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A cuatrocientos kilómetros de la pradera normanda en que Charles de Gaulle acababa de aterrizar, en el fondo de una fortaleza subterránea bautizada con el nombre de W-II, el teniente general Hans Speidel, de cuarenta y un años, esperaba el regreso de su nuevo comandante en jefe, el Feldmarschall Walter Model. W-II era el nombre clave del nuevo cuartel general del Grupo de Ejércitos B, instalado en una antigua cantera, cerca del pueblo de Margival, a diez kilómetros al norte de Soissons. Cuatro años antes, desde aquel laberinto subterráneo de pasillos, salas de operaciones y centrales telefónicas, el propio Hitler había dirigido la más audaz operación militar jamás intentada desde mil años atrás: la invasión de Inglaterra. En la actualidad, en aquellas habitaciones húmedas, alumbradas con luces de neón, el comandante en jefe dirigía la retirada de los Ejércitos hitlerianos. En las cuarenta y ocho horas que había permanecido ausente, inspeccionando el frente, los telegramas y recados telefónicos del O. K. W. se habían acumulado sobre la mesa del despacho de su jefe de Estado Mayor. Aquellas órdenes no dejaban a Hans Speidel ilusión alguna sobre la suerte que Hitler destinaba a París.
Cuando se abrió la puerta y apareció Model, el jefe de Estado Mayor cerró un grueso libro, encuadernado en cuero negro. En su bunker, el doctor en Filosofía de la Universidad de Tubingen, Hans Speidel, leía aquel día el tercer tomo de los Ensayos de Montaigne.
Speidel recuerda que el bullicioso Feldmarschall parecía agotado. Con el rostro cubierto por una barba de dos días, acusando en sus rasgos el cansancio y el uniforme lleno de polvo, se dejó caer en el sillón, se encajó el monóculo y empezó a enterarse de las comunicaciones llegadas durante su ausencia. Confesó que aquella inspección había sido una pesadilla peor que cualquiera de las pruebas por las que había tenido que pasar en Rusia. La situación se le había revelado mucho más trágica de lo que esperaba. Por todos lados había encontrado hombres abatidos y agotados. El frente, si es que existía todavía un frente, se hallaba en un caos total. Pero aquella inspección le había hecho comprender qué era lo primordial. La tarea más urgente que debía llevar a cabo consistía en reagrupar las fuerzas. Y confesó a Speidel que lograr esto constituía el primer milagro que Hitler esperaba de él.
Había dos informes que debían dar al Feldmarschall una idea sobre la mejor forma de lograrlo. El primero procedía del general Von Choltitz. Desde el comienzo de la insurrección, Von Choltitz, sistemática y deliberadamente, había minimizado la gravedad de la situación en París. En el mensaje que había enviado al OB Oeste, a las ocho y veinte de la mañana del domingo 20 de agosto, el comandante del Gross Paris, se limitaba a decir: «Noche tranquila. Sólo algunas escaramuzas aisladas en las primeras horas de la madrugada». Sus informes posteriores no habían sido mucho más alarmantes.
Si el comandante en jefe del Oeste debía creer a su subordinado, la situación en París no ofrecía gravedad especial alguna[82].
El segundo informe procedía del jefe del 2.° buró del OB Oeste, el teniente coronel I. G. Staubwasser. Aquel documento, redactado según los informes llegados últimamente a Margival, indicaba a Model que el enemigo, cuyos efectivos eran de cincuenta y tres divisiones[83], se preparaba para lanzar dos ataques de gran envergadura. Uno en dirección al Norte, partiendo de la región de Dréux, para rodear en profundidad a todas las fuerzas alemanas que se encontraban todavía al oeste de la línea El Havre-París y establecer varias cabezas de puente sobre el Sena; y el otro, en dirección Éste, al sur de París, partiendo de la región Chartres-Orleáns. «Por lo que respecta a París —acababa diciendo el informe—, no parece haber peligro inminente de un ataque en masa»[84].
