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Al igual que cada día, a la misma hora, un hombre pequeño, tocado de sombrero negro, pasó ante los dos centinelas y, con paso decidido, entró bajo la bóveda coronada por la cúpula de ocho facetas del Palacio de Luxemburgo.
Marcel Macary era el único francés a quien los alemanes permitían el paso diariamente en el Sanctasanctórum de aquel palacio que ocupaban desde el 25 de agosto de 1940. El grueso mariscal Sperrle, su Estado Mayor y los servicios de la 3.ª Flota Aérea habían salido la víspera en dirección a Reims. Durante la noche, habían sido remplazados por otros alemanes, esta vez combatientes. Pero la historia de este palacio, cuatro veces centenario, no guardaría recuerdo alguno de aquel breve capítulo de la ocupación nazi. Marcel Macary sabía que París sería pronto liberado. Esperaba poder entregar dentro de pocos días a la República las llaves de aquel monumento intacto, que había defendido con más tesón y habilidad que si se hubiese tratado de algo propio. Marcel era el conservador del Palacio de Luxemburgo. Macary había sufrido en su propia sangre cada vez que una bota alemana, en algún pasillo o escalera, había aplastado una colilla.
Hacía ya cuatro años que su jornada diaria empezaba con una ronda de inspección de los tesoros que contenía su palacio. El itinerario de esta vuelta era siempre el mismo. Ante todo, la biblioteca, en el primer piso, donde una empalizada de dos metros de alto, instalada en 1941, protegía los trescientos mil volúmenes, entre los cuales había algunos manuscritos muy antiguos y varias ediciones especiales de obras raras. Luego, contemplaba con una especie de beatitud el cuadro colgado bajo la ventana y que tanto trabajo le había costado arrancar de la codicia de cierto coleccionista llamado Hermann Goering: Alejandro Magno encerrando los poemas de Homero en el cofre de oro de Darío, después de la victoria de Arbelles, de Eugéne Delacroix. El conservador cruzaba a continuación el «Gabinete Dorado», en el que María de Médicis concedía sus audiencias. Después entraba en el gran salón de recepciones, artesonado en oro, que los alemanes habían transformado en comedor. Desde lo alto, plasmado en una tela muy grande, Napoleón en Austerlitz contemplaba con aire de desprecio a los usurpadores de aquel palacio, en que había vivido él mismo, con Josefina.
Antes de terminar su ronda, Marcel decidió cruzar el patio de honor, para ver en qué estado se hallaban los trabajos de construcción del tercer refugio que los alemanes estaban abriendo bajo el palacio[55]. Sin embargo, aquella mañana, el patio de honor se había convertido en una tierra de nadie, cuya entrada estaba guardada por soldados. Antes de verse rechazado a punta de cañón de una metralleta, Marcel Macary tuvo tiempo de ver algo que no había de olvidar. Los hombres de la organización Todt descargaban de una decena de camiones, parados en el patio, unas cajas que luego eran bajadas al sótano. El conservador recuerda que aquellas cajas iban marcadas con una calavera y dos palabras en negro «Achtung Ecrasit». Otros hombres preparaban unos largos tubos, a cuyo extremo había perforadoras neumáticas. Estaban enchufados a unos compresores colocados cerca de los camiones.
Macary comprendió entonces perfectamente por qué los alemanes le habían negado la entrada en el patio de honor. Estaban minando el palacio, aquel palacio que durante mil cuatrocientos cincuenta y tres días había estado protegiendo contra todos los desafueros de sus ocupantes. Desesperado, se preguntaba qué podía hacer para evitar aquel desastre. Al fin tuvo una idea. Había un hombre que acaso pudiese salvar el palacio de la destrucción. Era un simple electricista. Se llamaba François Dalby.
