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En el tajo de una antigua cantera de arena, a la salida de Longjumeau, el hombre que dirigía a René Berth y a todos sus camaradas de la 2.ª DB estudiaba un mapa desplegado sobre el capot de su vehículo de mando. De todos los mapas que Philippe Leclerc había examinado durante toda la guerra, ninguno había revelado una realidad tan angustiosa como aquél. Era un mapa de París. Una serie de círculos rojos señalaban en él los puntos de apoyo alemanes, aquellos Stutzpunkte que los oficiales de Von Choltitz habían jurado defender «hasta el último cartucho». La mayor parte de los círculos rojos aparecían sobre alguno de los tesoros arquitectónicos de la ciudad. Pensaba Leclerc que, si los alemanes se aferraban a tales puntos de apoyo con la misma tenacidad de que habían dado muestra a lo largo del trayecto de aquel día, sólo podrían ser desalojados con la artillería de los carros o los cañones de campaña. Cabía en lo posible que el precio que París habría de pagar por su liberación fuese la destrucción de la plaza de la Concordia, de la Cámara de los Diputados, del Palacio de Luxemburgo, de la calle de Rivoli… Se volvió hacia sus oficiales, que le rodeaban en silencio, y dio órdenes severas prohibiendo el uso de la artillería pesada sin su consentimiento.
—Hemos venido a liberar París —dijo—, no a destruirlo.
El general y sus oficiales se apartaron entonces unos metros para sentarse en el suelo alrededor de una piel de katambouru que Ahmed, el ordenanza de Leclerc, había desplegado sobre una piedra. Ahmed distribuyó entre ellos la comida, una simple lata de ración para cada uno.
Mientras caía la noche, aquellos hombres, representación del nuevo Ejército francés, compartieron en silencio, a las puertas de la capital de su país y según el rito espartano que venían observando desde los desiertos de Libia y Trípoli, la última comida del destierro. Endurecidos por el horno africano, donde habían quemado la grasa de sus cuerpos y purificado sus almas, no eran sino parientes lejanos de los oficiales de aquella «guerra de mentirijillas» que cenaban a la luz de las velas en los castillos de la retaguardia. Una vez que hubieron terminado, se envolvieron en sus chilabas y se durmieron bajo el cielo, al pie de sus jeeps o de sus carros.
A veintisiete kilómetros de allí, en pleno corazón de París, los jefes de la Resistencia se disponían también a cenar en el gran comedor del sótano del Hôtel de Ville. Sentados en bancos, sillas, cajas vueltas del revés, con los fusiles y granadas desordenadamente abandonados sobre las largas mesas de madera, los defensores del enorme edificio, cansados y silenciosos, comían en un ambiente medieval.
Grandes picheles llenos de vino tinto se entrechocaban con ruido metálico, mientras que una docena de «colaboracionistas» prisioneras, luciendo un cráneo rapado como una bola de billar, servían con gesto abatido el plato único: tallarines con lentejas.
Jacques Debû-Bridel, el hombre que tres días antes había roto un cristal para calmar la tormentosa reunión de los hombres de la Resistencia, recuerda que fue «una cena siniestra y deprimente». Hacía dos días que los defensores del Hôtel de Ville esperaban a cada momento ser arrollados por los alemanes. Ahora también ellos sabían que dos divisiones de Panzer SS se acercaban a París. Debû-Bridel y la mayor parte de los resistentes reunidos aquella noche en el refectorio del Hôtel de Ville, estaban convencidos de que el destino iba a privarles, en el último instante, de la frágil victoria a la que se habían aferrado con tanto tesón durante cinco días.
Al otro lado de la solitaria calle de Rivoli, a la cual daba una de las fachadas del Hôtel de Ville, en la habitación 238 del hotel Meurice, Dietrich von Choltitz acababa de ponerse una camisa de seda blanca. Al notar que el cuello de la camisa le apretaba, el gobernador pensó: «He engordado en París». Era la primera vez, desde su llegada a la capital francesa, que el general alemán se ponía un cuello duro. Sobre la cama, descansaba la chaqueta blanca, perfectamente planchada, que iba a ponerse para acompañar el pantalón gris, con listas rojas, de oficial de Estado Mayor. Choltitz se lo había puesto una sola vez, siete meses antes, en la recepción que había dado cerca de Anzio, en Italia, para celebrar su promoción al grado de general de división. Aquella noche lo luciría en la que había de ser, sin duda alguna, la última recepción en la que aparecería por muchos años el comandante del Gross Paris. En el primer piso del hotel Meurice, dentro de la gran habitación que ocupaba el Secretariado de Estado Mayor, los colaboradores del general se preparaban para ofrecer a su jefe una comida de despedida.
