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NOMBRE COMÚN: árbol mimoso.
NOMBRE CIENTÍFICO: Biophthora eburnea.
DESCRIPCIÓN: Tronco erecto, de hasta 165 cm de diámetro en la base, de sección cilíndrica, que en el tercio superior se ramifica de forma dicótoma; la muerte y la abscisión de algunas ramas acaban semejando una ramificación simpódica. La base del tronco se ensancha en un disco adhesivo, de cuyo borde brotan unas largas raíces cuya misión es la de fijarlo al sustrato […]. El aspecto final recuerda al de un pino piñonero (Pinus pinea) al que hubieran despojado de sus hojas. El color de las ramas varía según el clima y la dieta […].
El rango de tamaños en las distintas poblaciones de árboles mimosos es grande. Los de las tierras altas presentan un tronco corto, con ramas de hábito casi rastrero […]. En los valles de la Gran Fosa se encuentran gigantes de hasta 30 m de altura y 20 m de diámetro en la copa. Algunos autores hablan de subespecies, como […].
Aunque su nombre induce a pensar que se trata de un vegetal, el árbol mimoso, por su estructura y fisiología, es básicamente un hongo depredador, como los cazadores de nematodos en la Vieja Tierra. Tronco y ramas están formados no por verdaderos tejidos, sino por la unión de millones de delgados filamentos, entrelazados entre sí de forma que otorgan al árbol unas cualidades mecánicas similares a las del acero […]. Las raíces sólo sirven para sujetar la estructura, ya que la alimentación se realiza por la parte aérea. El árbol mimoso emite una sorprendente variedad de biomoléculas que atraen a sus presas, las cuales quedan pegadas a las ramas por un adhesivo potentísimo. Segrega entonces enzimas que descomponen los tejidos de sus víctimas y absorbe los nutrientes de éstas, que son llevados a todo el árbol a través de los filamentos del tronco. El árbol mimoso desecha los restos no digeribles degradando el adhesivo, con lo que los residuos caen al suelo […].
La característica más notable del árbol mimoso es su bioquímica. Es sabido que las biomoléculas han evolucionado de forma distinta en cada planeta. El resultado es la incompatibilidad absoluta entre las formas de vida de los distintos mundos. Si un ser vivo se alimenta de una especie alienígena, los resultados son o bien la indiferencia total, o el envenenamiento fulminante […]. El árbol mimoso es la excepción a la regla. Su increíble batería enzimática le permite descomponer cualquier materia orgánica en sus componentes más simples, de los que se alimenta. Es imposible envenenar a un árbol mimoso; puede romper hasta las moléculas más tóxicas que se conocen y tornarlas inofensivas. Sus posibilidades de empleo en la guerra biológica han sido evaluadas por las Fuerzas Armadas […].
FUENTE: Abréu, X. (4699ee). «Exobiología pintoresca». Obra cultural de la Caixa. Barcelona, Vieja Tierra.
★★★
Los guardianes de la puerta estaban un tanto mosqueados y nerviosos, a pesar de su veteranía. Según anunciaban los vigilantes, se acercaba una comitiva de lo más inusual. Aunque anecdótica, siempre cabía la posibilidad de alguna incursión de chiflados o, lo que era peor, de fanáticos. Ellos eran responsables de que los problemas no pasaran del primer anillo de defensa, y por eso eran elegidos entre los mejores.
Los visitantes se detuvieron en el centro de la explanada que había frente a la puerta y aguardaron. El oficial al mando los examinó detenidamente. Los que suplicaban amparo parecían genuinos, desde luego. Algunos daban la impresión de haber sido pisoteados por un batallón acorazado. Pero los peregrinos… El oficial, zorro viejo, adivinó en ellos a unos colegas de profesión. Aparte de lo exótico del atuendo, su aplomo tampoco resultaba normal. Llevaban armas blancas al cinto, aunque ninguna de fuego. Eso habría significado su ejecución sumaria e inmediata. Obviamente el oficial no podía saber que los fusiles de asalto habían sido desmontados previamente, y sus irreconocibles piezas disimuladas astutamente en los macutos.
«Peregrinos, soldados y extranjeros; menudo revoltijo». Si de él dependiera los habría detenido, pero el respeto al peregrino era un precepto sagrado. Tantos oficiales de guardia y tenía que haberle tocado a él, perra suerte. Y para completar el cuadro, el viejo y sus acólitos.
El oficial, como era su deber, se consideraba un experto en reconocer insignias y libreas. Tenía enfrente a un Maestro Cazador de Peñas Bermejas. Su báculo se adornaba con una docena de colas de espectrillo gris, lo que indicaba una singular pericia. Sin embargo, y pese a la edad que tenía a juzgar por las arrugas de su cara, se echaba en falta el collar de dientes de serpetón y otros honores básicos. Tampoco los acólitos los llevaban, aunque aparentaban estar en muy buena forma. Vaya, unos marginados. En Peñas Bermejas eran estrictos formalistas y solían penalizar a quienes iban por libre. El oficial no pudo evitar sentir cierta simpatía por ellos. Él también se había ganado su puesto a fuerza de méritos, sin enchufes. Por otro lado, le apetecía estrangular a aquel vejestorio por meterlo en semejante embrollo.
Como si le leyera el pensamiento, el Maestro Cazador dio un paso, inclinó su báculo e hizo unos signos con la mano libre. Caray, era una invocación al Sagrado Protocolo, irrechazable. El viejo no tenía un pelo de tonto. El oficial se puso frente a él, lo miró con la adecuada formalidad y declamó:
—Has llegado a tu meta, viajero. En contacto tu carne con la Madre Tierra, expón tus peticiones y aleja de ti toda maledicencia, en nombre del Honor.
El Maestro, sin que le temblara el pulso por lo solemne que había sonado el oficial, se descalzó para que las plantas de sus pies hollaran el cuerpo de la Madre. Alzó la vista y habló:
—Soy Denaitis Carídix, Maestro Cazador de 5º grado de la provincia de Torres Bermejas. Mi Maestro fue Ordho Betétix, el del Brazo Firme, y antes que él Garay Rábix, el Cantor sin Tacha. Ambos reposan hoy en el seno de la Madre, tras retornar a ella con honor. Yo honro su memoria, para que permanezca viva entre los humanos —siguió un buen rato con la fórmula ritual sin un error de dicción y finalmente entró en materia—. De camino hacia el Centro del Mundo nos encontramos con estos peregrinos —señaló a Verena y Daniel, quienes inclinaron cortésmente la cabeza.
El oficial tenía la potestad de interrumpir a los peticionarios e hizo uso de ella.
