11
Era una de esas noches sin luna que tanto gustan a los conspiradores. Las tiendas, dispersas bajo una pomarada, resultaban casi invisibles. Tardarían aún una hora en aparecer las primeras luces del alba. Al lado de la estrecha carretera que llevaba al pequeño pueblo de Ecouché, un coche de mando, con todas las luces apagadas, esperaba con el motor en marcha. La alta figura de un oficial que acababa de deslizarse silenciosamente por encima de la hierba mojada, subió al coche y se sentó al lado del chófer. Dentro de la cartera de piel de katambouru (un antílope del Chad) que llevaba aquel oficial, había un mapa a escala 1:100 000, en el que figuraba el número 10 G. En el centro de aquel mapa, se veía una gran mancha negra e irregular. Correspondía a la ciudad de París.
En el momento de arrancar el coche, salió de las sombras un hombre que llevaba un bastón.
—¡Que tenga suerte! —cuchicheó al pasajero del coche.
El hombre del bastón era el general Leclerc, el comandante de la 2.ª DB. Con la salida del coche de mando, empezaba una operación que él había ordenado, desatendiendo las órdenes de sus superiores, una operación que, al día siguiente, sembraría el pánico en los cuarteles generales aliados.
Para el teniente coronel Jacques de Guillebon, de treinta y cuatro años de edad, a quien Leclerc acababa de dirigir aquel breve adiós, la ruta de Ecouché conducía a aquella mancha negra del centro del mapa. De los seiscientos mil soldados que componían el Ejército de la liberación, era el primero en marchar sobre la capital de Francia. A la cabeza de diecisiete carros ligeros, una decena de autoametralladoras y dos secciones de infantería, Jacques de Guillebon tenía por misión «representar al Ejército francés en la capital liberada» y encargarse de las «funciones de gobernador militar de París».
En el mismo momento, desde todos los campamentos diseminados por el campo normando, los restantes componentes de aquella expedición secreta se deslizaban silenciosamente en el interior de los coches y se ponían en marcha hacia el punto de reunión. Para evitar que su ausencia fuera advertida, habían sido entresacados de todas las unidades. En sus pañoles, cantinas y depósitos, había suficientes municiones, víveres y carburante para ir hasta Estrasburgo. Antes de la salida, cada oficial había recibido una hoja de papel amarillo, sobre la cual Guillebon había escrito de su puño y letra la palabra «Confidencial» y la consigna principal que debían observar los hombres durante los doscientos kilómetros de viaje que les esperaban. Esta consigna podía condensarse en una sola frase: «Evitad a los estadounidenses a toda costa».
Philippe Leclerc, solitario y pensativo sobre los escalones de su roulotte, escuchaba el ruido del coche de mando de Guillebon extinguirse en la noche y pensaba en la decisión audaz que acababa de tomar. Sabía que era un acto característico de insubordinación con respecto al mando aliado de que dependía. Pero Leclerc tenía que cumplir un juramento, el que había hecho tres años antes, después de la toma de Koufra, en las arenas del desierto de Libia. Allí, a tres mil kilómetros de la capital de Francia, había jurado que un día liberaría París.
Los ejércitos aliados se hallaban ya próximos a la capital francesa, mientras que él y su división, la única unidad francesa que se encontraba en Normandía, piafaban de impaciencia. Leclerc temía que los aliados, a pesar de su promesa, entrasen en París sin él. Seis días antes, había escrito al general Patton para decirle que pediría ser relevado de su mando en el caso de que el honor de liberar a París fuese denegado a su división. Y ahora, para evitar que aquel honor se le escapara, mandaba a Guillebon a París.