Seguro, pues, de que tanto en el interior como en el exterior no pesaba, sobre París, ninguna amenaza inmediata, el comandante en jefe decidió correr un riesgo. En lugar de dar prioridad absoluta, como le había ordenado Hitler, al refuerzo inmediato del cinturón defensivo de la capital francesa, Model decidió salvar antes a sus tropas de la maniobra envolvente, llevándolas tras el Bajo Sena. Luego se ocuparía del cinturón defensivo de París. Dijo a Speidel que, tan pronto como llegaran las 26.ª y 27.ª Panzer prometidas por Hitler, se les ordenara atravesar directamente París, con los restos del 7.º Ejército, para tomar posiciones defensivas ante la ciudad.
Model hizo llamar al jefe del 3.er buró del Grupo de Ejércitos, el coronel Von Tempelhoff, y, con voz segura y precisa, comenzó a dictarle órdenes.
El comandante en jefe no olvidaría más que una cosa: advertir al general Von Choltitz de que dos divisiones blindadas, enviadas por el O. K. W., estaban en ruta hacia París. Omisión que pronto acarrearía graves consecuencias.
Cuando Model hubo salido de la habitación, el general Hans Speidel permaneció allí solo durante un largo rato. Pensativo e inmóvil, miraba melancólicamente los tres grabados que tenía colgados ante su mesa de trabajo. Había comprado aquellas tres obras de un artista francés del siglo XVII, llamado Hyacinthe Rigaud, cuando era estudiante en la Sorbona. No se había separado nunca de ellos. Uno representaba Versalles, otro Notre-Dame y el tercero las Tullerías. Aquel día, al contemplar aquellos grabados, el jefe de Estado Mayor del Grupo de Ejércitos B confiaba en que las divisiones 26.ª y 27.ª de Panzer llegasen demasiado tarde.
No había grabado alguno que adornase las paredes del despacho del general Von Choltitz. Detrás de su mesa de trabajo, al lado del espejo que colgaba sobre la chimenea, el subteniente Von Arnim había clavado un mapa del frente del Oeste. Día por día, el general alemán seguía sobre aquel mapa el avance de las fuerzas aliadas. Podían verse ahora, perfectamente dibujados, los dos avances de que hablaba el informe del 2.º buró del Feldmarschall Model. Aquella maniobra era ya esperada[85]. Choltitz recuerda que él no creía en un ataque directo contra París «antes de primeros de setiembre».
Cuando se produjera aquel ataque, Von Choltitz defendería a París. El general alemán se daba perfecta cuenta de que sería una desagradable tarea. Pero estaba resignado a ella. Su misión en París seguía siendo la que le había indicado el Feldmarschall Von Kluge, poco después de su llegada: «París será defendido y lo defenderá usted».
Sabía que las intenciones del Führer eran convertir la ciudad en una fortaleza que debería ser disputada piedra por piedra. Él mismo ha admitido, más tarde, que, militarmente hablando, era una idea admisible. Estimaba que, para poder ejecutar aquella idea, harían falta cinco divisiones. Los ejércitos diezmados de Normandía no podrían facilitarle tantas. Pero creía que, tan sólo con tres divisiones, podría hacer de París un campo de batalla mortífero, que desgastara al enemigo durante varias semanas. Era una forma poco gloriosa de terminar su carrera militar. Pero Choltitz sabía que, cuando llegaran los refuerzos, no le quedaría otra alternativa. Tendría que combatir.
El timbre del teléfono que se hallaba al lado derecho de su mesa de trabajo interrumpió las reflexiones del general. Aquel teléfono, por intermedio de la centralita de su jefe del servicio de transmisiones, el subteniente Von Bressensdorf, le comunicaba directamente con el O. K. W. y Berlín. Le llamaba por tercera vez el coronel general Alfred Jodl. El tono ronco de sus primeras palabras le hizo comprender el estado de cólera en que se encontraba el jefe de Estado Mayor de Hitler.