—Sabes que está escrito lo que debe hacerse con los extranjeros.
—Efectivamente —repuso el Maestro sin que se le alterara la voz—, pero también conozco lo que dicen las leyes sobre los peregrinos. Ambas normas se contradicen, por lo que decidí ofrecerles escolta hasta la morada de los más sabios, para que éstos dictaminen. Yo sólo soy un cazador iletrado que no desea pecar por ignorancia.
El oficial intentó no sonreír. A eso se le llamaba escurrir el bulto o pasarle el muerto a otros. Era una sabia actitud ya que él pensaba hacer lo mismo, qué puñetas. En fin, había que cumplir con el ritual. Con un gesto, apremió al Maestro para que continuara.
—Más tarde, dimos con unos Sicarios del Innombrable que iban a inmolar a estos pastores —los aludidos asintieron nerviosamente y trataron de parecer aún más compungidos—. Los matamos a todos con muerte vil y escupimos sobre sus despojos. Los peregrinos nos ayudaron en la labor, demostrando un comportamiento irreprochable. Solicito cobijo para las víctimas del Innombrable.
Esta última palabra, y cuanto iba asociado a ella, era odiada por el oficial y los demás bajo su mando. Era inevitable sentir simpatía por aquellos pobres diablos y admiración por sus salvadores. Con eso contaba el Maestro, el cual aprovechó el clima del momento para apostar fuerte. Había dado vueltas a la idea durante los últimos días y era tan absurda que hasta podría funcionar y todo.
—Pero la escolta de los peregrinos y de las víctimas es algo circunstancial; me he limitado a obrar con decoro. Acudo aquí para solicitar, sobre el cuerpo de la Madre Tierra, un tribunal justo para obtener el Grado Debido, tanto yo como mis discípulos.
Pequeño Val e Ivana estuvieron a punto de dar un respingo. El Grado Debido. En Peñas Bermejas, a causa de su origen no se lo darían antes de que los soles se extinguieran. Aquí su Maestro estaba apelando a la justicia del Máximo Tribunal, puenteando a los de Peñas Bermejas con un par de cojones. Las pruebas serían muy duras. Se tragaron el miedo. El honor de su Maestro dependía también de la pericia que demostraran en los exámenes. Confiaba en ellos ciegamente. Si en aquel momento les hubieran pedido que por él se bañaran en aceite hirviendo, lo habrían hecho sin pestañear.
El oficial admiraba el valor y sabía que una petición así no se podía negar. Al diablo, que pasaran todos. En el caso de que alguien cometiera tonterías, los fusileros, una casta de élite a la que se permitía usar armas de fuego, los dejarían secos antes de que pudieran dar un paso. De todos modos el oficial se tranquilizó al comprobar que los peregrinos no oponían resistencia al registro. Estuvo tentado de requisar alguna de las viandas que llevaban en las mochilas, pero la extorsión y el despojo a los visitantes estaban muy mal vistos, y no deseaba acabar en el Valle de las Lamentaciones. Reprimió un escalofrío.
Finalizado el cacheo, el oficial mandó a un soldado, una chica con el pelo tan rubio que parecía albina, a que transmitiera el mensaje a la segunda línea de defensa. Las grandes puertas de la muralla se abrieron y la comitiva entró, escoltada por unos cuantos soldados y precedida por el Maestro Cazador. Sus discípulos trataban de no parecer muy pueblerinos, los pastores iban más bien acojonados y los peregrinos no perdían detalle. Las puertas se cerraron y el Oficial se las quedó mirando un rato aún.
—Me gustaría ver la cara que pondrán los de arriba cuando reciban el regalito —dijo un sargento.
El oficial le palmeó el hombro, de buen humor.
—Pues anda que a mí… Bueno, ya tenemos tema de conversación para luego, en la taberna. Volvamos al tajo.
★★★
La comitiva tuvo aún que pasar por varios controles y registros. En cada uno de ellos los recibía un personaje de mayor rango, con nerviosismo creciente, y la voz de que habían llegado unos chiflados o unos santos empezó a correr.
Verena y Daniel admiraban el sistema defensivo de la ciudad. El pináculo central había sido excavado en una serie de laberínticos pasillos capaces de volver loco a cualquier asaltante lo bastante osado como para llegar hasta allá. Los tramos cubiertos y claustrofóbicos se alternaban con otros a cielo abierto, aunque con elevadas paredes que recordaban a desfiladeros. Los visores IR mostraban que las alturas no estaban precisamente desiertas.
En el último control los recibió un individuo con pinta de preboste. A diferencia de los soldados que habían visto hasta ahora, le sobraba un poco de barriga, sudaba y su vestido era una especie de chilaba marrón confeccionada con múltiples telas de texturas inverosímiles. Escuchó los informes del jefe del puesto, pareció meditar y emitió su veredicto.
—Maestro Cazador, tu llegada ha sido considerada osada e irregular. Se ha de juzgar si obraste con corrección; en tal caso, nada has de temer y optaréis al Grado, tú y tus discípulos, si no os falla el valor. Me acompañaréis los tres hasta la Antesala de las Diosas Menores, donde efectuaréis los ritos propiciatorios. Las víctimas del Innombrable serán acompañadas por otro lado hasta la Casa de Reposo. Allí curarán sus heridas y sanarán sus espíritus. Más tarde el Gran Consejo proveerá.
Los pastores suspiraron aliviados. Aquello era más de lo que nunca se hubieran atrevido a imaginar. Sin prestarles más atención, el preboste miró con severidad a los comandos.
—En cuanto a los peregrinos, serán escoltados a una hospedería donde pernoctarán. El Consejo determinará pronto su destino, ya que a la pena de muerte por violar las fronteras se contrapone el respeto debido a quienes caminan en pos de la sabiduría —se quedó con gana de añadir un sarcasmo sobre la sabiduría que podían querer hallar aquellos dos soldados, pero mantuvo la dignidad—. He hablado; que se cumplan mis palabras.
El preboste dio una palmada. El Maestro Cazador lo saludó con una reverencia y se dio la vuelta hacia sus compañeros de viaje.
—Habéis oído. Quedáis libres de mi tutela. Nuestros caminos se separan. Ojalá nos veamos un día en el seno de la Madre Tierra, libres de ataduras.
Una de las pastoras se le acercó y le puso una mano en el corazón.
—Nos guiaste con honor y valentía —luego miró al preboste; sentía pánico ante tan elevado personaje, pero los sentimientos vencieron al fin—. Que sea tenido en cuenta, señor —y se retiró, azorada.
