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En el París de aquel día de la Asunción, la tragedia de Pantin debía pasar casi inadvertida. La mayor parte de los tres millones y medio de parisienses, angustiados por el espectro del hambre, se preguntaban qué comerían aquel día y los sucesivos. Los cupones de racionamiento ya no eran atendidos, los paquetes no llegaban y en la mayoría de los hogares se habían agotado las pocas reservas existentes. Cierto monsieur Chevalier, de la Academia de Ciencias, se esforzaba en tranquilizarlos desde Le Petit Parisien:
En caso de situación desesperada, el pueblo debe saber que las hojas de los árboles son comestibles. En particular, la de los tilos, los olmos y los fresnos.
Otra amenaza esperaba el despertar de los habitantes de París. Durante la noche, las paredes de la ciudad habían sido cubiertas por letreros amarillos y negros, firmados por el general Von Choltitz. En ellos se advertía que el orden sería mantenido «con la más extrema severidad». El gobernador de París había decidido, por esta razón, prohibir el principal acontecimiento del día, la gran procesión de todos los niños de la ciudad hacia la catedral de Notre-Dame, para pedir a la Virgen María, patrona de Francia, que protegiera a París, su capital.
Sobre el puente de Neuilly, al oeste de la capital, a la hora en que debería haber empezado la procesión de los niños, un capitán alemán de treinta y seis años se apeaba de un Kuberwagen recubierto de follaje. Werner Ebernach detuvo con un gesto del brazo la columna de camiones de la 813.ª Pionierkompanie que seguía a su coche y se adelantó hasta el parapeto del puente. El oficial de ojos azules, que había perdido tres dedos de la mano izquierda en la voladura de una isba en el frente ruso, encendió un cigarrillo y contempló el río. Nunca hubiese creído que fuera tan ancho. Pensó que el Spree, que cruzaba Berlín, su ciudad natal, no era a su lado sino un riachuelo. Ebernach podía ver ante él, partiendo del follaje del Bois de Boulogne, los arcos majestuosos del puente de Puteux. Por el otro lado, hacia arriba, el puente de La Jatte franqueaba en dos tramos una islita llena de casas grises. El capitán desplegó un mapa sobre el borde del parapeto y comenzó a contar lentamente.
De un extremo a otro de París, entre el arrabal de Pecq, en el Oeste, y el de Choisy, en el Sudeste, cuarenta y cinco puentes como los que Ebernach tenía ante sus ojos franquean el Sena. Estos cuarenta y cinco puentes son las arterias vitales por las que circula la sangre de toda la aglomeración parisiense. Aparte la población y los vehículos que los cruzan, por entre sus tablas o por debajo de sus arcos pasan también el río, el Metro, el gas, la electricidad, el agua, el teléfono… Sin estos puentes, el Sena, con sus meandros, volvería a ser lo que había sido dos mil años antes: un formidable obstáculo natural. El capitán alemán Ebernach ignoraba, sin duda, que algunos de estos puentes constituían verdaderas obras de arte y que otros eran testigos mudos de la historia. Los nombres de los héroes grabados en las pilastras del puente de Austerlitz evocaban la epopeya napoleónica, y las piedras del puente de la Concordia eran las de la Bastilla. La estatua de santa Genoveva, patrona de París, velaba sobre los sillares seis veces centenarios del puente de la Tournelle. La historia de Francia y de París estaba escrita sobre aquellos cuarenta y cinco puentes. El capitán Werner Ebernach llevaba en el bolsillo de la chaqueta, bajo la Cruz de Hierro de primera clase, un papel azul que luego enseñaría al general Choltitz. Lo firmaba el propio coronel general Jodl y llevaba la mención «KR Blitz. Muy urgente». Era la orden de preparar la destrucción de los cuarenta y cinco puentes de la aglomeración parisiense. Werner Ebernach ignoraba por qué Hitler exigía que se demoliesen tales construcciones. Ebernach, un simple técnico, no conocía los secretos de los dioses del O. K. W. y de su estrategia. Durante su carrera, había hecho saltar decenas de puentes y no creía que los de París ofrecieran mayores dificultades que los de Kiev o de Dniepropétrovsk. Dentro de poco, podría, pues, predecir ante el gobernador de París que «el Sena dejaría de fluir cuando las piedras de todos los puentes de París hubiesen caído dentro de él».
