego; no se oían pájaros, ni hacía viento. Disgustado, se encaminó hacia la puerta de su nuevo hogar.
Al acercarse, comprobó que el muro tenía por lo menos un metro de grosor. La reja metálica de entrada era en realidad una estructura compleja, multicapa. Arriba y a la derecha, una esfera negra dominaba el conjunto, empotrada parcialmente en la pared.
—Buenos días, distinguido visitante —dijo la puerta—. Se halla usted ante la delegación corporativa de Osiris, planeta Nut, estrella Tau Ceti. Nos es grato comunicarle que está siendo apuntado por el sistema de mira de un arma que puede causar un serio quebranto a su bienestar físico. Por favor, colabore con nosotros y facilite los datos que se requieran para una correcta identificación. Ponga su mano derecha sobre la placa negra que encontrará frente a usted, a la vez que mira fijamente a la esfera situada por encima de su cabeza —obedeció—. Identificación confirmada. Bienvenido a casa, señor; disculpe las molestias.
—Tranquila; no importa —respondió. La puerta se plegó sobre sí misma en un ángulo inverosímil, y pudo pasar al interior del recinto.
Había imaginado muchas cosas sobre el aspecto de la embajada y sus habitantes: personal atareado corriendo de un sitio a otro, tropas escoltando atildados diplomáticos, etcétera. Todo, menos la realidad.
La mayor parte del recinto era una explanada sin edificar, con el suelo de tierra batida. Seis o siete construcciones de una sola planta se hallaban esparcidas aleatoriamente. Al fondo, salido aparentemente de ningún sitio, un avión rodaba por la planicie, al tiempo que desplegaba sus alas. Bruscamente, despegó en sentido vertical, casi sin ruido. Beni quedó admirado. «Que me maten sí no es un CORA-15; creía que los habían jubilado a todos, pero los buenos diseños nunca mueren. Veo que no va armado con misiles; supongo que lo utilizan en misiones de observación. Son polivalentes, esos cacharros. Los recuerdo en aquel planeta, Lacaille; magníficos, aunque los pilotos eran un problema. Auténticamente locos, como éste». El avión resultaba bastante llamativo. Su piloto había adoptado un esquema cromático espectacular, a base de combinar banderas corporativas en un mosaico blanquiazul; el resultado era cualquier cosa menos discreto. Cuando alcanzó unas decenas de metros de altura, el aparato aceleró bruscamente y desapareció de la vista. En las retinas de Beni quedó el destello verde emitido por las toberas del turboconversor. Parpadeó para aclarar su visión, y miró a su alrededor. «¿Dónde se habrá metido la gente? Ah, allí hay alguien».
Se acercó a uno de los barracones. Cerca de la puerta, un sujeto con rasgos japoneses efectuaba una serie de lentos y fluidos movimientos con brazos y piernas. En su cara no se advertía la más mínima expresión. Iba vestido con un pantalón militar, sandalias y una cinta con el sol naciente ciñendo su cabeza. «Este tipo hace Tai Chi; me parece que está en otro mundo». Se colocó delante del individuo, a un metro de distancia, pero él siguió con sus ejercicios, la mirada perdida, sin percatarse de su presencia, «No esperaba un comité de recepción con banda de música, pero esto…» Se dio la vuelta y se encontró con otro habitante de la embajada. Quedó estupefacto.
Tumbada en una hamaca, una mujer rubia tomaba el sol indolentemente. Parecía dormitar; los rasgos de su cara quedaban ocultos por un libro abierto que hacía las veces de sombrero. Beni no reparó en que ella tuviera un objeto tan anacrónico como un libro hecho de papel; la propia mujer era algo digno de admiración. Salvo el libro y unos pantalones militares cortados a la altura de la rodilla, no llevaba nada más encima. Beni se dio cuenta de que se había olvidado de respirar y tomó aire. «Madre mía, qué cuerpo; vaya par de tetas… juraría que me son familiares. ¿Dónde las habré visto antes?» Intentó mirar hacia otro sitio. «Ajá, quién lo diría; es una piloto de CORA». En el antebrazo izquierdo se advertía una placa de material plástico con varías conexiones metálicas. No obstante, su mirada se iba involuntariamente al pecho de la mujer. «Bueno, eso significa que no estoy muerto del todo; pero esta situación es ridícula: aquí plantado delante de una tía semidesnuda durmiendo, con un japonés ejecutando posturas raras a mi espalda. Habrá que hacer algo».