El preboste asintió imperceptiblemente. Cuando le comunicaron la noticia, no pudo disimular la ira que le causaba que un Cazador sin linaje hubiera armado tanto revuelo, trayendo la inquietud hasta los Más Altos. Sin embargo, el viejo mostraba valor y despertaba lealtad. Sí, sería tenido en cuenta.
Daniel y Verena también se acercaron a despedirse.
—Te echaremos de menos, amigo —le dijo Daniel.
El Maestro sonrió con picardía, sin perder su aplomo.
—No se lo contéis a nadie, pero ha sido bastante divertido.
Los militares sabían que esto era lo más que diría para agradecerles los servicios prestados sin menoscabar su orgullo. Ninguno sabía muy bien cómo proseguir, así que Daniel le ofreció la mano. El Maestro lo miró sin entender.
—Es un gesto de amistad y confianza. Mire, se hace así —le aclaró Verena, estrechándole la mano a Daniel para dar ejemplo.
—Curiosa costumbre —convino el Maestro, dándoles un buen estrujón a los dos.
Tampoco se olvidaron de Ivana y Pequeño Val. Éstos no abrieron el pico, pero se notaba que el apretón de manos les hacía ilusión. Los guerreros de las estrellas los consideraban sus iguales. Desde luego, iban a afrontar el Grado con la moral por las nubes.
Verena y Daniel los miraron alejarse con el preboste, más tiesos que un ajo.
—Buena suerte —les desearon.
Los pastores también se fueron y quedaron ellos solos con los soldados de guardia. Cuatro de ellos, visiblemente incómodos, se apartaron del grupo y los flanquearon. Obedientes, Daniel y Verena se colocaron entre ellos y avanzaron hacia la última puerta.
★★★
Daniel se sintió un tanto decepcionado al dar sus primeros pasos por la ciudad. La escolta los llevaba por pasillos y callejones secundarios, probablemente para eludir la curiosidad pública, pero como guía turística dejaba mucho que desear.
A la luz menguante del atardecer, la roca adquiría unos tonos cálidos y acogedores, que le recordaron a la Corrala Grande. Sin embargo, ésta se quedaba a la altura de una maqueta cuando se la comparaba con el Centro del Mundo. No se distinguían las viviendas ni los comercios, pero estaban allí, en algún sitio. Resultaba imposible separar lo artificial de la roca pura, a menos que la hubieran tallado con infinita paciencia, moldeándola como el agua hacía con las estalactitas. Recordaba al estilo orgánico, pero sin sus tintes barrocos y agobiantes. No era opresivo, sino que sugería calma. A Daniel le chocaba la cantidad de sensaciones que despertaba en él una cosa muerta como la piedra.
Pero la contemplación no quitaba el pragmatismo. Bajo su fachada de tranquilidad, para no alterar a la escolta, mantenía una conversación subvocálica con Verena. Ambos estudiaban a los soldados que les rodeaban, trazando planes en caso de que el ambiente se tornara hostil.
—¿Llevas el explosivo plástico? —preguntó a Verena.
—A mano y operativo, jefe —fue su lacónica respuesta. Desde luego, no iban desarmados.
Los comandos tenían potenciado su sentido de la orientación. Daniel notó que bordeaban el perímetro interior de la muralla, de la cual habían recorrido casi la mitad de la circunferencia. A menos que les estuvieran dando vueltas para marearlos, no podía quedar mucho para llegar a la hospedería prometida.
Abruptamente, al doblar un recodo se encontraron en un callejón en fondo de saco. La escolta se detuvo y los comandos, sin palabras, se pusieron en modo de combate. Aparte de los explosivos, guardaban algunas armas pequeñas, heterodoxas pero letales, que no les habían sido requisadas durante los registros. Aquello olía a encerrona, aunque la escolta no estaba más tensa de lo habitual.
No tuvieron que aguardar mucho. La pared del fondo se deslizó de forma inverosímil, ya que no se apreciaban bisagras, rieles o junturas, y por el hueco apareció un individuo. Al verlo, los soldados de la escolta inclinaron la cabeza, se dieron la vuelta y se largaron. Daniel y Verena retornaron al modo normal.
El hombre no parecía un guerrero, sino más bien un erudito. Era alto, corpulento y calvo cual bola de billar. Vestía un jubón holgado, al igual que los pantalones, cuyas perneras iban atadas a la altura del tobillo por unas cintas negras. Calzaba unas botas de piel bastante usadas, e indudablemente cómodas. En torno a su cuello lucía un collar de pequeños huesos fósiles engarzados. Estudió a los recién llegados con curiosidad mal disimulada. Sus ojillos negros revelaban una mente inquisitiva y un cierto sentido del humor. Se llevó las manos al corazón.
—Os doy la bienvenida, peregrinos. Soy Adalberto Tílix, Archivero Mayor y encargado por mis superiores de ser vuestro guía.
Daniel y Verena también se presentaron. Una vez cumplidas las cortesías de rigor, Tílix les pidió que lo acompañaran y caminaron lentamente por un corredor excavado en la roca.
—Bueno, bueno, bueno… Lo han puesto ustedes todo patas arriba —les sonrió—. Su caso carece de precedentes y no hay cosa que moleste más a nuestros líderes espirituales que el desconcierto.
—Lamentamos las molestias —se excusó Daniel—, pero era el único modo de obtener respuestas a ciertas cuestiones. ¿Cuándo decidirán qué hacer con nosotros?
—Teóricamente, dentro de un par de días acudirán ustedes a lo Más Alto para recibir audiencia. Se trata de un acto protocolario bastante solemne. Allí se lo dirán. Extraoficialmente y entre nosotros, han tenido suerte. Podrán quedarse unos días en el Centro del Mundo siempre que acaten ciertas condiciones.
—Usted dirá.
—Por un momento, se pensó que lo más cómodo sería desembarazarnos de ustedes —comentó Tílix con desparpajo—, pero yo sugerí que tal vez resultara peligroso. En mi condición de Archivero, he leído documentos antiguos en los que se describen las tretas de las tropas corporativas y es mejor no correr riesgos.
—Muy sensato —a Daniel le estaba empezando a caer bien aquel tipo, con su desinhibida franqueza.
—Por tanto, lo procedente es que alguien como yo, con ciertos conocimientos de culturas extranjeras, controle que su estancia aquí sea satisfactoria para todos. Si en verdad lo que buscan es sabiduría, estarán de acuerdo conmigo en que la no violencia y el respeto mutuo son lo más idóneo.
