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El ferroviario Heinrich Hauser, de treinta y nueve años, que formaba parte de la Eisenbahn Bezirk Direktion Nord (La Dirección Regional de los Caminos de Hierro del Norte), no tenía necesidad alguna de preguntar a nadie su camino aquella mañana. Tanto él como sus cuarenta y ocho camaradas sabían perfectamente a dónde querían ir: querían regresar a sus casas en Alemania. Desde que había sido destinado a París, ocho meses antes, para tomar a su cargo el puesto de agujas de la estación de Batignolles, la vida de Hauser había transcurrido entre la estación y la Soldatenheim de la plaza Clichy, donde vivía. La víspera por la noche, en el gran salón del restaurante, Hauser y sus camaradas habían celebrado con una fiesta su última noche en París. Habían acompañado el goulash con espagueti de la cena con tantas botellas de champaña que se habían emborrachado. Hauser había caído pronto en una triste melancolía. Con la copa de champaña en la mano y los ojos arrasados de lágrimas, se había puesto a cantar: «Al borde del Rin, del bello Rin…». Todos los ocupantes del salón habían coreado la canción, que acompañaban los violines de la orquestina femenina. Hauser y sus camaradas habían pasado la noche entera en su habitación, vaciando todas las botellas de vino y coñac que habían podido comprar con sus últimos marcos de ocupantes.

Por la mañana, con la cabeza atontada por el alcohol que había trasegado, llevando el Mauser en la mano y dos granadas en el cinto, Hauser esperaba el camión que su jefe, el Oberinspekteur de la Reichbahn Wacker, les había prometido mandar para evacuar a los ferroviarios de Batignolles. Desde el alba, los hombres de una sección de la 813.ª Pionierkompanie, se afanaban en minar la estación, cuyas instalaciones estaban comprendidas en el plan Ebernach. Hauser sabía que, dentro de pocas horas, todo saltaría. Tanto él como sus compañeros corrían el peligro de quedar atrapados en aquella trampa que formarían los escombros de la estación de mercancías y ser exterminados por los «terroristas» que ya ocupaban el barrio.

En vista de que el camión fallaba, Hauser decidió acudir al único medio que se hallaba a su alcance. En efecto, durante toda la guerra, sus actividades se habían reducido a una que no se premia nunca con la Cruz de Hierro: había hecho circular los trenes. En una de las vías de la gran estación solitaria en la que se hallaban encerrados Hauser y sus camaradas había una vieja locomotora, con un solo vagón de mercancías. Hauser huiría de aquella trampa y se dirigiría hacia el Este sobre aquel tiro de ocasión. Nadie podría detenerle. Conocía la red ferroviaria de París mejor que las calles de su Stuttgart natal.

Hauser subió al puesto de agujas y ejecutó una maniobra que podía llevar a cabo con los ojos cerrados: abrió el paso a la vía que, por Le Bourget, conducía directamente hacia Estrasburgo y Alemania. Él y sus camaradas se instalaron en el vagón, como si fueran pacíficos obreros de regreso a sus casas después de la jornada de trabajo. La locomotora partió, envuelta en una nube de vapor blanco y, pronto, la Villa y sus peligros desaparecieron en el horizonte. Los fugitivos no habrían de preocuparse ya más que de un posible peligro, antes de que llegasen a Alemania: los aviones aliados. Durante largo rato, Hauser contempló por las ventanillas traseras del vagón las cúpulas del Sacre Coeur de Montmartre, que brillaban bajo el sol del mediodía. Luego cayó en una dulce somnolencia.

Cuando al cabo de un rato despertó, vio extrañado que el sol había cambiado de sitio. Se le veía ahora brillar delante del convoy. Se frotó los ojos y se dijo que la víspera había bebido demasiado. Luego, levantándose de un salto, empezó a sacudir a sus camaradas, mientras aullaba:

—¡Por el diablo! ¡Aquellos puercos han andado en las agujas! ¡Nos llevan de nuevo a París!

Yvon Morandat había encontrado por fin el hotel Matignon. Estaba en el número 57 de la calle Varenne, sobre la otra orilla del Sena, y no en la avenida Matignon. Después de dejar la bicicleta apoyada en la pared, Yvon y Claire se acercaron al gran portal verde que, cuatro días antes, se había cerrado tras el Hotchkiss negro de Pierre Laval. Morandat llamó autoritariamente. Se abrió la mirilla y apareció una cara tras ella. Morandat dijo que quería ver al comandante de la guardia. La puerta de roble se abrió, rechinando sus goznes.

Los dos jóvenes se estremecieron ante la vista que se ofreció a sus ojos. En el patio interior, de suelo arenado, con las armas agrupadas en pabellón y granadas en el cinto de su uniforme negro, estaban los doscientos cincuenta hombres de la guardia personal de Laval. Morandat asió el brazo de Claire y se retiró prudentemente a un rincón. Claire sacó de su bolso un pequeño trozo de tela arrugado.

—Toma, Yvon —dijo.

Ponte esto. Era un brazalete tricolor. Sacó uno más y se lo colocó ella. Mientras observaba al comandante de la guardia, que cruzaba el patio para aproximarse a ellos, Morandat se preguntaba qué iba a hacer. Parodi le había dicho: «Caso de que encontréis oposición, no insistáis». «En caso de oposición —pensaba él en aquel momento—, saldré en un ataúd».

