Entrevista

MOSTRAR UN MUNDO QUE YA NO EXISTE

Charla a distancia en diciembre de 2008 con el ex reportero Dominique Lapierre tres años después de la muerte de su compañero Larry Collins, con el periodista Ricardo Abdahllah, de la revista digital El malpensante (http://elmalpensante.com/index.php).

—¿Está encendida la grabadora? Una de cada dos veces me pasa que está apagada.

—Señor Lapierre, una de cada dos veces me pasa que el entrevistado me pregunta eso.

Uno de los tanques que recorrió los Campos Elíseos como parte del desfile nacional del 14 de julio de 1954 llevaba pintadas las palabras General Leclerc en honor del comandante de la división mecanizada que diez años atrás había liberado la capital francesa. Todos los tripulantes del tanque admiraban, por supuesto, a Leclerc; uno de ellos, además, llegaría a conocer en persona a De Gaulle. Se llamaba Dominique Lapierre, tenía 23 años y acababa de publicar Luna de miel alrededor del mundo, una serie de relatos entrelazados a partir de las crónicas, borradores y fotografías que había hecho durante su viaje de bodas.

La compañera en aquel viaje se llamaba también Dominique. Aún tienen que llamarse Dominique 1 y Dominique 2, y raramente viajan sin estar juntos. Dominique 2 es quien ayuda a Dominique 1, monsieur Lapierre, a organizar su agenda. No le dejan mucho tiempo los viajes entre las ciudades de la India donde funcionan sus proyectos humanitarios y la casa en Ramatuelle, al sur de Francia, que ha sido la residencia oficial de los Lapierre hace cuatro décadas, así como el apartamento de París donde pasan algunas semanas cada año. Aun así, Lapierre sigue realizando trabajos periodísticos de largo aliento; el último de ellos, Un arco iris en la noche, fue publicado en Francia en mayo pasado.

Lapierre es recurrente en los proverbios que aprendió en la India. «Tras las nubes de tormenta siempre hay mil soles», dice. O «Todo lo que no se da, se pierde». También es recurrente en el plural. Cuando habla de «nuestros libros», se refiere a los que escribió junto a Larry Collins, a quien conoció cuando los dos trabajaban en el SHAPE, el cuartel general de las fuerzas aliadas en Europa. Lapierre era intérprete, Collins estaba en el servicio de prensa.

«El día que lo conocí, Collins se había parado al lado de la máquina de café y hacía bromas en inglés a los que se acercaban para hacer una pausa. Ese diciembre lo invitamos a pasar las vacaciones en casa de la familia de mi esposa y antes de un año le estaba pidiendo que fuera el padrino de mi hija».

Iban a pasar casi diez años antes de que los dos hombres que se encontraron frente a la máquina de café se hicieran famosos con el libro donde contarían la batalla por la liberación de París. Durante ese tiempo, Lapierre se convirtió en el reportero estrella de Paris Match; entrevistó en varias ocasiones a Caryl Chessman, que esperaba su ejecución en San Quintín; cubrió los viajes de Charles de Gaulle al extranjero y la emigración de los primeros franceses que huyeron de Argelia ante la inminente independencia del país; logró en un bar de Brasil la única entrevista que dio el capitán Henrique Galvao, que había secuestrado un barco para protestar contra la dictadura en Portugal; cubrió el combate de Raphael Matta por los elefantes de Costa de Marfil, y compró la casa en Ramatuelle.

«Collins se ocupaba de temas similares para Newsweek y muchas veces estábamos en competencia, tratábamos de robarnos la exclusiva y nos poníamos trampas para poder adelantarnos al otro. En medio de esa competencia, que arreglábamos tomando cerveza o viajando en coche con nuestras familias, comenzamos a pensar en un tema que pudiéramos trabajar juntos, algo que fuera de interés para los lectores en Francia y Estados Unidos».

En el apartamento parisino de los Lapierre hay varias ediciones viejas de Paris Match, que junto a libros de historia de 800 páginas cubren las mesas de un salón con vista hacia una calle por la que apenas de vez en cuando pasa un automóvil. Lapierre es capaz de recordar decenas de datos precisos y anécdotas ocurridas a los protagonistas de un hecho histórico, y esa memoria lo obliga a recurrir a sus archivos para decidir a cuáles se referirá en un programa de televisión que le ha pedido asesoría sobre el tema alrededor del cual trabajó junto a Collins por primera vez y del que es considerado una de las mayores autoridades en Francia: la batalla por la Liberación de París.

¿Cómo se pusieron de acuerdo en que la Liberación de París sería el tema en el que iban a trabajar?

Habíamos hablado de muchos posibles temas, pero la Liberación nos llamaba especialmente la atención porque en muy pocas ocasiones en la historia del mundo, y en ninguna en la historia contemporánea, una batalla de tan corta duración había dejado una huella tan profunda en los años siguientes. Nos acabamos de convencer en 1962 cuando encontramos un pequeño artículo en Le Figaro donde se mencionaba que, según algunas fuentes que habían estado investigando los archivos militares alemanes, unos meses antes del final de la guerra Hitler había dado en repetidas ocasiones la orden de destruir París. Eso creaba la incógnita de por qué sus órdenes no habían sido obedecidas, y aunque no se hablaba en el artículo de las posibles razones, convertía la historia de la liberación en la historia de un milagro, que además era un milagro francoamericano, porque París había sido liberada en parte por los americanos y en parte por los franceses. Así supimos que teníamos la historia ideal.

Sin embargo, ya en ese entonces se habían publicado varios libros sobre la Liberación.

Claro, y algunos estaban muy bien escritos y documentados, pero nadie se había ocupado del interior del milagro, nadie había hablado con el general Von Choltitz, el comandante de las fuerzas alemanas en París, quien había recibido la orden de Hitler y no la había cumplido. Veintidós años después de los acontecimientos nosotros fuimos a buscarlo para averiguar por qué había desobedecido a Hitler, y pasamos más tiempo con él del que él pasó en París originalmente.

Ustedes no fueron los primeros en intentar entrevistarlo, pero él se había negado a volver a hablar del tema. Había pasado tres años en prisión y se había retirado a Baden-Baden. ¿Cómo lograron convencerlo?

