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Las primeras sombras del crepúsculo envolvían ya la ciudad liberada. Como un cuerpo agotado por el amor, París se dejaba mecer por el éxtasis de la fatiga. Después de tanta alegría y tantas emociones, había llegado la hora de la ternura, de la dulzura. El sargento Armand Somero, del 12.º Regimiento estadounidense, se deslizó de puntillas, con el arma en bandolera, en la catedral de Notre-Dame. En la enorme nave, oscura y silenciosa, el pequeño soldado de California tuvo la impresión de que «la guerra no había existido nunca». Se arrodilló y comenzó a orar. De repente, pensó que «no debía permanecer en la casa de Dios con un arma hecha para matar». Cuando salió de la catedral, Somero fue llamado por dos religiosas de San Vicente de Paúl, las cuales lo llevaron a una plaza próxima. Una vez allí, le hicieron sentar sobre un taburete y se dedicaron a lavarle alegremente la grasa y sebo de la cara con agua caliente que llevaban en un pequeño pote de porcelana. Somero, emocionado, pensó que el «Buen Dios le daba las gracias por haber entrado en la iglesia».
El capitán George W. Knapp, un capellán protestante del mismo Regimiento, había apostado a que sería el primer estadounidense que subiese a la torre Eiffel. Empezó la larga y fatigosa ascensión, que unas horas antes había efectuado el capitán de bomberos Raymond Sarniguet con una bandera tricolor. Cuando, sin aliento y con las piernas vacilantes, llegó a la cúspide, una hora después, sacó de su bolsillo una pequeña bandera estadounidense y la colgó de una viga de la torre. Luego, con un alfiler, clavó en la bandera un papel en el que había escrito: «Esta bandera ha sido puesta aquí por el primer estadounidense que subió a la torre Eiffel».
Aquel día de la liberación, otro estadounidense, el teniente Burt Kalisch, de la sección de actualidades cinematográficas de la SHAEF, quiso visitar la tumba de Napoleón y llamó a la puerta de bronce de la capilla de los Inválidos. El guardián de aquel lugar venerable descorrió el cerrojo de la puerta y la entreabrió. Cuando vio al estadounidense, le preguntó con voz cavernosa:
—¿Es usted un admirador del emperador?
Kalisch, sin vacilar, contestó que «el emperador era ciertamente una de las mayores glorias de Francia». El guardián abrió refunfuñando y el estadounidense pudo deslizarse al interior. Se apoyó en la baranda y contempló emocionado la tumba, que iluminaban los rayos de luz, entre los cuales brillaban granitos de polvo dorados. Su meditación silenciosa se vio pronto turbada por un cuchicheo. Ya que el estadounidense era verdaderamente un admirador de Napoleón, el guardián iba a concederle un privilegio reservado únicamente a los visitantes de categoría. Le permitiría «tocar el sarcófago glorioso». Los dos hombres bajaron la escalera de mármol hasta el zócalo de granito y el ruido de sus pasos despertó ecos dormidos que repercutieron largamente en la bóveda. Y cuando Kalisch salió de la capilla, el viejo guardián, con el pecho lleno de condecoraciones, le hizo un modesto regalo. Era una postal del ilustre monumento, sobre el cual había escrito las palabras siguientes: «Al primer estadounidense que, el día de la liberación, ha venido a visitar la tumba del emperador».
En la avenida de los Campos Elíseos, un sacerdote abordó al soldado George MacIntyre. Según le dijo, una de sus feligresas se hallaba a punto de morir de cáncer y deseaba conocer a un soldado estadounidense. La anciana quería ver a un soldado estadounidense para estar completamente segura de que los aliados habían llegado y de que moriría en un París liberado.
Minutos después, MacIntyre entraba en una pequeña habitación. En una cama grande, al lado de una estatuita de santa Ana, se hallaba una anciana muy delgada, cuya cara se iluminó con un resplandor de alegría al ver al soldado. MacIntyre recuerda que llevaba un chal de puntilla blanca y un gorro en la cabeza. Su primera pregunta, al ver a MacIntyre, fue:
—¿Cuándo estaréis en Berlín?
—Pronto —contestó MacIntyre.
A pesar de los sufrimientos que sentía al hablar, la anciana empezó con avidez a formular infinidad de preguntas al visitante. Lo interrogó sobre detalles del desembarco y las destrucciones en Normandía y sobre si la gente los había recibido bien. Finalmente, con un ardor que sorprendió al soldado, le preguntó:
—¿Cuántos boches ha matado usted?
Dos vecinas que habían entrado en la habitación sirvieron una copita de coñac al pequeño soldado, que se sentía embargado por la emoción de aquella extraña escena.
—¡Viva Estados Unidos! —murmuró la anciana.
—¡Viva Francia! —contestó el soldado.
Luego, MacIntyre empezó a rebuscar en sus bolsillos y depositó encima de la cama todo cuanto contenían: dos barras de chocolate y una pastillita de jabón. La anciana alargó la mano hasta la mesilla de noche, cogió un crucifijo pequeño que allí tenía y se lo entregó al soldado, diciéndole:
—Tenga. Le protegerá durante el resto de la guerra.
El soldado se inclinó sobre ella y la besó en las dos mejillas. Prometió volver al día siguiente. Pero, al día siguiente, ya estaba muerta.
