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El día se levantó con un cielo que la tempestad de la noche anterior no había barrido totalmente de nubes. Sobre la ciudad pesaba un sordo silencio. En aquellas primeras horas del domingo, 20 de agosto, París parecía contar sus heridas. En el Cours-la-Reine, a lo largo del Sena, un sacerdote pasaba con rápido andar, sobre una alfombra de hojas que había arrancado la tempestad de la noche anterior. De repente se detuvo, escuchando. De la orilla de enfrente venía hasta él algo que parecía una queja. Se acercó al parapeto y descubrió al pie del muro dos cuerpos retorcidos, uno al lado del otro. Uno de ellos aún se movía. Armand Bacquer, el policía bretón, no estaba muerto.
Cuando Bacquer abrió los ojos, vio sobre sí la cara de un cura, como si se tratase de un sueño. El sacerdote había sacado de debajo de su sotana un trozo de algodón en rama. El moribundo sintió sobre la frente el toque del algodón empapado en aceite y oyó unas palabras que no pudo comprender. Tuvo entonces un momento de lucidez: «Me dan la extremaunción se dijo. Seguramente voy a morir». Pidió de beber y se desmayó.
Cuando despertó de nuevo, brillaba sobre su rostro una imagen maravillosa. Era un casco de bombero. Luego escuchó el acostumbrado din-dan de la camioneta de los bomberos que le llevaba al hospital. Sumido en una especie de éxtasis, escuchó aquel ruido tranquilizador, que había oído en sus pesadillas, y se dijo que los alemanes ya no podrían rematarlo[80].
Aquella mañana de domingo, una mujer corría inquieta a la ventana cada vez que oía llegar un coche. Hacía veinticuatro horas que Colette Dubret, la esposa del policía Georges Dubret, no tenía noticias de su marido.
En una olla negra, sobre el fogón, seguía esperando el encebollado que Georges Dubret había prometido comerse el día anterior, al mediodía.
Mientras tanto, encerrados en una celda húmeda del fuerte de Vincennes, en la misma torre donde había esperado la muerte el duque de Enghien, Georges Dubret y seis policías más prestaban atención a otro ruido. Era el tableteo rabioso y crepitante de una ametralladora que disparaba en el patio. Dentro de poco, aquellos hombres iban a pagar con la vida la sublevación de la víspera.
En efecto, el día anterior, una patrulla alemana había penetrado en la Comisaría de la calle de Lyon, cerca de la Bastilla, de la que Georges Dubret y sus compañeros se habían apoderado tan bravamente. Uno de los soldados de Choltitz había encontrado un brazalete tricolor bajo una alfombra. Los alemanes habían detenido entonces a todos los hombres que se encontraban allí, incluso al comisario Antoine Silvestri, que no había pertenecido nunca a la Resistencia.
Cuando cesó el fuego de la ametralladora, los alemanes, a culatazos, empujaron a los prisioneros hasta el centro del patio. Allí les esperaba un espectáculo horrible. En el suelo, tendidos en el polvo, yacían los cuerpos de once hombres que acababan de ser fusilados, con las caras maltrechas, los pechos hundidos y los brazos y piernas literalmente separados del tronco. Dubret se sobresaltó al reconocer a tres de los fusilados. Eran policías. Uno de ellos aún se movía. Un joven SS sacó la «Luger» y remató al moribundo de un tiro en la cabeza. Desde las ventanas, algunos soldados contemplaban aquella escena macabra con indiferencia. Con el torso desnudo, uno de ellos se afeitaba silbando. Otros se lavaban en una bañera[81].
Los alemanes alinearon a los prisioneros ante los cadáveres. Exactamente tras ellos, sobre la plataforma de un camión parado en el camino del centro, la ametralladora esperaba. El brigadier miró el cadáver que tenía delante y pensó: «Me gustaría estar en su lugar. ¡No está demasiado estropeado!».
