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Emboscado bajo el portal de la entrada principal de la penitenciaría de Fresnes, y reconfortado su estómago con un último trago de coñac, con los ojos fijos sobre el cañón del 88, Willy Wagenknecht, el alemán condenado a defender su propia cárcel, esperaba. Podía oír el ruido lejano de los carros franceses que avanzaban lentamente por una de las cinco rutas que desembocaban ante su pieza.
Desde la ventana de la clase tercera de la escuela de niñas situada frente a la entrada de Fresnes, la institutriz Ginette Devray descubría ahora los carros cuyo ruido lejano había percibido Wagenknecht. Había estado esperando este momento durante todo el día.
—¡Aquí están! —gritó, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Dios mío, helos aquí!
Uno tras otro, tres Sherman que ostentaban la cruz de Lorena pasaron bajo su ventana. Eran El Marne, el Uskub y el Douaumont.
El soldado de segunda Georges Landrieux, el hombre que, tres años antes, había bajado un momento a buscar un paquete de cigarrillos, estaba de regreso. Las cadenas de su carro araban ahora las calles donde, de niño, había jugado al fútbol. Al ver a su izquierda el pequeño cementerio de Fresnes, gritó a su camarada, el francés de Méjico Pierre Sarre:
—No es ahí donde quisiera que me enterraran.
Como Landrieux, las tres columnas habían llegado a los arrabales de París al caer aquella tarde grisácea. El frente, que, por la mañana, era de unos treinta kilómetros de largo, se había estrechado a la mitad en el curso de la jornada. Al extremo izquierdo del dispositivo, la columna del comandante Morel-Deville, encargada de «hacer ruido», se había encontrado, más allá de Trappes, con una seria resistencia y se había detenido. En el centro, la columna del teniente coronel Paul de Langlade y del comandante Massu había progresado, en cambio, rápidamente. Después de haber forzado el costoso candado de Toussous-le-Noble, las fuerzas de Langlade habían rechazado a los alemanes más allá del Bièvre, cruzado el aeródromo de Villacoublay y alcanzado las casas grisáceas del arrabal de Clamart. En aquel momento, la infantería de Massu se preparaba para bajar hasta el Sena y poner pie en París, aquella misma noche, al otro lado del puente de Sèvres.
A la derecha del dispositivo, la última columna, la del coronel Pierre Billotte, había topado a lo largo de todo su progreso con una resistencia encarnizada por parte de los alemanes. Ahora, en los propios arrabales de la ciudad, Billotte se veía detenido ante un cerrojo que defendía la entrada a París con la misma efectividad con que un tapón cierra una botella. A caballo sobre la pista Orleáns-París, donde la esquina de la Croix-de-Berny estaba obstruida por raíles y piezas anticarros, el cerrojo se apoyaba en el pueblo de Antony a la izquierda, y, a la derecha, sobre la cárcel de Fresnes.
La inmensa prisión que Pierre Lefaucheux y sus compañeros habían dejado nueve días antes, había sido transformada en una fortaleza inexpugnable por los trescientos cincuenta alemanes en ella detenidos. Aquella misma mañana, había venido a unirse a los defensores un batallón del 132.º Regimiento de seguridad. Veintisiete años antes, el oficial que lo mandaba, el Hauptmann Heinrich Harms, había recibido la Cruz de Hierro de primera clase por haber impedido la entrada de los franceses en un pueblecito del Mosa, que también se llamaba Fresnes. A cada lado del 88 de Wagenknecht, había otros dos cañones de menor calibre y varias ametralladores pesadas. Desde el portón de entrada, el alemán tenía a tiro tres de las cinco rutas que conducían a la cárcel.
Para el asalto a la cárcel de Fresnes, el capitán Emmanuel Dupont, el oficial que en una huerta de Normandía había confiado al capellán su presentimiento de que lo matarían antes de llegar a París, dividió a los blindados y a los infantes en tres grupos. Dio orden a los carros El Marne, Uskub y Douaumont de subir por la avenida de la République y atacar de frente el portón de la entrada principal. Los otros dos grupos debían seguir a lo largo del muro lateral, hasta llegar al mismo portón.
Mientras conducía su pesado vehículo por las calles familiares de su pueblo, Georges Landrieux mostró a su copiloto de El Marne el cuadrado campanario de la iglesia en la que se había casado y el mostrador vacío de un pequeño bar-estanco, adonde, en otro tiempo, acudía para comprar sus cigarrillos. Los tres carros giraron entonces a la izquierda y entraron en la avenida de la République. Directamente ante ellos, a unos trescientos metros, disimulado tras el hueco del portón de la cárcel, esperaba el cañón de Wagenknecht.