Antes de subir nuevamente a su Kuberwagen, el capitán Werner Ebernach quiso hacer una verificación importante. Acompañado por el jefe de la sección de explosivos de su unidad, el Hauptfeldwebel Hegger, bajó al ribazo y observó atentamente los puntos de anclaje de la obra. De repente, el haz de su lamparita iluminó la placa metálica que buscaba en la bóveda. Como si acabase de hacer un descubrimiento, Ebernach exclamó:
—¡Vaya, Hegger! Gracias a las Sprengkammers (cámaras de minas) hechas por los franceses, esto irá aún más rápido de lo que yo creía.
El sol inundaba de luz el claro de encinas. Por primera vez desde hacía meses, el general Chaban-Delmas oyó el canto de los pájaros. A tres kilómetros del camino polvoriento que acababa de recorrer, los primeros tanques estadounidenses entraban en el pueblo de Connerré, cerca de Mans, célebre en toda Francia por sus albóndigas.
París se encontraba a menos de ciento cincuenta kilómetros, a vuelo de pájaro. Los dos oficiales estadounidenses que acababan de conducir al general hasta el extremo límite del avance aliado, le entregaron entonces una bicicleta y una pequeña maleta que contenía un equipo de jugador de tenis, una raqueta, un pollo y una coliflor, envueltos en un periódico.
Chaban-Delmas se cambió de traje, endosándose el disfraz con el cual esperaba poder franquear las líneas alemanas. Luego metió cuidadosamente en su maleta el uniforme de general, que no había llevado más que cuatro días.
Mientras cerraba la maleta, uno de los dos oficiales estadounidenses, un mozo alto y delgado, aventuró con aire embarazado que le agradaría conservar un recuerdo del poco rato que habían pasado juntos.
—Es usted el primer general francés que vemos —confió a Chaban-Delmas. Y añadió en tono de admiración—: ¡Llegará usted a París en bicicleta antes que nuestros tanques!
Chaban-Delmas se emocionó. Arrancó cuidadosamente las dos estrellas de la manga de su chaqueta y dio una a cada oficial estadounidense.
Luego, les estrechó la mano, montó en bicicleta y desapareció a lo largo del camino polvoriento, en dirección a París.
El joven escritor Paul Andréota había decidido también efectuar una salida aquella tarde. Sería un viaje muchísimo más corto que el de Chaban-Delmas, pero no menos memorable para él. Andréota, como todos los franceses de su edad, había sido requisado por el Servicio de Trabajo para ir a trabajar a Alemania. Hasta el momento, había logrado escapar a las pesquisas y, por ello, procuraba no salir a menudo, para no caer en alguna de las frecuentes redadas que los alemanes llevaban a cabo en París.
Juntamente con Gloria, su esposa, y Nimbus, su perrito griffon, subía por los Campos Elíseos cuando fue abordado por un hombre que aparentaba una treintena de años.
—Do you speak english? (¿Habla usted inglés?) —preguntó.
Paul y Gloria se sobresaltaron. Las cárceles estaban llenas de franceses detenidos mediante este sistema por agentes provocadores. En un inglés que parecía ser muy americanizado, el desconocido les confesó que se había perdido y les pidió que le guiaran a la calle Lauriston. Andréota y su esposa, perplejos, se interrogaban mutuamente con la mirada, cuando Nimbus, con un fuerte tirón de la correa, les llevó a los tres hacia la Étoile. Diez minutos después, llegaban ante la casa a la que el hombre se dirigía. Se lanzó entonces a los brazos de Gloria y exclamó, esta vez en un francés impecable:
—¡Es usted la primera parisiense que abraza a un oficial estadounidense! Permítanme que les dé las gracias y les anuncie que París será liberado dentro de pocos días.
Y entró en la casa[45]. Paul y Gloria vieron entonces, aterrorizados, que en la acera de enfrente acababan de detenerse cuatro botas negras. Cuando comprendieron lo que miraban los dos centinelas alemanes, exhalaron un suspiro de alivio: los dos soldados contemplaban a Nimbus, su griffon de pelo rojo.
La orden que el capitán Werner Ebernach llevaba en la mano, al entrar en su despacho, no supuso la menor sorpresa para Dietrich von Choltitz que conocía perfectamente el texto de aquella orden. Le había sido mandada una copia por el O. K. W. En cambio, sí que fue una sorpresa la presencia del propio Ebernach. Antes de la guerra había tenido ocasión de apreciar el brío con que Ebernach había ejecutado un trabajo parecido al que ahora se le había encargado. Durante las maniobras de 1936 en Gimma, Sajonia, Ebernach había destruido, de una sola vez, dos puentes sobre el Mulde, ante los ojos admirados de Choltitz y de un pequeño grupo de generales. El aspecto decidido y seguro de que hacía gala ahora indicaba al general que las promesas de su juventud habían cristalizado.
