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Desde lo alto de una colina de Saint-Germain-en-Laye, un general alemán solitario contemplaba el paisaje con sus gemelos. Al pie de la colina, dentro del Horch negro de ocho cilindros, le esperaba su chófer y diez cotorras que parloteaban dentro de una jaula. Al general Gunther Blumentritt, igual que le sucedía a Montgomery, le gustaban mucho los pájaros.
Aquel día, el general que dos semanas antes había sugerido la aplicación en París de una táctica limitada de «tierra calcinada», había decidido darse por «sport», una emoción personal. Antes de tomar, a su vez, el camino del nuevo cuartel general, cerca de Reims, al que hacía una semana se había retirado el OB Oeste, quería ver llegar los tanques enemigos con sus propios ojos. Blumentritt era el único oficial que se encontraba aún allí. Se había despedido del jardinero francés y cogido una última rosa. En aquel momento, el general barrigudo sintió latir su corazón con mayor fuerza. A lo lejos, podía ver los carros enemigos emerger de entre una nube de polvo. Pronto oyó el fragor del combate que empezaba. Blumentritt devolvió entonces los gemelos a su funda, regresó al coche y se instaló cómodamente para el viaje que iba a separarle de la ciudad en que había vivido tan placenteramente. El chófer le dio entonces una noticia muy desagradable:
—Mi general —le dijo—, tendremos que apelar a Montgomery. ¡Se nos ha terminado la comida de las cotorras!
A veinte kilómetros más al sur de la altura desde la cual el general Blumentritt acababa de divisar los primeros carros de Leclerc, otro oficial observaba también con los gemelos, sobre la colina de Toussous-le-Noble, la progresión de los tanques enemigos. Pero él no lo hacía por deporte. El subteniente Heinrich Blankemeyer, del 11.° Flak Regiment, tenía orden de detener esos carros a cañonazos. En el mismo momento en que daba a su batería de 88 de autotracción las últimas instrucciones de puntería vio cómo los tanques enemigos se inflamaban uno tras otro. Las baterías vecinas acababan de abrir el fuego.
El corresponsal de guerra estadounidense Ken Crawford, de la revista estadounidense Newsweek, que se había refugiado en la cuneta que bordeaba el pequeño aeródromo que observaba Blankemeyer con los gemelos, contemplaba también cómo ardían los carros. Crawford estaba loco de rabia. Cinco minutos antes, frente a la iglesia del pueblo de Cháteaufort, Crawford se había encontrado a «papá» Hemingway, quien le había asegurado tranquilamente que el camino estaba libre.
Cerca del estadounidense, echado en la misma cuneta, el comandante Henri de Mirambeau, del 40.º Regimiento de artillería, miraba angustiado a los Sherman del 12.º Regimiento de coraceros cargar contra los lindes del aeródromo «como los antiguos caballeros andantes». Mirambeau y Crawford vieron cómo, uno tras otro, los tanques explotaban bajo los impactos de los cañones alemanes, emboscados ante el aeródromo. A doscientos metros a la derecha, el maestro cañonero Robert Mady, del Simoun, el carro en cuya santabárbara estaba guardado el pato del banquete, observó que un Sherman que iba delante de él, alcanzado por un cañonazo, daba un verdadero salto en el aire. El carro se incendió de inmediato. Luego, sin gobierno, empezó a recular hacia la columna de semicarros que lo seguían. Mady pensó que el carro, atestado de municiones causaría un destrozo enorme al explotar en medio de la columna. Sucedió entonces algo terrible. Dos de sus propios carros se dirigieron hacia el tanque en llamas y lo clavaron en el sitio a cañonazos.
Mirambeau, desde la cuneta, creyó haber localizado al fin el emplazamiento de las piezas alemanas. Los tiros parecían salir de un grupo de balas de paja alineadas al final de un campo de trigo, en el mismo borde del aeródromo. El oficial se arrastró hasta su jeep, milagrosamente intacto, y dio orden por radio a los cañones automotores de batir el borde de la llanura. Mirambeau vio entonces, estupefacto, cómo al empezar a caer los primeros obuses, todas las balas de paja se ponían en movimiento. El coronel Seidel, el distinguido pianista de Dresde, había colocado un cañón anticarro bajo cada bala.
Cuando por fin se hubo roto la resistencia alemana, Crawford vio llegar a «papá» Hemingway, luciendo una ancha sonrisa.
—¡Gorrino! —le espetó Crawford—. ¡Me habías asegurado que el camino estaba libre!
Hemingway se encogió de hombros:
—Necesitaba un cobaya para saberlo, ¿no te parece?
A lo largo de las tres rutas que seguía la 2.ª DB, la marcha fue atrasada por otros obstáculos tan potentes como el de Toussous-le-Noble, que causaron grandes pérdidas. Los Dodge con la cruz roja de los Rochambelles del 13.º Batallón médico[132], aparecieron pronto entre el humo de la batalla. Suzanne Torres, más conocida por Toto, al volante de su ambulancia, a la que había dado el nombre de Paris-Bourse en recuerdo del autobús que cogía diariamente para ir a la Sorbonne, descubrió de repente a un hombre colgando de un árbol. Su semicarro había tropezado con una de las minas que el general Hubertus von Aulock había sembrado por millares en el valle de la Chevreuse.
Toto y Raymonde, su compañera de equipo, se subieron sobre el techo de la ambulancia y descolgaron al hombre, al que la explosión le había arrancado la pierna derecha. El capellán Roger Fouquer, que las seguía en el Mercedes requisado a un coronel de la Wehrmacht, se detuvo:
—Padre —gimió el herido—, quisiera que fuera a ver a mi mujer y a mis chiquillos a Bergerac y les diga que he muerto por la liberación de París.
Muchos fueron los hombres que, al divisar aquel día al capellán desde lo alto de sus torretas, le hicieron seña de acercarse y le echaron la cartera, diciéndole a voz en grito, para hacerse oír por encima del estruendo de las cadenas:
—Padre, guárdeme esto hasta que lleguemos a París. ¡Por si acaso me matan hoy!
Fueron tantas las carteras llenas de fotografías, de dinero y de cartas que guardó el capellán en sus bolsillos, que parecía haber engordado repentinamente.
Los elementos de vanguardia entraban ya en la serie de pueblos del gran arrabal, imbricados unos en otros y en los que cada calle, cada esquina, constituía un emplazamiento ideal para un cañón anticarro. Muchas veces, en su afán de abrirse camino hacia París, los carros de la división atacaron a los cañones de frente, en lugar de hacerlos rodear primero y luego reducir por la infantería. De aquella forma, se ganaba tiempo, pero pronto el camino seguido por la división quedó jalonado por carros y vehículos carbonizados.
Sin embargo, lo único que importaba en aquella mañana grisácea de agosto era avanzar de prisa. Los hombres oían repetir continuamente las mismas palabras a través de sus receptores. Repercutían en las radios de los carros, los semicarros y los jeeps. «¡Más rápido! ¡Más rápido!». El marino-mecánico George Simonin, cuyo tanque destroyer Cyclone precedía a un pelotón de Sherman, a la salida de un viraje, justamente después de haber cruzado el Bièvre, descubrió de repente ante las cadenas de su carro a cinco alemanes heridos. Uno de ellos, apoyándose en los codos, trataba de arrastrarse hasta la cuneta. Instintivamente Simonin levantó el pie del acelerador a fin de no atropellarle. Pero en aquel preciso instante, por el receptor, sonó la voz furiosa del jefe de pelotón que gritaba: «¡Cyclone, más de prisa, por Dios!». Simonin cerró los ojos y apretó el acelerador.