El brigadier Pierre Chauvet, desde la torreta del tanque Vieil Armand, uno de los Sherman que avanzaba a lo largo del muro de la cárcel, observaba con los prismáticos las defensas que flanqueaban la entrada principal y se preguntaba a qué esperaban los alemanes para abrir fuego. Exactamente la misma pregunta que se formulaba también Wagenknecht, acurrucado tras su cañón. Veía ahora los carros cuyo ruido había oído antes en la lejanía. Avanzaban lentamente hacia él, a lo largo de las casitas que bordeaban la avenida de la République. Sentía en la espalda la respiración nerviosa de su antiguo compañero de celda, el SS de diecinueve años Karl Richter. Wagenknecht apuntó el cañón contra el carro que iba en cabeza y decidió contar hasta diez. En aquel momento, el alemán oyó a su espalda una voz que aullaba:
—¿Qué es lo que esperáis, hatajo de imbéciles? ¡Tirad de una vez!
El capitán Dupont y su adjunto, el subteniente Marcel Christen, que dirigían a pie el avance de los blindados a lo largo de los muros de la cárcel, oyeron el ruido de la explosión. Christen vio cómo el carro que iba en cabeza y que salía en aquel instante de la avenida de la République, daba un salto en el aire, a impulso del impacto, y caía nuevamente al suelo entre un estruendo de hierros dislocados. Del geiser de llamas que envolvió en el acto al tanque, salió, arrastrándose, en primer lugar un hombre con las piernas arrancadas y, luego, otro con el mono en llamas.
Pierre Sarre, el soldado cuyo mono ardía, se revolcó por el suelo intentando detener el fuego. Con las manos, extinguió las últimas llamas y, juntamente con el soldado de infantería José Molina, echó a correr bajo el fuego de las ametralladoras, que se encarnizaban contra ellos. Por dos veces, las balas de las ametralladoras, al rozarle, prendieron nuevamente el fuego en su mono empapado de grasa. Con el brazo roto por una bala, Sarre pudo al fin llegar, siempre acompañado de Molina, hasta una casa, bajo cuyo porche se guarecieron. Por desgracia, en el mismo momento, un obús explosivo cayó sobre la casa, decapitando con un trozo de metralla al infante Molina y haciendo caer sobre Sarre una lluvia de vigas y tejas incandescentes. Sarre, horrorizado, vio su mono nuevamente en llamas[136].
De todos lados, los tanques de Dupont regaban ahora de obuses la entrada de la cárcel. Fabien Casaubon, piloto del Uskub, pensó, mientras lanzaba su carro hacia delante, que los boches eran en verdad «únicos para dejarse destrozar en defensa de un trozo de hojalata». En tanto proseguía el avance a lo largo de los muros de la cárcel, el subteniente Marcel Christen se dijo: «Si no logramos liquidar a ese j… 88, toda la compañía dejará aquí sus huesos». Por encima de su cabeza, pasaban con lúgubre silbido los obuses que disparaba Pierre Chauvet desde el Vieil Armand. De repente, se oyó una terrible explosión. Uno de los proyectiles de Chauvet había alcanzado un camión de municiones situado justamente detrás del 88. El alemán, milagrosamente indemne, sólo tuvo un reflejo. Abandonó el esqueleto retorcido del 88 y echó a correr en medio de la espesa nube de humo que ocultaba la entrada de la cárcel. En su alocada carrera, se cruzó con los mismos carros contra los que acababa de disparar. Logró deslizarse a lo largo de las paredes, sin que nadie se fijara en él, hasta que alcanzó el pequeño cementerio de Fresnes, donde se dejó caer dentro de una fosa, sin aliento. Mientras recobraba la calma, un pensamiento maravilloso cruzó su mente: «¡Dios mío! —se dijo—. ¡Estoy libre!».
