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Desde las orillas del Sena, en Saint-Cloud, hasta los grises arrabales de Pantin y Saint-Denis, desde las pendientes del Montmartre hasta las calles estrechas del Barrio Latino y de Montparnasse, las barricadas del coronel Rol surgieron en la calle como los champiñones en el bosque después de una lluvia de otoño. Aquella misma noche, se levantarían ya varias decenas de ellas. Cuando los aliados llegaron, habría más de cuatrocientas, todas distintas de forma y tamaño, de acuerdo con los materiales empleados y el arte de sus constructores.
En la esquina de la calle Saint-Jacques, el párroco, un antiguo arquitecto, con la pipa en la boca y la sotana arremangada, dirigía en persona la que levantaban sus feligreses. La adornó con grandes retratos de Hitler, Mussolini y Goering. En la calle de la Huchêtte, cerca del Sena, frente a la prefectura de policía situada, fue una mujer, Colette Briant, quien dirigió los trabajos. Un gran casco de la Wehrmacht le tapaba media cara.
Todo lo que podía ser arrancado y transportado servía para construir aquellas barricadas. Las mujeres y niños se pasaban los adoquines de mano en mano, a medida que iban siendo arrancados por los hombres. Los sacos de arena de la defensa pasiva, las placas de las alcantarillas, árboles, camiones alemanes quemados, un piano de cola, colchones, muebles e incluso un viejo cartel de anuncio de la lotería nacional, sobre el cual podía aún leerse: Probad vuestra suerte. Se sortea esta noche; todo era susceptible de convertirse en un obstáculo peligroso en medio de la calle. En la esquina de la calle Dauphine y del puente Neuf, un urinario de madera sirvió de armazón para la obra. Un anticuario de la calle de Buci vació su almacén de muebles viejos para dar mayor solidez a la que se levantaba ante su puerta.
Pero la barricada más impresionante, quizás, era la que se debía a un grupo de estudiantes de la Escuela de Arquitectura. Se levantaba en la esquina de los bulevares de Saint-Germain y Saint-Michel, en el corazón del Barrio Latino; tenía un grueso de dos metros, construida toda ella con adoquines, y cerraba un importante paso de la ciudad, que pronto tomaría el nombre de Callejón de la Muerte.
Delante de la Comedia Francesa, ante el Café del Universo, los actores de la casa de Molière habían levantado también su barricada. Pese a que habían amontonado sobre ella todo cuanto encontraron en los almacenes del teatro, presentaba un aspecto tan irrisorio que, para impresionar a los blindados alemanes, decidieron emplear armas psicológicas. Rodearon la construcción con una hilera de bidones, en los que pintaron con letras grandes: «Achtung Minen»[95]. Ningún carro alemán se atrevió a avanzar sobre aquella fortaleza ficticia durante toda la semana.
La rapidez con que surgieron las barricadas dejó a los alemanes estupefactos. Aquella noche, el Feldwebel Hans Schmidtlapp escribiría a sus padres, granjeros en Baviera, que las calles de París parecían campos después de las labores de primavera. Para el soldado de primera clase, Willy Krause, de la 1.ª Waffenamt Kompanie O. K. W., fueron causa de su primer castigo. Krause, que era artillero de un carro Hotchkiss, fue inmediatamente transferido a la infantería por no haber logrado destruir una barricada de Buttes-Chaumont.
Aquella erupción de barricadas causó una gran satisfacción al coronel Rol. Pero no resolvía el angustioso problema que le preocupaba: la falta de armas. Pidió entonces a Lorrain Cruse, el adjunto de Chaban-Delmas, ante quien había exclamado la víspera que «París bien valía doscientos mil muertos», que le proporcionara los medios para que la mayor parte de aquellos muertos fueran los alemanes. Sin noticias de Roger Gallois y su misión, Rol pidió que se hiciera un envío masivo de armas sobre París, median te paracaídas. Entregó a Cruse una lista de las necesidades que estimaba de primera urgencia: además de las armas y municiones, pedía diez mil granadas Gammon[96], cinco toneladas de plástico y miles de metros de cordón «Bickford». No obstante, Rol no se hacía ilusión alguna sobre el resultado de aquellas demandas. Sabía que era Chaban-Delmas quien controlaba el intercambio de mensajes con Londres y que el suyo probablemente no llegaría allí jamás.
