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Para París y los parisienses no hubo respiro alguno. Al llegar el alba, se reanudó la batalla con intensidad excepcional. Poco después de las ocho de la mañana, cuatro tanques del coronel Von Berg aparecieron de nuevo ante la comisaría de policía que ocupaba Raymond Sarran, aquel estudiante que, la víspera, había contestado al coronel alemán «que ya no podía exigir nada más». Aquella vez, no había escudos vivientes sobre las torretas de los tanques. Después de dos horas de combate encarnizado, Sarran y sus hombres fueron obligados a abandonar el edificio. Antes de huir por los terrados contiguos, Sarran, con peligro de la vida, tiró una última botella incendiaria. La botella cayó sobre la reja del motor de un coche, que pronto se convirtió en una inmensa antorcha.

En el Distrito XVII, donde el pequeño Somua, el único carro que poseía la Resistencia, había hecho acto de presencia, los alemanes contestaron el reto silencioso de su adversario bombardeando algunos de los edificios del barrio. En la orilla izquierda, los FFI eran dueños del dédalo de callejuelas entre el Sena y el bulevar Saint-Germain. Ningún alemán se atrevía a penetrar en aquellos «degolladores», demasiado estrechos para que pudieran pasar los carros. En la «encrucijada de la muerte», el ángulo que forman los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain, los estudiantes de la Escuela de Arquitectura, que la víspera habían construido la barricada más hermosa de París, reforzaban sus defensas con camiones alemanes incendiados. Habían hecho doce prisioneros y capturado una ametralladora pesada, que montaron sobre la barricada.

Cerca de la estación de Lyon, un camión de la Wehrmacht cayó en una emboscada. Sus ocupantes se refugiaron en un café. Los doce clientes que se encontraban allí se echaron a reír al ver el espanto de que daban muestra los soldados. Éstos levantaron entonces las ametralladoras y mataron a los doce. El patio de la prefectura de policía se había transformado en un gran garaje para los vehículos capturados. Los policías, aplicándose todo cuanto podían, pintaban con letras gruesas blancas las letras FFI y cruces de Lorena sobre las puertas agujereadas por las balas.

El escaso número de hombres que se agrupaban en torno a Alexandre Parodi no había tenido apenas tiempo de saborear el éxito de la operación «Toma de Poder» que habían desarrollado la víspera. De acuerdo con su plan, habían celebrado la primera reunión oficial en la Sala, del Consejo del hotel Matignon. Claire, la joven prometida de Yvon Morandat, había transcrito sobre una hoja de papel que llevaba las iniciales de Laval el acta de aquella sesión histórica. En su calidad de delegada de Prensa de la III República, encargada de anunciar la formación de un nuevo Ministerio, había leído a continuación en voz alta el acta de la sesión a los reporteros de los principales periódicos de París, que se apretujaban en el patio. Después, mientras sus adversarios políticos se ocupaban en intensificar la revolución, los gaullistas se deslizaban uno tras otro en los vacantes sillones del poder.

A unos centenares de metros del bastión gaullista que era la prefectura de policía, los adversarios de Parodi, se habían atrincherado sólidamente en el imponente edificio estilo Renacimiento del Hôtel de Ville, que un periodista enérgico, Roger Stéphane, había ocupado cuarenta y ocho horas antes. También aquella fortaleza era objeto aquel día de los furiosos ataques de los hombres de Choltitz. Mientras explicaba a unos adolescentes el funcionamiento de una ametralladora, André Tollet vio aparecer en la plaza del Hôtel de Ville cuatro tanques. El propio Tollet empezó a disparar desde una ventana. En aquel instante, una chica joven, que llevaba una botella, salió del muelle de Gesvres. Tollet la vio correr, con la falda roja hinchada como una flor, hacia un Panzer que estaba en la esquina del muelle. Estupefacto, observó cómo llegaba hasta el tanque, escalaba las cadenas, levantaba el brazo y tiraba la botella dentro de la torreta abierta. Mientras saltaba del carro, salió de la torreta un geiser de llamas. La muchacha quedó tendida sobre el asfalto, «como una amapola cortada de un latigazo». Pero los carros se retiraron.

Para muchos parisienses, aquel cuarto día de combates traía aparejada la imagen del hambre. Las panaderías no tenían ya ni harina ni leña. A fin de hornear sus últimos sacos de harina, algunos panaderos habían empezado a cortar árboles en las bellas avenidas del Bois de Boulogne, adonde los parisienses solían acudir para sus meriendas campestres. El ministro provisional de Avituallamiento, que llevaba un pseudónimo de circunstancias, Pan[108], había declarado:

—Si no pueden salir camiones de París antes de finalizar la semana, si la ayuda aliada no llega, padeceremos hambre.

Colette Dubret, la esposa de uno de los policías prisioneros en el fuerte de Vincennes, se decidió aquel día a empezar, por fin, el encebollado de conejo que, en la olla negra, esperaba el regreso de su marido.

En el balcón del número 34 de la avenida de Italia, el dentista Max Goa comenzó a recoger con una cuchara de plata los rábanos que había cultivado en un tiesto. Gracias a aquellos rábanos, había podido dar algo de verdura a los judíos y aviadores aliados que tenía escondidos en su apartamento. Mas pronto se acabarían los que quedaban en el último tiesto.