Los mismos preparativos de destrucción se hacían aquella mañana en muchos lugares de París, al abrigo de toda mirada indiscreta. Tras las doce columnas corintias del Palais-Bourbon, en el patio de honor de la Cámara de Diputados, el Obergefreiter berlinés Otto Dunst y algunos nombres de la 813.ª Pionierkompanie vigilaban las idas y venidas de los camiones de explosivos. Otto Dunst tenía orden de emplear una tonelada de explosivos para minar todo un lado de la plaza de la Concordia, el Palais Bourbon, el hotel de la Presidencia y el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Al otro extremo de París, en la fábrica Panhard de la avenida Ivry, que fabricaba piezas para las V-2, el Feldwebel Walter Hoffmann, de cuarenta y un años, perteneciente a la 511.ª Zugwachabsteilung, había recibido una orden de su jefe, el mayor Steen. Aquella orden se refería a dos camiones que debían llegar, llevando el trinitrotolueno necesario para la destrucción de todas las instalaciones. El mayor Steen había insistido en que los explosivos debían ser introducidos en la fábrica «sin llamar la atención de los obreros franceses».
En el número 10 de la avenida de Suresnes, el teléfono sonó hacia las diez de la mañana en el despacho del ingeniero Joachim von Knesebeck, director de Siemens en Francia. Le llamaban desde el hotel Meurice. Al otro extremo del hilo, una voz desconocida dio orden a Von Knesebeck de hacer saltar todas las máquinas de la fábrica Schneider Westinghouse de Fontainebleau.
En la calle Saint-Armand, a dos pasos del matadero de Vaugirard, los Oberleutnants Von Berlipsch y Daub y los Feldwebels Bernhart Blache y Max Schneider, del 112.º Regimiento de Transmisiones, ponían en práctica las enseñanzas recibidas en el «curso especial de demolición» que habían seguido desde el día siguiente al desembarco. Repartían metódicamente mil kilos de dinamita y doscientas cápsulas explosivas entre los tres pisos subterráneos de la central donde doscientos treinta y dos tele-escritores se relevaban día y noche para atender a las comunicaciones normales y en clave del frente del Oeste, desde Noruega hasta la frontera española.
La voladura sería efectuada, desde un coche situado en un garaje de la calle de Alleray, por el Spengkommando de Von Berlipsch. Al mismo tiempo, el Oberleutnant Daub y sus hombres harían saltar la central telefónica de los Inválidos, haciendo estallar las veinticinco cajas explosivas que habían fijado a unas botellas de oxígeno comprimido a ciento ochenta atmósferas.
En resumen, los demoledores del III Reich bullían por todo París.
Hacia el mediodía, el ascensor en forma de silla de manos del hotel Meurice llevó al comandante del Gross Paris al cuarto piso. Choltitz encontró a los cuatro expertos en demolición enviados por Berlín en plena actividad. Por la mañana habían visitado cinco grandes fábricas de la región parisiense, especialmente Renault y «Bleriot», para determinar los emplazamientos de las cargas explosivas. Tales emplazamientos estaban señalados en el plano con puntitos rojos. Choltitz recuerda que había «un océano de puntitos rojos» para cada fábrica.
Cuando el gobernador de París regresó a su despacho, el jefe de su Estado Mayor, el impasible coronel Von Unger, le entregó un mensaje del OB Oeste. Llevaba la firma del mariscal Von Kluge. En la parte superior izquierda, llevaba las indicaciones de «Alto Secreto» y «Muy Urgente». Fueron dos líneas al final del cuarto párrafo de este mensaje número 232/44 las que llamaron la atención del general. Decían así: «Ordeno que se proceda a la ejecución de las neutralizaciones y destrucciones previstas en París».
Por el largo pasillo sembrado de papeles y residuos, dos hombres corrían tras una firma. Sin embargo, no parecía haber nadie aquel día en el hotel Meurice que pudiera otorgársela. Los servicios del Gobierno militar de la Francia ocupada, el Militärbefehlshaber in Frankreich, habían salido de París unas horas antes, Raoul Nordling y Bobby Bender llegaban demasiado tarde.