Con su cazadora nueva de piel de Suecia, recién estrenada, el policía André Giguet, apodado Dedé, pensaba en su mujer, Albertine. Ella podría identificar su cuerpo. Llevaba en el bolsillo la carta de identidad. Muchos de aquellos hombres pensaron también en aquel instante en que se lograría la identificación de sus cuerpos gracias a la documentación que llevaban. Esto les prestó algún consuelo. El brigadier Georges Valette vio los «cabellos rubios» de su hijo Jacques y los comparó «a las mieses maduras del verano». Luego miró los cuerpos tendidos ante él y se dijo: «Yo caeré aquí». A André Etave se le presentó la cara de su hija enferma. Etave se había arruinado cuidando a su hijita tuberculosa y se preguntaba angustiado qué sería ahora de ella.
Pero no todos aquellos hombres pensaron en sus familias en el momento de morir. El policía Étienne Tronche, de la comisaría del Distrito XII, estaba inquieto por el pequeño ternero que criaba en su pabellón de los arrabales.
—¡Dios mío! —murmuraba—. ¡Se morirá de sed!
Uno de los que estaban junto a él le oyó y le dijo:
—¡No nos fastidies ahora con tu ternero…! ¿No estás tú también a punto de morir?
En el último instante, los alemanes decidieron fusilar a los prisioneros de cara, en lugar de por la espalda. El brigadier Georges Valette hubo de enfrentarse entonces al cañón de la ametralladora. Pensó que era enorme. Los servidores de la ametralladora gritaron algo y los soldados se apartaron de los prisioneros. Georges Dubret se dijo: «Esta vez va de veras». Se oyó un fuerte chasquido, al que siguió el silencio, mientras los hombres, petrificados, esperaban. La ametralladora se había encasquillado.
Sonó entonces la voz firme del comisario Antoine Silvestri:
—¡Somos inocentes! —gritó—. ¡Queremos hablar con algún oficial!
No hubo contestación alguna. Los alemanes ordenaron a los franceses que trasladaran los muertos a los fosos del fuerte, mientras se reparaba la ametralladora.
Los cuerpos aún estaban calientes y la sangre manaba de las heridas. Cuando Georges Valette trató de coger a uno de ellos por los hombros vio saltar una bola sangrienta del pecho y caer al suelo. Hizo entonces lo único que le pareció normal. Recogió la bola y la puso nuevamente dentro del pecho. Se dio cuenta entonces de que, por primera vez en su vida, acababa de tocar un corazón humano.
Los prisioneros tuvieron que bajar su macabra carga a uno de los fosos del fuerte. Luego los alemanes les entregaron palas y picos y les ordenaron cavar una fosa común.
A pesar del calor sofocante y de la sed que los atormentaba en el foso, los hombres no se atrevían a quitarse las chaquetas, por temor a que, más tarde, sus familiares no pudieran reconocer el cadáver. Algunos de ellos rezaban mientras hacían su trabajo. Antoine Jouve trató de recordar las palabras del acto de contrición y no pudo pasar de las primeras: «¡Dios mío! —repitió varias veces—. Me pesa mucho haberos ofendido…». Sudando dentro de su chaqueta de piel de Suecia, André Giguet miraba el agujero que acababa de abrir y murmuraba, dirigiéndose a su mujer: «Aquí es, Albertine, adonde vendrás a traer flores».
Cuando los alemanes juzgaron que la fosa era suficientemente profunda, obligaron a Georges Dubret a tenderse dentro, para asegurarse de que tenía suficiente anchura. Echado boca arriba sobre la tierra húmeda, Dubret miró al cielo. «Esto es lo que se llama tomar las últimas medidas», pensó.
Para el resto de los parisienses, aquel domingo de la sublevación iba a ser una jornada de espera, de confusión y de contrastes. A pocos metros de las murallas a cuyo pie Georges Dubret y sus compañeros vivían las angustias de la muerte, ciertos elegantes caballeros se saludaban al cruzarse en las avenidas del bosque de Vincennes.
Algunos pescadores vigilaban, como cada domingo, las aguas del río, en las márgenes del Sena, ante las torres de Notre-Dame, en el mismo lugar donde la víspera se habían librado duros combates. Gilíes de Saint-Just y su prometida, Colette Massigny, paseaban bajo el tímido sol matinal, cogidos de la mano. De repente, se detuvieron y escucharon. En la escalera de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, un ciego tocaba el acordeón. Y aquella mañana, a la salida de la misa de las diez, por primera vez desde hacía cuatro años, se dejaron oír las notas de La Madelón.