El joven colgó el teléfono con violencia. Yvon Morandat buscaba treinta FFI fieles a De Gaulle para una misión peligrosa. Pero no lograba encontrar ni uno solo en todo aquel París en armas. Alexandre Parodi le había encargado el primer papel de la operación llamada «Toma de Poder». Tendría que desempeñar este papel solo o casi solo. La única persona disponible aquel día para ayudar a Morandat a apoderarse del hotel Matignon, residencia de los presidentes del Consejo, era Claire, su rubia secretaría.
Aquel modesto apartamento de la calle de Saint-Augustin, en el que Claire y Morandat esperaban, era el lugar en que Alexandre Parodi había decidido lanzar la operación «Toma de Poder». Cuidadosamente preparada desde meses atrás, aprobada por Londres, aquella maniobra espectacular era, de acuerdo con el espíritu de los mismos autores, un «gran farol, destinado a contrarrestar las maniobras comunistas». Parodi había comprendido que el inesperado gesto de Choltitz, el día anterior, al devolverle la libertad, le había salvado la vida, pero había comprometido enormemente su autoridad a los ojos de sus adversarios políticos. Parodi, sospechoso de haber «llegado a un arreglo con el enemigo», había perdido toda esperanza de salvar la tregua. Ya que la insurrección había comenzado de nuevo y nada parecía ya poder detenerla, importaba pensar en el porvenir. Mediante una maniobra audaz, los gaullistas iban a tomar ventaja sobre los comunistas, en la misma meta de llegada, instaurando oficialmente el Gobierno de Charles de Gaulle en el París insurrecto. Hacía ya tiempo que, en secreto, se había designado a los hombres que iban a sentarse en los sillones ministeriales, en espera de que llegasen de Argel o de la Francia liberada, los titulares del Gobierno provisional de De Gaulle. La operación «Toma de Poder» consistía precisamente en instalar a aquellos hombres en sus respectivos puestos y asegurar su protección hasta la liberación definitiva. Después de un primer consejo oficial de aquel Gabinete fantasma, que tendría lugar en el hotel Matignon, Parodi informaría oficialmente que existía en París un Gobierno de la República Francesa. De esta manera, para instalarse ellos en el poder, los comunistas tendrían que liquidar antes a los hombres de Parodi y negar oficialmente la autoridad de Charles de Gaulle. Mas, en ese caso, los comandos de Rol encontrarían ante ellos a varios miles de hombres convertidos en una verdadera guardia pretoriana. Hacía varios días que los gaullistas hacían entrar secretamente en París armas que procedían de los escondites secretos del bosque de Nemours, donde los hombres de Delouvrier esperaban el mensaje cifrado: «¿Tú has desayunado bien, Jacquot?». Aquellas armas se distribuían entre los elementos de la policía, de la Gendarmería y de la Guardia móvil, que formaban la «fuerza gubernamental». Aquella fuerza debía ocupar los puestos clave de la capital, hasta la llegada del general De Gaulle. Ya se había advertido a sus jefes de que, probablemente, tendrían que defender los edificios que ocupaban con la fuerza. Y se les había avisado, además, de que los asaltantes no llevarían necesariamente el uniforme feldgrau.
El joven sindicalista a quien Parodi había designado para jugar la primera carta de aquella audaz empresa política, levantó cuidadosamente la cortina de la ventana del apartamento de la calle Saint-Augustin. Observó la calzada con desconfianza. Estaba llena de alemanes. La casa estaba cercada.
Morandat se sobresaltó.
—Estamos perdidos —murmuró.
Iba a caer en manos de la Gestapo cuando faltaban tan pocos días para la liberación. No obstante, Morandat se equivocaba. Los soldados con casco que había visto por la ventana no habían sido mandados para detenerlo. Bajo el mando del Hauptmann Otto Nietzki, de la Wehrmachtstreife, habían acudido a restablecer el orden en un burdel cercano.
Aliviado, Morandat bajó a la calle. Llevando a Claire sobre el portaequipajes, salió en bicicleta para apoderarse del hotel Matignon la residencia del presidente del Consejo. A su juicio, el hotel sólo podía estar en la avenida Matignon. Sin embargo, en la avenida Matignon, Morandat y Claire no encontraron más que un solo hotel, empavesado de cruces gamadas y guardado por centinelas alemanes. Morandat siguió pedaleando hasta que, por fin, en una calle solitaria, encontró un transeúnte. Era un señor de cierta edad, tocado con un sombrero negro, que había sacado su perro a pasear. El joven gaullista encargado de tomar posesión de la residencia del presidente del Consejo tuvo que hacer una sorprendente pregunta al paseante solitario:
—Perdone, señor, ¿dónde está el hotel Matignon?