Se aproximó a la mujer y, sin levantar mucho la voz, dijo:
—Esto… Perdone que la moleste, pero…
Con una rapidez prodigiosa, ella le lanzó un puntapié a los testículos; tan sólo los reflejos adquiridos en décadas de entrenamiento consiguieron bloquear la patada. Saltó hacia atrás y quedó en posición de guardia, con la adrenalina corriendo por sus venas. La mujer se quitó el libro de la cara y lo miró con curiosidad. Se incorporó lentamente, sin dejar de observarlo; casi inmediatamente su expresión cambió, y se dio una palmada en la frente.
—¡Joder! ¡El embajador! Ha venido antes de lo previsto… Pobrecillo, vaya un recibimiento, ¿Le he hecho daño? ¡Qué desastre! Espera —se acercó y lo estudió con atención—; no puede ser… ¿Beni…?
Él trató de recordar, lamentando no haber estudiado con más detalle la vida y milagros de los integrantes de la embajada. «Parece que me conoce. ¿De dónde? Pero esa cara…» La mujer era bastante bonita. El pelo rubio, casi blanco, cortado a cepillo; los ojos verdes, bajo unas cejas bien perfiladas; los pómulos algo altos, que le daban una expresión divertida, como de burla; y esa cicatriz, que le marcaba la mejilla derecha…
—¿Irina? ¿Qué demonios haces aquí?
Ella no le dejó tiempo para proseguir. Se abalanzó sobre él y le dio un par de besos. Se la veía radiante.
—¡Qué alegría! Encontrarme con alguien conocido en este desierto… ¿Cómo es que te han mandado a ti de embajador, Beni? ¿Se han vuelto locos? Pero si tienes la misma sutileza que un infante en modo de combate… Oye, perdona por la patada, pero ya sabes, es como un acto reflejo. No nos avisaron que vendrías hoy, esos cretinos imperiales, «Es mejor así, por motivos de seguridad», dicen. No quieren que los nativos del planeta nos vean demasiado, no sea que les inculquemos ideas insanas; ya te harás una idea de la situación aquí los próximos días. Pero ven, estarás cansado. Déjame que te enseñe tus dependencias y habitaciones; luego hacemos un recorrido por toda la base, ¿de acuerdo?
Sortearon al japonés, que seguía impertérrito con sus ejercicios. Beni trató de decir algo; había olvidado la locuacidad de Irina.
—¿Quién es éste? Me parece que está más colgado que…
—¿Isao? Ah, sí, es mi marido.
«Qué ojo clínico tengo». Intentó disimular la metedura de pata:
—¿Tú, casada? Pero si cuando te conocí eras una cabra loca…
—Ya, pero todos sentamos la cabeza —sonrió.
—Pues no me explico cómo te enamoraste de eso —señaló al japonés, que seguía con lo suyo.
—Oye, ¿a que te tragas el libro? No sé; en el fondo es un encanto. Además, no habla casi nunca; así no dice tonterías.
Beni se fijó en la placa del antebrazo. «Claro, otro piloto. No me extraña; con todas esas porquerías que se inyectan para funcionar, acaban todos locos. A éste le ha dado por el autismo».
—¿Qué pretende exactamente, Irina?
—Isao es un tradicionalista, Se dedica a rescatar las viejas esencias de su ascendencia japonesa, buceando en costumbres milenarias. O eso me ha dicho.
—Alguien debería explicarle que el Tai Chi es chino, no japonés.
—Déjalo, pobrecillo. Se le ve tan ilusionado…
Se encaminaron hacia un edificio algo menor que el resto. Por el camino, Irina siguió parloteando sin cesar.
—Mira, ahí tienes la residencia del personal. Parece pequeña, pero la mayor parte es subterránea; nos sobra sitio, no creas. Tus habitaciones están en superficie, mirando al sur. Una maravilla, sol todo el año… ¿Sabías que este planeta tiene el eje casi perpendicular a la eclíptica? Siempre es primavera por aquí; los únicos problemas son todas esas plantas de color remolacha, y el polvo. Quizá algún día nos decidamos a pavimentar con una cubierta de fibrorresina, pero todavía estamos montando todo este tinglado. ¿Qué miras? Ah, vaya; debería haberme puesto alguna camisa. No te preocupes, esto es normal por aquí, con el calor que hace. Si vieras la cara que ponen los imperiales cuando nos visitan… Pobres, los tienen más reprimidos que un reactor de fusión. Por cierto, ¿vienes solo? No me acostumbro a verte sin Ana. ¿Dónde…?