André Caillette y sus hombres acababan de recibir una agradable sorpresa en la alcaldía de Neuilly, que habían ocupado de nuevo tras haberla abandonado los alemanes: habían encontrado diez latas de Schweinefleisch (carne de cerdo), del rancho de la Wehrmacht, que los ocupantes habían olvidado tras sí en la saqueada alcaldía. Pero, dentro de la general penuria alimenticia, no hubo parisiense alguno que se llevara mayor sorpresa que Paul Pardou, el prisionero del Senado, a quien el gordo cocinero Franz recordaba sin cesar su próximo fusilamiento. Franz había querido que, antes de enfrentarse con el poste de ejecución, su compañero probara un plato de Rinderbratten, buey salteado con manteca, especialidad de Wurtemberg, su tierra natal.

Los agentes de la Comisaría de Grand-Palais no podían ofrecer a su prisionero, el altivo capitán Wilhelm von Zigesar-Beines, el alemán que, sólo unos cuantos días antes se dirigía a las carreras de Longchamp, más que una especialidad de la ocupación: un plato de nabos hervidos. Hacía veinticuatro horas que el capitán de caballería, con su monóculo, permanecía encerrado en un sótano del «Gran-Palais». Conocía bien aquel edificio. Antes de la guerra, había vivido allí horas más gloriosas. A la cabeza del equipo militar alemán, había venido a ganar, bajo las vidrieras del Grand-Palais, la copa de oro del campeonato de Europa de concurso hípico. El oficial no había olvidado la tempestad de aplausos con que millares de parisienses habían celebrado sus victorias. Un sonido muy distinto al que escuchaba ahora, desde el fondo de la improvisada prisión. Eran los rugidos de los leones y tigres hambrientos del circo que albergaba entonces el Grand-Palais. Con un humor macabro, parejo al del gordo cocinero Franz, los carceleros del capitán Von Zigesar-Beines le habían indicado con respeto que en caso de necesidad, podría ser «una excelente comida para las fieras».

Por el respiradero de la cueva, el capitán alemán contempló un espectáculo que no lograría olvidar. Como surgidos de un dibujo animado, aparecieron en los solitarios Campos Elíseos ocho cerditos de color de rosa, conducidos por un soldado alemán. Por orden de su superior, el Oberfeldwebel Heinrich Obermueller, jefe del Fahrbereitschaft, donde se guardaban los vehículos del Estado Mayor del Gross Paris, evacuaba aquel día, guiándolo con la punta de su Mauser, el rebaño que criaba en su garaje de la calle Marbeuf.

En aquel cuarto día de insurrección, el hombre más triste de todo el París hambriento era quizás un pequeño viejo de la calle Racine. Un carro del coronel Von Berg acababa de pulverizar, de un cañonazo, el carretón que iba empujando. En aquel carretón, el pobre viejo había escondido un tesoro: dos kilos de patatas. El desgraciado empezó a recoger los fragmentos de su vehículo y los tubérculos que habían rodado por el arroyo. Resignado en su desgracia, murmuró:

—¡Por lo menos, tendré algo de madera para cocer las patatas que quedan!

Cubierto por un quepis de rutilantes hojas de roble, calzado con botas altas brillantes como un espejo, con un par de guantes blancos en la mano y dos estrellas muy nuevas sobre la manga, el general recién promovido se presentó ante la puerta blindada de la fortaleza subterránea Duroc y pidió ver al coronel Rol.

—¿Quién es usted? —preguntó con indiferencia el centinela en mangas de camisa.

—El general Henri Martin —contestó el visitante.

El pequeño comunista bretón vaciló cuando vio avanzar hacia él al vivaracho oficial. Los hombres de Duroc, que dirigían la insurrección parisiense encerrados a veintiséis metros bajo las calles de París, en la humedad y la incomodidad de la vida en común, no llevaban enseñas ni uniformes. Hacía tanto frío que uno de los primeros cuidados de Rol había sido organizar una incursión de comandos a casa de un sombrerero colaborador de la calle de Vaugirard, a fin de requisar en ella una veintena de casquetes de piel. Los hombres de Duroc, que se alimentaban de patatas hervidas y manteca de cerdo, se calentaban el estómago después de cada comida con un vaso de Benedictine. Era la única bebida alcohólica que había en el recinto. Aunque la insurrección durara un año, no les faltaría el Benedictine: el propietario de un restaurante FFI del vecindario les había mandado diez cajas.

El general Martin saludó al jefe de la insurrección con gesto cortés. Martin mandaba la «fuerza gubernamental», aquella guardia pretoriana que los gaullistas habían puesto en pie para defender por la fuerza, si fuera preciso, los edificios que ocupaban, incluso contra los mismos hombres de Rol. Los dos hombres se observaron en silencio. Era la primera vez que se veían.

En el otro extremo de París, en la villa de Saint-Cloud donde se hallaba instalado, otro general recibía también, en aquel momento, una visita. El subteniente Dankvart von Arnim había acudido allí para llevar a Hubertus von Aulock, nombrado general la noche anterior, una pequeña cajita envuelta en un papel blanco. Su superior, el general Von Choltitz, había resuelto el problema que le atormentaba la noche anterior. En la pequeña caja estaban las enseñas de la promoción de Aulock. Dietrich von Choltitz había quitado las enseñas de uno de sus propios uniformes.