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En las oscuras calles de Longjumeau, a veintisiete kilómetros de París, un oficial estadounidense acababa por fin de resolver el problema angustioso que venía atormentándole desde la víspera. A cambio de dos paquetes de cigarrillos, el capitán Bill Mills, jefe de operaciones de un batallón de la 4.ª División estadounidense, logró procurarse el documento más preciso que pudo haber encontrado aquel día: un plano de París.

La 4.ª División había salido de Normandía tan precipitadamente y su misión sobre París había sido tan inesperada que sus jefes no habían tenido tiempo de procurarse en la SHAEF los mapas necesarios. Pocos minutos antes, el oficial que mandaba la división, el mayor general Raymond Barton, había reconocido ante sus oficiales que no tenía la menor idea de dónde se encontraba el objetivo que se les había asignado: la prefectura de policía.

Mills abrió alegremente el precioso mapa. En la parte superior izquierda llevaba escrito el nombre del impresor: «A. Lecomte, 38, calle Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie». Justamente debajo, en letras grandes, el estadounidense encontró el nombre exacto de aquel documento, gracias al cual, dentro de algunas horas, las vanguardias de la 4.ª División encontrarían su camino hacia el corazón de París. Se llamaba Itinéraire Pratique de l’Étranger dans Paris[138].

Extenuados por una larga etapa bajo la lluvia, la oscuridad y el humo de los escapes, los hombres de la 4.ª División se habían separado en tres grupos al sur de la capital. No esperaban más que la orden de lanzarse hacia París. Para algunos de ellos, como, por ejemplo, el sargento Milt Shenton, de Maryland, «París era un sueño que se realizaba al fin». Mas para otros infantes, como el soldado Willie Hancock, de Georgia, atormentado por la idea de tener que combatir en una batalla callejera, «París no era sino otra ciudad ocupada por los alemanes, antes de Berlín y del regreso a casa». Ciertos estadounidenses daban un significado especial a la perspectiva de entrar en París. El teniente coronel Dee Stone, por ejemplo, al deslizarse aquella noche dentro de su saco de dormir, palpó un sobre arrugado que llevaba en su bolsillo y que contenía una carta. Aquel trozo de papel se había convertido para él casi en una especie de talismán. Lo llevaba encima desde un día de noviembre de 1943 en que había salido de su casa de Forest Hill para embarcarse en dirección a Inglaterra. La carta había desembarcado con él el 6 de junio y lo había acompañado durante todos los sangrientos combates de Normandía hasta que, aún con vida, había llegado a los suburbios de París. Al día siguiente, cumpliendo la promesa que había hecho a su autor, entregaría la carta a su destinatario en París.

El subteniente Jack Knowles, jefe de una sección del 22.º Regimiento de infantería, y su adjunto, el sargento Speedy Stone, estaban negros de rabia. El comandante de la Compañía acababa de decirles que la entrada en París constituiría un verdadero desfile y que todos los hombres debían, por lo tanto, llevar corbata. Stone y Knowles, no sólo no habían tocado una corbata desde su salida de Inglaterra, sino que ni siquiera la habían visto. No obstante, Stone, que sabía siempre cómo componérselas, prometió a su teniente que encontraría los preciosos adornos para la mañana siguiente. A los ojos de Speedy Stone, París «bien valía un desfile».

Reclinado en el tronco de un álamo, cerca de Trappes, el sargento Larry Kelly, de cuarenta y dos años, se sentía inundado de felicidad. Aquel gigante rubio, originario de Pennsylvania, sentía un afecto casi místico por Francia. Veintisiete años antes, cuando contaba quince, falseando su edad, se alistó en el Cuerpo Expedicionario estadounidense, luchó durante ocho meses en Francia y fue herido dos veces.

En la noche del desembarco, Kelly había sido dejado caer en paracaídas sobre Normandía con la 82.ª División aerotransportada. Herido poco después, fue trasladado a un regimiento de artillería de campaña, que aquel día apoyaba la columna del comandante Morel-Deville, de quien él era batidor de vanguardia. Dentro de pocas horas, Kelly se enteraría de que contaba con muchas posibilidades de ganar la apuesta que había hecho la noche del 5 al 6 de junio: la de ser el primer estadounidense que entrara en París.

Al caer el crepúsculo, el teniente Warren Hooker, jefe de sección de una Compañía del 22.º Regimiento de infantería, y su adjunto, el sargento Ray Burn, subieron a una vieja torre de observación que se alzaba cerca de Orly. Desde ella contemplaron extasiados la línea de los tejados de París. Hooker reconoció todos los monumentos de que hablaban sus libros de historia y las novelas de Alejandro Dumas. El panorama que tenía ante sus ojos le resultaba casi familiar. Su experiencia de soldado, sin embargo, le decía que al día siguiente no tendría tiempo de visitar todas aquellas maravillas en las que venía soñando desde la infancia. Su destino y el de sus camaradas era «salpicar aquella ciudad con su sangre y seguir adelante». Hooker recordó entonces con tristeza unos versos de un poema de Robert Frost, que había aprendido en el bachillerato: «Tengo promesas que cumplir y muchos kilómetros por recorrer antes de poder entregarme al sueño».