—Efectivamente. Pero ha comentado usted algo de ciertas condiciones…
—El trato es el siguiente: ustedes permanecerán en la ciudad durante una semana, el tiempo que durará el examen del Maestro Cazador que los condujo hasta aquí. Pasado ese tiempo, se marcharán con él o, si no está disponible, con algún otro guía. Durante su estancia yo seré su sombra. Me mostraré colaborador, por supuesto, pero les ruego que acepten mis consejos y no emprendan excursiones por su cuenta, que quizás acabarían mal. Yo les diré adónde pueden ir y con quién hablar. Básicamente, conmigo. Modestia aparte soy un pozo de sabiduría. Trataré de que su visita les resulte lo más agradable posible. No está nada mal si sopesan las alternativas.
Daniel y Verena se miraron.
—Nos parece un trato justo. Por cierto, ¿en qué consiste exactamente el examen del Maestro Cazador? Hemos llegado a tomarle cariño y da la impresión de que va a pasar por un duro trance.
Tílix hizo un gesto con la mano.
—Oh, lo de costumbre. Empezarán con lo más fácil, como el rejoneo impar de saltícidos o la apreciación de sutilezas calcáreas. Estoy seguro de que el Maestro es capaz de rejonear saltícidos a la pata coja, pero los evaluadores de Peñas Bermejas ni siquiera se dignaron someterlo a una prueba tan sencilla. Sin duda, debe de ser uno de esos montaraces incapaces de realizar las veinte genuflexiones teologales sin que le dé la risa floja. Con lo formalistas que son en Peñas Bermejas, era lógico que el buen viejo no tuviera futuro. Ya lo vieron, no le quedó otro remedio que rebajarse a aceptar como discípulos a un par de expósitos sin linaje. A juzgar por sus rasgos, su padre tuvo que ser un incursor de las Rocosas. No me extraña nada que la madre los donara como carne de sacrificio. El Maestro tuvo que rescatarlos y adoptarlos a sabiendas de que todos harían signos de contrición a sus espaldas. Muy valiente, sí. Y contra todo pronóstico alcanzó el éxito… Eso dolerá más aún a los de Peñas Bermejas, si regresa —suspiró—. Huy, perdonen mis desvaríos. Después de las sutilezas calcáreas vendrá lo realmente duro: el apogeo de las reverberaciones, el ensimismamiento procaz y el dilema inherente. Y luego sobrellevarán los desafíos, los aconteceres kármicos y finalmente, la apoteosis bifronte. Ah, sí, sin olvidar los desenmascaramientos lúbricos.
—Ahora me queda claro, gracias —dijo Daniel—. Confío en que sobrevivan.
—Yo también, si quieren que les sea sincero. Por aquí admiramos el coraje y a la gente empeñada en seguir un camino recto y tortuoso a la vez. Miren, ya llegamos.
Conforme caminaban, el pasillo de roca se había ido ensanchando hasta alcanzar unos cuatro metros de pared a pared, pero por lo demás no parecía haber nada de especial en él. Tílix se detuvo y miró divertido la cara de perplejidad de los dos extranjeros, por más que trataran de disimular. Sacó un manojo de llaves metálicas de un bolsillo del jubón, extrajo un par y se las mostró. Tenían forma de rectángulo alargado, con bordes dentados y barrocos ornamentos.
—Ésta es la de la hospedería y esta otra la de su habitación. Sólo tienen que insertarlas en las cerraduras correspondientes, y podrán pasar sin problemas.
—Muy bien, salvo un pequeño detalle. ¿Y la puerta? —preguntó Verena.
—El símbolo de la llave ha de coincidir con el del techo. Justo debajo hay una ranura, la cerradura.
—Ya veo… —Daniel localizó algo similar a un bajorrelieve que le recordó a una ameba cubista—. No es por nada, pero ¿no resultaría más sencillo numerar las puertas con el viejo y fiable sistema decimal?
Tílix lo miró con cara de reproche.
—Demasiado prosaico. Convengo en que sería más rápido pero rompería la armonía del conjunto. Además, por aquí no suele venir gente foránea y todos captamos el simbolismo. La sucesión de imágenes rememora la historia de Scírpix el Perseverante y la Virgen Remisa. Es mejor que dejarse guiar por frías cifras ¿no creen?
—Si usted lo dice…
—En fin —concluyó Tílix, dando por zanjado el tema—, yo debo retornar a casa. Confío en que pasen una noche agradable. Si desean algo, pueden llamar al encargado tirando de un cordel que hay junto a la cabecera de la cama. También les sugeriría que no pidieran desayuno; yo los llevaré a un sitio donde cuidan los estómagos de forma irreprochable —pareció que iba a marcharse, pero se acercó a los extranjeros y les habló en tono confidencial—. Se habrán dado cuenta de que les he dejado la llave de la hospedería. Es algo rutinario, para comprobar si son capaces de mantener su palabra de no salir a vagabundear por su cuenta. Confío en que puedan vencer la tentación. Que ustedes lo pasen bien.
Verena y Daniel lo vieron alejarse con paso rápido por el pasillo hasta que se perdió tras un recodo. Introdujeron la llave en la cerradura, y un trozo de muro se deslizó hacia el interior. Antes de pasar, comprobaron que tan peculiar puerta se deslizaba con suavidad a menos que se sacara la llave, en cuyo caso no había forma de moverla. Dejaron para otro momento el desentrañar su mecanismo, y entraron por fin.
Su habitación no tenía nada que envidiar a la de un buen parador de turismo. La apariencia era un tanto rústica, como si la hubieran tallado a desgana en la roca, pero el aseo, los armarios y la cama eran perfectamente funcionales. En concreto, la cabecera de la cama parecía un híbrido entre geoda y concha de molusco, y de ella colgaban unos tiradores para llamar al servicio y encender las luces.
Además, la habitación disponía de vistas al exterior. La ventana estaba protegida por un cristal doble blindado, y una persiana que recordaba a una medusa permitía regular la luz. Desde ella se divisaba un panorama impresionante. Daba a la parte externa de la ciudad, con una caída de casi un kilómetro hasta el pie del pináculo. Las rocas refulgían a la luz de los soles ponientes.
Estuvieron contemplando un buen rato el mágico espectáculo, sin osar articular palabra, hasta que cayó la noche. Entonces, Verena le acarició la nuca a Daniel y sonrió.
—El viaje ha sido un poco largo, pero no me puedo quejar del hotel. Sabes impresionar a una chica, ¿eh?
Daniel la miró. La oscuridad iba dominando la habitación; la luz rojiza y menguante otorgaba calidez a la vez que difuminaba los rasgos de Verena, salvo sus ojos, que brillaban con un punto de malicia. Aunque no fuera candidata a ganar ningún premio de belleza, en aquellos momentos ejercía un atractivo irresistible, una mezcla de deseo y ternura. «Tío, reconócelo: estás colado por ella hasta las cachas. Ahora, a la vejez…» Tragó saliva.
