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Como si fuera una tormenta lejana, los parisienses podían oír el fragor de la batalla, que llegaba del Oeste y del Sur y que se acercaba de hora en hora. Pronto las explosiones se percibieron distintamente. Cada vez eran más numerosas. Ahora sí que era verdad: ¡llegaban los aliados!

Para los ocupantes de París, cada explosión era como un presagio siniestro del desastre que se estaba forjando. Los pocos alemanes que no pertenecían a las tropas combatientes intentaban escapar del avispero en que se había convertido la ciudad y del cerco inminente. Los soldados de la organización Todt, a fin de que sus camiones pudieran franquear las barricadas que obstruían la Puerta de la Villette, ataron a unos paisanos al parachoques del vehículo que iba en cabeza. A la vista de los lastimosos escudos vivientes que avanzaban hacia ellos, los FFI optaron por dejar libre paso a los camiones. En la Puerta de Pantin, un grupo de oficiales de intendencia, de pie en sus vehículos, como si se tratara de una diligencia atacada por los indios, se abrieron paso a tiros de revólver y lograron escapar hacia el Éste.

Pero no todos los alemanes sintieron ganas de escapar al oír el retumbar del cañón. Por el contrario, los soldados del general Von Choltitz desplegaron aquel día una actividad excepcional. En la calle de Rome, dos carros derribaron a cañonazos un edificio desde el cual los sublevados disparaban contra la estación de Saint-Lazare. A todo lo largo de la rué Lafayette, desde la Ópera a la Estación del Norte, los soldados del 190.º Regimiento de Seguridad protegieron con ametralladoras y granadas la circulación de sus vehículos por aquella vía de comunicación vital.

Muchos alemanes, exasperados por los ataques de que eran objeto y por el fragor de la batalla que se iba acercando, se sintieron impulsados a cometer hechos salvajes que enrojecieron las calles de París con la sangre de los últimos mártires. En el bulevar Raspail, un carro patrulla abrió fuego sobre un grupo de mujeres que hacían cola ante una panadería con la esperanza vana de poder lograr unos gramos de pan.

Cuando los inquilinos del número 286 del bulevar Saint-Germain, una casa como tantos miles de otras, vieron invadir sus apartamentos por la horda aullante de los SS, comprendieron que había llegado su fin e iban a ser fusilados. Los soldados hicieron bajar a todos los inquilinos a la calle y los alinearon de cara a la pared, con los brazos en alto. Durante quince interminables minutos, los desgraciados esperaron ser fusilados de un momento a otro, sin llegar a saber por qué motivo. De repente, vieron que los SS se marchaban tal como habían venido Por un milagro que los inquilinos del 286 no se explicarían jamás, los soldados los habían perdonado.

Para los hombres del coronel Rol, el fragor de los cañones aliados significaba la ocasión de un nuevo sobresalto. A pesar de la trágica penuria de armas y municiones, los FFI llevaron la insurrección a los barrios adonde aún no había llegado. Pronto afluyeron a los puestos de socorro y hospitales decenas de heridos y muertos, caídos en innumerables y sangrientas escaramuzas.

Bajo el peristilo de la Comedia Francesa, ante los medallones de Racine, Molière y Víctor Hugo, se amontonaban los muertos y heridos de ambos bandos, entre un terrible hedor de sangre y de carne en descomposición: Los parisienses que aquella mañana pasaron ante el célebre teatro pudieron contemplar un cuadro insólito. Dos mujeres jóvenes, agotadas, con las blancas blusas de enfermera manchadas de sangre, devoraban un sándwich junto a los cadáveres de cuatro soldados alemanes. Eran Marie Bell y Lise Delamare.

Los combates más violentos se desarrollaban alrededor de la plaza de la République. Los mil doscientos soldados alemanes, bien armados, atrincherados en el cuartel, ametrallaban sin piedad a los FFI que los sitiaban. Los hombres de Rol combatían con heroísmo jamás igualado, dirigidos por un estudiante de medicina llamado René Darcourt y por un carpintero de nombre René Chevauché. El Unteroffizier Gustav Winkelmann, el alemán que, cinco días antes, se había refugiado en un café de la plaza de la République, entre dos partidas de billar con su patrón, vio a un joven lanzarse sobre un soldado y apuñalarlo con un cuchillo de cocina.

