15
Para el ingeniero Pierre Lafaucheux, de cuarenta y cinco años, el drama empezó el 7 de junio a las seis de la tarde, cuando fue derribada la puerta del apartamento que ocupaba en el número 88 de la calle Lecourbe. Aquella misma noche, la Gestapo detuvo de una sola vez a Lefaucheux, jefe de la Resistencia en París, y a siete de sus colaboradores. Era la mejor redada que habían hecho en cuatro años.
Pierre Lefaucheux yacía sobre un jergón de paja, en la oscuridad de una celda de la cárcel de Fresnes, con el cuerpo roto por los días de torturas. Aguzaba el oído, para poder percibir el ruido del carro que traía el café. Los crujidos de aquel vehículo, al rebotar sobre los adoquines desiguales del patio, cinco pisos más abajo, tenían un significado especial para Pierre y para los otros dos mil novecientos ochenta detenidos en la cárcel de Fresnes.
Sabían que, si el carro venía, era señal de que un nuevo convoy de prisioneros saldría aquel día de Fresnes para los campos de concentración alemanes. Pierre Lefaucheux oiría entonces abrir, una tras otra, las pesadas puertas de las celdas de los que partirían. En el alba brumosa, la roulante les llevaría el último café que beberían sobre suelo francés. Tendido, angustiado, Pierre esperaría entonces a que el carro pasara ante su puerta. Cuando su crujido se fuera por fin alejando hacia el fondo del corredor, dejaría escapar un hondo suspiro.
Por el tragaluz de su celda, Pierre vio aparecer las primeras luces de la madrugada. Se sentía aliviado. La mañana avanzaba. Podía, pues, estar seguro de que en aquel día, el 10 de agosto, la roulante del café no se presentaría.
Pierre sabía, por tanto, que iba a pasar una nueva jornada, la número sesenta y cuatro, en la cárcel de Fresnes. Una nueva jornada durante la cual no sería deportado a Dachau o a Buchenwald, durante la cual los ejércitos aliados se acercarían un poco más a París, durante la cual podía tener la esperanza de que, de una forma u otra, sería liberado pronto.
Para Pierre Lefaucheux, como para todos los prisioneros de la Gestapo en París, para los tres mil doscientos treinta prisioneros políticos de Fresnes y del fuerte siniestro de Romainville, para los mil quinientos treinta y dos judíos encarcelados en los barracones del campo de Drancy, aquellas mañanas de agosto eran mañanas de espera y confianza.
El agente de cambio Georges Apel miraba desde su ventana del bloque III, de Drancy, la hilera de autobuses verdes, alineados bajo el sol matinal. Antiguamente, estos autobuses llevaban a los parisienses por las calles de la ciudad. Georges Apel sabía que ahora servirían para transportar a los últimos judíos del campo de Drancy hasta la pequeña estación próxima de Bobigny, donde los embarcarían en vagones de mercancías. Nadie sabía mejor que Apel lo que les esperaba al final del viaje. Desde julio de 1943, había logrado esquivar la deportación, trabajando en la administración del campo. No se hacía ilusión alguna sobre el significado de estas deportaciones. Aquella mañana, Apel se había enterado de que también él iría en el último convoy que saliera de Bobigny. El comandante austríaco del campo, el Hauptsturmführer Brunner, le había entregado la víspera una lista de cincuenta prisioneros que debían ser mandados a Alemania, costase lo que costase. En ella figuraba su propio nombre.
En el fuerte de Romainville, el anuncio de que un nuevo convoy se preparaba consistía en un cuaderno que aparecía bajo el brazo de un teniente de las SS. El día de la salida, el oficial llevaba siempre consigo dicho cuaderno cuando llegaba al campo, antes de la diana de las seis. Durante la diana, abría el cuaderno y tachaba los nombres de los prisioneros que debían partir.
La prisionera Yvonne de Bignolles, cocinera del campo, al vaciar como cada mañana el bote de confitura dentro de la cacerola, espiaba la llegada del oficial con su cuaderno. Sabía que en el fondo del bote encontraría el pequeño trozo de papel higiénico, disimulado allí por la vieja conserje a quien los alemanes permitían traer diariamente aquella modesta oferta: un bote de confitura para doscientos cincuenta y siete prisioneros. Yvonne de Bignolles sacudió el fondo del bote y encontró por fin el pequeño trozo de papel. Aquel día, llevaba estas palabras: «Señal de estadounidenses Alençon». Ebria de alegría, la joven se lanzó en brazos de su mejor amiga del campo, una pequeña y tuberculosa cantante polaca, llamada Nora. Yvonne murmuró:
—¡Están en Alençon!
A la hora del desayuno, este mensaje de esperanza había de esparcirse por todo el campo para permitir a doscientos cincuenta y siete prisioneros angustiados soportar aunque sólo fuera un día más.