Fue difícil. Aunque los periodistas ya no lo acosaban tanto como luego de su salida de prisión, Von Choltitz recibía de vez en cuando peticiones, pero siempre se negaba. Esencialmente creo que lo convencimos porque conocíamos muy bien cada cosa que había hecho en París. Habíamos leído los documentos donde se consignaban las órdenes que había dado y recibido, y habíamos entrevistado a varias de las personas que durante los últimos días de la ocupación habían estado con él en su cuartel general del Hotel Meurice.

Fue un trabajo más o menos manejado como una investigación policíaca que nos había llevado a Estados Unidos, además de por toda Francia y Alemania para encontrar a los oficiales que lo habían acompañado. Cuando lo visitamos por primera vez, podríamos haberle dicho incluso los gestos que hacía cuando recibía, primero directamente y luego por mensajeros, las órdenes de Hitler. Sólo nos faltaba saber por qué las había desobedecido.

Von Choltitz fue la última pieza, la primera fueron los archivos del Ministerio de Guerra francés. En París existía un archivo con las respuestas del cuestionario que se le había hecho a cada uno de los soldados alemanes en el momento de su detención. Se trataba de las preguntas básicas que debe responder un prisionero de guerra: nombre, grado y unidad, junto a la fecha y el lugar de la captura. Pero como cada cuestionario se almacenaba en una ficha, teníamos un montón de información desde la que podríamos empezar. Lo que hicimos fue contratar a un equipo de quince personas para revisar esas fichas y encontrar las que correspondían a prisioneros capturados en agosto de 1944, que resultaron ser unas cuatro mil. Un número pequeño del total, pero que en su mayoría tenían lleno el campo adicional de «En caso de accidente avisar a ________».

Que usualmente estaba seguido de la dirección de sus padres…

… que usualmente estaba seguido de:

Adolf Hitler

6, Voßstraße Postdamer Platz

Berlín

Una dirección que ya no estaba disponible en 1962.

Por eso junto a Collins redactamos un cuestionario que nuestros colaboradores debían hacer llegar a las direcciones que no fueran la de Hitler. Muchas familias se habían mudado durante la guerra o negaban haber tenido un hijo en el ejército nazi, pero de todas maneras logramos contactar alrededor de ochocientas personas y la mayoría contestó nuestro cuestionario, algunos en persona, otros por correo y unos pocos por teléfono. Ninguna de las personas que había trabajado el tema en Francia se había interesado hasta entonces en la versión de los protagonistas alemanes de la historia.

¿Cuántas entrevistas realizaron personalmente usted o Collins?

Las entrevistas a los personajes que habían estado al mando de las operaciones, como Eisenhower, De Gaulle o Von Choltitz las realizamos juntos, al igual que muchas de las entrevistas a soldados o habitantes de París que pensábamos iban a servir después como ejes del libro. Eso debe dar unas quinientas personas. Otros testimonios que utilizaríamos un poco más como detalles adicionales fueron recogidos por nuestros colaboradores.

¿Cómo se aseguraban de que los testimonios que recogían correspondían a los hechos?

En general tratábamos de llegar con un buen respaldo de información previa, por ejemplo, acerca de las compañías en las que un soldado había servido, las circunstancias de su detención o datos más específicos, como algunos elementos técnicos de las armas o transportes utilizados o los lugares donde su compañía había pasado la noche. Cuando fue posible, trabajamos con soldados de la misma unidad, de tal manera que pudiéramos corroborar sus testimonios a través de las informaciones de sus compañeros. Es cierto que encontramos algunas incoherencias, pero ése es un problema inevitable con los testimonios, sobre todo después de cierto tiempo. Era usual que la gente se equivocara de fecha o de lugar, y en ese caso volvíamos a hablar con ellos, pero muy raramente encontrábamos testimonios que fueran intencionalmente engañosos o falsos en lo fundamental.

¿E inexactos al punto de que quedaran dudas?

Algunas veces dos personas se contradecían y no había terceros testigos ni documentos que pudieran servirnos para comprobar los hechos, así que teníamos que desechar esa parte de los testimonios. Esto pasó sobre todo con algunos soldados, porque en el caso de los generales había mucha gente observándolos e incluso registrando sus acciones. Von Choltitz nos escuchó y supo que de todas maneras ya sabíamos lo que había pasado en el Hotel Meurice, así que estábamos a un paso de que nos concediera la entrevista, pero tuvimos un golpe de suerte. Cuando visitamos en Múnich a la que había sido su secretaria personal pudimos ver varias cajas con documentos que ella había sacado del Meurice. Por supuesto, todos los papeles oficiales habían sido incautados, así que se trataba más bien de cosas personales, pero entre ellas había un recibo de un abrigo que Von Choltitz había comprado en París el 16 de agosto del 44, cuando la ciudad atravesaba por un verano particularmente cálido. Cuando vi la expresión del general al mirar ese papel supe que hablaría. Lo primero que dijo fue: «Sabía que iba a necesitar ese abrigo para el campo de prisioneros en el que iba a pasar el invierno».

Sobre el personaje de Von Choltitz subsiste una polémica. En ¿Arde París? ustedes lo presentan como un héroe y ésa es la imagen que se conserva de él, al punto de que varios generales franceses asistieron a su funeral. Pero hay quienes afirman que si no destruyó París fue porque no contó con la logística para hacerlo y luego se dio cuenta de que su único escape era rendirse, una cuestión más práctica que de principios.

Se dice eso, que él desobedeció a Hitler solo porque quería salvar su vida, pero está claro que aunque él era un alemán no era un nazi convencido. O más bien que era un nazi pero no un SS convencido. Después de haber hablado con Hitler en Rastenburg el 7 de agosto, Von Choltitz comprendió que Alemania había perdido la guerra, y durante los dieciséis días que duró como comandante de las fuerzas alemanas en París siempre tuvo esa idea en la cabeza. Es posible que de haber tenido los medios militares para defender la ciudad hubiera reaccionado de otra manera, al fin y al cabo era un oficial respetuoso de las órdenes, pero cuando vio que la situación no tenía salida, hizo el esfuerzo de retrasar la destrucción de la ciudad hasta la llegada de los aliados y así ahorró una masacre y finalmente salvó París. Puede que no fuera una actitud desinteresada, pero bien hubiera podido hacer lo contrario.

Destruir la ciudad como había hecho en Sebastopol…

Exacto, la situación era similar y por eso, aunque los alemanes perdieron esa batalla, Von Choltitz dejó tras de sí una ciudad en ruinas y lo llamaron el «Héroe de Sebastopol». En París ya sabía que no tendría sentido hacerlo de nuevo, que después del desembarco en Normandía era una locura continuar. Una y otra vez lo repitió en nuestras entrevistas, la impresión que tuvo Von Choltitz cuando vio a Hitler la última vez era que su máximo comandante había perdido la razón.

