15
El comandante Robert J. Levy pensaba que, de todas las funciones que había desempeñado en su vida, la que le esperaba entonces era la más difícil.
El agente de cambio neoyorquino actuaba como oficial de enlace estadounidense del general De Gaulle. Después de haber buscado inútilmente al general durante tres días, lo había encontrado por fin en París, la misma noche de la liberación. Y observando las caras de todos los que salían de su despacho, Levy podía imaginar de qué humor estaba el general. Evidentemente, debía de ser muy malo. El estadounidense comprendía perfectamente las razones de ello. En los locales del Ministerio de la Guerra, ocupado tres horas antes, parecía reinar la confusión más perfecta. La luz estaba cortada, los teléfonos no funcionaban más que en ciertas habitaciones y solamente comunicaban con París. La gente entraba, salía, se interpelaba, se volvía a encontrar ruidosamente y todo ello en un caos indescriptible.
Por fin, al cabo de un rato, el teniente Guy introdujo a Levy en el despacho del general. De Gaulle se levantó y miró al pequeño comandante estadounidense por encima de su gran mesa.
—Bien, Levy —dijo—. Espero que hable usted francés. Yo conozco el inglés, pero no tengo intención de emplearlo.
Tras estas palabras. De Gaulle levantó el brazo en un ademán de impaciencia, como si quisiera despejar las tinieblas de una sola vez, junto con el ruido y el desorden que lo rodeaban, y empezó a refunfuñar:
—¿Cómo quiere usted que gobierne Francia en medio de un caos como éste?
Mirando al oficial estadounidense con ojos airados, nombró las tres cosas que le hacían falta para poder gobernar a Francia con efectividad aquella noche: cigarrillos Craven, latas de raciones y lámparas de minero.
Levy hizo chocar los talones, saludó y salió. Luego, saltando sobre el jeep, convencido de la alta importancia de su misión, se dedicó a recorrer París en busca de las tres cosas que le hacían falta a De Gaulle para gobernar a Francia. Encontró los Craven en casa de un colega británico y las latas de raciones en un camión de intendencia de la 4.ª División, detenido ante el hotel Crillon. En cambio, le costó mucho trabajo hallar las lámparas. Acabó por descubrir un camión cargado de ellas en una pequeña carretera de arrabal. Levy tuvo que parlamentar largo rato con el GI que las guardaba y rehusaba desprenderse de aquellos preciosos utensilios. Finalmente, después de haberle hecho comprender que el porvenir de las relaciones franco-estadounidenses dependía en aquel momento de su actitud, logró convencer al soldado para que se volviera de espaldas mientras él se hacía con una docena de aquellas pequeñas lámparas que iban a iluminar la primera noche de Charles de Gaulle en París.
A la misma hora en que Levy salía del Ministerio de la Guerra, otro estadounidense bajaba la escalera de una casa de la calle Grenelle. Cruzó imperturbable ante un corresponsal de la BBC que suplicaba al FFI que permanecía de guardia a la puerta que le permitiera entrar en la casa. Larry Leseur había ganado, por fin. Acababa de hacer pasar por las ondas el primer reportaje radiofónico verídico sobre la liberación de París. Era el éxito más grande de su carrera. Para conseguirlo, cosa difícil en aquellas horas de confusión, Leseur había tenido una idea muy simple, pero genial. Se había dirigido a un estudio de la Radio francesa y había logrado que su reportaje fuese difundido directamente desde París[154].
El rival de Leseur, el locutor Charlie Collingwood, había hallado por fin la paz entre las prostitutas y los bergantes de Montmartre, en un pequeño bar de Pigalle, próximo al «Bal Tabarin». Eran los únicos habitantes de París que parecían no conocerle. Cada vez que, durante el día, había pronunciado su nombre, el estadounidense que había lanzado por las ondas el falso reportaje de la liberación de París había sido insultado. La escena más penosa había tenido lugar en casa de Marie-Louise Bousquet. Indignada por la «ligereza» del simpático estadounidense, le había dirigido reproches muy duros.