No obstante, había creído poder arrancar a los tres mil ochocientos noventa y tres detenidos políticos que se encontraban aún en las cárceles parisienses[56], de la matanza general que temían. El general Von Choltitz les había dicho, treinta minutos antes, que estaba dispuesto a libertar a los prisioneros, a condición de quedar a cubierto mediante la firma de un oficial del Militärbefehlshaber in Frankreich. Después de cuatro días de remover cielo y tierra, era la primera esperanza que recibían.
Nordling y Bender se detuvieron. En el pasillo acababa de oírse un sonido metálico. Con gesto violento, el mayor Huhm, jefe del Estado Mayor, acababa de cerrar el último cajón de su mesa, cuyos papeles había estado quemando en la chimenea. Huhm era el último oficial que quedaba en el inmenso hotel desierto. Dentro de breves instantes, montaría en su coche BMW y marcharía hacia el Éste.
Bender y Nordling se apresuraron a entrar. Huhm escuchó impasible las explicaciones del cónsul de Suecia. Luego dijo que, en ausencia de su superior, el general Kitzinger, no podía tomar sobre sí tal responsabilidad. Raoul Nordling jugó entonces su última carta. Dijo al oficial alemán que estaba en condiciones de poder obtener la libertad de cinco soldados de la Wehrmacht por cada prisionero francés que le fuese confiado. Huhm pareció vacilar. Al fin preguntó al cónsul qué garantías podía dar de que serían respetadas las condiciones de aquel trato. Nordling contestó que había recibido autorización de las más altas autoridades aliadas para hacer aquella proposición[57].
Ante aquellas palabras, el alemán pareció ceder, según recuerda Nordling. Declaró con voz seca que aceptaba estudiar un proyecto de canje. Pero exigía que tal proyecto fuese establecido en acta notarial, redactada por un hombre de leyes.
Huhm miró el reloj. Eran las doce.
—Señor cónsul —terminó— me marcho a la una en punto.
Huhm firmó finalmente, aunque con vacilación, en nombre del Militärbefehlshaber in Frankreich, un texto de doce párrafos, que ordenaba a las autoridades penitenciarias de cinco cárceles, tres campos y tres hospitales entregar todos sus prisioneros al cónsul de Suecia. Nordling miró su reloj. En el momento en que la pluma del alemán escribía el último párrafo, faltaban tres minutos para la una.
Al otro extremo de París, en el andén de la estación de Bobigny, otro hombre consultaba también su reloj. Había llegado el momento de que el Hauptsturmführer Brunner, comandante del campo de Drancy, diera la señal de salida. Sin embargo, de todos los trenes que habían servido para deportar a millones de franceses de Alemania durante cuatro años, aquél sería el más corto. No tenía más que un solo vagón. La Resistencia había impedido que los otros treinta y nueve vagones exigidos por Brunner llegasen a Bobigny. Para llenar este único vagón, Brunner había escogido la flor y nata de Drancy. En el mismo instante que el mayor Joseph Huhm estampaba su firma al pie de un documento que debía salvar tantas vidas humanas, Georges Apel y cuarenta y nueve de sus compañeros iban a partir hacia las cámaras de gas de Alemania…
El Hauptsturmführer vio llegar entonces al andén a su adjunto, el teniente Hans Kopel, quien informó a su jefe de que Berlín acababa de llamar por teléfono para pedirle que acudiera urgentemente al cuartel general de la Gestapo para comprobar si se habían quemado todos los archivos del campo. Brunner ordenó brevemente:
—Haga bajar a Apel del vagón y lléveselo con usted a la avenida Foch.
Dietrich von Choltitz se hizo traer un plano de París. Apoyando su pesada mano sobre él, dijo a su visitante:
—Supongamos que desde una casa situada, por ejemplo, en el lado de los impares de la avenida de la Ópera, entre las calles Gomboust y de Les Pyramides, se dispara un tiro contra uno de mis soldados. Pues bien, mandaré quemar todas las casas de aquel bloque y fusilar a sus habitantes.