¿Von Choltitz se sintió satisfecho con la historia tal como ustedes la contaron?

El libro le gustó mucho y estaba muy entusiasmado con la idea de que sería Gert Fröbe quien lo interpretaría en la película, que ya se estaba rodando cuando Collins y yo lo invitamos a París y visitamos con él el Hotel Meurice. Nuestra idea era que pudiera estar presente en la première junto al coronel Rol, Jacques Chaban-Delmas y la viuda del mariscal Leclerc, pero murió unos meses antes de que la película estuviera terminada.

Su siguiente trabajo juntos fue O llevarás luto por mí, un encargo del Reader’s Digest, que sirvió de confirmación del sello Lapierre-Collins. ¿Habían pensado volver a trabajar juntos antes de que les propusieran escribir la vida de El Cordobés?

¿Arde París? nos había dejado muy satisfechos, y cuando vimos que además tuvo muy buena recepción confirmamos que teníamos razón en nuestra idea de seguir trabajando juntos. La propuesta del Reader’s Digest llegó en el momento en que barajábamos varios posibles temas para un segundo trabajo.

¿Si habían comenzado por trabajar alrededor de hechos históricos, y a juzgar por sus trabajos posteriores ése era el campo que más les interesaba, por qué ocuparse de la vida de un torero español?

Creo que a Collins le gustaba la idea de sentirse un poco Hemingway, al menos eso me dijo cuando me contó que le habían propuesto ese tema. En cuanto a mí, aunque no sea muy aficionado a los toros, siempre me atrajo la cultura española. Mis padres y mi única hermana se habían instalado en Madrid y yo había terminado por aprender el idioma más o menos bien, así que la oferta nos tentó de inmediato. Más allá de eso, la vida del Cordobés, un tipo que no sabía leer ni escribir y era casi más popular que Franco, era una historia que cualquiera hubiera querido contar y que de todas maneras nos decía mucho de las transformaciones por las que España estaba pasando en esa época.

En esa ocasión el método fue diferente, menos trabajo de archivo y más tiempo alrededor de un único personaje.

Era algo que yo había aprendido en Paris Match, los reportajes de actualidad exigían esa proximidad a los hechos mientras suceden que no tuvimos en los demás reportajes que hicimos con Collins. La cuestión, sin embargo, es más de extensión que de método. En ¿Arde París? habíamos trabajado con las personas que de una manera u otra habían tenido que ver con la Liberación; en España tratábamos de hablar con todas las personas que habían estado alrededor de El Cordobés a lo largo de su vida. Aunque el plan del Reader’s Digest era de un trabajo de tres semanas, estuvimos cerca de él por dos años, lo que en cierta manera reemplazó las pilas de documentos de archivo sobre la Liberación.

En ¿Arde París? Collins y usted abordaron un conflicto ya resuelto, ya juzgado históricamente, y la vida de El Cordobés, aunque polémica, era bastante pública, digamos que comprobable. Pero en Oh, Jerusalén, de 1972, se ocuparon de la fundación del Estado de Israel, un conflicto que no solo seguía vivo entonces sino que continúa estándolo.

Es cierto, los intereses siguen vigentes, pero el conflicto entre árabes e israelíes es una de las marcas de nuestro tiempo, y como queríamos abordarlo escogimos centrarnos en el momento en el que comenzó la etapa moderna de ese conflicto. Cuando empezamos nuestra investigación el proceso de creación del Estado de Israel ya había terminado. Israel existía como país y lo que buscábamos era encontrar gente que hubiera sido partícipe de ese hecho histórico, de esa epopeya del 15 de mayo de 1948 que fue el nacimiento de Israel. Era obvio que habría polémicas, por eso nos limitábamos a los hechos que pudieran ser confirmados por las personas que estuvieron presentes en Jerusalén o en los otros lugares donde se desarrolló la historia en ese momento. Como en nuestro primer libro, utilizamos cuestionarios y colaboradores que nos ayudaron a encontrar a los personajes con los que después hablaríamos en persona. Y esta vez también recurrimos a más de mil fuentes.

¿Fue más difícil en ese caso acceder a los documentos oficiales?

No necesariamente, primero porque como no éramos ni árabes ni judíos, no trabajaríamos para ninguno de los dos grupos y eso lo dejamos claro desde el principio a cada persona con la que hablamos. Segundo, porque el éxito de ¿Arde París? era una carta de presentación convincente y ya estaba traducido incluso al árabe, así que sin mucho problema tuvimos acceso a muchos documentos oficiales. El problema fue más bien, tanto del lado israelí como del árabe, que teníamos que separar la verdad «oficial» de los hechos objetivos.

La búsqueda de esa imparcialidad se siente en los cambios más o menos regulares de perspectiva y en la igualdad casi numérica de las historias de cada uno de los bandos.

Buscábamos algo así, pero el problema es que encontramos un mayor número de buenas historias en el lado israelí que en el lado árabe. Cada israelita tenía un libro que contar, porque la mayoría de quienes inmigraron a Palestina venían de Auschwitz o del exilio y en cierta manera para ellos tenía más importancia el hecho histórico, al punto que el gran objetivo de sus vidas era hacer parte de la construcción de la nación judía. Los árabes, en cambio, eran egipcios, iraquíes o libaneses que regresaron a sus tierras tras la guerra, y cuando los encontrábamos en El Cairo o Bagdad veían el conflicto como algo político e insistían mucho más en ese lado político o religioso que en los hechos. Necesitamos mucho más trabajo con los árabes para lograr alejarnos de la propaganda y llegar a la historia, pero quisimos hacerlo para que nuestro libro fuera tan equilibrado como fuera posible.

¿Los líderes se atienen más a la política y las personas del común a los hechos anecdóticos? ¿Cómo convencer a personajes como David Ben Gurion o el rey Hussein de Jordania a contar los hechos de una manera, digamos, más concreta?

Hacer hablar a la gente no siempre es sencillo. Tanto entre los soldados o las personas de la calle como entre los líderes, hay personas que han vivido acontecimientos extraordinarios de los que no guardan recuerdos, lo que se explica primero porque la memoria crea sus huecos con el tiempo pero también porque cuando alguien se sabe parte de un acontecimiento histórico tiende a deformarlo para acercarlo al recuerdo general o a las cosas tal y como deberían haber sido.

