5
Colette Massigny estaba enamorada. Nada en el mundo, ni siquiera los combates entablados en las calles de París, le impedirían visitar a su novio, el estudiante Gilíes de Saint-Just. Gilíes se había refugiado en una buhardilla de la calle Saint-Benoit. Desde hacía seis semanas, Colette era la única persona que le visitaba.
Encorvada sobre el manillar de la bicicleta, con los rubios cabellos ondeando al aire, bajaba por la avenida de los Campos Elíseos. Eran las siete de la tarde.
Al llegar a la plaza de la Concordia, Colette oyó tiros hacia los muelles del Sena. Giró a la izquierda y tomó por la calle Rivoli. Orgullosa y provocativa, con el vestido rosa hinchado por el viento como una corola, la joven pedaleaba en la calle solitaria, donde ondeaban las cruces gamadas negras.
Desde un balcón del número 228 de la calle de Rivoli, dos hombres miraban pasar a la joven en bicicleta.
—Me gustan estas lindas parisienses —decía con voz tranquila el general Von Choltitz al cónsul de Suecia, Nordling—. Sería una verdadera tragedia verse obligado a matarlas y a destruir su ciudad[77].
Nordling movió la cabeza con tristeza. ¿Sería posible que el hombre que tenía ante sí estuviese decidido a destruir París? Destruir París, le había dicho a Choltitz, «sería un crimen que la historia no perdonaría».
El alemán se encogió de hombros.
—Soy un soldado —respondió con resignación—. Recibo órdenes y las cumplo.
Hacia el lado de la Île-de-la-Cité se oyeron unos disparos. La cara de Choltitz se endureció. Sintió que le invadía una ola brutal de ira.
—Los haré salir de su prefectura —rugió—. Los aplastaré bajo las bombas.
Nordling no sabía que el ataque debía empezar al día siguiente al alba. Lanzó una mirada sorprendida al alemán y le preguntó si se daba cuenta de que toda bomba que fallara su objetivo iría a caer sobre Notre-Dame o sobre la Sainte-Chapelle.
Choltitz se encogió nuevamente de hombros. No había tenido ni un solo pensamiento para aquellos tesoros que se hallaban tan cerca del objetivo.
—Usted sabe cuál es la situación, señor cónsul —dijo impasible—. Póngase en mi lugar ¿Qué otra solución propone usted?
Raoul Nordling tenía, en efecto, una proposición que presentar al comandante del Gross Paris. Pocos minutos antes, había sonado el teléfono de su despacho en la calle de Anjou. Nordling había oído una voz angustiada que le decía:
—La situación de la prefectura es desesperada. Trate de hacer algo[78]…
Nordling había pedido entonces a Choltitz que le recibiera. En el corto trayecto desde la calle de Anjou al hotel Meurice, había tenido una idea.
Nordling propuso al general alemán un «alto el fuego temporal, para recoger a los heridos y los muertos». Si era respetado, podría prorrogarse.
Dietrich von Choltitz recuerda haberse sobresaltado ante la proposición del diplomático sueco. En treinta años de vida militar, nunca había pedido ni acordado un «alto el fuego». No obstante, al reflexionar, le pareció que la audaz proposición presentaba varias ventajas.
El cese de los combates permitiría a la Villa recobrar nuevamente la calma, lo cual era su preocupación principal. Las tropas que combatían quedarían libres para otros menesteres. Las vías de comunicación a través de París permanecerían para las unidades en retirada. Pero, sobre todo, si el éxito coronaba la tentativa de alto el fuego, el ataque previsto para el alba ya no tendría objeto. Choltitz se daba cuenta de que aquel ataque sería un gesto irrevocable, una especie de declaración de guerra a la ciudad. El alemán sabía que, cuando los aviones alemanes aparecieran sobre el cielo de París, sería demasiado tarde para retroceder. Era la decisión más importante que había debido tomar en toda su carrera.
Y a Von Choltitz no le gustaba tomar decisiones tan graves.
La autonomía relativa que le concedía el mando sobre París suponía para él una experiencia nueva. Hasta entonces, preso en las ruedas de un engranaje militar bien organizado, no había sido más que un ejecutor. Y he aquí que, a la mañana siguiente de su viaje a Rastenburg, durante el cual había perdido la fe en el destino del Tercer Reich y en el de su jefe, las circunstancias le colocaban al frente de una capital donde habría de tomar graves decisiones. Y la propuesta del cónsul de Suecia le permitía anular, por lo menos temporalmente, una de aquellas graves decisiones.