Aseguró que tenía medios ampliamente suficientes para llevar a cabo esta clase de misión. Sus fuerzas eran de unos «veintidós mil hombres de tropa, en su mayor parte de las SS, un centenar de tanques Tigre y noventa aparatos de bombardeo»[58].
El alcalde de París, Pierre Taittinger, no pudo ocultar un estremecimiento. Un telefonazo desesperado le había decidido a hacer aquella gestión cerca del gobernador. Al otro extremo del hilo, una voz desconocida le había advertido que «los alemanes empezaban la evacuación de los inmuebles sitos en los alrededores de París». Y el oficial con monóculo que tenía ante él le decía ahora con voz tranquila que estaba decidido a destruir la Villa, barrio tras barrio, si se presentaba ocasión para ello.
El índice del general, amenazadoramente extendido, se paseaba a lo largo de las revueltas del Sena.
—Usted es también militar, Mr. Taittinger —continuó, mientras el dedo seguía recorriendo el plano—, y comprenderá, por tanto, que estoy obligado a tomar ciertas medidas en París.
Choltitz se quitó bruscamente el monóculo y levantó la cabeza. Mirando duramente al francés, nombró con voz brusca e irritada algunas de las medidas que pensaba tomar. La destrucción de los puentes de la ciudad, de las centrales eléctricas y de las vías férreas eran los puntos principales de su programa.
Sentado en el borde del sillón, Taittinger se dijo petrificado que el general alemán «estaba dispuesto a destruir París como si se tratara de un pueblo cualquiera de Ucrania». Frente a esta amenaza, el alcalde de París no se hacía muchas ilusiones en cuanto al peso de su propia autoridad. Lo más que podía hacer, si es que la ocasión se presentaba, era tratar de comunicar a aquel general una parte del aprecio sentimental que sentía él mismo por París. Quiso el azar que tal ocasión se presentara aquella misma mañana. Choltitz, visiblemente nervioso por sus propias palabras, se vio sacudido de repente por un acceso violento de tos[59].
Se levantó medio asfixiado y salió al balcón. Su visitante le acompañó. Mientras el general alemán recobraba la normalidad de su respiración, Pierre Taittinger debía encontrar allí, en la admirable perspectiva que se desplegaba ante él, los argumentos que buscaba.
En la calle de Rivoli, el vestido de flores de una parisiense, hinchado por el aire, dibujaba una corola multicolor sobre el asfalto. Más lejos, inclinados sobre los bordes de los estanques de las Tullerías, unos niños empujaban hacia el centro del agua sus blancos veleros. Al otro lado del Sena, la cúpula de los Inválidos brillaba bajo el sol del mediodía. Lejos, a la derecha, la esbelta silueta de la Torre Eiffel se elevaba hacia un cielo sin nubes.
Apelando a toda la elocuencia que su corazón podía dictarle, Pierre Taittinger hizo un llamamiento patético. Para ello, tomó como testigo aquel París inmortal que se extendía ante sus ojos. Mostró las columnatas esbeltas de Perrault, las fachadas de encaje del Louvre, las piedras luminosas del Palacio de Gabriel y las otras, cargadas de historia, de las casas que abarcaban con la vista y exclamó:
—Los generales tienen a menudo el poder de destruir, pero raramente el de edificar. Suponga que un día vuelve como turista y contempla de nuevo los testigos de nuestras alegrías, de nuestros sufrimientos… Podría decir entonces: «Yo, el general Von Choltitz, tuve un día el poder de destruirlos y los conservé para hacer don de ellos a la Humanidad». General —preguntó—, ¿no vale esto toda la gloria de un conquistador?
Choltitz guardó silencio durante un largo rato. Luego se volvió hacia el alcalde de París. Con voz lenta, articulando cuidadosamente las palabras, dijo:
—Es usted un buen abogado, Mr. Taittinger y ha cumplido con su deber. De igual forma yo, general alemán, he de cumplir con el mío.