—¿Por qué me has acompañado? —logró preguntar.
—Estoy tratando de averiguarlo. Últimamente sufro una alarmante tendencia a obrar de forma insensata —respondió ella. Sin darle tiempo a reaccionar se agachó y lo alzó en vilo, como si fuera un muñeco de paja. Era asombrosamente fuerte. Lo llevó a la cama y se arrojó encima de él.
—Te agradezco lo del marco irresistiblemente romántico. Lo último que habría esperado es hallarme en un lugar semejante, que despierta los sentidos —se empezó a desabrochar la camisa lentamente—. Y ahora, majo, a cumplir como varón. Tengo que cobrar mis servicios como escolta, que he acabado con el culo congelado de tanto patear sierras.
Daniel no tuvo tiempo de preguntar nada más.
★★★
Y la luz se hizo. Poco a poco, sin prisas, la penumbra gris dejó paso a un blanco azulado que no hacía daño a los ojos, aunque permitía apreciar nítidamente los contornos y texturas de las cosas.
—Espero que les haya complacido el desayuno —dijo Adalberto Tílix—. Temía que al no estar acostumbrados…
—No es la primera vez que comemos a oscuras —repuso Verena—, por necesidades del guión y los francotiradores. Eso sí, nunca con esta parsimonia. Todo estaba exquisito.
—Son productos sencillos, no muy elaborados: pan recién horneado, mantequilla, confituras y zumos. En esencia, al prescindir en gran medida de la vista, los sabores, texturas y aromas se aprecian en toda su intensidad. El comedor está concebido para que los distintos sentidos entren en juego en su justa medida. Y ahora, si me acompañan, degustaremos el café. Por su fuerte aroma, requiere una salita especial.
Se levantaron de la mesa, que recordaba a una seta gorda de piedra que brotara del suelo, y se enjuagaron los dedos en un hueco al efecto lleno de agua tibia. La superficie de la mesa aparecía llena de hoyitos en los que se colocaban las distintas viandas, aunque ahora sólo quedaban en ellos las escasas sobras.
Llevaban apenas unas horas en él, pero Daniel y Verena ya se habían enamorado del barrio de la hospedería. Era como vivir en una gruta encantada, con sus paredes que no generaban ecos, poblada de seres hacendosos que apenas se entreveían. Todo estaba limpio e impoluto, y parecía cosa natural, como si nunca hubiese sido tocada por manos humanas. Podían comprender que aquella gente adorara a la Madre Tierra. Vivían en ella, en su cálido seno.
La salita para el café era pequeña y austera, con la peculiar mesa y taburetes fungiformes. La bebida estaba presentada en unas sencillas tazas de barro y las luces menguaron en cuanto se sentaron, aunque no se apagaron del todo. Unos proyectores ingeniosamente disimulados lograban resaltar el humo de las tazas, que se alzaba en complejas espirales que danzaban hasta el techo. Las volutas adoptaban formas caprichosas, a las que sin poderlo evitar intentaban buscar significado, mientras el aroma del café despertaba recónditos placeres en el cerebro. En un momento dado, el tiempo dejaba de tener sentido.
—No sé si hallaremos lo que buscamos, pero como vacaciones no tienen precio —pensó Daniel, o tal vez lo dijo en voz alta; daba igual.
La hora del café concluyó, y tomaron unas pastillas de hierbas aromáticas que hacían las veces de dentífrico. Acompañaron a Tílix hasta la puerta de la hospedería y la abrieron con la llave. En el exterior les aguardaba un individuo que les entregó a los militares una especie de ponchos cortos, y se fue en silencio.
—Sugiero que se pongan estas prendas, amigos míos —dijo Tílix—. Así, los ciudadanos sabrán a qué atenerse con ustedes.
—O sea, que huirán de nosotros como de la peste —comentó Verena.
—De ningún modo. El tejido de kwadsa, orlado de mohr negro, identifica a los peregrinos sometidos a un voto de circunspección amistosa. Yo, que porto un ceñidor de fibra de gurripatojo, apareceré como su mentor. Nadie les preguntará nada, pero tampoco alterarán sus costumbres. En cuanto a ustedes, si desean saber algo de alguien, pregúntenme primero. También estaré al quite por si meten la pata, nombrando lo innombrable.
—Tendría usted que conocer algunos tabúes de los nativos de Nueva Hircania —dijo Daniel, mientras se ponía el poncho—. Allí aprendí a no escandalizarme por nada, y también a no ser demasiado bocazas. Algunos se exaltaban con gran facilidad.
—Veo que la experiencia otorga prudencia —Tílix sonrió.
—A la fuerza ahorcan —sentenció Verena.
Daniel fue a abrir la boca, pero Tílix levantó un dedo reclamando silencio.
—Sé que han venido hasta aquí en busca de información sobre la cultura de nuestros parientes descarriados. No se hagan muchas ilusiones, ya que nuestra forma de ser es un tanto diferente de la norteña, por más que presumamos de antepasados comunes. Sin embargo, creo que será mejor que confíen en mi capacidad didáctica y me permitan guiarles. Considero que es primordial que conozcan ante todo cómo vivimos, qué somos y en qué creemos. Luego podremos entrar en detalles.
—Disponemos de unos cuantos días y usted manda —dijo Daniel, mientras empezaban a caminar—. Caramba, para tratarse de peregrinos, nos tratan a cuerpo de rey —se palmeó la barriga, satisfecho—. ¿Es una deferencia por ser ciudadanos corporativos?
—Oh, considérenlo una muestra de respeto hacia quienes buscan sabiduría. Para nosotros, todos los peregrinos son iguales ante la ley.
—Aunque ¿hay algunos más iguales que otros? —preguntó maliciosamente Verena.
—Mis labios no lo admitirán jamás —respondió Tílix, con un brillo de diversión en sus ojos—. Bien, amigos, espero que disfruten del paseo.
★★★
El Centro del Mundo era un lugar aún más fascinante de lo que habían supuesto. Los arquitectos se las habían apañado para sacar espacios de lugares impensables, y las zonas cubiertas, auténticas catedrales de piedra, se alternaban armoniosamente con amplias plazas por donde circulaban sus habitantes, enfrascados en los cotidianos quehaceres.
A los ojos de Verena y Daniel, todos iban vestidos de forma similar, por más que intuyeran que aquella sociedad se organizaba según un sistema jerárquico cuyos matices se les escapaban. Los atavíos más frecuentes eran chilabas marrones o grises, aunque seguramente los broches y cinturones significaban algo.
