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El tiempo era pesado y húmedo. Llegaban del Norte gruesos nubarrones que, con su anuncio de lluvia, se deslizaban por encima de la Butte Montmartre. En las silenciosas calles de París, las últimas patrullas alemanas regresaban apresuradamente a sus cuarteles. Apuntaba el alba, es decir, el fin del toque de queda. Pronto se formarían largas y tristes colas a las puertas de las panaderías. Empezaba la jornada número mil quinientos dieciocho de la ocupación. Para la mayor parte de los veinte mil soldados de la guarnición alemana, aquella mañana gris no presentaba señal alguna que hiciera prever que el sábado, 19 de agosto de 1944, sería un día distinto a los demás. Y, no obstante, dentro de pocas horas, las calles de París ya no pertenecerían por entero a los conquistadores de la Wehrmacht.

En el hotel Meurice, el Feldwebel Werner Nix, aquel mismo suboficial a quien el desfile del general Von Choltitz había privado de su permiso, estaba de nuevo enojado. Por complacer a una viejecita desesperada, tres soldados habían abandonado su puesto de guardia en el hotel para buscar un gato perdido entre los zarzales de las Tullerías.

Justamente encima, en el primer piso, el conde Dankvart von Arnim, deprimido y cansado, se desperezaba en el balcón. Tres horas antes, su mejor amigo le había telefoneado desde el Hospital de la Pitié para informarle de que lo habían herido en Normandía y los cirujanos acababan de cortarle, en aquel momento la pierna derecha. Arnim sólo había podido dar con una frase trivial para consolarle:

—Por lo menos —le había dicho—, la guerra ha terminado para ti.

Para el joven subteniente, por el contrario, la guerra iba a empezar aquella mañana.

En el patio del cuartel Prinz Eugen, de la plaza de la République, el Unteroffizier Gustav Winkelmann, de Colonia, oyó gritar su nombre. El oficial de semana lo había designado para mandar la patrulla del mediodía.

Winkelmann estaba aterrorizado. Probablemente era el único de todos los soldados alemanes que sabía que algo se preparaba. Dos días antes, su amiga Simone, vendedora en un gran almacén, lo había puesto en guardia:

—Ve con cuidado —le dijo—, los disturbios van a empezar el 19.

En todo París, solos o en pequeños grupos, a pie o en bicicleta, los centenares de policías en huelga que iban a provocar los disturbios temidos por el Unteroffizier Winkelmann salían ya de sus casas y de los hoteles donde se ocultaban. Avisados durante la noche por sus jefes, como consecuencia del mensaje llevado por Claire, la secretaria de Yves Bayet, obedecían la orden de concentrarse en la plaza del Parvis-Notre-Dame.

Desde el rellano de su piso, situado tras el cementerio del Pére Lachaise, Gilberte Raphanel contemplaba cómo su marido, el sargento de policía René Raphanel, de treinta y dos años, bajaba la escalera con dificultad. René tenía un derrame sinovial. A pesar de los consejos apremiantes de su esposa, había decidido responder a la llamada. Al fin, Gilberte se asomó al hueco de la escalera y gritó:

—¡No andes demasiado!

Georges Dubret, al cerrar la puerta de su pequeño pabellón de la calle Manessier, en Nogent-sur-Marne, prometió a su mujer que estaría de regreso para el almuerzo. Su madre había traído un conejo del campo la víspera. Colette empezaba a preparar un encebollado cuando llegó la llamada.

Cerca de los Inválidos, en la habitación del hotel Moderne donde se ocultaba desde que empezó la huelga, uno de los veinte mil agentes de policía de París se vistió su mejor traje, se colocó en el bolsillo su pistola del 7,65, abrazó a Jeanne, su mujer y se dirigió a la plaza Sainte-Clotilde. Se llamaba Armand Bacquer. No había nada que diferenciase a aquel sólido bretón de sus compañeros. Igual que ellos, formaba parte de una red de la Resistencia. Y, al igual que ellos, aquella mañana, ignoraba la razón de la inesperada convocatoria.

Cuando Bacquer y sus compañeros llegaron ante la iglesia de Sainte-Clotilde, recibieron la orden de dirigirse a la plaza de Parvis-Notre-Dame por distintos caminos. Bacquer enfiló la calle de Grenoble. Caminó unos cuantos metros y se detuvo para leer el cartel que dos hombres acaban de fijar.

Era una orden de «movilización general». En la calle desierta se oyó entonces una voz ronca. Bacquer se volvió y se encontró de cara con un soldado alemán. Acudieron otros soldados. Bacquer fue pronto conducido a una especie de cuadra, que daba bajo el porche de una casa, con el helado cañón de una «Luger» apretado sobre la nuca. El carnet de policía y la pistola lo habían traicionado. Para el bretón despreocupado, que ni siquiera sabía adonde iba aquella mañana, empezaba en aquel momento una aventura extraordinaria.