Pero, en aquel bar de Pigalle, Collingwood podía por fin mostrar el rostro sin temor. Mientras que Roger, el propietario, le contaba por tercera vez sus aventuras amorosas en Hollywood, el desgraciado locutor se decía que Marconi había hecho mal en inventar la radio.
En toda la ciudad, envuelta por la oscuridad de la primera noche de libertad, tanto los tres millones y medio de parisienses como los cuarenta mil libertadores, iniciaban la cena de la victoria.
Los soldados de la 2.ª DB y los de la 4.ª División repartieron entre los maravillados parisienses artículos de los que éstos habían olvidado incluso el recuerdo. En una calle de la Bastilla, una niña pidió a un GI «otra bola roja como la que acababa de darle». Se trataba de una naranja, que la niña nunca había visto antes. En millares de hogares donde amenazaba el hambre, se encontró, sin embargo, algo de reserva, como una última lata de conserva o una última botella, para mejorar la cena de la victoria. En algunas partes, como sucedió en la calle de Huchêtte, el saqueo de un almacén de mercado negro permitió a algunos parisienses regalarse con un festín inesperado. Pero, abundante o frugal, la comida se celebró en medio de la mayor alegría.
Y algunos soldados estadounidenses pudieron comprobar que, al pasar por las manos mágicas de las amas de casa francesas, las latas de racionamiento de Intendencia podían llegar a adquirir un sabor que nunca habrían sospechado.
En el Ministerio de la Guerra, un cocinero contratado a toda prisa preparaba la primera comida francesa del general De Gaulle. El cocinero también acababa de llegar a París, pero había sido enviado a servir a otro jefe. Era el cocinero del mariscal Pétain.
Los hombres del puesto de mando de Rol volvían a la superficie, pálidos y agotados, después de cinco días de vida subterránea. Fueron a festejar la victoria en el restaurante de la plaza de Saint-Michel, cuyo tocino y Benedictine les había permitido sobrevivir en los últimos días pasados en la profundidad de su refugio.
En el comedor del hotel Meurice, sembrado de escombros, en el mismo lugar donde, pocas horas antes, había hecho su última comida el general Von Choltitz, un joven teniente se sentó a la mesa para despachar un festín pantagruélico. Era Henri Karcher, el oficial de la 2.ª DB que había tomado el Meurice.
No lejos de allí, en el comedor de otro hotel, un comensal gritaba desaforadamente. El maestresala del Ritz acababa de presentar la cuenta a Ernest Hemingway.
—No me importa gastar millones para defender a Francia o para rendirle homenaje —gritaba Hemingway—, pero no daré ni un céntimo a Vichy.
En efecto, por la fuerza de la costumbre, el maestresala, maquinalmente, había anotado un pequeño importe que se añadía a todas las cuentas: los impuestos creados por Vichy.
Jean-René Champion, el conductor del Mort-Homme, el Sherman que había ardido ante el Meurice, cenaría aquella noche dos veces. Al cruzar las Tullerías después de haber comido con una familia de parisienses que lo habían invitado, se encontró con un grupo de FFI que le obligaron a compartir su comida de sardinas y habichuelas.
A la terminación de la comida que había dado al general Holmes en la prefectura de policía, el general estadounidense que había firmado con el general Koenig el acuerdo relativo a los asuntos civiles, el prefecto Luizet sirvió una copita de coñac a su invitado y se lo llevó a la ventana. Ante los dos hombres, se perfilaba en la noche la flecha de la Sainte-Chapelle. Luizet aprovechó aquella ocasión para hablar, en tono confidencial, de un asunto que juzgaba de la mayor importancia.
—Un gran peligro amenaza ahora a París —dijo—. Si los comunistas intentan un golpe de fuerza, no tenemos medios para contestarles.