—Si los jefes de la prefectura pueden demostrar durante la hora próxima —dijo por fin— que tienen autoridad sobre sus hombres, acepto discutir las condiciones de un alto el fuego definitivo. —Luego, bajando súbitamente la voz, según recuerda Nordling, añadió—: Le pido, señor cónsul, que haga todo lo posible para que mi nombre no aparezca asociado a estas negociaciones.
Choltitz sabía que la sola idea de un alto el fuego era contraria a las instrucciones que había recibido. Si el Feldmarschall Model, su superior directo, se enteraba de que negociaba con los «terroristas», las consecuencias podían ser incalculables, tanto para él mismo como para la ciudad.
El general Von Choltitz no deseaba aquella noche más que una cosa: que renaciera la calma, sin necesidad de una prueba trágica de fuerza.
Acompañó a Nordling hasta la puerta, le estrechó calurosamente la mano y llamó al coronel Von Unger. Secamente informó a su jefe de Estado Mayor de que el asalto previsto para al día siguiente quedaba temporalmente aplazado[79].
Con gesto cansado, Edgard Pisani alargó el brazo y descolgó el receptor. Con aquélla eran quizá doscientas las veces que había sonado el teléfono. Pronto no quedaría nadie para contestarlo en el soberbio despacho del director de gabinete. Pisani y sus hombres esperaban verse desbordados de un momento a otro.
—Mis respetos, señor cónsul —contestó. Nordling le dio entonces una noticia fantástica: los alemanes habían aceptado, en principio, un alto el fuego.
Pisani saltó literalmente del sillón y cayó en brazos del brigadier Fournet.
—Antoine —gritó—, ¡hemos salvado París!
A pesar de la exclamación de Edgard Pisani, París estaba muy lejos de haber sido salvado. Los expertos en demolición del ingeniero Bayer, en su despacho del cuarto piso del hotel Meurice, continuaban febrilmente la preparación del plan de destrucciones exigidas por el O. K. W. Los martillos neumáticos seguían excavando las cámaras destinadas a los explosivos, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en el Palais-Bourbon, en la central telefónica de Saint-Armand, en el Senado, en casi todos los edificios ocupados por la Wehrmacht.
Pero la sublevación de los parisienses había impedido que los soldados de Choltitz pudieran proceder a las primeras destrucciones aquel mismo día. Quizás había sido incluso suficiente el valor de un solo hombre, vestido de mono azul, para tener a raya la locura destructora de Hitler. El electricista François Dalby, el hombre a quien el conservador del Palais de Luxembourg había acudido en demanda de socorro, en pocas horas de trabajo paciente, había logrado provocar cinco largas averías de corriente, durante las cuales los martillos neumáticos habían permanecido inactivos. Dalby era el único que podía realizar tal hazaña. Toda la instalación eléctrica del Senado era obra suya. Pero, en todo momento, se exponía a pagar aquel sabotaje con la vida.
Había otro francés que sabía que iba a ser fusilado. Armand Bacquer vio deslizarse el agua negra en la noche. Súbitamente se le ocurrió una idea. «Si me ponen ante el agua —se dijo—, saltaré dentro antes de que tengan tiempo de dispararme». Pero los alemanes empujaron a Bacquer a lo largo del parapeto de Cours-la-Reine. Sentía tras él la respiración anhelante de su compañero, el policía Maurice Guinoiseaux, detenido aquella misma mañana, al volante de una camioneta llena de armas, destinadas a la prefectura de policía.
Los dos hombres se hallaban ahora cara a la pared. No cambiaron entre ellos ni una mirada ni un suspiro. Bacquer pensó de pronto en su padre y su madre, en la plaza de Glomel su pueblo natal, y en el día de Saint-Germain, el Patrón de Glomel. Oyó a su espalda el ruido de las botas que reculaban hacia el agua. Pensó en que había nacido el día 11 de noviembre, lo cual resultaba gracioso, ya que ésa era la misma fecha del armisticio. En una fracción de segundo, vio la cara de su padre y luego la de su mujer, Jeanne, y se dijo que el día siguiente encontrarían su cuerpo.
Bacquer oyó el clic de una culata al cerrarse. Quiso volverse para «no ser muerto por la espalda», pero una ráfaga le cogió de lado, dándole primero en la pierna derecha, luego en la rodilla, en el muslo, en el cuello del fémur y, finalmente, en el pulmón izquierdo. Después, la ráfaga de balas alcanzó a Guinoiseaux en el cuello y en la cabeza. La última bala le entró por la nuca y salió por un ojo.
Bacquer notó una quemadura en la pierna y un golpe en el pecho que le cortó la respiración. Cayó rodando encima de Guinoiseaux. Por último, escuchó una voz lejana, como si viniera de otro mundo, que decía: Fertig! (Terminado).
