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Ante la alcaldía de Neuilly, el elegante coronel Hans Jay, habitual de las salas de fiesta parisienses, hizo una mueca al ver los cadáveres de los seis alemanes tendidos sobre la acera. Alzó luego los ojos hacia los prisioneros aliados a lo largo de la pared, con las manos tras la nuca, y decidió hacerlos fusilar.

Entre los prisioneros se encontraban Pierre Berthy y su joven vecino, Lucien Le Guen. El tocinero casi no podía tenerse en pie. Los alemanes lo habían cogido antes de que pudiera llegar al sótano de la alcaldía y lo habían molido a golpes.

Max Roger, el alcalde vichista de Neuilly, intentó convencer al coronel Jay de que, entre los prisioneros, se encontraban varios empleados de la alcaldía. Jay le dijo que los señalara. Luego dio orden de conducir a los prisioneros a la Kommandantur de la avenida de Madrid.

Recuerda Pierre Berthy que, cuando la mísera columna echó a andar, de todas las ventanas vecinas salieron grandes aplausos. En la acera, las mujeres lloraban y rezaban.

Justamente debajo del pequeño y oscuro reducto donde estaban escondidos, los fugitivos de la alcaldía oyeron el ruido de las aguas de la cloaca. El tabique de ladrillos había cedido.

Uno tras otro, los hombres se deslizaron por la brecha, se metieron en el agua sucia, que les llegaba a la cintura, y emprendieron la marcha. Charles Caillette llevaba sobre su espalda a André Guérin, un viejo combatiente de Verdún. Un poco antes, en el despacho de la alcaldía, un trozo de metralla había arrancado la pierna de palo de Guérin.

—¡Gracias a Dios! —había exclamado el anciano—. Siempre les da por cortar la misma.

Los fugitivos seguían oyendo sobre sus cabezas el ruido de las botas alemanas. En un rincón, el ingeniero François Monee, que sería el último en salir, y su hijo Bernard, de diecisiete años, rezaban en voz baja el Acordaos.

Cuando llegaron ante la Kommandantur, Pierre Berthy y sus veinte compañeros recibieron la orden de formar un círculo. Un soldado alemán entró en él y empezó a mirar a los prisioneros, uno por uno. Era uno de los dos soldados alemanes a los que Berthy había hecho prisioneros seis horas antes en el café cercano a la alcaldía. Cuando el soldado llegó ante él, Berthy sintió que el corazón se detenía en su pecho. El alemán le miró fijamente. Berthy le vio entonces llevarse lentamente la mano a la mejilla y hacer como si se enjugara un salivazo. El soldado le guiñó el ojo. Luego siguió su inspección.

En el reducto que conducía a la cloaca, el hombre que precedía a François Monee y a su hijo, un sepulturero, se había atascado en la estrecha abertura. Tuvieron que agacharse y empujarle para hacerle caer adelante. Resonaba ahora en la calle, sobre sus cabezas, un ruido acaso más terrible que el de las botas alemanas. De repente, el agua de la cloaca comenzó a subir. En Neuilly estaba descargando una tormenta.

El general Von Choltitz subía pesadamente los escalones, con cara seria y adusta. Al igual que su amigo, el coronel Jay, Von Choltitz había visto con sus propios ojos los cadáveres de los primeros soldados alemanes caídos en las calles del París sublevado. Al otro lado del Sena, ante la estación de Orsay, había contemplado, tendidos uno junto al otro sobre la acera, los seis cuerpos horrorosamente quemados.

Mientras se dirigía hacia su despacho, su resolución iba afirmándose. «Ya que nos atacan —se decía—, también pegaremos nosotros».

El informe que le presentó el coronel Von Unger era elocuente: al fin de aquella tarde, las pérdidas alemanas se elevaban a cincuenta muertos y un centenar de heridos, o sea, el efectivo de toda una Compañía de infantería.

Choltitz pegó con el puño sobre la mesa, pidió un plano de París y convocó a su Estado Mayor.

Rodeado por los oficiales, que se mantenían de pie alrededor de su mesa, el comandante expuso con voz grave y resuelta las distintas posibilidades que se le ofrecían para reprimir la insurrección. En definitiva, se reducían a una simple elección: o bien llevar a cabo la amenaza que, tres días antes, había lanzado ante Taittinger, es decir, ejercer represalias masivas sobre los barrios donde se hubiesen producido incidentes; o bien «aplastar a los sublevados de la prefectura de policía en un baño de sangre tal que la insurrección se acabase de una vez para siempre».

El general Von Choltitz escuchó la opinión de sus subordinados y luego reflexionó. Por la ventana abierta, según recuerda el general Unger, les llegaba el intermitente ruido de los disparos.