Lo que intentábamos junto a Collins era invitar a recordar a la gente, ayudarlos a traer a la memoria esos hechos que sabíamos que habían ocurrido. Para eso es útil hablar de lo que uno sabe al respecto, de lo que otras personas han dicho. He conocido en mis investigaciones gente que ha escrito libros sobre sus experiencias, y al entrevistarlos me he dado cuenta de que han construido sus obras a partir de recuerdos más o menos infundados y han dejado por fuera momentos formidables. Pasa con muchos de los libros escritos por personas que combatieron en la Liberación, también con personas que estuvieron en la Guerra de los Seis Días. Despertar esos recuerdos es parte de la entrevista, es casi una cuestión de empatía, de confianza.

Cuando trabajábamos en ¿Arde París? encontramos que un oficial nazi había usado durante varios años la dirección de una dama francesa. Hice varias llamadas, me dieron su nueva dirección, fui a verla y cuando me senté en su sala le dije: «Usted estaba llorando mientras París celebraba». Ella estaba muy conmocionada, pero terminó por contarme cómo había escondido a ese oficial y se había casado con él. Era necesario que ella supiera que yo entendía que eso había podido pasar, que al fin y al cabo somos humanos y todas las emociones existen en la vida. Había cuatro millones de habitantes de la región parisina, veinte mil soldados alemanes, veinte mil americanos, un cóctel como ése en un solo día de verano bajo el sol de agosto. No fui la primera persona que la había entrevistado, pero tenía un punto de partida, algo que la hizo sentir que yo comprendería su historia, como pudo ser el detalle del abrigo de Von Choltitz, sin el cual no hubiéramos logrado que nos contara gran cosa.

Cuando hablamos con el coronel Abdullah Tell, que había comandado la Legión Árabe que se desplegó sobre Israel, ya sabíamos los movimientos que sus tropas habían realizado, pero no lo entrevistamos para confirmar esas informaciones, que estaban en los documentos militares, sino para que nos contara el lado humano de la batalla por Jerusalén. Estaba tan impresionado por la información que teníamos que pasó tres semanas con nosotros contándonos qué veía y pensaba y qué comían sus soldados y de qué hablaban mientras avanzaban por el desierto. Luego, cuando encontramos a algunos de esos soldados, teníamos un montón de nuevos puntos de partida para hablar con ellos.

El hecho de que Oh, Jerusalén sea un bestseller tanto en Israel como en los países árabes habla bien de la imparcialidad del libro; pero la comunidad occidental no sale bien librada.

No se trata de presentar a nadie como culpable, pero es claro que la partición británica sembró entre los árabes y judíos una idea de separación que no existía entre ellos, y que la propuesta de división hecha por las Naciones Unidas creó injusticias que terminaron por desencadenar la guerra: cuando uno separa en dos y por la fuerza un país que ni siquiera es el suyo las injusticias terminan por aparecer. Los árabes y los israelíes, que habían sido buenos vecinos, terminaron por odiarse gracias a las decisiones que se tomaron en Europa y Estados Unidos.

Usted cubrió el éxodo de los blancos de Argelia. ¿Fue ése otro desacierto de la colonización?

Los argelinos habían vivido en paz con los franceses blancos hasta que se planteó la cuestión de la independencia, pero esa cuestión no podía evitarse cuando el mismo De Gaulle se resistía a hablar de una «Argelia francesa». Como en Palestina, la colonización había creado una situación que solo se sostenía con la presencia armada de los colonizadores, que se tornaría caótica cuando ellos se fueran. En Argelia no podía hacerse otra cosa, pero el drama de miles de familias francesas que tuvieron que huir sin poder hacer maletas y desembarcar en Marsella, donde no conocían a nadie, fue una prueba más de que la expansión colonialista europea creó problemas que ni aun el fin del colonialismo pudo resolver.

Al poco tiempo de terminar Oh, Jerusalén, Collins y usted decidieron ocuparse de la independencia de la India, otro de los hitos finales de la colonización europea. Creo que fue Raymond Cartier quien les sugirió el tema.

Cartier era mi ídolo, me impresionaba cómo podía escribir con la misma maestría acerca del KGB y de Brigitte Bardot. Fue trabajando junto a él en Nueva York que aprendí mucho de lo que luego utilizaría en mis reportajes, y además fue él quien me convenció de renunciar a mi puesto fijo en Paris Match para dedicarme a investigaciones que requerían tres y cuatro años de trabajo. Oh, Jerusalén nos había dejado extenuados y yo estaba convencido de que me tomaría un tiempo antes de comenzar otro gran proyecto. Tampoco estaba seguro de que encontraría pronto un tema al que pudiéramos entregarnos como lo habíamos hecho durante diez años. Cartier me lo dijo con tono de confidencia, le parecía que la independencia de la India marcaba el fin del Imperio británico y el nacimiento de la idea de «Tercer Mundo».

Yo llamé a Collins inmediatamente después de hablar con Cartier y quince días después estábamos juntos visitando a Lord Mountbatten, el último gobernador inglés de la India. La investigación nos tendría ocupados los tres años siguientes.

¿La técnica de investigación fue similar a la que habían utilizado en los libros anteriores?

En principio nos aproximamos de una manera más o menos técnica. Al igual que en Oh, Jerusalén, teníamos que ser objetivos, esta vez entre India y Pakistán: cómo llegaron los dos países a liberarse y luego a separarse. Lo que existía entonces eran libros polarizados, y de nuevo nosotros como extranjeros, sin ningún lazo particular con la India o Pakistán, ni hindúes ni musulmanes, comenzamos nuestro trabajo hablando en Europa con las personas que habían sido testigos de los hechos y luego fuimos sobre el terreno.

Para reconstruir la muerte de Gandhi ustedes llevaron a varios de los conspiradores al lugar del asesinato.

Ni Collins ni yo estábamos muy convencidos con los reportes oficiales que hablaban de una simple falla en la seguridad de Gandhi. Luego del asesinato, las dos personas que dispararon fueron ejecutadas, pero los otros tres conspiradores fueron enviados a prisión. Cuando los liberaron, veinticinco años después, nosotros estábamos en la India. Collins prácticamente corrió tras los pasos de Vishnu Karkaré, que había intentado matar a Gandhi a principios de enero del 48, y yo fui tras Gopal Godsé, el hermano del asesino y quien también hacía parte de la primera conspiración. Luego de hablar con ellos viajamos a la casa de Gandhi en Nueva Delhi. Varias de las personas que visitaban el lugar mientras ellos reconstruían para nosotros los detalles del 30 de enero del 48 los reconocieron, pero nadie los agredió. Había pasado ya mucho tiempo y los hindúes saben perdonar mejor que nadie.