—Muerta —la cortó secamente.
—Mierda —se calló y le puso la mano en el hombro—. Lo siento. Siguieron caminando en silencio hasta la entrada del barracón. Para entonces, Irina había recuperado su verborrea desatada. Al penetrar en el edificio, exclamó a grandes voces:
—¡Muchachos! ¡Mirad lo que os he traído! ¡El embajador en persona!
La mayor parte de la gente se encontraba en un espacioso salón repleto de sillones y mesas, con la barra de un bar en el fondo. Muchos jugaban a las cartas o al ajedrez, y un corro se agrupaba en torno a una pareja que competía en una holopantalla, simulando el combate entre un tiranosaurio y un tricerátops, Ante los gritos de Irina, inmediatamente saltaron de sus asientos. Nadie vestía un uniforme idéntico a otro; el atuendo más frecuente consistía en pantalón corto y sandalias. Todos se arremolinaron en torno a Beni, al tiempo que lo saludaban con muestras de familiaridad. Estaba claro que muchos sabían quién era, pero para él resultaba especialmente frustrante no reconocer a nadie. No se le escapó el hecho de que un alto porcentaje eran pilotos de CORA, a juzgar por las placas que llevaban. Por el rabillo del ojo intuyó que alguien salía corriendo por un pasillo, transportando algo muy grande y con alas. «Están todos locos, estos pilotos».
Tras un buen rato de presentaciones y cumplidos, les permitieron seguir su camino, Irina iba explicando con pelos y señales la función de los distintos pasillos y dependencias de la zona residencial. Al final arribaron a una puerta con una placa.
—Aquí tenéis vuestros aposentos, milord —Irina parodió a un engolado diplomático imperial; a su pesar, Beni tuvo que sonreír—. Tan sólo habéis de hacerme la merced de posar vuestra mano sobre el identificador, y la puerta se abrirá, ¿veis? ¿Qué te parece, Beni? Es majo, ¿verdad?
El lugar no era muy espacioso, pero estaba amueblado con gusto. Entraron en un saloncito presidido por una terminal clásica de ordenador y una gran mesa de estudio con diversos aparatos. Varios sillones, cuadros y un minibar completaban el decorado. Otra puerta comunicaba con un amplio patio exterior. Examinaron también la cocina, el aseo («Afortunadamente, no es de estilo orgánico»), y llegaron al dormitorio.
—Nos trajeron tus cosas hace dos días, y te las hemos dejado, sin abrirlas, en esos armarios empotrados. Tienes una hora para ducharle y aclimatarte; después vendré para enseñarte el resto de las dependencias, y presentarte a más gente. Oye, ¿qué te ocurre? ¿Por qué pones esa cara?
—¿Me puedes decir qué es esa cosa, y qué hace encima de mi cama?
Un enorme ganso disecado de color blanco, con las alas desplegadas, los miraba con gesto divertido. La peana sobre la que se apoyaba el animal era una auténtica monstruosidad barroca.
—¿Eso? Es obra de uno de nuestros pilotos, que se ha aficionado a la taxidermia. Últimamente no para de disecar bichos; es un follón, pero hay que reconocer que resultan muy decorativos. Este es el último. Me dijo que lo consideraba su clímax artístico, y que sería un gran honor para él que nuestro embajador le asignara un nombre digno.
—Murphy… —farfulló Beni.
—¿Murphy? ¡Adjudicado! Ya verás, le hará mucha ilusión. Me pregunto cómo consiguió meterlo aquí, saltándose el sistema de seguridad.
Le diré que se lo lleve; conmigo que no cuente, esto pesa un huevo. En fin, hasta luego; tienes una hora para ponerte guapo, ¿eh? Bueno, a lo mejor te he pedido un milagro.
Se fue, cerrando la puerta tras ella. Beni se aproximó lentamente a la cama, se sentó pesadamente y se quedó mirando al ganso.
—Almirante Jansen, ¿se puede saber dónde me has metido? —preguntó al animal; Murphy, por supuesto, no se dignó contestarle.