Al cabo de unos veinte segundos, Choltitz levantó la cabeza. Atacaría la prefectura de policía, dijo. Para este ataque, reuniría a la flor y nata de las tropas de que disponía: el 190.º Sicherungs-Regiment, los carros del 5.º Regimiento de Seguridad, acantonados en el Palacio de Luxemburgo, y las unidades blindadas del cuartel Prinz Eugen, de la plaza de la République. Además, recurriría a los aviones de bombardeo con base en Orly y en Le Bourget.

Choltitz consideraba esencial el apoyo de la aviación. De acuerdo con el plan concebido, los tanques deberían atacar por la vía más despejada, o sea, por el puente de Saint-Michel y el puente Neuf. Pero, antes, quería machacar a los sublevados con un bombardeo intensivo en picado, «a fin de que los tanques sólo tuviesen que recoger las migajas». No obstante, el apoyo aéreo planteaba un problema: la Luftwaffe no expondría sus aviones en pleno día para una misión como aquélla. Esto quería decir que el ataque debería tener lugar al alba o al crepúsculo.

Durante este tiempo, organizaría varias operaciones de diversión, con patrullas blindadas, contra los puntos de apoyo de la Resistencia.

Estaba seguro de que aquella terrible lección daría inmediatamente su fruto. Los «terroristas» de París quedarían aplastados y la población seriamente advertida.

Dietrich von Choltitz buscó y encontró señales de aprobación en las caras de los que le rodeaban. Aquella tarde, para los oficiales con pantalones de bandas rojas del hotel Meurice, París no merecía más que un solo lenguaje: el de la fuerza.

Sólo quedaba fijar la hora del ataque. El coronel Hagen, jefe del 2.º buró, pensaba que cuanto antes, mejor. Choltitz recuerda haber consultado su reloj. Eran las 5,30 de la tarde. Hizo observar al coronel Hagen que sería un error atacar aquella misma tarde. Cuando la aviación hubiese terminado el bombardeo sería casi de noche. A favor de la oscuridad, los sobrevivientes podrían escapar.

El ataque, decidió, tendría lugar al día siguiente, una media hora antes de la salida del sol. Y ordenó al coronel Von Unger que avisara a la Luftwaffe.

Al día siguiente, domingo, 20 de agosto de 1944, el sol saldría a las 4,51 horas[76].

La suerte del falso miliciano Paul Pardou, que llevaba a cabo mudanzas por cuenta de la Resistencia francesa, cambió de repente en la esquina de la avenida Jean Jaurés. Su parabrisas topó de repente con una barrera alemana. Desde aquella tarde, los alemanes detenían a todos los camiones franceses que circulaban por París.

Pardou tuvo un rápido reflejo. A fin de no ser entregado a la milicia, rompió rápidamente su falso carnet de miliciano y empezó a tragarse los trozos. Su propia fotografía, sin embargo, se le atascó en la garganta y faltó poco para que le hiciera vomitar encima de los dos Feldgendarmes que habían saltado sobre el estribo del coche, gritando: «Papiers!».

Los dos Feldgendarmes subieron al camión y le ordenaron que se dirigiera al Palacio de Luxemburgo.

Desde la ventana de la sala Médicis, donde lo habían encerrado los alemanes, Pardou pudo contemplar un espectáculo que le hizo comprender la suerte que le esperaba. En el patio de honor, tres paisanos aguardaban con los brazos al aire y la espalda adosada al muro. Unos soldados entregaron a cada uno de ellos un pico y una pala. El Feldwebel ladró una orden y los tres hombres, escoltados, echaron a andar. Pardou los perdió de vista cuando entraron en el jardín. Pero veinte minutos después, oyó una serie de detonaciones. Los alemanes acababan de fusilar a los tres franceses, después de haberles hecho cavar su propia fosa.

Se abrió la puerta y un viejo reservista llamó a Pardou. Era el cocinero alemán del Senado. Pronto, en la cocina, el grueso Franz tendría que apelar a sus escasos conocimientos del francés para ordenar a su nuevo esclavo que le fregara la cocina.

—Mañana, tú seguramente fusilado, entonces dejar cocina muy limpia hoy —repetía en una especie de estribillo macabro.

En el extremo opuesto de París, otro prisionero tenía la impresión de haber sido encerrado en una celda de locos. El agente de policía Armand Bacquer esperaba dentro de un cuchitril del «hotel Williams», de la plaza Montholon, a que otros Feldgendarmes decidieran sobre su suerte. De repente, se abrió la puerta y notó que algo blando y húmedo le daba en la cara. Luego oyó gritar:

—¡Puerco! ¡Mañana serás fusilado!