Su siguiente libro, El quinto jinete, es una novela, pero antes de escribirla ustedes realizaron una investigación de casi cinco años. ¿El hecho de presentar los resultados como una obra de ficción no les quitaba algo de peso?.

La idea nos la sugirió Charlie Bluhdorn, en ese entonces propietario de la Paramount y de Simon & Schuster, que era nuestra editorial en Estados Unidos. Bluhdorn viajó a París exclusivamente para sugerirnos un libro que comenzara con una carta que llega a la Casa Blanca con una amenaza de Gaddafi al presidente de Estados Unidos. Con Collins habíamos hablado de tomar una hipótesis y desarrollarla en un libro, partir de un «qué pasaría si…». Y gracias a la sugerencia de Bluhdorn, nuestro «qué pasaría» se convirtió en una situación donde un líder árabe que contaba con los recursos financieros suficientes chantajeaba al presidente americano convenciéndolo de que había puesto una bomba nuclear en el centro de Nueva York. La primera pregunta que el presidente se haría es si era posible; la segunda, cómo encontrarla.

Collins y yo tuvimos acceso a los perfiles psicológicos que la CIA había hecho sobre Gaddafi, y mientras yo hablaba con un miembro de la Fracción Armada japonesa prisionero en Israel por la masacre del 30 de mayo del 72 para entender cómo funcionaba la psicología de un terrorista suicida, Collins entrevistaba al creador de los grupos de detección de armas nucleares del ejército americano. En cuatro años habíamos hablado con expertos en negociación con terroristas y leído los protocolos del FBI para una emergencia de este tipo. Teníamos suficiente información de lo que pasaría si una amenaza de bomba nuclear se hiciera realidad y decidimos presentarla como una novela. Solo la amenaza era ficticia, pero teníamos pruebas de que lo que describiríamos en el libro sería lo que pasaría si la amenaza se hiciera real.

Tanto a ese libro como a ¿Arde Nueva York? se les ha criticado una trama un poco cargada, un poco muy thriller tratándose de novelas que tienen un tono realista.

Puede que tengan mucho de thriller, pero una investigación de tres o cuatro años arroja montones y montones de anécdotas e intrigas, y ya la vida de un personaje como Goudorn o Gandhi daría para docenas de libros. Por eso cuando uno lee ¿Arde París? u Oh, Jerusalén hay también espías, conspiraciones, batallas que se deciden por detalles. Las historias son rebuscadas y también son formidables, pero no es nuestra culpa ni nuestro mérito como autores: la vida es así.

Hemos hablado hasta ahora de la labor de recoger la información. Pasemos a la de organizarla y finalmente a la de contar la historia.

Allí termina el trabajo del reportero y empieza el del escritor.

¿Qué buscaban en las historias que escogían para contar en cada libro?

Historias que tuvieran un significado en el hecho histórico que estábamos contando, que fueran representativas de él o permitieran su desarrollo o que fueran significativas en sí desde un punto de vista personal que permitiera entender las consecuencias de las decisiones que se tomaban entre los líderes. La idea siempre ha sido mostrar que un hecho histórico no es solo la gran historia que aparece en la noticia, sino la manera como esa gran historia afecta a las personas. Así encontramos, por ejemplo, a la dama francesa que había escondido al oficial nazi; esa historia nos dio el contrapunto, la representación de las personas que lloraron el día de la liberación de París porque eso representaba el final de su historia de amor. Cada investigación nos dejó muchas historias como ésa.

¿Cómo a partir de esas historias construyeron sus libros?

Primero hacíamos una cronología de los hechos, una especie de línea de tiempo o de varias líneas de tiempo que mostraban lo que en cada momento estaba pasando en los diferentes frentes de la historia. A partir de allí escogíamos, entre las historias que más nos llamaban la atención según lo que acabo de decir, las que mejor se ajustaban a esa cronología, sobre todo si teníamos elementos que nos permitieran desarrollarlas a lo largo del libro. Dentro de esas «historias de la gente» le dábamos prioridad a aquéllas en las que podíamos situar a los protagonistas en diferentes momentos del proceso que contábamos. A partir de allí hacíamos un plan, una especie de guión de cine muy detallado, y decidíamos quién escribiría cada una de las escenas.

¿Utiliza alguna especie de story board?

Digamos que una transcripción visual. Cuando estoy trabajando siempre tengo sobre mi mesa un cartón en el que hay tres palabras: color, olor y ruido, y cada vez que escribo una escena pienso qué se ve, qué se escucha y qué se huele y trato de mantener esos elementos a lo largo de la escena y de que haya una continuidad de los mismos en la siguiente escena que se ocupe de esa historia. Con «continuidad» no quiero decir que sean los mismos, pero sí que haya un ambiente que se conserve, que permita seguir el hilo de cada una de las veinte o treinta historias que estoy contando en un libro. Este método es particularmente útil cuando uno se ocupa de un país en muchas dimensiones; como la India, donde siempre estoy muy concentrado para darle esa sensación de multiplicidad sensorial a cada escena que escribo. Collins hacía lo mismo.

¿Cómo lograr una unidad de estilo en un libro escrito a cuatro manos?

Hay una primera razón y es la afinidad que teníamos con Collins, el hecho de que realizáramos juntos la mayoría de las entrevistas y compartiéramos una idea de lo que queríamos que fueran nuestros libros. En cuanto al procedimiento, Collins escribía en inglés las primeras versiones de sus escenas y yo lo hacía en francés. Luego intercambiábamos para traducirlas, pero como cada uno conocía tan bien como el otro el tema del que nos ocupábamos, en esa traducción sugeríamos, añadíamos y cambiábamos cosas. Luego intercambiábamos de nuevo, hablábamos de las correcciones, revisábamos el plan general y volvíamos a traducir. Éramos el único equipo literario del mundo que trabajaba en dos idiomas. Luego de repetir el proceso un par de veces yo comparaba con la versión inicial de mi escena y pensaba: «Cómo ha mejorado».

¿Al leer uno de esos libros puede saber quién escribió cada cosa?