Luizet pidió entonces a Holmes que le procurase con toda urgencia armas para la gendarmería, a fin de permitirle «mantener el orden en París por todos los medios en caso de peligro». Cuarenta y ocho horas más tarde, una columna de camiones entraría discretamente en el patio de la prefectura. Bajo el toldo, se ocultarían ocho mil fusiles y ametralladoras, municiones y varios bazookas.
Pocos eran, no obstante, los hombres de la 2.ª DB o los estadounidenses que tenían preocupaciones tan serias. Estaban demasiado ocupados en disfrutar de aquella noche que quedaría en la memoria de un soldado de Carolina, llamado John Holden, como «la noche más bella que el mundo había conocido jamás». El soldado David McCreadil, de la 12.ª Compañía de anticarros, entró, ¡oh maravilla!, «en un café donde todo era gratis». «Los franceses estaban locos de alegría, las francesas bailaban sobre el piano, todos estábamos borrachos y cantábamos a todo pulmón La Marsellesa, de la que no sabíamos ni la letra».
En los tanques, coches blindados y jeeps, se mezclaban las risas alegres de los soldados y de las parisienses. En centenares de cafés, tras las puertas cerradas o las cortinas echadas, se bailaba, se reía y se amaba.
Robert Mady, el artillero del Simoun que había encontrado tan oportunamente las dimensiones de los Campos Elíseos en sus recuerdos del almanaque Vermot, volvió al tanque en plena noche, con todo el equipo del carro. Había decidido «liberar» el Lido. Y allí, sobre la solitaria pista de atracciones, Mady y sus compañeros degustaron un regalo que les consoló de no haber podido comer nunca el pato: el mejor champaña de la más célebre boîte de nuit del mundo. Claude Hadey, el artillero del Sherman Bautzen, que había destruido una casamata delante del Luxemburgo, pasó la noche en otro cabaret cercano, el Gipsy. Hadey y sus compañeros hacían turnos para vigilar en la puerta, a fin de asegurarse de que no «llegaba ningún oficial a estorbar la fiesta». Era un placer que todos los soldados se hubiesen disputado: el tener que hacer guardia de esta forma en la primera noche de la liberación.
¡Noche extraña! Lucien Aublanc y su esposa comieron en las Tullerías, al pie de un coche blindado. Mehdi, el chófer argelino de Aublanc, preparó el café para la mujer de su jefe con un polvo que ella jamás había visto. Era Nescafé. Luego la pareja se envolvió en una manta y se metió bajo el vehículo. Y así pasaron su primera noche, después de cuatro años de separación.
En la calle de la Huchêtte y en la de la Harpe, ante el puesto de mando del 12.º Regimiento, se había organizado un verdadero baile de 14 de julio al son de la banda de los bomberos. Todos los soldados tenían una chica en los brazos, incluso el centinela de guardia ante el hotel, el sargento Thomas W. Lambero. De repente, llamaron a Lambero al teléfono. Al otro extremo del hilo, una voz preguntó «si todos los hombres tenían una chica para pasar la noche con ellos». Lambero creyó poder asegurar que la «situación estaba completamente bajo control».
En el bosque de Vincennes, el comandante de un Batallón de infantería, preocupado en mantener las apariencias de la disciplina, mandó a sus hombres que plantaran las tiendas individuales en hileras regulares. Ordenó, además, que la llamada reglamentaria para el día siguiente fuese a las seis. Al día siguiente, cuando sonó la llamada, el comandante pudo darse cuenta de su fracaso total. De todas las tiendas salía un soldado que vacilaba de fatiga y una muchacha medio dormida.
Durante aquella jornada, se habían abolido todas las diferencias de idiomas. No obstante, el soldado Charlie Haley, del 4.º de Ingenieros, rebuscó inútilmente en el manual de conversación corriente que suministraba el Ejército para encontrar una «frase bonita» con que obsequiar a la hermosa muchacha que estaba con él. Harry se dio cuenta entonces de la estupidez de las concepciones militares. Ni siquiera pudo decir a la chica: «¿Tienes huevos?».