Un alegre personaje traspuso la puerta del hotel del Grand Veneur en Rambouillet, Larry Leseur, locutor de la cadena de radio estadounidense CBS, había logrado por fin llegar a tiempo para asistir a la verdadera liberación. Abriéndose paso entre la compacta multitud de periodistas que habían invadido el hotel, Leseur se acercó a su colega Charlie Collingwood, cuyo imaginario reportaje sobre la liberación había sido radiado por error.

—¡Excelente reportaje, Charlie! —le felicitó Leseur.

Collingwood, de momento, sonrió molesto. Después empezó a rebuscar en su bolsillo. Sacó un pequeño objeto envuelto en papel de estaño y lo entregó sonriente a Leseur. Era una pastilla de chocolate.

Desde las colinas de Sèvres, a la extrema izquierda del frente, hasta las vastas llanuras de Orly, los hombres de la 2.ª DB, cansados y abatidos, detuvieron durante la noche su progresión hacia París. Y, no obstante, sin saberlo, acababan de hacer saltar en Fresnes y en la Croix-de-Berny los últimos cerrojos que les impedían el paso hasta el corazón de París. El camino hacia París estaba ahora abierto.

En casi todas las unidades había, aquella noche, muchas plazas vacías. El general Hubertus von Aulock había cumplido su palabra. Había hecho pagar caro a los franceses el derecho de entrar en su propia capital. A lo largo de todas las carreteras que habían seguido, las tres columnas de la división habían dejado tras ellas un reguero de vehículos calcinados, de muertos y heridos. De los dieciséis coches blindados de que se componía una de las secciones de la 10.ª Compañía no quedaba más que un solo vehículo. Solamente en el ataque a Fresnes un Regimiento de carros había perdido la tercera parte de sus efectivos.

Tan graves pérdidas y las horas agotadoras que habían vivido, habían puesto a prueba la moral de los hombres de la 2.ª DB. Su único consuelo era saber que París se encontraba ya muy cerca, al alcance de la mano, al otro lado de la última hilera de casas del arrabal. El viaje estaba a punto de terminar.

Jean-René Champion, el piloto del Mort-Homme, había dejado de temer que los estadounidenses llegasen a París antes que él. Ni siquiera una avería del motor le detendría. París estaba allí, muy cerca de él, «como una amante dormida». El capitán Georges Buis cerca de su Sherman Norvège, tarareaba una canción que él mismo había compuesto en el desierto de Libia. Acompañado por la armónica de su cañonero. Buis cantaba: «Y todos nuestros caminos son calles de París…». Echado en la parte trasera del Douaumont, cerca de Fresnes, el sargento Marcel Bizien miraba el cielo. Sus camaradas le oyeron jurar que al día siguiente haría honor a la memoria de sus antepasados los corsarios bretones, y tomaría un carro alemán al abordaje. Cumpliría su promesa.

Una docena de FFI llegaron a la puerta de la cárcel que Bizien y sus camaradas habían tomado al asalto pocas horas antes. Escoltaban a un prisionero alemán. Con la cabeza baja y gesto cansado, Willy Wagenknecht cruzó el portal y entró en el patio lleno de escombros. Para el alemán, a quien las circunstancias de la vida habían obligado a defender su propia cárcel, aquél era el momento más amargo de la guerra. La estancia de Wagenknecht en París terminaba en el mismo punto en que había empezado: en una celda de Fresnes.

Mientras los hombres de la división contemplaban cómo ocupaban sus puestos los elementos que al día siguiente debían ser los primeros en marchar hacia París, ninguno de ellos sintió mayor emoción que el subteniente René Berth, de cuarenta años, del Regimiento del Chad. Cuando René Berth vio al muchacho alto y rubio que pasaba de pie a bordo de un coche blindado de la 97.ª Compañía CG, comenzó a gritar:

—¡Raymond! ¡Raymond!

Era su hijo. Dos años antes, sin decir nada a su madre, el joven había metido algo de ropa en su saco de excursionista y se había marchado a pie, para reunirse con su padre y los franceses libres. Louise Berth ignoraba aún, aquella noche de agosto, si su marido y su hijo estaban vivos o muertos.

Por encima del estrépito de las cadenas de los carros, padre e hijo convinieron en encontrarse al día siguiente en París y dar una sorpresa a Louise Berth.

—¡Habrá que ver la cara que pondrá mamá al vernos llegar juntos! —dijo Raymond a su padre.

Mientras miraba alejarse la figura viril de su hijo, René Berth sintió que su pecho se hinchaba de orgullo. Y, de repente, sus ojos de guerrero se llenaron de lágrimas: «Mañana, 25 de agosto —recordó—, es el cumpleaños de Louise. ¡Qué sorpresa va recibir!».