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En el alba de aquel 16 de agosto, mientras el sol se levantaba entre las altas torres góticas de la catedral de Saint-Etienne, Marie-Hélène Lefaucheux llegaba a la villa de Meaux, agazapada en una revuelta del Marne, a cuarenta y cuatro kilómetros de París. Marie-Hélène había salido de París en su vieja Alcyon antes del toque de queda, para alcanzar el vagón de ganado que se llevaba a su marido hacia el este y Alemania. Pero hasta entonces, en todas las estaciones adonde había llegado, había recibido la misma respuesta: el tren había pasado por allí dos horas antes.

A la misma hora en que Marie-Hélène llegaba a Meaux, Pierre y sus compañeros, veinte kilómetros más allá, luchaban contra la asfixia en el infierno de un túnel donde hacía dos horas que el tren estaba detenido. El SOS de las FFI de París había llegado a tiempo. A la salida del túnel de Nanteuil-Saacy, dos horas antes de la llegada del tren, la vía había saltado a lo largo de setenta y cinco metros.

Para proteger el convoy contra un ataque terrorista, los guardianes de las SS lo habían hecho retroceder hasta el interior del túnel. Al esparcirse la noticia de que la Resistencia había saboteado la vía, se había originado en los vagones una explosión de gozo y esperanza. Ahora, dos horas después, los prisioneros ya no esperaban nada. Medio asfixiados por el humo negro que salía de la locomotora, se limitaban a luchar para no morir. En el vagón de Yvonne Pagniez, en el que el aire era cada vez más rarificado, se escuchaba la «respiración entrecortada y jadeante de los pulmones oprimidos, los gritos penetrantes de las mujeres cuyos nervios estallaban, los hipos de las que vomitaban en la oscuridad». En muchos vagones, el pánico se apoderaba de las prisioneras. «Era una sensación más fuerte que nuestra voluntad —recuerda Yvonne Pagniez— experimentar en aquella oscuridad la muerte de los enterrados en vida, ahogándonos en nuestra propia tumba». En el vagón de Jeannie Rousseau, las mujeres estaban convencidas de que los alemanes trataban de asfixiarlas. Oían el martilleo de sus pesadas botas a lo largo de la vía y escuchaban sus voces roncas, ahogadas por las máscaras antigás que llevaban puestas.

Y, no obstante, cada segundo de aquella pesadilla les aproximaba más a la liberación. Escondidos a lo largo del balasto, cinco hombres permanecían al acecho. Eran los mismos que habían colocado en los raíles los explosivos que habían hecho saltar la vía. Y, ahora, esperaban los refuerzos para atacar el convoy. Desde su escondite, habían podido darse cuenta de las ideas y venidas de los soldados de la escolta. Habían contado más de doscientos. Gaston, el maestro de escuela que en aquel verano mandaba las FFI del sector, creía que sólo un ataque por sorpresa lograría impedir que los SS hicieran una matanza entre los prisioneros que ellos querían salvar.

Gaston había ganado la primera baza. Sabía que, desde todo el valle del Marne, solos o en grupos, hombres armados convergían sobre el túnel. De todos modos, tenían tiempo sobrado. Los alemanes necesitarían, por lo menos, dos días para reparar la vía y restablecer la circulación.

Se equivocaba. Por un azar siniestro, los alemanes habían encontrado, a menos de cinco kilómetros más allá del túnel, en la estación de Nanteuil-Saacy, un tren de ganado que salía para Alemania. Nada más fácil que remplazar el ganado por los prisioneros.

Los alemanes hicieron salir el tren del túnel. En la carretera que pasaba más allá apareció una figura en bicicleta. Era Marie-Hélène que, jadeante, sin resuello, alcanzaba, por fin, el convoy.

Entre los flacos y negros espectros que salieron del tercer vagón se encontraba Pierre, su marido. Con la bicicleta en la mano, se lanzó como una loca a través del prado lleno de amapolas que los separaba, trepó el talud, empujó a dos soldados y corrió hacia el tercer vagón. Cuando llegó ante Pierre, hizo lo primero que se le ocurrió: sacando un pañuelo blanco del bolsillo, se lo pasó por la cara, llena de sudor y de hollín.

Por un privilegio especial que ni ella misma ha podido explicarse nunca, los guardianes dejaron que la joven acompañara a la columna durante el transbordo. Arrastrando la bicicleta con una mano y sosteniendo en la otra los dedos descarnados de su marido, comenzó a seguir el camino del calvario de Pierre y de sus compañeros de infortunio. Cuando los SS los separaron, Pierre esbozó una sonrisa y dijo con voz tranquila:

—Después de este viaje, Marie-Hélène, te prometo que nunca más discutiré el precio del coche-cama.

Había otra mujer que también habría pedaleado «hasta el fin del mundo» a cambio de la felicidad de poder cambiar tan sólo unas palabras con su marido. Veinticinco filas antes que ella, en la misma columna, marchaba el marido de madame Renty. Ambos habían sido detenidos juntos, por haber ocultado a unos aviadores aliados. Y los dos formaban parte del último convoy salido de Pantin.