Los alemanes, no obstante, seguían disparando desde la entrada de la cárcel. Dupont y Christen, que continuaban su avance, no estaban ya más que a unos cincuenta metros del portón. De súbito, de entre la nube de humo que envolvía la entrada, surgió una especie de fantasma, con los vestidos destrozados y la cara negra y llena de sangre. El alemán disparó una ráfaga corta con su metralleta. Christen oyó un «¡Oh!» a su lado. Se volvió y vio al capitán Dupont girar sobre sí mismo y caer al suelo con la cabeza destrozada. En aquel momento, uno de sus carros, el Notre-Dame-de-Lorette, se lanzó a toda velocidad y giró bruscamente a la entrada de la prisión. Mientras disparaba con todas sus armas, el carro atropelló el 88 de Wagenknecht y, aplastando a heridos y sobrevivientes, se precipitó en el patio. Para el piloto Notre-Dame-de-Lorette, el soldado de segunda clase Jacques Neal, la cárcel de Fresnes no tenía secretos. Detenido por la Gestapo, había pasado en ella trece meses.
Los tres últimos carros del capitán Dupont se lanzaron entonces tras las huellas del Notre-Dame-de-Lorette y, a su vez, hicieron irrupción en la cárcel, hasta reducir finalmente al silencio a sus defensores.
Sin embargo, se había pagado un alto precio por la victoria. Los alrededores de la prisión aparecían sembrados con los despojos ennegrecidos de cinco Sherman. En medio de la avenida de la République, junto al poste inmediatamente anterior a los restos de El Marne, dos ojos miraban fijamente al cielo, por el que corrían espesas nubes en dirección a París, Georges Landrieux estaba muerto, con el pecho abierto por un trozo de metralla del obús de Wagenknecht. En uno de los bolsillos de su mono semiabrasado, guardaba, intacto, el paquete de Camel que Georges Landrieux traía a su mujer de su viaje a la eternidad.
A dos kilómetros de Fresnes, en la Croix-de-Berny, el teniente Jean Lacoste, del 501.º Regimiento de carros, avanzaba lentamente hacia una esquina con la espalda pegada al muro del parque de Sceaux. En esa esquina, punto donde se encuentran la carretera nacional Orleáns-París y la pequeña carretera por la que él caminaba, otro cañón del 88 enfilaba la gran arteria que lleva a París. El propio carro de Lacoste, el Friedland, y varias Compañías de Sherman, se veían detenidos por el fuego mortífero de aquel cañón. Buscando la manera de desbordarlo, Lacoste había hallado aquella carretera, por la que avanzaba a pie, a fin de efectuar un reconocimiento de la situación.
Lacoste podía oír ya el ruido metálico de la culata del cañón al cerrarse e incluso las voces de mando del artillero que dirigía el fuego. Adelantó aún unos cuantos centímetros y pudo ver entonces, suspendida sobre la carretera, la boca del 88 que escupía llamas. Uno de aquellos obuses cayó dos kilómetros más allá, al lado del Mercedes del padre Roger Fouquer. El capellán sintió un intenso dolor en el muslo derecho y se derrumbó. La tela de su uniforme estaba quemada a lo largo de varios centímetros, a la altura del muslo. A la vista del trozo de metralla incandescente que yacía en el suelo, a su lado, el capellán dio gracias a Dios y se persignó. Las cuatro carteras atiborradas de dinero y de cartas que llevaba en el bolsillo desde que se las habían confiado los soldados sirvieron para detener el trozo de metralla que, de otro modo, le hubiera seccionado la femoral.
El teniente Jean Lacoste retrocedió de la misma forma que había avanzado, con la espalda pegada a la pared. Al llegar al Friedland, dio instrucciones a su dotación. Con el cañón apuntado hacia el lugar preciso por donde aparecía el 88 alemán, el carro se puso en movimiento.
A fin de que el ruido de los disparos del cañón alemán ahogara el de las cadenas del tanque al moverse, éste avanzaba a trechos cada vez que disparaba el 88. Como una fiera que se arrastra hacia su presa, el carro llegó al final del muro. Lacoste esperó a que el 88 disparara una nueva salva. Entonces, gritó: «¡Fuego!». Al oír el grito, el carro saltó hacia delante y disparó todas sus armas a la vez, a quemarropa. En menos de un segundo, Lacoste vio los cuerpos que eran lanzados al aire y se desintegraban en medio de una lluvia de metralla. Brazos, piernas, cascos y el muelle del retroceso del freno del cañón caía todo confundido en un revoltijo confuso de carne y acero. «¡Dios mío! —se dijo con tristeza—. ¡La guerra no conoce piedad!». Apretó entonces el botón de la radio y gritó:
—¡A todos los «Oscar»! Aquí el «Oscar» número 1. ¡El tubo de estufa ha volado!