La gente no exteriorizaba a gritos sus emociones, como en otras culturas, pero tampoco se percibía un ambiente triste u opresivo. En las plazas, los más pequeños jugaban a la pelota, a perseguirse o a competiciones incomprensibles. Niños y niñas se reían o peleaban juntos, con cara de estar pasándoselo de miedo. También había bastantes viejos, que lucían saludables a pesar de no disponer de la tecnología sanitaria avanzada de la Corporación. Debía de ser el clima o la dieta, pensó Daniel.
Era evidente que despertaban curiosidad. Los viandantes los miraban cuando pasaban junto a ellos, pero intentaban que pareciera casual. Tenían que estar bien educados, o bien temer a las fuerzas del orden. Éstas no se veían por sitio alguno, pero podrían estar discretamente ocultas en los muchos recovecos de aquella urbe.
Tílix, solícito, les explicaba qué era cada cosa. Pasaron por barrios donde había gran cantidad de comercios, en los cuales se vendía desde lo más común hasta lo más exótico. Daniel creyó alucinar cuando entraron en una tienda de salazones. Nunca había supuesto que existiera tal surtido de bichos susceptibles de ser convertidos en mojama, dispuestos casi como objetos decorativos en estantes de piedra basta. Ni que el elegir uno de ellos requiriera tan compleja ceremonia. Los clientes se introducían en unos probadores oscuros, donde apreciaban texturas y olores antes de efectuar su compra. Las muestras eran gratuitas; el vendedor estaba seguro de que nadie cometería la descortesía de irse de vacío una vez experimentara las sensaciones de sus productos. Daniel estuvo tentado de comprar algo, pero Tílix se lo desaconsejó.
—No sabría usted distinguir un salazón adecuado para una merienda informal del indicado para una despedida de difuntos. Ello supondría una vergüenza considerable no sólo para usted, sino para el vendedor, al que sometería a una innecesaria expiación.
—Caramba.
Siguieron callejeando, subiendo y bajando por los diferentes niveles, y tratando de no poner cara de turistas despistados. Daniel había tenido la ocurrencia de llevar una microcámara de alta resolución oculta y confiaba en que el aparato funcionara según el manual. No había peligro de que sus anfitriones detectaran un artilugio tan minúsculo, y su manejo era sencillo y discreto, ya que respondía a unos sensores disimulados en los dedos.
—Parece que viven en una ciudad próspera, llena de comercios y centros de ocio, pero no veo talleres artesanos, ni industria —reflexionó Verena en voz alta—. ¿Cómo se sostiene la economía?
—El Centro del Mundo es un lugar de peregrinaje espiritual, la referencia de todo el país —respondió Tílix—. Además de la autoridad moral, dictamos leyes y las hacemos cumplir. Nuestro Ejército es respetado por todos, y en caso de catástrofe, las víctimas pueden hallar refugio. A cambio de esos servicios, recibimos tributos. Es una solución satisfactoria para todos.
—¿A costa de mantener a la mayor parte de su pueblo, como el Maestro Cazador, en el analfabetismo y con una tecnología, digamos, neolítica? —repuso Verena, incisiva.
—Todos son felices con este estado de cosas, amiga mía.
—Por curiosidad profesional, ¿dónde tienen acantonado el Ejército? —intervino Daniel, por temor a que Verena discutiera con el Archivero y el paseo acabara mal.
—En todas partes —Tílix abarcó la ciudad con un gesto de sus manos—. Los campamentos son vulnerables —los dos comandos asintieron—. Hay un batallón de tropas de élite en el Palacio de Gobierno, pero la ubicación del resto es desconocida para el gran público. Por cierto, fue inteligente por su parte no traer armas de fuego a la ciudad. Sólo pueden usarlas la Guardia de Palacio, los centinelas fusileros y los escoltas de alguna de las Grandes Casas.
—Otro favor que le debemos a los sabios consejos del Maestro Cazador —dijo Verena—. No deseo ofender, pero esa manía de restringir el uso de ciertos conocimientos da pistas sobre su forma de gobierno.
—Tranquila, amiga mía —la expresión de Tílix era risueña—. No tienen ustedes que fingir que aprueban nuestra política, ni yo me voy a escandalizar. Hace muchos siglos nuestros antepasados decidieron, por consenso, ceder parte de su libertad a cambio de estabilidad. La sociedad es estratificada, sí, pero los compartimentos no son estancos. De hecho, se alienta el afán de superación. Tampoco existen cargos vitalicios, aunque no seré yo quien afirme que vivimos en una democracia, al menos tal como aparece en los libros antiguos. La estabilidad social ha llevado a que nos deleitemos en las tradiciones, depurándolas hasta extremos que tal vez les parezcan exagerados. Pero para cuatro días que vamos a vivir antes de reunirnos con la Madre Tierra, hay que disfrutar un poco. Y esto se puede hacer en un clima duro, y sin una tecnología avanzada. Es cuestión de mentalizarse. Y hablando de disfrutar, ya va siendo hora de comer. Síganme, por favor.
—Es usted muy amable —dijo Daniel—, pero nos tememos que lo estamos separando de su rutina cotidiana. Tal vez desee reunirse con su familia, o…
—Quiá —Tílix hizo un guiño pícaro—. Con el cuento de que debo acompañarles para mantenerles vigilados, me han ordenado que no repare en gastos, y pienso cumplirlo. Durante estos días vamos a visitar los restaurantes más exclusivos, que me costarían el sueldo de una semana.
—Ya que Dios nos ha dado el papado, disfrutémoslo, que dijo un Papa —sentenció Daniel.
—¿Perdón?
—Nada, que me cae usted bien. En sus manos encomiendo mi estómago.
—No les defraudaré.
★★★
El restaurante, aunque de una acogedora sobriedad, desentonaba un tanto con la ciudad. Estaba situado en el barrio más alto y desde sus balcones, como nidos de golondrina, se gozaba de una vista inigualable.
—Este lugar es considerado un tanto pecaminoso y transgresor, ya que propone el gozo de la vista, de lo externo frente a lo interno —explicó Tílix—. En principio es censurable que un personaje como yo lo frecuente, pero ahora dispongo de una excelente disculpa: aleccionar a unos exóticos peregrinos.
El camarero iba vestido como el resto de la gente, y se acercó sigiloso como un espectro. Les ofreció la carta, encuadernada en cuero viejo de sensual tacto, y la estudiaron con atención.