—Soy el comandante —anunció en tono seco el pequeño y rechoncho oficial, que se había detenido ante los dos paisanos—. ¿Qué quieren ustedes?

Con énfasis y autoridad, en una voz imperiosa que nunca hubiera imaginado antes saber usar, Morandat dijo solemnemente:

—En nombre del Gobierno provisional de la República Francesa, vengo a tomar posesión de este local.

El pequeño oficial, que durante cuatro años había servido fielmente al Gobierno de Vichy saludó militarmente.

—A sus órdenes —dijo—. Siempre he sido un buen republicano.

Gritó una orden y los hombres del patio se pusieron en posición de firmes. Claire, con su vestido de verano multicolor, y Morandat, en mangas de camisa, pasaron dignamente revista a aquellos feroces guerreros y subieron luego por las escaleras de la solemne residencia.

Al final de las escaleras, recibió a la joven pareja el jefe de los ujieres de la Presidencia del Consejo, vestido de frac y corbata blanca y llevando colgada del cuello por una cadena una gruesa medalla de plata. Muy digno, se inclinó como si estuviera ante un jefe de Estado extranjero. Y con un gesto ceremonioso de su mano enguantada de blanco, les invitó a visitar el edificio. En primer lugar, les condujo al despacho de Laval, donde los cajones seguían abiertos tal como habían quedado el día de su partida. Luego les hizo subir a las habitaciones particulares. Les mostró la espaciosa sala de baño, en la que cuatro días antes se había bañado Laval por última vez. Y con voz llena de deferencia, el ujier preguntó a Morandat si, para su uso personal, le convendría la cámara verde, adjunta a la sala de baño.

Morandat le preguntó qué era la cámara verde. El ujier, imperturbable, contestó al hijo del tipógrafo:

—Es el dormitorio del presidente del Consejo.

Cuerpo a tierra tras la balaustrada de la calle de Crimeé, el artesano Germain Berton consultaba su reloj. Dentro de siete minutos, la vieja locomotora de Batignolles saldría del túnel de Buttes-Chaumont y podría divisarla por el punto de mira de su fusil. Hacía quince minutos que el teléfono había sonado en un aula de la escuela maternal de la calle Tandou, convertida en puesto de mando de las FFI. El jefe de la estación de Charonne avisaba a Berton de que un tren de mercancías alemán, que se dirigía a Ivry, pasaría por el túnel de Buttes-Chaumont. Berton y tres de sus hombres habían corrido para atacar aquella presa inesperada.

Hacía ya una hora que cada vuelta de rueda alejaba más y más a Heinrich Hauser y a sus camaradas del destino que ellos mismos se habían asignado. En lugar de correr hacia las riberas del «bello Rin», habían sido cogidos en el inextricable laberinto de la red del cinturón de París, controlada por la Resistencia, y se dirigían a Ivry. Pronto habría cruzado todo París de Norte a Sur y, si el tren no se detenía, irían a parar contra las líneas estadounidenses. Hauser pensaba que, para tratarse de especialistas en circulación ferroviaria, aquélla era una manera muy poco gloriosa de terminar la guerra.

De repente se encontraron envueltos en tinieblas. El tren acababa de entrar en el túnel de Buttes-Chaumont. Al otro extremo del mismo, Germain Berton se echó el fusil al hombro. La locomotora salió del túnel como un toro por el toril y Berton y sus hombres abrieron fuego. El maquinista hizo marcha atrás a toda prisa y volvió a entrar en el túnel. Hauser y sus camaradas saltaron a tierra. En la vía paralela había otro tren detenido. Hauser encendió una cerilla y se acercó a uno de los vagones. A la luz de su llama divisó un letrero blanco sobre el costado del vagón. Su lectura le hizo apagar inmediatamente la cerilla de un soplo. En el letrero había una calavera, encima de la cual estaba escrita una sola palabra «Achtung». Comprendió que estaba cogido en aquel túnel, como en una trampa, al lado de un tren de municiones.

Había terminado el último viaje que durante muchos años, organizaría el ferroviario de la «Reichbahn» Heinrich Hauser. Abatido, levantó las manos por encima de su cabeza dolorida y se decidió a echar andar hacia la salida del túnel, donde le esperaban Germain Berton y sus hombres.

El viaje de Roger Gallois tocaba también a su fin. Tras un montón de paja, un soldado alemán observaba al francés, agotado, que avanzaba por el campo de trigo en sazón. Era el último alemán que quedaba entre Gallois y un pequeño grupo de estadounidenses que se hallaban a unos cuatrocientos metros de allí. Hacía horas que el jefe de las FFI estaba tratando de llegar al pueblo de Pussay, en las cercanías de Rambouillet.

Al notar que se le acababan las fuerzas, Gallois se jugó el todo por el todo. También él había visto al soldado alemán, pero pensó que aquel centinela solitario no querría descubrir su situación al disparar contra él. Con la garganta seca, latiéndole el corazón y sudando de miedo, Gallois siguió avanzando en silencio.

¡Lo había conseguido! Las líneas alemanas estaban ahora tras él. Lleno de alegría echó a correr hacia los estadounidenses. El primero que encontró estaba acurrucado en un foso, ocupado en comer el contenido de una lata de conserva. Gallois se precipitó hacia él.

—¡Llego de París con un mensaje para el general Eisenhower! —gritó.

Al oír estas palabras, el GI[97] llenó cuidadosamente la cuchara con judías y levantó la cabeza:

—¿Sí? —dijo—. ¿Y qué?