Al final casi no. Yo puedo recordar quién escribió la primera versión de algunas escenas, pero muchas veces la versión final se alejaba tanto que para mí separar el trabajo final por autor sería imposible.

Pero en El quinto jinete hay diferencias muy serias entre las versiones en inglés y en francés.

Tal vez porque era una novela, lo que implica escenas imaginarias e historias ficticias, de amor por ejemplo, y algunos detalles del final sobre los que Collins y yo teníamos opiniones diferentes. Fue una libertad que nos tomamos en ese caso.

Su siguiente libro fue el primero que hizo sin Collins en veinte años y de nuevo recurrió al formato de novela para contar hechos reales, pero en La ciudad de la alegría no hay un «gran evento» que se cuente.

Aún me parece que hay eventos que cambian el curso del mundo, y esos eventos me siguen llamando enormemente la atención como tema, primero porque dan un marco de trabajo y segundo porque al acercarme a ellos me acerco a lo que es la historia del mundo. Pero cuando visité la India me di cuenta de que hay procesos históricos menos notorios, menos espectaculares que también vale la pena contar, y eso fue lo que vi en los slums de Delhi o Calcuta: héroes, gente que no tiene nada y sin embargo tiene la fuerza no solo de sobrevivir sino de festejar la vida.

¿Qué piensa de la adaptación cinematográfica de ese libro?

Hay un problema con las adaptaciones de novelas, porque el cine responde a unas reglas diferentes. En el caso de La ciudad de la alegría el hecho de que el personaje del padre Lambert hubiera sido cambiado por la mujer que representa Pauline Collins se explicó porque los ingleses iban a poner un millón de dólares o algo así y querían a su actriz. Para mí la cuestión era saber si se respetaba el espíritu del libro, que dice que uno siempre puede ser más libre que la adversidad, y en la película ese espíritu se respeta. Ya si el papel es interpretado por Patrick Swayze o por otro actor es otra cosa. Yo lo hubiera hecho de otra manera, pero no me disgustó.

¿Y qué opina de la adaptación que Elie Chouraqui hizo de Oh, Jerusalén?

Me gustó porque también es muy imparcial. Si bien es un poco novelada, trata de mostrar el conflicto desde los dos lados, lo cual era lo que esperaba de la película. Otros directores habían empezado adaptaciones del libro, pero se habían detenido al darse cuenta de que estaban dando una perspectiva projudía o propalestina. Tuve la oportunidad de trabajar con Chouraqui sobre varias de sus versiones del guión y estoy muy de acuerdo con la manera como él abordó en la pantalla las imágenes que nosotros quisimos tener en un libro al que habíamos querido darle esa fuerza vital del movimiento que tiene el cine.

¿Ese interés por el cine explica que su compañero de trabajo, cuando decidió contar la tragedia de Bhopal, hubiera sido Javier Moro, quien tenía un cierto reconocimiento como guionista?

En parte, pero además Moro es uno de los mejores periodistas de investigación que conozco. La primera vez que Collins y yo trabajamos con él fue en El quinto jinete. Necesitábamos detalles de la vida cotidiana de Gaddafi, y luego del éxito de nuestros anteriores libros era muy difícil que pudiéramos acercarnos sin explicar el tipo de investigación que queríamos hacer. Moro también es un gran conocedor de la India y, como yo, adora ese país. A finales de los años noventa él había estado trabajando sobre la tragedia del 84 en Bhopal y nos pusimos de acuerdo para continuar juntos con el relato de lo que pasó ese 3 de diciembre y lo que fue la vida de los habitantes de Bhopal antes y después de que una nube de gas tóxico matara a 30 mil personas.

La Union Carbide siempre ha afirmado que la tragedia fue el resultado de un sabotaje y ha sido muy reacia a hablar con la prensa. ¿Qué tanto colaboraron con ustedes?

Las directivas nunca quisieron darnos la cara, pero de todas maneras está absolutamente comprobada la falsedad de sus afirmaciones acerca de un posible sabotaje. Nosotros hablamos con los ingenieros que trabajaban en el lugar; gente como Carlos Muñoz, por ejemplo, que había participado incluso en el montaje de la planta, y todos confirmaron que hubo malas decisiones que llevaron al desastre. La alta jerarquía de la UC nunca nos recibió, pero su testimonio no era indispensable porque sabíamos todo lo que habían hecho. Eso incluye las cosas positivas. Nosotros no buscábamos a priori atacar a la compañía ni demostrar cómo el mundo occidental contamina el Tercer Mundo. Queríamos contar la historia de una aventura industrial que terminó muy mal y las razones que explicaban por qué esa aventura había terminado mal. Estaba claro que nadie había querido matar a nadie, pero un sistema capitalista que busca que una empresa tenga beneficios máximos con costos mínimos llevó a que las condiciones de seguridad y mantenimiento no se respetaran, y una nube de gas venenoso que hubiera podido ser evitada e incluso controlada causara 30 mil muertos.

Después de la publicación del libro usted fundó en Bhopal una clínica ginecológica para las mujeres que siguen sufriendo los efectos del envenenamiento.

En un principio la creamos para atender a las mujeres que tenían problemas con su embarazo como consecuencia de las sustancias venenosas que siguen contaminando la tierra y los pozos subterráneos, pero ahora que ha crecido atendemos también a mujeres de regiones cercanas. El escándalo de Bhopal no ha terminado. Existen todavía centenares de toneladas de desechos tóxicos que la Union Carbide nunca limpió, y cada vez que llega el monzón se registran nuevas contaminaciones.

Ésa fue su segunda gran empresa humanitaria en la India, primero había abierto en Calcuta una clínica para niños leprosos.

Cuando llegué a la India para escribir Esta noche la libertad me sentí de inmediato enamorado del país. En los slums de ciudades como Calcuta hay que unirse con el vecino para luchar contra el monzón, contra los mafiosos y los especuladores y contra el hambre, y me cambió la vida ese ejemplo de solidaridad y fuerza que los hombres que no tienen nada dan al resto de la humanidad. Cuando el libro fue un éxito pensé que lo justo sería hacer algo por un pueblo que me había recibido de esa manera y enseñado tanto. A través de la madre Teresa conocí a James Stevens, un inglés que había dejado una carrera bastante próspera en el negocio de las confecciones para abrir una clínica de niños leprosos que por ese entonces estaba a punto de cerrar por falta de fondos. Así comenzó nuestra fundación; en la actualidad tiene varias clínicas, barcos-hospitales y escuelas funcionando en Calcuta, Bhopal y Bengala.