Una mujer acababa de escupirle a la cara. Muchos años después, Armand Bacquer recordaría aún la boca torcida por el odio de aquella mujer. Se llamaba Paulette. Poco más tarde, el prisionero oyó que, desde fuera, otra mujer le decía:

—¡Valor! ¡Vas a salvarte!

Podía oír a los hombres correr por los pasillos, dar portazos y vociferar en el teléfono. Se percibía el ruido de los tapones de las botellas de champaña al saltar y el entrechocar de las copas. Se oía sin cesar el timbre del teléfono. Fragmentos de conversación llegaban al prisionero. Alguien dijo en francés:

—La policía se ha sublevado… Va a haber jaleo en los bulevares. Salimos para Nancy.

De todos los pensamientos siniestros que, en el fondo de su cuchitril, acudían a la menté de Armand Bacquer, había uno que le obsesionaba especialmente: «Los alemanes van a matarme —pensaba— y mi cuerpo no será hallado». Pensar que algún día pudiera llegar a creerse que había muerto como un traidor suponía para el policía algo peor que la misma muerte.

Bacquer no tenía reloj. No cesaba de preguntarse qué hora sería. Puesto que no le llegaba luz alguna, ignoraba incluso si era de día o de noche. Se sentía en extremo fatigado.

El Unteroffizier Gustav Winkelmann, del cuartel de la République, se sentía asimismo muy fatigado. Dentro de veinte minutos tendría que salir de patrulla por las calles de París y la sola perspectiva de ello le ataba las piernas.

Pidió un último coñac y depositó un billete de cincuenta francos sobre el mostrador. Después, empezó a sorber el líquido lentamente. Apuraba el último trago cuando, por el espejo de detrás del mostrador, vio abrirse la puerta y entrar dos hombres. Iban los dos tocados con una boina y llevaban un brazalete tricolor en el brazo izquierdo. El alemán notó que el cañón de una pistola se apoyaba en su espalda. Una voz gritó:

—¡Para ti, Fritz, la guerra ha terminado!

Winkelmann recogió el dinero y levantó los brazos. Luego se volvió para encararse con sus agresores:

—Tengo mucho dinero —dijo en francés—. Pagaré mi pensión. Dejadme esperar a los estadounidenses aquí.

Los dos FFI, sorprendidos, se miraron. No sabían qué hacer con su prisionero. Al fin decidieron confiarlo a la custodia del dueño de la bodega.

André Caillette, François Monee y el puñado de hombres que habían logrado escapar de la alcaldía de Neuilly avanzaban con dificultad. Por cada imbornal, una verdadera catarata de agua iba a engrosar el caudal negro y nauseabundo en que chapoteaban. El nivel de agua del gran colector bajo la avenida del Roule aumentaba por momentos. Pasaba ya de la cintura de los más altos. Si no se encontraban pronto una salida, morirían ahogados.

Ante la Kommandantur, los alemanes obligaban en aquel momento a sus prisioneros a subir en un camión. Con las manos en la nuca, Pierre Berthy buscaba con la mirada a su pequeño vecino, Pierre Le Guen, a quien aquella misma mañana su esposa había prestado el pequeño revólver que guardaba escondido en el cajón de la cómoda. Pero Le Guen no estaba allí. Los alemanes le habían encontrado el revólver encima y lo habían fusilado.

Por encima de los adrales del camión, Pierre Berthy reconoció la placeta circular de Bergères y la avenida del presidente Wilson. El camión pasaba muy cerca de su casa. Se oyó un ruido de engranajes, tras un viraje brusco. El chófer cambiaba la marcha al empezar una cuesta. Berthy comprendió entonces adonde se dirigía el camión. Al final de la cuesta, había una fortaleza hexagonal. Hacía tres años que, desde su tienda en Nanterre, oía el ruido de las ráfagas de metralleta que le llegaba desde aquella cárcel. Era el Mont-Valérien.

En las tinieblas de la cloaca de Neuilly, François Monee divisó una tenue claridad. Se dirigió hacia ella, luchando contra la corriente. La luz procedía de un pozo que salía a la superficie. En la pared del pozo, había unos barrotes, en forma de escalera. Monee llamó a sus compañeros. Luego, medio asfixiado por la tromba de agua y residuos que caían de arriba, Monee se cogió a los barrotes y empezó a subir. Cuando llegó a lo alto del pozo, arqueó la espalda contra la pared para levantar la pesada tapa de hierro. Vio ante él la fachada de la biblioteca municipal. Un perro que pasaba de detuvo a contemplarlo. Con un empujón de hombros, Monee hizo mover la tapa y, saliendo de un salto, corrió a refugiarse en la primera casa que encontró.