El sargento Ken Davis se había aprendido una sola frase de memoria:
«Eres muy bonita».
En medio de la alegría, del entusiasmo y de las carcajadas de aquella noche deliciosa, nadie se dio cuenta del GMC cubierto que subía por la avenida de Italie. En el interior, uno de los ocupantes, levantó con discreción una esquina del toldo y echó una ojeada al jolgorio que tenía lugar fuera. Vio a un soldado estadounidense asomarse fuera de la torreta de su carro de combate, y ante las aclamaciones de la multitud, izar a una muchacha. Dietrich von Choltitz dejó caer la esquina del toldo que había levantado y exhaló un suspiro. «Esta vez —pensó— es el fin de toda una época de mi vida».
A su lado, el coronel Hans Jay, estupefacto ante el material estadounidense que había podido ver, le dijo para consolarlo:
—Dentro de dos meses se habrá terminado la guerra.
—No es seguro —replicó el general con tristeza—; ya verá usted como habrá gente lo bastante loca para atrincherarse tras de cada árbol y resistir hasta la muerte.
Luego, exhalando una bocanada de humo de su primer cigarrillo estadounidense, Von Choltitz se recostó contra el lado del camión y cerró los ojos. Al salir de la ciudad, que, a pesar de todo, había salvado del desastre, no sabía aún que se encaminaba hacia un cautiverio que duraría dos años y ocho meses[155].
Agotados por tantas emociones y alegrías, los FFI, los soldados de la 2.ª DB, los de la 4.ª División estadounidense y todos los parisienses acabaron por entregarse al sueño. La mayor parte se durmieron en el mismo lugar que se encontraban. El capitán Glenn Thorne, del 12.º Regimiento, durmió durante su primera noche en París en la cama más insospechada: el brocal de un estanque lleno de cocodrilos, en el Zoo de Vincennes. No menos insólito fue el sitio donde el soldado Étienne Kraft, de la 2.ª DB, pudo por fin acostarse, junto a una rubia encantadora llamada Kiki. El único sitio «íntimo» que logró encontrar, ante la Escuela Militar, fue un coche de difuntos. En Aulnay-sous-Bois, un simpático matrimonio francés invitó al sargento Bryce Rhyne a dormir «entre sábanas blancas como la nieve, en su preciosa cama, provista de un cobertor de seda». El estadounidense rehusó, pero los franceses insistieron. Finalmente, cuando sus huéspedes salieron de la habitación, Rhyne, de puntillas, bajó a buscar en su jeep las mantas del Ejército. Iba tan pringoso que «no quería ensuciar unas sábanas tan blancas». En el puesto de socorro de los Inválidos, un herido de la 2.ª DB se encontraba también en una cama por primera vez desde hacía meses: Médori suplicó primero a la enfermera que no lo descalzara, porque hacía diez días que no se había lavado los pies. Luego, entre el muelle calor de las sábanas, el soldado no lograba conciliar el sueño. Finalmente, Médori decidió hacer lo único que podía ayudarle a dormir: bajó de la cama y se estiró en el suelo.
En el Hospital Marmottan, otro herido de la 2.ª DB, que bajo el efecto de los anestésicos del quirófano, dormía profundamente, se despertó de repente, sobresaltado. Acababa de tener una pesadilla: las piernas. Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, logró incorporarse y miró bajo la cama con ansiedad. Luego, con un suspiro de alivio, dejó caer la cabeza nuevamente sobre la almohada. El comandante Henri de Mirambeau, aquel oficial herido en la plaza de L’Étoile por una granada lanzada traidoramente por un prisionero alemán, acababa de tranquilizarse. Gracias a Dios, tenía aún sus piernas.