Desde la salida del último convoy de Fresnes, Louis Armand, el ingeniero que tan deseoso estaba de marchar, no había recibido más que un gran trozo de queso de «Roquefort» por todo alimento. Hacía dos días que el trozo de queso estaba en uno de los rincones de la celda. Armand detestaba el queso. No había podido comer ni una migaja en su vida. E incluso prefería morirse de hambre a comerlo.
De pronto, se preguntó si el hambre no le produciría alucinaciones. Porque el ruido aislado que había percibido se había multiplicado bruscamente a lo largo de los húmedos pasillos. Armand había reconocido el ruido metálico de las llaves al girar en las cerraduras y el seco chasquido de las puertas al abrirse. Pronto comprendió que aquellas puertas que se abrían, no volvían a cerrarse. Estaba seguro de que en el patio esperaba el pelotón de ejecución que iba a fusilarle.
Louis Armand pensó con calma en su muerte.
Al otro extremo de la cárcel, en el departamento de mujeres, la secretaria Geneviéve Roberts oyó el mismo ruido. En el dintel de la puerta que acababa de abrirse, apareció un guardia rubio que gritó:
—Raus!
Geneviéve se persignó lentamente y salió.
A medida que bajaban al patio, el cónsul de Suecia, Raoul Nordling, contaba los presos. Con los tres condenados a muerte, eran, en total, quinientos treinta y dos[60].
Esta primera victoria era tan sólo provisional. El comandante de la cárcel se negaba a libertar los presos antes de la mañana siguiente. No obstante, había aceptado confiarlos, aquella misma noche, a la custodia de la Cruz Roja.
Nordling contemplaba impaciente cómo los presos se iban reuniendo en el patio. Tenía prisa. Fuera de la cárcel, su Citroën negro, que lucía el pabellón sueco, lo esperaba para conducirlo al campo de Drancy, al fuerte de Romainville y al campo de Compiègne. Luego intentaría aún detener el tren que se llevaba a Pierre Lefaucheux, Yvonne Pagniez y sus dos mil cuatrocientos cincuenta y un compañeros de infortunio hacia los campos de Alemania.
Aquello era casi un diálogo entre sordos. La comunicación telefónica entre el cuartel general del SHAEF en Londres y el State Department en Washington era tan mala que los dos interlocutores tenían que desgañitarse para hacerse entender. No obstante, el general Jules Holmes, jefe de asuntos civiles del SHAEF, tenía que someter un problema especialmente importante al diplomático John J. McCloy. Sobre su mesa, había una carpeta que llevaba dos iniciales. Tales iniciales correspondían a De Gaulle.
—A propósito del viaje de De Gaulle a Francia —decía Holmes—, nos gustaría saber si existe alguna objeción de orden gubernamental a este proyecto.
—¿A dónde quiere ir y cuál es el motivo del viaje?
Holmes explicó que De Gaulle pretendía visitar las regiones liberadas.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse allí? —preguntó McCloy.
Holmes no tenía la menor idea.
—Lo cual quiere decir que piensa quedarse definitivamente en Francia —dedujo McCloy—. No se trata, pues, de una visita, sino más bien de un regreso. ¿No cree usted que sería mejor que le preguntase cuáles son sus verdaderas intenciones? —sugirió—. Nuestra autorización dependerá de su respuesta[61].
Si se trataba de un viaje «al estilo de Bayeux», Holmes podía asumir la responsabilidad de darle la autorización necesaria. En caso contrario, el jefe de asuntos civiles del SHAEF debería advertir a Washington inmediatamente.
Holmes colgó y acto seguido pidió al general Maitland Wilson un complemento de información. Algunas horas más tarde, recibió de Argel una contestación tranquilizadora: De Gaulle no pensaba hacer más que una simple visita. No había demostrado intención alguna de quedarse en Francia de manera definitiva. Holmes telegrafió, pues, la conformidad del SHAEF.
Ni el mando aliado ni Washington se imaginaban la sorpresa que les preparaba Charles de Gaulle.