A raíz de lo que pasó con el proyecto Arca de Zoé, donde un equipo humanitario francés fue acusado de intentar secuestrar niños en Chad, la acción humanitaria privada ha sido fuertemente cuestionada.

Hay muchas misiones humanitarias europeas en Asia y África, tantas que forzosamente algunas terminan mal.

¿Cuáles serían las condiciones para que eso no pasara?

Hay que trabajar a partir de lo que necesita la gente del lugar y no de lo que uno desearía darles. Nosotros trabajamos con catorce ONG indias en las que podemos confiar, pero con frecuencia cuando uno ayuda a personas que no tienen nada y están acostumbradas a hacer milagros, ellas dejan de actuar. Al principio no había ni siquiera manera de transportar a nuestros colaboradores, ahora disponen de automóviles, pero cuando uno dona un automóvil, debe asegurarse de que alguien pondrá aceite en el motor y aire en las llantas. Dar una ambulancia a un centro médico es darle también nuevos costos, y eso tiene que estar claro porque si ellos asumen que en caso de problemas el hermano Dominique va a arreglarlos o a enviar un auto nuevo, al año siguiente no habrá más que un montón de chatarra. El trabajo de enseñar a conservar las cosas es enorme, y lo mismo pasa con los recursos. Por ejemplo, hemos puesto energía eléctrica en los refugios para niños leprosos y cuando vamos en pleno mediodía la luz siempre está encendida. Ellos nunca han tenido electricidad y como no la conocen la ven como una diosa a quien no puede hacérsele la afrenta de apagarla porque está hecha para arder.

En Erase una vez la Unión Soviética, el relato de su viaje por carretera en la Rusia del 56, usted hace una comparación similar al decir que las personas que desconocían tanto la idea de democracia no podían ni siquiera concebir la idea de represión política.

No, porque una política represiva era lo único que habían vivido, algo casi genético, que a falta de elementos de comparación hacía imposible que ellos pensaran que no era algo natural. Algo diferente sucedió en países que antes habían sido democráticos, como Hungría o Checoslovaquia. El totalitarismo comunista ruso fue una sucesión del totalitarismo zarista y continuó en gran medida con la manera zarista de ver el mundo.

¿Stanislav Petoukhov, el periodista ruso que lo acompañó entonces, compartía su visión?

Slava, como lo llamábamos, tenía una certeza enorme de que el régimen soviético duraría mil años. Me impresionaba esa certeza y a través de él llegué a convencerme de que era cierto. Jamás creí que durante mi vida llegaría a ver el fin de ese imperio.

¿Por qué esperó casi cincuenta años para publicar los recuerdos de ese viaje?

Primero porque quería hacer un homenaje a los automóviles, que han sido una de las grandes pasiones de mi vida, pero sobre todo porque ahora ese relato podía verse como un documento histórico, como un testimonio de la visita a un mundo que ya no existe. Me pareció entretenido contar, cinco décadas después, cómo en ese entonces un viaje en automóvil había sido una pequeña ventana abierta sobre lo que entonces era el mundo prohibido de la Unión Soviética.

¿Ese «mostrar un mundo que ya no existe» explica que para sus grandes reportajes usted haya elegido sucesos ocurridos un cierto tiempo atrás?

Es eso. Hay un interés, pero esa distancia histórica es también parte de la manera como trabajo. Veinte años después de un suceso las fuentes están disponibles, las personas quieren hablar, y eso es algo que muy raramente sucede cuando haces periodismo en caliente, porque no puedes alejarte, porque las cosas aún están pasando, los intereses están vigentes y las personas saben que cualquier cosa que digan puede perjudicar en un futuro inmediato las causas que defienden o a ellas mismas.

Para ¿Arde París? podíamos contar con Von Choltitz y con De Gaulle porque ya había una distancia, porque hablarían de hechos inmodificables. No podemos saber exactamente qué está pasando ahora en Irak o en Afganistán porque hay muchos intereses en juego y habría demasiadas presiones sobre cualquier posible fuente. Esto no quiere decir que no deba hacerse periodismo sobre lo que está sucediendo, claro que sí, pero la naturaleza de este periodismo que yo hice por muchos años para Paris Match es diferente de la de un reportaje histórico.

Con Collins teníamos una especie de regla: debía haber pasado mínimo una generación desde el acontecimiento y aún debía haber testigos presenciales, porque de todas maneras nuestra experiencia era como periodistas y nuestra fuerza de choque es la entrevista. Yo sé hacer trabajo de archivo, y con Collins siempre hicimos mucho trabajo de archivo, pero no podríamos por ejemplo haber escrito un libro sobre Luis XIV, porque son la entrevista directa y las anécdotas de primera mano las que dan la estructura a nuestros relatos.

Sin embargo en su último libro, Un arco iris en medio de la noche, usted comienza a contar la historia de Sudáfrica desde el siglo XVI.

Habría que decir que Moro me ayudó enormemente en esta investigación, y no sólo en la parte de archivo histórico sino en varias entrevistas con personajes actuales. Si retrocedí hasta el siglo XVI fue porque consideré importante dar a conocer las razones históricas que explican la lucha de Mandela, que es el gran tema del libro. Los primeros blancos se aislaron de los negros para sobrevivir en una situación numéricamente muy desventajosa, y luego muchos factores influyeron en el surgimiento de ese sistema abominable que fue el apartheid. Por ejemplo, no se había hablado mucho de los jóvenes blancos sudafricanos que en los años treinta fueron enviados a educarse en Alemania y aprendieron ideas nazis que luego impusieron en su país.

Es decir que todavía le interesan los grandes procesos históricos más o menos marcados por el colonialismo militar o económico.

Sí, pero me interesan sobre todo las personas que luchan por causas perdidas y las ganan aunque sea parcialmente, como puede ser el caso de De Gaulle al liberar a Francia y Von Choltitz al no destruir París; de Gandhi y ahora de Mandela y los otros líderes blancos y negros que ayudaron a terminar con el apartheid. Ése es el tipo de historias sobre las que quiero continuar trabajando, aquéllas de personas que en un contexto tan difícil podían dar un mensaje sobre la capacidad de los hombres de ser más fuertes que la adversidad.

¿Es necesario que un periodista dé un mensaje al retratar una realidad?