Pocos eran los integrantes del Estado Mayor que albergaban aún en su ánimo ilusiones sobre la suerte que esperaba a la guarnición del Gross Paris. Sobre el gran mapa mural que colgaba en la sala de operaciones, los oficiales se habían visto obligados a desplazar continuamente durante todo el día las pequeñas banderitas rojas que indicaban el avance fulminante de los aliados. Las pequeñas banderitas se encontraban ahora plantadas a las mismas puertas de París. Aquella noche había llegado del OB Oeste un informe alarmante sobre el conjunto del frente. Tal informe había revelado a Choltitz una noticia que Bobby Bender no parecía conocer: los estadounidenses habían forzado la barrera del Sena, al sur de Melun, y avanzaban hacia el Éste, sin encontrar oposición alguna. Para intentar detenerles, se había dado orden a dos divisiones alemanas de moverse en dirección sur, hacia Nogent-sur-Seine y Troyez. Choltitz había comprendido que no podía contar más que con sus propias tropas. Porque aquellas dos divisiones eran precisamente las que le habían sido prometidas como refuerzo: las 26.ª y 27.ª Panzer SS.
Mientras se abrochaba el cuello ante el espejo ovalado del cuarto de baño, el general alemán se dijo que, al alba del día siguiente, es decir, muy pocas horas más tarde, los aliados se presentarían para dar el golpe de gracia. Durante todo el día había estado esperando la visita del amenazador comandante de la Luftwaffe. Sin embargo, no se había presentado. El general pensó con amargura en aquel oficial. Después sus pensamientos pasaron a Hitler, a Jodl, a Model. Recordó la deformación de la boca de Hitler en tanto éste le decía en Rastenburg: «Esté seguro, Herr general, que recibirá usted de mí todo el apoyo necesario». En lugar de refuerzos, no había recibido más que palabras y los martillos neumáticos de la 813.ª Pionierkompanie. Incapaz de defender a París con la fuerza de las armas, el O. K. W. había decidido concederse el placer de borrarlo del mapa. Choltitz sabía que el O. K. W. ya no esperaba más que un gesto por su parte: el que daría a los hombres del capitán Ebernach la orden de usar sus detonantes.
El conquistador de Sebastopol estaba seguro de que al día siguiente por la noche estaría muerto entre las ruinas del hotel o, en caso contrario, se hallaría prisionero de los franceses. Y, sin embargo, era otro final muy distinto el que había esperado para sí mismo y para su país aquel día de mayo de 1940, al saltar de un Junker en el aeródromo de Rotterdam. Tomando la botella de agua de colonia que el cabo Helmut Mayer le había traído diez días antes, Choltitz se echó un chorro por la cara y resolvió poner buen semblante ante sus colaboradores. Cuando dejó la botella sobre la mesa, sus ojos se fijaron en la etiqueta. No se había dado cuenta hasta entonces de que llevaba escritas las palabras: Soir de París.
Como el capitán de un navío, presto a hundirse con él luciendo su mejor uniforme de gala, Choltitz salió de su habitación y, con paso tranquilo, se dirigió a la comida de despedida.
En otra habitación del hotel, una mujer joven y bonita se ponía en aquel momento un vestido negro con lentejuelas plateadas. Cita Krebben se miró en el espejo y pensó que el último vestido confeccionado por su modistilla parisiense era verdaderamente un éxito. Juntamente con su amiga Hildegarde Grun, secretaria del coronel Von Unger, y la hermosa y opulenta Annabella Waldner, intendente de los gobernadores militares de París, Cita Krebben era una de las pocas mujeres alemanas que permanecían aún en París. La elegancia natural de la joven muniquesa, sus veintitrés años y la asidua relación con su modista de la calle Washington habían hecho de ella la más parisiense de todas las mujeres alemanas. Cuando un instante después hizo su entrada en el comedor, iluminado únicamente por velas, donde el general y sus colaboradores tomaban el aperitivo, todas las miradas se volvieron a ella. El propio Von Choltitz llenó su copa de Cordon Rouge y propuso un brindis a la «salud de las magníficas mujeres alemanas, cuya solidaridad, en el curso de aquella guerra, había dulcificado los duros golpes de la suerte». Todos levantaron sus copas. Fue, según recuerda el conde Dankvart von Arnim, «un momento emocionante». El oficial examinó las caras de los que se hallaban a su alrededor: Unger se mostraba glacial, como de costumbre; Jay, frívolo y encantador, incluso en aquella última noche, bromeaba; Clemens Podewills, un corresponsal de guerra que la insurrección había sorprendido en París, bebía imperturbable su copa de champaña. El único que dejaba transparentar su zozobra era el capitán Otto Kayser, un ex profesor de Literatura en Colonia. Por la tarde, en el transcurso de una operación de patrulla cerca de la Academia Francesa, Kayser había encontrado un cartel cuya cola no se había secado todavía y que decía: A chacun son boche («A cada uno su boche»).