Tres días antes de que Charles de Gaulle amenazara a Eisenhower con retirar la 2.ª DB del mando aliado, para hacerla marchar sobre París, el propio Leclerc ya había tomado sus medidas para ponerla por entero en movimiento. Y contrariamente a lo que Eisenhower parecía creer, al contestar a la amenaza de De Gaulle con una sonrisa, aquella división podía llegar a París sin tener que recurrir a los depósitos estadounidenses de avituallamiento. Hacía cuatro días que, por orden de Leclerc, los chóferes de los camiones de intendencia cargaban cuatro toneladas en los depósitos, en lugar de las dos y media normalmente previstas. En los Regimientos de Carros, los jefes del cuerpo habían recibido la consigna discreta de no declarar las pérdidas sufridas, a fin de seguir recibiendo de los estadounidenses el cupo de carburante y municiones de los carros destruidos. Por las noches, pequeños comandos franceses, engañando o amordazando a los centinelas, habían llegado a introducirse en los depósitos para completar su equipo y material. De esta forma, en muchos Regimientos, las dotaciones reglamentarias en armamento y municiones habían sido doblados. La 2.ª DB, con sus cuatro mil quinientos vehículos y sus dieciséis mil hombres, estaba preparada para lanzarse en cualquier momento tras las huellas de Guillebon. Mas, a pesar de sus gestiones apremiantes cerca de sus superiores estadounidenses, Leclerc no había recibido más orden que la de «esperar donde estaban y tener paciencia».
Leclerc, no obstante, se sentía satisfecho aquella noche. El destacamento simbólico, mandado por uno de los fieles de la primera hora, vería levantarse la aurora sobre aquella ruta de París que pronto emprendería también él. La única preocupación que le embargaba era pensar en que sus superiores se enterasen de la fuga de Guillebon cuando aún estuviesen a tiempo de detenerla.
Antes de acostarse, Leclerc tomó una última precaución. Hizo despertar al capitán Alain de Boissieu, que mandaba su escuadrón de protección. Señalando con el bastón hacia una tienda levantada bajo un manzano, ordenó a Boissieu que, tan pronto como despertaran, secuestrara elegantemente a los dos oficiales que dormían en ella.
—Lléveselos a hacer un poco de turismo por la región —le sugirió. Leclerc tenía gran interés en que aquellos dos oficiales no se dieran cuenta de la partida del destacamento de Guillebon. De los dieciséis mil hombres de la división, el teniente Rifkind y el capitán Hoye eran los únicos que podían sentir la tentación de comunicar a los jefes del 5.º Cuerpo la desaparición de la unidad francesa: Se trataba de los oficiales estadounidenses de enlace en la 2.ª DB.
En la habitación 213 del palacio dormido, no se percibía más sonido que el débil rasgueo de la pluma estilográfica del general Von Choltitz al correr sobre el papel. En el exterior, el silencio reinaba en las calles de París. Sobre la mancha negra del mapa 10 G apuntaría la aurora dentro de una hora.
A un lado de la mesa Luis XV sobre la que estaba escribiendo el general, se veía el regalo más precioso que podía procurarse aquel verano la despensa de un general de la Wehrmacht: un paquete de café. El ordenanza de Choltitz, el cabo Helmut Mayer, había requisado aquel precioso artículo la noche anterior en la cocina del hotel Meurice.
Envuelto en una bata de seda gris, sin afeitar, Choltitz terminaba la carta que acompañaría aquel regalo para su esposa, en Baden-Baden.
«Nuestra tarea es dura —escribía— y los días son difíciles. Me esfuerzo en cumplir siempre con mi deber y ruego a menudo a Dios que me ilumine». Luego preguntaba a su esposa si su hijo de cuatro meses había echado ya algún diente y le encargaba que abrazara de su parte a sus dos hijas, María Angelika y Anna Barbara. «Deberán estar orgullosos de su padre, suceda lo que suceda», terminaba. El general había acabado ya la carta, cuando llamaron a la puerta.
En el dintel apareció el mensajero que iba a llevar aquella carta a Baden-Baden. Era el único hombre en quien Dietrich von Choltitz tenía una confianza absoluta. Adolf von Carlowitz era su primo, su consejero y su confidente. Choltitz le había pedido que dejara por algún tiempo la fábrica de aviones «Hermann Goering», de la que era director, y que se reuniera con él en París. Pero ahora la propia villa se había convertido en el corazón de la batalla. Aprovechando la oscuridad de aquella última hora de la noche, Adolf von Carlowitz regresaba a Alemania.
Los dos hombres se abrazaron.