A dos mil kilómetros de París, en la oscura cabina de piloto, el coronel André de Marmier, de las Fuerzas Aéreas Francesas Libres, observaba las agujas fluorescentes del tablero de su Lodestar. Ante él, a mil metros, justo al final de la corta pista, se encontraba el Mediterráneo, negro y amenazador. El avión que el coronel De Marmier iba a lanzar sobre aquella pista quizá no llegara a despegar jamás. A causa de los tres mil seiscientos litros de gasolina que llevaba, dos veces más de la que podían contener sus depósitos normales, tenía media tonelada de sobrecarga.
De Marmier accionó lentamente la palanquita del gas, hasta que las agujas señalaron dos mil setecientas revoluciones. El avión empezó a vibrar. La temperatura de los motores subió a cuarenta, cuarenta y cinco y cincuenta grados.
—¿Preparado? —preguntó entonces.
—¡Preparado! —contestaron al unísono el mecánico Aimé Bully y el radiotelegrafista Venangeon.
De Marmier soltó los frenos y el avión saltó hacia delante. Con los ojos fijos en las esferas, el piloto apretaba el mando, mientras el aparato rodaba sobre el asfalto. Quinientos, setecientos, ochocientos metros, el aparato sobrecargado «se arrastraba como una locomotora vieja». Marmier podía ver, al fin de la pista, las crestas transparentes de las olas. Mil metros. Aferrado al elevador, el piloto mantuvo el aparato en línea recta por encima de las crestas de las olas. Durante unos segundos, que parecieron interminables a De Marmier, la aguja del altímetro siguió a cero. Luego, lentamente, comenzó a oscilar. El piloto plegó el tren y dibujó un viraje. Por encima de los hombros del navegante, pudo ver entonces una roca que emergía de las agua: Gibraltar.
André de Marmier se enjugó las gotas de sudor que le resbalaban por la cara. Acababa de efectuar con éxito el despegue más difícil de sus quince mil horas de vuelo.
Tres pasos tras él, en la cabina del Lodestar, el pasajero que transportaba aquella noche se desabrochó el cinturón y, haciendo caso omiso de las consignas de seguridad, encendió un cigarrillo. Era Charles de Gaulle.
De Gaulle se había negado a esperar la fortaleza volante estadounidense que debía llevarlo a Francia. Contra el consejo de sus propios colaboradores y de las autoridades británicas de Gibraltar, había decidido salir en su avión. Ignoraba aún que París se hubiese sublevado.
Economizando cuidadosamente el carburante para el más largo viaje que haría jamás el Lodestar Lockheed France, el piloto contorneó el cabo San Vicente, al sur de Portugal, y viró hacia el Norte, a lo largo de la costa portuguesa. A la derecha, apareció Lisboa, rutilante de luces en la noche. Más allá, en la costa noroeste de España, De Marmier vio un último faro, el del cabo Finisterre. Después no encontraría ya baliza alguna que pudiera guiarle. Con todas las luces apagadas, volaría en línea recta hacia el Norte, a lo largo de la costa hostil de la Francia ocupada. Al alba del día siguiente, debía encontrarse con una escolta de la RAF que le esperaría sobre la punta sur de Inglaterra.
En la cabina oscura y silenciosa, el teniente Claude Guy observaba la pequeña lucecita roja que tenía delante. Se decía que el destino de su país dependía en aquel momento «de un cigarrillo encendido en las tinieblas de un avión que volaba con todas las luces apagadas».
La lluvia que caía como un diluvio hizo volver en sí al fusilado Armand Bacquer. «Voy a ahogarme», pensó. Tenía la cara cubierta de hojas, de ramitas, de barro, que la lluvia llevaba consigo. Trató de arrastrarse sobre los codos, pero parecía como si su pierna estuviese separada de su cuerpo. Alargó el brazo y encontró el cuerpo rígido de su compañero. Se le ocurrió entonces un pensamiento obsesionante: «Si los alemanes vuelven y ven este cadáver, van a terminar conmigo». Bacquer oyó entonces la campana del coche de bomberos que pasaba por la avenida. Gritó débilmente: «Socorro, socorro», pero la sangre del pulmón perforado lo asfixiaba y perdió nuevamente el conocimiento. En su delirio, creyó sentir que pasaban por encima de él centenares de coches de bomberos y su llamada de aviso le resonaba en la cabeza como millares de campanas. Los bomberos le salvarían con toda seguridad, porque eran franceses. Volvió otra vez en sí y bebió unas gotas de agua de lluvia. Luego volvió a desmayarse, cayendo en un mundo de pesadilla, lleno de alemanes, que se le echaban encima para rematarlo.