Después de los sangrientos combates de la víspera, la frágil tregua lograda por el cónsul de Suecia y prorrogada en la noche, aportaba la calma. Y en aquellas primeras horas dominicales, parisienses y alemanes recobraban el aliento y hacían su composición de lugar.
Muchos soldados de la guarnición alemana, estupefactos por el despertar brutal de aquella ciudad que tan tranquila se había mantenido durante cuatro años de ocupación, aprovecharon aquellas horas para escribir a sus familias. El Unteroffizier de la 325.ª División de infantería, Erich Vandam, de cuarenta y dos años, contemplaba desde la ventana del hotel Crillon, convertido en punto de apoyo, cómo los hombres de la organización Todt colocaban febrilmente raíles anticarros en el pavimento de la plaza de la Concordia. «Querida Úrsula —escribía a su mujer, que vivía en Berlín—. Es posible que dejes de tener noticias mías durante mucho tiempo. Temo que las cosas aquí se estropeen».
De todas las cartas que los ocupantes de París escribían aquel día a sus familiares, una, por lo menos, estaba condenada a no llegar a su destino. El Feldwebel Paul Schallück, de la Flak brigada número 1, no tuvo tiempo de terminar la suya antes de salir de patrulla. Empezaba así: «Querida mamá: Temo que este París que tanto me gusta no sea pronto más que un campo de ruinas…». Schallück dobló la carta y se la metió en el bolsillo. Momentos después, fue gravemente herido y hecho prisionero por las FFI, cerca del puente des Arts.
No todos los alemanes albergaban pensamientos tan sombríos aquella mañana. El Feldgendarme Ernst Ebner, de la Kommandantur de Neuilly, que la víspera había conducido a Pierre Berthy y sus compañeros al Mont-Valérien, estaba borracho como una cuba. Sobre la mesa de la habitación que ocupaba en un hotel de la calle de Sablons, se hallaban los cascos de tres botellas de champaña y de coñac que se había bebido. Ebner, sobreviviente de Stalingrado y Montecassino, celebraba aquella mañana su treinta y ocho cumpleaños. En el otro extremo de París, también Irmgard Kohlhage, una de las pocas ratas grises que aún quedaban, celebraba su cumpleaños en el vestíbulo del hotel Continental. El mejor regalo que se le haría aquel día sería una predicción. Un oficial recién llegado del frente de Normandía le examinó la palma de la mano.
—Veo momentos muy duros para usted, mademoiselle Kohlhage —le dijo—, pero, después, todo irá bien.
El Hauptmann Otto Nietzki, de la Wehrmachtstreife (policía Militar), estaba seguro de que no encontraría a nadie en los bares y burdeles que frecuentaban generalmente los militares alemanes. Estaba equivocado. En un burdel de la calle de Provence, bajo la mirada aterrorizada de la patrona, un mayor alemán, completamente ebrio, apagaba a tiros las velas de un candelabro, mientras aullaba:
—¡Dios mío! ¿Y qué es lo que esperamos para largarnos todos de aquí?
Sin embargo, no hubo un solo soldado de la guarnición al que se le encargara misión más extraña que la que recibió el Feldgendarme Rudolf Ries, de treinta y dos años, perteneciente a la Platzkommandantur.
Ries y sus hombres se habían pasado todo el día anterior atrincherados tras el parapeto del muelle de Montebello, disparando contra los sitiados de la prefectura de policía. Aquella mañana, en un coche de la policía, acompañado por dos de los policías contra los cuales disparaba la víspera, Ries recorría las calles de París para anunciar el alto el fuego del cónsul Nordling. Por todas partes, los parisienses, en mangas de camisa y vistiendo ropas ligeras, se habían reunido ante el único periódico de que disponían: las paredes de su ciudad. Estaban llenas de pasquines contradictorios, anunciando o denunciando la tregua. Al llegar a la esquina de la avenida de la Ópera con la plaza de las Pirámides, el Feldgendarme Ries vio con estupefacción que el patrón de una bodega se dirigía al coche con una botella de vino tinto en la mano. Y el alemán y los policías franceses brindaron juntos por el éxito del alto el fuego, ante la mirada sorprendida de los transeúntes.