Mientras todos los presentes se esforzaban en mostrar una alegría de circunstancias, Von Arnim vio entrar a un mensajero que se acercó al general y le dijo algo en voz baja. Von Choltitz salió en seguida de la habitación.
Al parecer, preguntaban en el teléfono por el comandante del Gross Paris. Pese a que sonaba débil y lejana, Choltitz reconoció en el acto la voz familiar del general Walter Krueger, su viejo camarada de armas, actualmente comandante del 58.º Cuerpo de Panzer. Krueger llamaba desde un teléfono de campaña de la región de Chantilly, a cuarenta kilómetros de la capital.
—Voy a París —dijo Krueger bromeando—. ¡Esta noche nos veremos en el Sphinx[139]!
Pero Krueger no telefoneaba sólo para bromear. Dijo que Model le había ordenado recoger todos los blindados disponibles en el 58.º Cuerpo para mandarlos urgentemente en socorro de Choltitz. Con voz grave y triste, añadió que, aquel día de agosto, no tenía ningún tanque disponible para auxiliar a su amigo. De los ochocientos carros y ciento veinte mil hombres con que el 58.º Cuerpo había empezado la batalla de Normandía, no le quedaban más, confesó, que algunos restos en plena derrota, esparcidos por el campo al sur de Chantilly. Krueger aseguró a Choltitz que, tan pronto como había recibido la orden de Model, había enviado a todos los oficiales que había podido encontrar a la búsqueda de los escasos blindados que aún le quedaban. Ahora bien, dado el caos que reinaba, no sabía si llegarían a tiempo. Después de un largo silencio, Krueger preguntó a su amigo qué pensaba hacer.
—No lo sé —contestó el gobernador de París—. La situación es muy mala.
Después de estas palabras se hizo un nuevo y prolongado silencio. Al fin, los dos hombres se desearon tristemente el uno al otro: Hals und Bein bruch («Hazte cortar la cabeza y las piernas»). Es ésta una vieja expresión alemana, equivalente a «buena suerte».
Digno y estirado, el maestresala pasaba la larga bandeja desbordante de espárragos. Para aquella última cena, Annabella Waldner, que, durante cuatro años, había festejado a la crema de la Alemania nazi y de la Italia fascista en la mesa de los gobernadores de París, había reunido lo más exótico y delicioso que quedaba en la despensa del Meurice. Después de los espárragos con salsa holandesa, los invitados degustarían foie-gras y una especialidad de Gourguilev, el chef húngaro del Meurice: Profiterolles au chocolat, el postre favorito del mariscal Rommel.
A la luz vacilante de los candelabros de plata maciza que Annabella Waldner había colocado sobre la mesa, los invitados empezaron a comer. Dietrich von Choltitz, sentado entre Cita Krebben e Hildegarde Grun, esforzándose por mostrarse como un convidado ameno y divertido, empezó a relatar algunos de sus recuerdos de la época en que sirvió como paje en la corte de la reina de Sajonia.
Pero bien pronto, la voz del general se llenó de nostalgia y todos sintieron más cruelmente la tristeza del momento. Absorto en su propia melancolía, el conde Dankvart von Arnim miraba con fijeza el fondo de su plato. De repente, descubrió entre los espárragos un grabado que le volvió bruscamente a la realidad. Era el Arco de Triunfo. Para aquella última cena en un París que Hitler le había ordenado destruir, Dietrich von Choltitz utilizaba una vajilla que su predecesor había encargado especialmente a la fábrica de Sèvres. En el fondo de cada plato, pintado a mano, había uno de los monumentos de París.