Aquel sábado debía convertirse igualmente en un día memorable para muchos otros simples parisienses.

Ante el mostrador vacío de su tienda, de Nanterre, el tocinero Pierre Berthy, que daba oculto asilo al estadounidense Bob Woodrum, esperaba a sus visitantes habituales del sábado, los guardianes del Mont-Valérien, que iban a cortar en su máquina la ración semanal de salchichas. Pierre Berthy odiaba a aquellos hombres. Desde la tienda, oía cada día el siniestro ruido de las ráfagas que segaban a sus compatriotas en el patio del fuerte[70].

Poco antes de la llegada de los guardianes, Berthy recibió la visita inesperada de un hombre que dijo ir «de parte de Zadig». Ésta era la contraseña para indicar que la red de Resistencia a la que el tocinero pertenecía pasaba a la acción directa.

Berthy se armó con el Colt que su invitado estadounidense había utilizado en las treinta y cinco misiones que había cumplido sobre Alemania. Luego llamó a Pierre Le Guen, un joven vecino que ardía en deseos de combatir con los hombres de Zadig, y le entregó un pequeño 6,35 que su mujer guardaba en el cajón del mostrador de la tocinería. Se ciñó sobre la manga un brazalete tricolor que llevaba en letras negras la inscripción «Vivir libre o morir» y salió a la calle.

Al otro extremo de París, un hombre bajo y rechoncho, tocado con una boina vasca, bebió el primer vaso de coñac del día y se instaló ante el volante de su Citroën de dos toneladas, con gasógeno. Hacía dieciocho días que Paul Pardou evacuaba por cuenta de la Resistencia un depósito secreto de víveres que una organización policíaca, más odiada aún que la propia Gestapo, la milicia de Vichy, había construido precisamente en previsión de una revuelta. Mostrando falsas órdenes de misiones, con membrete de la milicia, Pardou había logrado ya apoderarse de ciento ochenta toneladas de víveres.

Pero dos días antes, al telefonear a la dirección de la milicia para avisar que un cargamento había resultado averiado, un funcionario demasiado celoso había puesto al descubierto la superchería. Desde entonces, todas las patrullas de la milicia buscaban el misterioso camión verde.

Aquel día, no obstante, Pardou intentaría una última hazaña. Quería evacuar las armas de un depósito de la plaza de la Villette y llevarlas a las FFI del arrabal de Perreux, que se preparaban para atacar la alcaldía.

Mientras ponía su gasógeno en marcha, Pardou se juró que aquélla sería su última misión.

Para dos ciudadanos modestos de París, que no estaban en el secreto de la Resistencia, aquel sábado, 19 de agosto, sería, de todas formas, un gran día. Era el día de su boda.

Tan pronto como terminó el toque de queda, Pierre Bourgin, de cuarenta y tres años, ayudante de laboratorio, se deslizó en el jardín tropical del Museo de Historia Natural y se detuvo ante el cuadro de legumbres que había cultivado secretamente durante varias semanas. Con toda precaución, empezó a coger de las plantas los frutos que debían ser el raro y suculento entremés de su almuerzo de boda: unos preciosos tomates, casi rojos.

En su pequeño apartamento situado detrás de las Halles, la mecanógrafa Lysiane Thill salpicó con unas gotas de agua el vestido de rayón blanco que llevaría para la boda en la alcaldía del Distrito I. Con la plancha calentada sobre un fogón de papel, comenzó a repasar cuidadosamente los pliegues.

El hombre con quien se casaba Lysiane Thill, el agente colonial Narcisse Fétiveau, no vería aquel vestido. Estaba prisionero en un campo de Alemania. Lysiane se casaba con él por poderes.

El abate Robert Lepoutre, de treinta y cinco años, cruzaba como cada mañana el puente de Double, con los ojos fijos en su breviario. Con pocos segundos de diferencia, la duración de su paseo era siempre la misma. Al llegar al último versículo, el abate tenía al alcance de la mano el tirador de hierro forjado del portal de Sainte-Anne y entraba en la catedral de Notre-Dame para decir la misa. El reloj del hospital de la plaza de Parvis dejaba oír entonces las siete.

Aquella mañana, sin embargo, el abate no acabaría la lectura de su breviario.

Cuando llegó al Parvis que, en aquella hora se hallaba siempre solitario, se le ofreció un espectáculo que no debía olvidar jamás. Tocados con boinas o gorras, vistiendo chaquetas o jerséis o en mangas de camisas, centenares de hombres se dirigían en silencio hacia las altas puertas de la prefectura de policía, situada al otro lado de la plaza.