—Se supone que ustedes han permanecido aislados del Ekumen durante milenios, y en los últimos años por voluntad propia. Sin embargo, leo aquí exquisiteces alienígenas —apuntó maliciosamente Verena—. ¿Cómo se explica esto? —hojeó de nuevo la carta—. Y los precios, en comparación con los que hemos visto esta mañana, no son nada baratos. Allá en el norte están convencidos de que ustedes son unos palurdos montañeses…
—Que sigan creyéndolo; de este modo evitamos tentaciones expansionistas —sonrió—. Por término medio somos bastante frugales, pero las diferencias sociales existen. De hecho, locales como éste provocan una sana envidia en los más humildes y suponen un acicate para la escalada social y la autosuperación. En cuanto a su primera observación, mi querida amiga, los propietarios del Nido del Cóndor (antes de que me lo pregunten, no sé qué clase de criatura alienígena es un cóndor) gozan de una merecida fama de heterodoxos. Seguramente recurren a vías de suministro un tanto irregulares. Bien, ¿se han decidido ya?
Daniel dudó un momento y miró a Verena, luego a Tílix.
—¿Está seguro de que su Gobierno corre con todos los gastos?
Tílix asintió con solemnidad.
—¡Mollejas de gandulfo! —pidieron a coro los dos militares.
—Oigo y obedezco.
Tílix encargó el pedido al camarero. Éste tomó nota mentalmente, los obsequió con una reverencia reconociendo su buen gusto y se retiró. Al cabo de un minuto regresó con las bebidas y una bandeja repleta de tapas variadas, presentadas en pequeños cuencos. Daniel y Verena tuvieron que hacer un esfuerzo para no devorar con avaricia aquellas pequeñas joyas gastronómicas. Trataron de imitar la calma de los demás clientes. Mientras picaban en los cuencos y aguardaban el primer plato, Daniel observó:
—Insisto en que tanto agasajo hacia nosotros excede el tratamiento habitual a los peregrinos. O bien acuden muy pocos, o acabarán arruinando las arcas públicas.
—Hum… —Tílix tomó un fruto seco con aspecto de pistacho rosa y lo masticó con deleite—. Los engañaría si dijese que son ustedes peregrinos vulgares a los ojos de los mandatarios. Nada ni nadie habría podido salvarlos en caso de cometer una ofensa grave contra nuestras costumbres, pero dado que han demostrado prudencia y talante cooperador, alguien ha pensado que sería inteligente mantenerlos contentos. No deseamos fricciones con la Corporación, por lo que confiamos en que nos hagan objeto de la misma cortesía y nos dejen en paz.
—Se supone que somos pacificadores profesionales —repuso Daniel—. Estén tranquilos.
—Tengo el honor de ser Archivero Mayor y he leído mucho. A lo largo de la Historia hay quien ha entendido la pacificación como la eliminación del adversario. La paz de los cementerios, la llamaban.
Siguieron hablando sobre guerras y paces mientras llegaba el resto de la comida, de la que dieron cumplida cuenta. Las mollejas resultaron un bocado de dioses, con su inigualable sabor resaltado por un sabio abanico de vinos y especias. El cocinero fue sinceramente felicitado, y pasaron a un balconcito anejo para participar en la ceremonia del café. Bajo ellos se desplegaba la ciudad, brotando del pináculo rocoso como los esclavos moribundos de Miguel Ángel surgían del mármol. Algunas criaturas voladoras planeaban por el cielo, escrutando pacientemente el terreno, juntándose y separándose en complejas danzas en apariencia insensatas. Los soles habían llegado a lo más alto del cielo y hacía un calorcillo agradable, impropio de aquellas latitudes. Bebieron el café en silencio, relajados y en paz con el cosmos. Al cabo de un rato, Verena dijo con aire casual:
—Tengo la impresión de que sólo nos está mostrando los aspectos más agradables de la sociedad, como en un parque temático repleto de actores bien pagados. Disculpe si mi observación le resulta impertinente.
—Descuide. No es raro que piensen así, pero de hecho nuestros antepasados decidieron dotarse de un lugar para vivir en armonía con sus principios. Sí, por más que aparezcan envueltos en un aura mítica, ustedes saben, y yo también, que procedían de una nave generacional que vagó por el universo durante siglos hasta llegar a Baharna. Se autodenominaban ecologistas, y también conocían la Historia. Pensaron que la religión cohesionaría a sus descendientes, pero amaban al planeta y no deseaban que fuese expoliado. Huyeron de los dioses masculinos, cuya…
—Creced y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla —murmuró Daniel, y Tílix lo miró extrañado—. Perdone, fui educado como neocatólico y se me ha escapado. Comprendo lo que quiere decir.
—Ajá. Nuestros antepasados sabían que en la Vieja Tierra, la expansión de las culturas agrícolas llevó aparejado el predominio de dioses varones que morían y resucitaban en primavera, siguiendo el ciclo de los cultivos. Eran agresivos, y dejaron el mundo hecho un asco, según cuentan las antiguas crónicas. Por eso bucearon más en el pasado hasta dar con el culto a la Diosa, la Madre de todos. La adoración de la Naturaleza, el respeto mutuo entre mujeres y hombres, eran la única vía de aspirar a un futuro sostenible. Por desgracia, en las llanuras del norte se perdió el culto a la Madre y la Naturaleza pasó a ser domeñada, no comprendida y amada como aliada. La discriminación sexual y la guerra resurgieron entre los que ustedes llaman comuneros, mientras que nosotros, los bárbaros, nos quedamos aquí tan ricamente.
—Es curioso —dijo Verena—. Considerábamos a priori que ustedes serían una versión rústica de los Caballeros del Dragón, los draquis, pero aquí no quieren ni mentar su nombre.
—Sí, harán bien en no pronunciarlo inadvertidamente, si estiman su salud personal —se detuvo un momento, como para organizar sus ideas—. En fin, nuestra sociedad es ordenada y tranquila, aunque para ello hemos de seguir normas y rituales ciertamente complejos. Algunos les chocarán e incluso despertarán su repulsión. No se los pensaba ocultar, aunque primero quise proporcionarles una visión general. Pero si lo desean, y tienen buen estómago…
—Me temo que sí, qué remedio —dijo Daniel.
—Entonces daremos un paseo.
★★★
La primera parte de la caminata transcurrió por derroteros ya conocidos, recorridos con el Maestro Cazador y los pastores liberados durante el viaje de ida. Tílix les contaba detalles de la fauna, flora y geología con amenidad. Desde luego, la idea de que los norteños eran bárbaros resultaba errónea, al menos en el oasis llamado Centro del Mundo. Había una élite ilustrada, con acceso a buenos archivos. Era evidente que habían renunciado a muchas cosas asociadas al progreso, pero disponían de recursos.