Para ciertos prisioneros de la Gestapo, en cambio, la deportación a Alemania parecía ser la suerte más envidiable. Muchos de ellos creían, juntamente con la periodista bretona Yvonne Pagniez, detenida en Fresnes, que todos los que quedasen después del último convoy serían fusilados. Para hombres como el capitán Philippe Kuen y el ingeniero Louis Armand, cualquier cosa parecía preferible a las torturas de la Gestapo en la calle de Saussaies. Kuen, al adjunto de Jade Amicol del Intelligence Service, y Armand, jefe de una red de la Resistencia en los ferrocarriles franceses, acababan de llegar a Fresnes. La Gestapo conocía la importancia de estos dos hombres. No se detendría ante suplicio alguno para quebrar la resistencia y obtener los informes que buscaba. Para Armand y Kuen, esto significaba, pues, que, de un momento a otro, podían ser arrojados dentro de un furgón negro y conducidos a la calle de Saussaies.
Con la oreja pegada contra la pared, Louis Armand escuchaba una voz casi imperceptible que atravesaba el espesor del muro. Por fin, reconoció la voz de su vecino de celda:
—¡Valor! —le gritaba—. ¡No partiremos!
No obstante, dada la ocasión, nada habría hecho más feliz a Louis Armand que saber que iba a dejar Fresnes.
A algunos kilómetros de la cárcel de Fresnes, en la dulce comodidad de su lujoso apartamento de la calle Montrosier, un hombre pequeño y regordete, vestido con un pijama de seda blanca, hacía inventario mental de todos los alemanes que conocía en París. Raoul Nordling, cónsul general de Suecia, conocía a muchos alemanes. En su calidad de decano del cuerpo consular de la capital, había sido invitado con regularidad a las recepciones oficiales. Mientras se paseaba a lo largo de la habitación, cuyas ventanas se abrían sobre las frondosidades del Bois de Boulogne, Nordling buscaba un medio de llegar hasta el alemán a quien deseaba ver aquel día. Sólo conocía a aquel hombre bajo el nombre de Bobby. Se había encontrado con él una sola vez, en la terraza de «Chez Francis» situada en la plaza de Alma. Les había presentado mutuamente el único alemán en quien confiaba Nordling, un hombre de negocios de Berlín, acerca del cual sospechaba el sueco que se hallaba en relación con el Abwehr, el servicio secreto del Ejército alemán.
—Si tiene usted alguna vez necesidad de que alguien le abra una puerta —le había aconsejado—, diríjase a Bobby. Él es capaz de abrir todas las puertas de París[28].
Raoul Nordling tenía, en efecto, necesidad de hacerse abrir un cierto número de puertas. Puertas de verdad, precisamente aquéllas que cerraban las celdas de Pierre Lefaucheux, de Yvonne de Bignolles, de Louis Armand, de tantos miles de prisioneros políticos que él deseaba colocar bajo la protección de la Cruz Roja. Nordling sabía que, en Caen y en Rennes, las SS, antes de partir, habían exterminado a sus prisioneros. Estaba seguro de que en París sucedería lo mismo. Todas las gestiones que había llevado a cabo cerca de la Gestapo hasta aquella fecha habían fracasado. Pero la Gestapo se retiraría pronto[29] y, de no haberse producido lo irremediable, sería la Wehrmacht quien se hiciera cargo de los prisioneros políticos. Esta perspectiva le concedía una nueva oportunidad. Haría una gestión cerca del nuevo gobernador de París. Y estaba seguro de que, si podía encontrarlo, Bobby era el hombre que le hacía falta para poder llegar hasta el general.
Emil Bender cerraba sus últimas maletas en el apartamento del número 6 de la calle Euler, que había requisado para su uso personal. Dentro de algunas horas, saldría de París. Había recibido orden de su superior, el coronel Friedrich Garthe, jefe de la Abwehr en Francia, de presentarse en Sainte-Menehould, antes de la caída de la noche. Pero Bender tenía otros proyectos. Su intención era aprovechar el pase de la Abwehr para salir aquel mismo día en dirección a Suiza, reunirse con su prometida y apartarse de la guerra.
El bello piloto de sienes grisáceas sentía tristeza al abandonar París. Emil Bender figuraba como pseudorrepresentante de una fábrica suiza de pasta de papel. En realidad, trabajaba por cuenta de la Abwehr, desde el 18 de junio de 1940. Su primera misión estribó en infiltrarse en el mundo de los negocios franceses. Más tarde, la Abwehr le encargó la delicada misión de buscar y hacer requisar los objetos de valor cuya venta en Suiza pudiera procurar a la Abwehr las divisas necesarias para pagar a los miles de agentes que empleaba en el mundo entero. Era también, desde 1941, uno de los miembros más importantes de una red antinazi que se había formado dentro del mismo seno de la Abwehr.
Bender recuerda aún que la llamada telefónica de Nordling le alcanzó momentos antes de dejar su apartamento. Fue precisa toda la habilidad del viejo diplomático para que Bender consintiera finalmente en aplazar su viaje por algunos días. Prometió su apoyo al cónsul. Pensó que al cabo de tres o cuatro días podría cruzar todavía la frontera suiza.
Se equivocaba. Quince días más tarde, habría sido hecho prisionero por los franceses. Sin embargo, durante aquellas dos semanas, tendría ocasión de pagar cien veces a los franceses todos los cuadros y joyas robadas por la Abwehr en París.