—Mach gut, Dietz —susurró Carlowitz con afecto. Luego cogió el paquete y la carta. En tanto contemplaba su baja figura, que se alejaba por el pasillo, Choltitz se preguntó si volvería a verle y también si volvería a ver a la mujer a quien iba dirigida la carta. Al apagarse el eco de sus pasos por el pasillo, un pensamiento acudió a la mente del general. En aquel gran París, ya no era entonces más que un hombre solitario.
Al otro extremo de París, unos hombres se deslizaban furtivamente en las primeras luces del alba, con iguales gestos de conspiración que los soldados de Guillebon.
Un viejo Renault dio la vuelta al «Lion de Belfort» y se detuvo ante la Dirección de Aguas y Alcantarillas situada en el número 9 de la calle de Schoelcher. Entre las sombras que se deslizaban silenciosamente por la puerta vidriera, se hallaba el enemigo más intratable de Choltitz, el hombre que mandaba los insurgentes. A la luz de una lámpara, el coronel Rol, como si fuera un personaje de Eugenio Sue, bajó los ciento treinta y ocho escalones de su nuevo cuartel general. Tras el último escalón, abrió una pesada puerta blindada, que dejó escapar un chirrido metálico. Allí, a veintiséis metros bajo las calles de París, cerca de los esqueletos y cráneos de cuarenta generaciones de parisienses, estaba la fortaleza secreta desde la cual iba a dirigir la batalla. Por medio de sus puertas, impermeables al gas, Duroc —tal era el nombre en clave de aquella fortaleza— comunicaba con una ciudad bajo la otra ciudad: los quinientos kilómetros de laberinto que tejen bajo las casas de París las canteras, las catacumbas, las alcantarillas y el Metro.
Al franquear el umbral del Duroc, el jefe de la insurrección recibió una sorpresa de la que se acordaría aún al cabo de veinte años. Sobre el aparato especial de ventilación, vio una placa que llevaba el nombre de su constructor. Era un nombre bien conocido para él. Ocho años antes de partir para España, cuando era un simple obrero en la casa Nessi Frères, él mismo había montado aquel aparato que ahora proporcionaba el precioso oxígeno que respiraría durante las horas más gloriosas de su vida.
Bien pronto, el estridente sonido del teléfono iba a proporcionar una sorpresa más en aquella sala abovedada, que bulliría de actividad. Por aquel teléfono secreto, independiente de la red de PTT y de los escuchas alemanes, Rol podría comunicar con los doscientos cincuenta puestos de servicio de las aguas y alcantarillas de París y dirigir la rebelión. Desde el alba, las llamadas se habían sucedido sin interrupción: «Diga, Batignolles. ¿Resiste…? Diga, prefectura…». Sin embargo, en aquel momento, al otro extremo del hilo, resonó una voz gutural que hizo dar un salto a Rol y a sus hombres: «Alles gut?» preguntó la voz: «Ia, Ia, alles gut», contestó el FFI que hacía las veces de telefonista. A dos kilómetros de allí, en su habitación número 347 del hotel Crillon, el Oberleutnant Otto Dummler, de la Platzkommandantur, el único alemán que conocía la existencia de aquel refugio, colgó el auricular.
Dummler conocía las alcantarillas de París tan bien como las calles de su Stuttgart natal. Hacía dos años que todas las mañanas, con la regularidad de un autómata, telefoneaba al guarda de Duroc para plantearle la misma pregunta. Cada mañana de la presente semana, continuaría llamando a la misma hora y recibiría del cuartel general de la insurrección la misma respuesta tranquilizadora: Alles gut[94].
Un mensajero bajó de cuatro en cuatro los ciento treinta y ocho escalones de Duroc, franqueó la puerta blindada y echó sobre la mesa un paquete mal atado. Eran los primeros periódicos de una nueva época, según indicaban sus nombres: Le Parisién Liberé, Libération, Défense de la France… Rol abrió nerviosamente las hojas aún húmedas de tinta. En la primera página de cada periódico, había una llamada tan antigua como los mismos adoquines de París. Aquella llamada era lanzada por el propio Rol, para dar nuevo brío a la rebelión y hablar directamente al pueblo de la capital. En enormes mayúsculas, los primeros periódicos de aquel lunes, 21 de agosto, gritaban: «¡A las barricadas!».