Pero muy pronto, escurriéndose por los pasillos del Metro que pasaba por encima del cuartel, los alemanes empezaron a atacar a sus enemigos por la espalda. En los túneles oscuros, se entablaron entonces feroces combates cuerpo a cuerpo, en los que los hombres gritaban o silbaban para reconocerse. De vez en cuando, la bóveda se iluminaba por la explosión de una granada o las llamas de una ráfaga de ametralladora, mientras las explosiones repercutían sin fin.

Sin embargo, el hecho de armas más importante de que fueron héroes los insurgentes de París aquel día pasó completamente inadvertido. Y no obstante, el puñado de FFI que se aprestaban a abrir fuego sobre los seis grandes camiones alemanes que acababan de salir de la plaza de la Étoile y bajaban por la solitaria avenida de los Campos Elíseos fueron probablemente los causantes de que París se salvase de una verdadera catástrofe. A través del cristal trasero del último camión, el Unteroffizier Hans Fritz, de la 177.ª Pionierkompanie, vigilaba las pesadas cajas llenas de explosivos que, dentro de pocos minutos, descargaría en el patio de la Cámara de los Diputados. Sabía que aquellos explosivos tenían por objeto hacer saltar varios monumentos de París. Fritz y el chófer podían oír el tic-tac regular que salía de una pequeña cajita de cartón que llevaban sobre el asiento de hule negro, en medio de los dos. En aquella caja se guardaban los aparatos de relojería que permitirían producir la explosión retardada. Desde que habían salido del túnel de Saint-Cloud, cuarenta y cinco minutos antes, con su peligroso cargamento, los relojes de la muerte no habían dejado de marcar, con su tic-tac regular, los segundos más largos de la vida del pequeño zapatero berlinés.

A la primera ráfaga de ametralladora, el chófer herido de muerte, se derrumbó sobre el volante. El camión, sin gobierno, fue a chocar contra un árbol de la avenida. Fritz, aterrorizado, saltó de la cabina y comenzó a gritar. Los otros camiones siguieron su camino. Fritz, echó a correr como un loco para alejarse del camión maldito, que, sin duda alguna, estaba a punto de explotar. Durante varias horas, permaneció escondido en un matorral, enfrente del teatro de los Ambassadeurs. Cuando el Unteroffizier, ya completamente de noche, pudo llegar a la Cámara de los Diputados, se enteró de que ni uno solo de los seis camiones de explosivos había alcanzado su objetivo.

En el despacho principal del director de gabinete de la prefectura de policía, no se veían más que caras serias. Edgard Pisani acababa de enterarse, por segunda vez en cinco días, de que a los policías sitiados no les quedaban proyectiles más que para cinco minutos escasos de fuego. En aquel mismo momento, tres carros y algunos elementos de la infantería alemana estaban tomando posiciones en la plaza del Parvis, ante la prefectura, disponiéndose, según parecía, a dar el asalto definitivo.

—¿Dónde está Leclerc? —preguntó Pisani. Seguro de que ninguno de ellos era capaz de dar respuesta a esa pregunta, el estudiante descolgó el teléfono y llamó a la gendarmería del pequeño pueblo de Longjumeau, a cuarenta kilómetros de París. Al otro extremo del cable, Pisani oyó una voz que gritaba: «¡Están aquí! ¡Ahora pasan por debajo de nuestras ventanas! ¡Oídles…!» Pisani percibió claramente en el receptor el ruido ininterrumpido de la columna de carros.

—¡Detened al primer oficial que veáis y hacedle venir rápidamente al aparato!

Después de un largo silencio, Edgard Pisani y el prefecto Luizet escuchaban la voz de un oficial de Leclerc. Era el capitán Alain de Boissieu. Había saltado de su jeep para acudir a la llamada del gendarme. Boissieu oyó entonces al otro extremo de la línea una voz angustiada que decía:

—¡Por amor de Dios, daos prisa! Ya no tenemos municiones… ¡Están a punto de arrollarnos!