Las sombras se empezaban a alargar y la temperatura a tornarse desagradablemente fresca, cuando abandonaron el camino y se internaron en un valle. No se advertía otra presencia humana, pero los visores IR mostraban que aquello estaba bastante concurrido.
Y entonces la brisa arrastró un olor inconfundible a carroña. Daniel y Verena recordaron que ya lo habían notado antes, y el desasosiego que causó a los pastores. La expresión de Tílix seguía imperturbable mientras comentaba el paisaje.
—Aquí, en el Valle de las Lamentaciones, la flora nativa de Baharna se ha refugiado en una isla de estabilidad. Curiosamente se trata de especies de origen tropical, reliquias de una época más cálida. Son algo menores que sus parientes del norte, pero a pesar de eso aún se les puede encontrar una utilidad.
El valle no era muy ancho, encerrado entre paredes de suaves pendientes. Al doblar un recodo llegaron a una especie de circo natural. El hedor era insoportable. Verena y Daniel bloquearon la transmisión de impulsos en sus nervios olfativos, para no sufrir arcadas.
La subespecie de árbol mimoso que moraba en aquel valle era de mejor tamaño que sus colegas de la Gran Fosa, y su metabolismo, adaptado al frío, funcionaba con mayor lentitud. Sus requerimientos nutricionales eran menos exigentes, y digería a las presas con gran parsimonia. Tenían todo el tiempo del mundo para morirse.
Cierta imagen de un antiguo grabado vino a la mente de Daniel: Vlad Tepes, el Empalador, y su bosque de estacas. Casi todos los árboles estaban ocupados. En algunos casos los restos eran masas irreconocibles, pero otros estaban bien vivos, atados como fardos para que la química de los árboles surtiera efecto.
Al comprobar que no estaban solos, aquellos desdichados se animaron, y los quedos gemidos fueron sustituidos por alaridos. Algunos lo llevaban con resignación, como sumidos en cavilaciones profundas, pero la mayoría de quienes estaban aún en condiciones de moverse se debatía con frenesí. Por desgracia para ellos, las cuerdas que los retenían se fabricaban de alguna fibra que los ácidos digestivos eran incapaces de corroer con rapidez. Periódicamente se revisaban las ligaduras, para evitar que los miembros cayeran al suelo y, de alguna manera, aunque mutilados pudieran liberarse. La agonía era, a todas luces, larga y dolorosa. No se sabía qué era peor, si la contemplación de sus llagas o las súplicas y lamentos que partían el corazón.
Daniel miró de reojo a Verena. La mujer no movía un músculo, y su cara era de póquer. Pero él la conocía bien, y se hacía una idea de lo que debía de estar pensando. Aunque Verena no era una santa, odiaba el sufrimiento gratuito con una firmeza rara incluso entre los comandos.
—¿Qué delito cometieron? —preguntó ella, aunque lo que realmente quería decir, y Tílix lo sabía, era: «Nadie merece acabar así».
Tílix se encogió de hombros, como sin darle importancia.
—Lo de costumbre. La dama de la izquierda osó llevar una gargantilla de turquesas sin desbastar —caminó entre los condenados, señalándolos como el guía de un museo—. Este mozo tuvo la ocurrencia de atiborrarse de habichuelas con ajo antes de la Ceremonia Colectiva de la Meditación Silente, con las desagradables consecuencias que cabe imaginar. Este otro, en un rapto de obnubilación usó una pila de agua bendita como letrina. Esta mujer se equivocó de contradanza en el último congreso gremial. Ah, sí, y su vecino cantaba fatal. Y aquélla que se retuerce, déjenme recordar… Ya caigo; cometió una irreverencia funesta —concluyó, señalando a una mujer mayor cuya carne en descomposición mostraba todos los matices cromáticos del arco iris.
Daniel seguía vigilando a Verena. Demasiado tranquila, malo. Decidió darle conversación al Archivero, no fuera que su compañera hiciera o dijera algo que los pusiera en un compromiso.
—Los delitos parecen un tanto leves, casi diría que arbitrarios desde nuestro punto de vista. No quiero ni pensar lo que harán con los que asesinen o menten al Dragón…
—Comprendo que resulte impactante para unos extranjeros, pero se trata de una forma de expiación gozosa.
—Pues no se les ve muy felices… —dijo Daniel.
—Es difícil mantener la compostura en estas circunstancias; hemos de ser comprensivos. Pero eso pasará y cuando sus almas se liberen, estarán contentas al saber que como último acto de sus pecaminosas existencias han nutrido a los árboles, hijos de la Madre Tierra. Ésta los acogerá agradecida en su seno, ya que contribuyeron al Ciclo de la Vida. En cambio, a los criminales execrables les espera un destino aciago: son ahorcados tras un juicio sumario y sus cenizas son vejadas y se dispersan por el viento. Su abandono del mundo resulta más rápido, sí, pero la condenación es eterna.
—Si usted lo dice…
Permanecieron unos minutos más en el lugar. Tílix parecía estudiarlos, tal vez interesado en sus reacciones. Por un momento, Daniel recordó cierto documental de Antropología, en la que unos científicos tomaban notas sobre la adaptación de unos refugiados primitivos frente a las complejidades de una casa moderna. Pero los militares habían sido entrenados para controlar sus sentimientos. Tílix finalmente propuso abandonar el valle, y lo siguieron sin rechistar. Verena se quedó un momento rezagada, contemplando los cuerpos que se debatían en los árboles mimosos.
—No se lo aconsejo —dijo Tílix con tono desenfadado y sin darse la vuelta.
Verena sabía que los estaban vigilando. Siguió a los dos hombres en silencio. Se había quedado con las ganas de rematar a aquellos pobres infelices, aunque sabía la futilidad de su acto.
★★★
La cena no fue demasiado alegre, y cuando llegaron a la habitación se tumbaron en la cama sin ceremonia alguna. Se quedaron un buen rato mirando al techo, con las luces apagadas.
—Acuérdate de la relatividad cultural, Verena —dijo al fin Daniel.
—Me estoy haciendo vieja. Creía que mi capacidad de asombro estaba saturada, pero hoy… —suspiró—. Y lo más chusco del caso es que soy incapaz de enfadarme con Tílix. A un torturador, profesional o aficionado, lo puedes odiar, ya que busca hacer sufrir a sabiendas. En cambio, aquí obran de buena fe, dentro de su particular visión del cosmos. País de locos. Ay, tengo ganas de jubilarme, de retirarme a un planeta donde todo sea políticamente correcto y la miseria quede bien escondida debajo de la alfombra. Estoy cansada, Daniel.
Daniel la abrazó y así estuvieron, callados y sintiendo la reconfortante presencia del otro, hasta que el sueño los venció.