Tal vez la expresión «dar un mensaje» es ambigua, pero eso era lo que quería mostrar, una fortaleza, un heroísmo como el de los combatientes de la Liberación, o como el de El Cordobés o los habitantes de la Ciudad de la Alegría aunque no esté tan ligado a un hecho histórico concreto.

¿Qué gran reportaje comenzó y no llegó a concluir?

En un momento tuvimos con Collins la idea de contar la noche en la que el Muro de Berlín fue levantado, el 3 de agosto de 1961. La historia era extraordinaria, imagine usted que París fuera de un momento a otro cortada por la mitad. La mitad de la gente, la mitad del comercio, la mitad de las familias a cada lado. Comenzamos a hacer la investigación y encontramos elementos extraordinarios: los rumores, lo que habían hecho las autoridades, las personas que salieron de visita donde unos amigos y nunca pudieron regresar a casa, la señora que había dejado al perro en la veterinaria para que lo bañaran. Habíamos comenzado bien, pero yo soy francés, viví cuatro años bajo la ocupación alemana, perdí varios amigos en los campos de concentración y al cabo de un tiempo fui perdiendo la pasión y me fui convenciendo de que lo que les pasó en Berlín fue un pequeño castigo en comparación con lo que ellos le hicieron al resto del mundo cuando siguieron a Hitler y le permitieron continuar con su plan. Es cierto, hubo un drama humano alrededor de la construcción del muro y no todos eran nazis, pero la inmensa mayoría de los berlineses tampoco reaccionaron contra el ascenso del Tercer Reich y no iba a ser yo quien hiciera llorar a millones de lectores con los sufrimientos de los alemanes. Le dije a Collins que no estaba interesado en seguir y él estuvo de acuerdo.

Suele decirse que un periodista debe evitar tomar partido. ¿No cree usted que habría podido intentar comprender a los alemanes?

Creo que como periodista hay que amar el tema del que uno se está ocupando, el pueblo al que le pasó, el lugar donde se desarrolla la historia. Yo por ejemplo odio el frío y aunque me ofrecieran millones de dólares por escribir un libro sobre los esquimales, no lo haría. Siempre hay que tener una especie de historia de amor con las personas cuya historia uno va a contar.

Lo que quiere decir que usted ama al pueblo árabe y al pueblo judío.

Absolutamente. Lo más maravilloso de esa investigación fue descubrir que era posible amar a los judíos y a los palestinos al punto que ellos se amaban como pueblos y convivieron en armonía hasta que la política los separó. Lo maravilloso de Esta noche la libertad fue descubrir cómo era posible amar a los hindúes y a los pakistaníes. Es cierto que ahora visito más la India porque allí es donde desarrollo mi trabajo humanitario y no puedo estar en todos lados al mismo tiempo, pero amo a Pakistán y lo visitó cada vez que tengo la oportunidad.

¿Qué piensa usted de la escuela del periodismo norteamericano representada por Wolfe, Mailer, Capote?

Es un periodismo un poco novelado, pero eso no les quita que son grandes maestros de la narrativa. Digamos que ellos están más cerca de la novela, y a mí, aunque mis libros tengan un aire de novela, me gustaría ser recordado sobre todo como historiador. Es un poco lo que decía antes, la distancia respecto a los hechos por encima de la inmediatez, la narración literaria al servicio de la historia. Creo que los norteamericanos han sido muy buenos en lo contrario.

Esa distancia respecto a la experiencia directa lo diferenciaría también de otros periodistas como Kapuscinski.

Yo admiro su trabajo, pero nuestra perspectiva es diferente. Él era un testigo de primera mano y contaba lo que veía, Collins y yo intentamos hacer una reconstrucción a partir de fuentes, de otros testigos, por eso digo que fuimos historiadores, pero historiadores que contaron la historia de una manera moderna. Con todas las técnicas que podemos aprender del cine y de la literatura, no hay ninguna razón por la cual un acontecimiento histórico tenga que ser contado de manera aburrida. De hecho, Collins y yo nos divertíamos un montón escribiendo nuestros libros.

¿Cómo era Larry Collins fuera de su trabajo?

Él era mi hermano, el padrino de mi hija, siempre estábamos juntos, teníamos la misma idea del trabajo y de lo que debe ser el periodismo y casi la misma idea de la vida. Por treinta años vivimos en casas vecinas en el sur de Francia y cuando no estábamos viajando llenábamos su estudio o el mío o los dos con cajas y cajas de documentos y transcripciones de entrevistas. En las pausas del trabajo jugábamos tenis, y salvo en el tenis no había entre nosotros ningún espíritu de competencia; yo quedaba extasiado de alegría cuando él escribía una escena mejor que yo. De esa colaboración salieron seis magníficos libros y tengo que decir que su muerte fue un golpe terrible del que no acabo de recuperarme y que no terminó con una amistad que comenzó antes de que nos conociéramos. Había un recuerdo de Collins que me impresionaba, era el momento en que se había enterado de la Liberación de París. Tenía 15 años y siempre decía que la emoción de su profesor de francés dándole la noticia a la clase lo había convencido de que algún día tenía que vivir en Francia.

¿En qué lugar de París estaba usted durante la batalla de la Liberación?

Rue Jean Mermoz, cerca de los Campos Elíseos. Desde allí vi llegar las tropas el 25 de agosto, pero ése fue solo el final, llevábamos días espiando por las ventanas y escondiéndonos de las ráfagas. Cuando vi a un soldado americano en un tanque salí a encontrarlo y como durante la ocupación habíamos tenido que aprender alemán en la escuela, le dije las únicas dos palabras en inglés que conocía.

¿Good morning?

«Corned beef». Llevábamos semanas sin comer carne. El soldado me dio una lata y luego de que mi padre la sumergiera en la bañera para asegurarse de que no era una bomba pudimos comerla.

¿Incluye usted recuerdos personales en sus libros?

Muy pocas veces. He incluido detalles que me parecen curiosos y que no desvían la narración, pero no pongo mi nombre, y si los uso es porque los grandes eventos históricos están hechos de situaciones de lo más cotidianas. ¿Sabe usted?, cuando asistí al desfile de la Liberación de París para ver a De Gaulle todavía estaba indigestado con la carne que me había dado el soldado americano la tarde anterior. Detalles como ese prueban que la historia es la acumulación de los acontecimientos que le pasan a millones de personas. Ésa es la tapicería de la historia y es así como siempre nos gustó contarla.