En Saint-Germain-des-Prés, el coronel Jim Luckett contemplaba con nostalgia la terraza del café donde, dieciséis años atrás, había vivido horas memorables de su vida de estudiante. Pero aquel día, Luckett no tenía tiempo para detenerse en el Deux Magots. Se dirigía a toda prisa a una dirección que desde hacía un año llevaba anotada en su agenda: el número 10 de la calle de Beaux-Arts. En el tercer piso de aquella casa, se encontraba el apartamento que Luckett había ganado un día en una apuesta. En ese número 10 de la calle de Beaux-Arts, una sorpresa esperaba al estadounidense. En el apartamento encontró un inquilino, una rubia encantadora que «se echó en sus brazos con la fuerza de un obús del 88».
Orgulloso de sí mismo, Fernand Moulier, el periodista francés que había derrotado a todos sus colegas en la carrera hacia París, entró en el hotel Scribe para cobrar el montante de las muchas apuestas que había ganado. Sin embargo, al cruzar la puerta, le detuvo el coronel Ed. Pawley, oficial de información de la SHAEF.
—Está prohibido entrar aquí vestido de paisano, amigo. ¡Vaya a ponerse un uniforme!
Aquella noche de la liberación, una importante cita esperaba al conde Jean de Vogué, aquel miembro del COMAC cuya intervención, cuatro días antes, había decidido a los jefes de la Resistencia a romper la tregua de Nordling. Vogué se afeitó el bigote, que se había dejado crecer durante la Resistencia. Luego, con un ramillete de flores en la mano, fue a llamar a la verja del elegante hotel particular de su familia, en el 54 del Quai d’Orsay.
Le abrió una camarera. Al reconocer al visitante, retrocedió y, levantando los brazos, exclamó:
—¡Monsieur Jean ha vuelto!
Vogué entró entonces en la suntuosa residencia y se dirigió a un pequeño saloncito, donde encontró a su madre. Entregó el ramillete de flores a aquella madre que había fingido no conocer cuando un día se encontró con ella en la calle.
—¿De manera que ya has vuelto de Londres? —preguntó la madre.
—¡Pero si no he estado nunca en Londres, madre! —contestó el joven—. Yo era uno de los jefes de la Resistencia.
La dama hizo un movimiento de sorpresa.
—¡Oh, Jean! —dijo al fin—. ¿Cómo has podido hacer eso? ¿De manera que te has juntado con esos golfos, con los comunistas?
Tras lo cual, la condesa, desesperada, se dejó caer en un silloncito.
Al teniente Philippe Duplay, de la 2.ª DB, le esperaba una acogida igualmente desconcertante.
Cuando Duplay llegó a la avenida de Neuilly, ante la casa donde vivían sus primos, oyó cerrarse los postigos bruscamente y vio huir a la gente. Nadie contestó a sus timbrazos. Iba ya a marcharse, cuando oyó una voz inquieta tras la puerta.
—¿Quién está ahí? —preguntaba la voz.
—Soy yo, Philippe —respondió.
—¿Philippe qué?
—Philippe Duplay.
A aquellas palabras, la puerta se abrió de inmediato.
—Nos has asustado —le dijo su prima—. Creíamos que volvían los alemanes.
Duplay, sencillamente, había olvidado que el vehículo en que había llegado era un coche alemán, el Volkswagen que había capturado en Normandía.
Nadie abrió al sargento André Aubray cuando llamó a la puerta de la morgue del hospital. La morgue estaba cerrada por las noches. Aubray se marchó entristecido. Había ido a dar el último adiós a su mejor amigo, el pequeño bretón Marcel Bizien, que había lanzado su carro al abordaje del Panzer en la plaza de la Concordia.
El GI de Georgia Léon Colé no había vivido nunca una jornada semejante. Al volante de su jeep, que paseaba por las calles tortuosas de Montmartre, Colé oía rodar por el suelo del coche los tomates con que la muchedumbre entusiasta había llenado el vehículo. Al volver una esquina, Colé fue abordado por una pareja de cierta edad.
—I speak English («Hablo inglés») —dijo la mujer, sonriendo.
Colé sonrió a su vez y le ofreció algunos tomates. En reciprocidad, la señora y su esposo invitaron al estadounidense a subir a su apartamento a tomar una copita. Colé vaciló. Estaba prohibido por el reglamento. «¡Al diablo el reglamento, hoy!», decidió al fin. Bajó del jeep y subió tras la pareja los cinco pisos que llevaban a su apartamento.
La mujer cogió entonces de la mano al pequeño granjero de Georgia y le llevó ante la ventana. De una ojeada, el estadounidense vio, extendida a sus pies, la vista maravillosa de que había oído hablar y con la que había soñado durante años. En la penumbra de la noche, se adivinaban los contornos de la torre Eiffel, las torres de Notre-Dame, los meandros del Sena. Sus huéspedes le escanciaron un gran vaso de coñac. El anciano matrimonio francés y el alto y desgarbado soldado estadounidense se quedaron juntos a contemplar la oscuridad que empezaba a descender sobre París.
De repente, el admirable panorama que se ofrecía a su vista se iluminó. Por primera vez desde el 3 de setiembre de 1939, todas las luces de París alumbraban la Villa. En honor de la liberación, los electricistas acababan de restablecer el alumbrado público.
A la vista de aquella belleza, Cole dejó escapar un grito. A su lado, la mujer, lentamente, alzó su copa por encima del balcón, por encima de París.
—¡Por la «Ville Lumière»! —brindó, en un murmullo.
Cole se volvió hacia ella y, entre la penumbra, descubrió que lloraba. De súbito, el granjero de Georgia advirtió que él lloraba también.