El abate Lepoutre vio izar por encima de la alta fachada gris un gran trozo de tela que de repente, se desplegó. Por primera vez desde hacía cuatro años, dos meses y cuatro días, ondeaba una bandera tricolor en la capital de Francia.

A la vista de la bandera, el abate guardó el breviario en el bolsillo y se dejó llevar por el torrente que fluía hacia la prefectura. Durante las jornadas heroicas que iban a empezar, habría también un capellán dentro de aquella fortaleza sitiada, que sería la cuna de la rebelión de París.

Amédée Bussière, el prefecto de policía, acababa de despertarse. Hacía cuatro días que no era más que un hombre solitario, al mando de un barco vacío.

Los policías, al declararse en huelga, lo habían abandonado.

El prefecto llevó la mano a la mesita de noche y llamó a su criado. Cinco minutos después, grave y digno como un mayordomo inglés, entraba aquél llevando el desayuno.

—¿Algo nuevo, Georges? —preguntó el prefecto, poniéndose la bata.

—Sí, señor prefecto —contestó el criado con voz mesurada—. Hay algo nuevo: ¡Han vuelto!

Amédée Bussière se calzó sus zapatillas, salió precipitadamente al corredor y miró por la primera ventana que encontró. El espectáculo que se ofreció a su vista hizo que sus manos asieran nerviosamente las solapas de la bata. En el patio, alrededor de un Citroën negro, se agrupaban centenares de hombres, muchos de los cuales iban armados con fusiles, revólveres y granadas.

—¡Es la revolución! —murmuró el prefecto, aterrado.

Montado sobre el techo del coche, un joven alto, que llevaba en el brazo un brazalete tricolor, arengaba a los hombres. Era Yves Bayet.

—¡En nombre de la República —gritaba—, en nombre del general De Gaulle, tomo posesión de la prefectura de policía!

Aquellas palabras fueron saludadas con un largo clamor. Luego un clarín lanzó las notas agudas de una canción, coreada de inmediato por todos. Amédée Bussière se puso instintivamente en posición de firme. Bajo aquel cielo de verano, se escuchaban las notas fervorosas y potentes de La Marsellesa.

Un ciclista que pasaba por azar bajo las ventanas de la prefectura se detuvo también a escuchar. Para el comunista Rol nada podía ser más sorprendente que aquella Marsellesa. Dentro de un saco tirolés que colgaba del manillar, llevaba un ejemplar de la primera orden de insurrección que acababa de distribuir entre su Estado Mayor[71]. Y en el fondo del mismo saco, cuidadosamente envuelto, había el mismo uniforme que había llevado por última vez en el tren de Barcelona, cuando fueron evacuadas las brigadas internacionales. Dentro de poco, en el nuevo cuartel general de la calle Schoelcher, donde iba a instalarse, se pondría el viejo pantalón de paño y la chaqueta a la que había cosido cinco galones de coronel.

Rol estaba estupefacto. La toma de la prefectura, aquella fortaleza, no formaba parte de su plan de acción. Dándose cuenta de que había sido engañado, decidió vestirse inmediatamente de uniforme para entrar en la prefectura e imponer su autoridad a aquellos rebeldes que habían obrado sin sus órdenes y que le hacían correr el riesgo de que su propio plan se viera comprometido.

Pero el gaullista Yves Bayet preparaba una nueva sorpresa para el coronel de las FFI. En el bulevar de Saint-Germain, no lejos de allí, salía de un coche negro para acercarse a un hombre de cara enflaquecida, que leía el periódico, sentado en la terraza del café Deux Magots.

—Señor —le dijo—, hemos tomado la prefectura. A partir de ahora queda a cargo de usted.

El hombre sonrió satisfecho. Se levantó, se caló el sombrero y subió al coche.

Se llamaba Charles Luizet. Este antiguo militar, lanzado en paracaídas en el Midi de Francia siete días antes, era el primer alto funcionario que, en nombre del general De Gaulle, iba a ocupar un cargo en París.

Los gaullistas, al apoderarse de la prefectura, aquella ciudad dentro de la propia ciudad, habían dado un gran golpe. Sus propias fuerzas contaban a partir de ahora con un sólido punto de apoyo para poder maniobrar y controlar a sus adversarios políticos.

Rol había llegado una hora demasiado tarde.

Al mismo tiempo que el nuevo prefecto, entró en el edificio un tímido desconocido y se dirigió al Laboratorio de la policía municipal, cargado con dos maletas. Aquellas maletas llevaban un extraño contenido: ocho botellas de ácido sulfúrico y varios kilos de clorato de potasa. En el secreto de su laboratorio de química nuclear, donde su suegra había descubierto el radio, el tímido desconocido había preparado la fórmula de una botella explosiva que iba a ser un arma temible en manos de los sublevados de París.

Era Frédéric Joliot-Curie.