Rendido de cansancio, el capitán Georges Buis se desnudó enteramente y se metió en su saco de noche, durmiéndose bajo la estatua del general Marceau, en la calle de Rivoli. Jean-René Champion, en las Tullerías, se acostó junto a las cadenas calcinadas de su carro, el Mort-Homme. Champion soñó con sus camaradas muertos aquel día y con los parisienses que desgarraban sus sábanas a fin de preparar vendajes para los heridos. Para aquel francés de Estados Unidos, que pisaba por primera vez el suelo de la capital de su país, «París no era ya sólo un sueño».
En las puertas de la ciudad, lejos del tumulto de las alegrías, un GI solitario escribió unas palabras en su Diario. Era el cabo Joe Ganna, el médico que, dos días antes, había anotado en el mismo Diario: «Lluvia en nuestros monos, lluvia en nuestro café, lluvia sobre nuestras cabezas».
«Estas líneas debían ser escritas en París —escribió—, pero “sé” han contentado con hacernos cruzar la capital. Había mujeres y niños que nos abrazaban y hombres que nos regalaban vino y tomates. Ha sido una jornada maravillosa, hasta que nos hemos encontrado con los alemanes. Luego, la eterna historia ha empezado de nuevo: tiros, otra vez muertos y heridos, y hemos tenido que abrir hoyos para protegernos». Entre los muertos, había un camarada de Ganna. Era el soldado de primera Davey Davidson. Lo habían matado en un solar, cerca de una fábrica. Cuando Ganna fue a reclamar el cadáver, los FFI ya lo habían enterrado. Davey dormiría, pues, para siempre en las cercanías de aquella ciudad en la que confiaba poder, por fin, «dormir toda una noche en una cama de veras».
La mayor parte de los hombres de la 2.ª DB y de la 4.ª División estadounidense que tuvieron la suerte de vivir aquella jornada prodigiosa y sobrevivir, el recuerdo de tantas emociones, ternura y belleza existiría siempre junto al de una mujer.
Para el sargento Tom Connolly, esa mujer fue «una linda rubia vestida de blanco», que entró en el patio adoquinado del viejo castillo en que su Batallón había establecido su puesto de mando. Se llamaba Simone Pintón y tenía veintiún años. Connolly admiró los rizos dorados que caían sobre sus hombros y se dijo que era la muchacha más bella que había visto desde que salió de los Estados Unidos. El soldado se acordaría siempre de las primeras palabras que le dirigió la muchacha.
—¿Puedo lavarle el mono? —preguntó en un inglés balbuciente—. Está muy sucio.
Al oír aquellas palabras, Connolly se sintió de repente «embarazado, mudo, sucio, terriblemente barbudo y muy agradecido». Al caer la noche, Simone le llevó el uniforme que le había lavado y, cogidos del brazo, fueron a pasear por los alrededores. Aquella noche, Connolly sentía la impresión de estar brindando con miles de franceses. De todas partes salía gente que corría hacia ellos gritando: «¡Viva Estados Unidos!», «¡Viva Francia!» y «¡Viva el amor!». Les daban vino, flores, cualquier cosa. Finalmente, la pareja se separó de la multitud y entró en un gran prado. Entonces, el alto y desgarbado sargento de Detroit y la linda francesita vestida de blanco corrieron, cogidos de la mano, hasta la cima de un pequeño montículo boscoso. Riendo, se dejaron caer sobre la hierba. Connolly podía ver en lo alto miríadas de estrellas y, a lo lejos, en el mismo corazón de París, la sombría silueta de la torre Eiffel que se recortaba sobre el cielo. Simone cogió la cabeza del sargento y la recostó tiernamente sobre sus rodillas. Luego, se inclinó y le besó, y sus rizos dorados le inundaron la cara. Con un movimiento tan viejo como el mismo amor, empezó a acariciarle dulcemente los cabellos.
—Olvídate de la guerra, mi pequeño Tom —susurro—; esta noche, olvídate de la guerra…