En la mente de Choltitz no había duda alguna de que, tal como prometía, podría ahogar el Sena entre las ruinas de sus puentes. Pero el gobernador de París quería conservar el control absoluto de la operación.
—Tomad las medidas necesarias —respondió al capitán.
Sin embargo, le advirtió de que no debía iniciarse destrucción alguna sin su autorización personal. Recuerda haber puesto entonces la mano sobre los hombros del fogoso capitán y haberle dicho:
—El Sena, Ebernach, no es el Mulde; París no es Gimma y no son solamente los ojos de un puñado de generales los que nos están mirando, sino los del mundo entero.
Inmediatamente después de haber salido Ebernach del despacho del general Von Choltitz, entró el jefe de Estado Mayor, coronel Von Unger. Traía dos informes en sus manos. El gobernador no hizo más que encogerse de hombros al leer el primero; se refería a la huelga de policías. El segundo, por el contrario, le forzó a esbozar una mueca. En una emboscada tendida por la Resistencia en el arrabal de Aubervilliers, habían sido muertos aquella tarde ocho soldados alemanes. Era el primer incidente grave que se producía en la ciudad.
Von Unger cuenta que Von Choltitz buscó Aubervilliers en el plano mural. Cuando su dedo regordete se detuvo en el borde norte del plano, Von Unger le oyó suspirar, murmurando:
—Hoy nos atacan en el arrabal. Mañana lo harán en París.
Unos tras otros, los vagones de ganado fueron sacudidos como eslabones de una gran cadena. Sobre los rieles del apartadero de Pantin vacilaron las ruedas y empezaron luego a rodar. Para los dos mil seiscientos desgraciados que los ocupaban, los siniestros crujidos de los vagones al ponerse en movimiento significaban el fin de una pesadilla. De uno de los viejos vagones de madera que se llevaban aquel cargamento de miseria y dolor, salió entonces un canto, que corearon de inmediato todas las voces de los demás vagones: La Marsellesa.
Cuando los ecos de La Marsellesa se extinguieron en la noche, la periodista Yvonne Pagniez oyó salir otro canto del último vagón del tren. Sobre todas las demás, dominándolas, reconoció la cálida y vibrante voz de Yvonne Baratte, la joven que la noche anterior había adornado con margaritas el pequeño altar de Romainville.
—Es solamente Au revoir, hermanos… —cantaba—. Sí, volveremos a vernos…
El viejo reloj de números góticos de la estación de Pantin marcaba casi las doce de la noche. Con lágrimas en los ojos, un viejo ferroviario se dirigió a una mujer que esperaba ante la estación y exclamó:
—Se acabó. ¡Ya se han ido!
Al oír aquellas palabras, Marie-Hélène Lefaucheux subió a la bicicleta y se fue. Tres horas después, saldría hacia el Éste en bicicleta, completamente determinada a alcanzar el tren y a seguirlo hasta donde le fuera posible.
Un silencio extraño reinaba en las cárceles casi vacías de Fresnes y de Romainville. Sola, al lado del jergón vacío que había ocupado Nora, la pequeña cantante polaca, Yvonne de Bignolles, la cocinera de Romainville, no dormía. Lloraba.
En Fresnes, el ingeniero Louis Armand, roto, desesperado, tampoco dormía. Aguzaba inútilmente el oído para oír el tintineo metálico de las cucharas sobre las tuberías, sistema por el cual se transmitían cada noche las noticias. Los muros de Fresnes aquella noche estaban silenciosos. Louis Armand sólo oía la voz interior que le decía que al día siguiente, al igual que todos los demás que quedaban en la cárcel, sería fusilado.
Al otro extremo de la cárcel, en el departamento de mujeres, la secretaria Geneviéve Roberts, que se había dejado detener para salvar a su jefe, oía la misma voz. En el momento en que arrancaba el tren de Pantin, había entrado en la celda el capellán para llevarle la Sagrada Forma. A Geneviéve ya no le importaba saber si sería o no fusilada, sino solamente cuándo. Hacia la una de la madrugada, oyó ruido en el pasillo. Se dijo que había llegado la hora. Giró la llave en la cerradura y la puerta se abrió. Como si se tratara de un paquete de ropa sucia, un guardián tiró a una mujer dentro de la celda. Era Nora, la pequeña cantante tuberculosa de Romainville. En el último instante, un terrible acceso de tos la había salvado del convoy de Pantin.