Desesperados, los cinco resistentes vieron desde una colina que dominaba el valle cómo el tren se alejaba lentamente hacia Chateau-Thierry y Nancy. Los alemanes habían ganado. Los refuerzos que esperaba Gaston llegarían demasiado tarde. Poca esperanza quedaba ya de liberar a los dos mil cuatrocientos cincuenta y tres prisioneros franceses de la suerte que les esperaba. Un cruel fracaso para la Resistencia francesa.

En la carretera que bordeaba la vía férrea, más allá del pueblo de Nanteuil-Sacy, una figura blanca, encorvada sobre el manillar de la bicicleta, corría emparejada con los vagones. Marie-Hélène Lefaucheux continuaba también el viaje.

Ante la salida del Metro que da al bulevar Gouvion-Saint-Cyr, en la Porte Maillot, un hombre alto y delgado, vistiendo un impermeable color masilla y sombrero de fieltro echado sobre los ojos, paseaba. Al filo de las 11, un camión se detuvo ante él. El hombre leyó en los lados: «Transportes—Mudanzas. Seigneur, Chelies». Se acercó al vehículo y preguntó en voz baja al chófer si venía «por las armas». Ante la señal afirmativa de Cocó el Boxeador, el hombre dijo: «Soy el capitán». Luego sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos Gauloises y se lo ofreció: «Para que le ayude a esperar, hasta que hayan llegado todos». Cocó el Boxeador le dio las gracias, observando que el hombre hablaba con acento extranjero. Momentos después, llegaban dos camiones más y veinte jóvenes fumaban en la acera los cigarrillos del generoso capitán. Cuando Jean-Pierre Dudraisil los vio de lejos, aminoró el paso y pensó: «Vaya idea rara, la de citarse tanta gente en un mismo sitio. ¡Nos van a coger a todos!». Pronto el grupo de Jóvenes Cristianos se reunió también con el capitán, así como los jóvenes comunistas de Chelles. Entre ellos, había una muchacha: Diana, la responsable femenina de los Jóvenes Cristianos Combatientes.

El capitán les ordenó entonces subir a los camiones, llevando sus bicicletas, aunque se hizo prestar una para montar en ella y preceder el convoy, con objeto de asegurarse de que la vía estaba libre. Pidió a los responsables que las lonas de los vehículos permaneciesen tan herméticamente cerradas como fuese posible durante todo el trayecto «a fin de que los alemanes no pudiesen sospechar nada». Avisó de que harían dos paradas. En la primera, nadie debía moverse. En la segunda, habrían llegado al garaje donde estaban las armas.

Los camiones arrancaron. En el primero, Diana podía vislumbrar en la penumbra los rasgos tirantes de sus camaradas. Michel Huchad, Jean-Pierre Dudraisil y Jacques Restignat estaban sentados juntos, pero no hablaban. Cinco minutos después, el convoy se detuvo. Diana, la única chica del grupo, alzó algo la lona de detrás y lanzó un grito. Alemanes armados de metralletas salían de un solar y avanzaban hacia los camiones. Michel Huchard gritó: «¡Silencio!». Pero una voz empezó a rezar el Padrenuestro y todos los ocupantes del camión le acompañaron juntos. Dos o tres minutos más tarde una lluvia de golpes de culata y de balas cayó sobre los vehículos. «Raus! Raus! Schnell», mandaban los alemanes, metiendo las metralletas por entre las lonas. Alguien desde una calle gritó en francés: «¡Saltad!». Diana reconoció la voz del capitán. Jean-Pierre Dudraisil salió el primero. Un soldado disparó una ráfaga corta contra él y el muchacho sintió una quemadura en el muslo. Otro chico le siguió. Luego Diana. A su aparición por el lado del camión, con sus cabellos largos y rubios, el fuego cesó bruscamente.

Una hora más tarde, Diana y sus treinta y cinco compañeros, se encontraban en fila a lo largo del muro de un siniestro patio en el número 9 de la calle Saussaies, el mismo donde tantos franceses habían pasado en la tortura, los últimos momentos de vida. Después de haber estado dos horas con los brazos en alto, fueron separados e interrogados. Diana fue trasladada a una celda del quinto piso.

Hacia las ocho de la noche, oyó que se abría la puerta y alguien le dijo que estaba libre.

—¿Qué habéis hecho de mis camaradas? —preguntó.

—Se quedan aquí —contestaron secamente.

Al día siguiente, en un garaje de la calle Chardon-Lagache, unos padres y madres desesperados buscarían los cuerpos de sus hijos entre los treinta y siete cadáveres que los bomberos acababan de recoger tras la cascada del Bois de Boulogne. Los alemanes habían acabado con sus víctimas por medio de granadas. Los cuerpos estaban tan mutilados que era prácticamente imposible identificarlos. Alexandre Schlosser, el candidato a alcalde de Chelles, a quien su hijo había prometido armas para tomar la alcaldía, se acordaría entonces de las dos iniciales tatuadas sobre la muñeca de Jacques. Y Jeanne, la vieja nodriza bretona, pensaría en los elásticos bajo los pies que ella misma había cosido en los pantalones de Michel Huchard.

Pero muchos padres y muchas madres no localizarían nunca a sus hijos entre los cuerpos destrozados de los treinta y cinco primeros mártires de la liberación de París[52].