Le dijo que el Führer exigía saber por qué el O. K. W. no había recibido aún ni un solo informe sobre las destrucciones que se le había ordenado ejecutar en la región parisiense. Esta pregunta inquietó y desconcertó a Choltitz. Los cuatro especialistas en demoliciones que Berlín le había mandado habían terminado su trabajo aquella mañana. Sobre la mesa de Choltitz se encontraba su resultado: planos cuidadosamente preparados para la destrucción de doscientas fábricas. Entre ellas, figuraban incluso dos fábricas de bicicletas. Aquellos hombres estarían pronto de regreso en Berlín. Choltitz no podía seguir dando la excusa de que esperaba a que terminaran su trabajo para empezar las destrucciones. Acuciado por la impaciencia de su interlocutor, el general terminó encontrando una excusa para el retraso. Era la única que se le ocurrió, aunque no debía tardar en lamentarlo. Dijo a Jodl que no le había sido posible empezar las destrucciones porque sus tropas habían estado ocupadas en reprimir los ataques «terroristas» que se habían producido en toda la capital.
Choltitz recuerda la estupefacción de Jodl. Era la primera noticia que recibía el O. K. W. de la gravedad de la situación en París. Jodl guardó silencio durante un buen rato. Acababa de salir de la conferencia cotidiana con Hitler. Las órdenes que acababa de recibir del Führer estaban aún en situación de borrador en el cuaderno de su taquígrafa. Jodl insistió una vez más en que debía darse la mayor importancia a la defensa de París. Era urgente tomar todas las medidas necesarias para ello.
Jodl advirtió a Choltitz que el Führer se pondría furioso al saber que en París habían estallado disturbios y le ordenó restablecer el orden «por todos los medios». Luego, con voz seca y precisa, recalcando las palabras, Jodl dijo, según recuerda Choltitz:
—Sean cuales sean los acontecimientos, el Führer espera que lleve usted a cabo las destrucciones más intensas en la región a su mando.
En su cuartel general cerca de Granville Dwight Eisenhower oía el repiquetear de la lluvia normanda sobre el techo de su tienda y los árboles del bosque. La visita que esperaba aquel domingo se llamaba Charles de Gaulle. El comandante supremo no tenía duda alguna de que el objeto de la visita se refería a la suerte de París.
Hacía pocas horas que Eisenhower, al igual que De Gaulle, se había enterado de la rebelión de París. Recuerda que aquella noticia le había enojado en extremo. Lo ponía frente a una situación que quería evitar a toda costa, una «situación que éramos incapaces de controlar y que arriesgaba hacer cambiar nuestros planes, antes de que estuviésemos preparados para hacerlo».
Los aspectos políticos de la liberación de París, para el tranquilo estadounidense del Middle-West, que llevaba sobre los hombros la carga de conducir las armas aliadas a la victoria, eran secundarios. Su única preocupación era derrotar a las fuerzas alemanas y nada podría apartarle de aquel fin. Sabía que el jefe del Gobierno Provisional francés iba a intentar lo imposible para inducirle a cambiar sus planes, con objeto de «acomodarlos», como de costumbre, a sus fines políticos. Pero estaba decidido a mostrarse irreductible. No iría a París.
Charles de Gaulle cruzó en breves zancadas el claro que le separaba de la tienda del general supremo, con aire desabrido y enfurruñado. Jamás le había parecido tan pesada la tarea que le esperaba. A su regreso a Francia, con peligro de la vida, no había encontrado más que una hoja de afeitar prestada y a nadie que le aguardara. Las muchedumbres que en Francia vibraban al oír su nombre ni siquiera conocían su aspecto. De Gaulle no era más que un fantasma que encarnaba un ideal. Para que aquel ideal se convirtiera en realidad, el propio De Gaulle debía convertirse en un ser de carne y hueso. París sería la ocasión de ello.
Para Charles de Gaulle, la nueva situación creada en París por la rebelión era de una importancia capital. Los comunistas podían apoderarse del poder en cualquier momento. Al bajar la cabeza para entrar en la tienda del comandante supremo, De Gaulle estaba tan determinado como el propio Eisenhower a hacer triunfar su voluntad. Eisenhower debía marchar sobre París.
Una hora y cuarto después, el coronel De Marmier, desde su puesto de piloto del Lodestar France, aparcado sobre el terreno de Molay, vio apearse del coche la figura alta del hombre que había traído a Francia con ciento veinte segundos de carburante en el último depósito. Jamás aquel hombre le había parecido más solitario y melancólico. Con la cabeza baja, los hombros echados hacia delante, «De Gaulle parecía llevar en aquel momento todo el peso del mundo sobre sus espaldas».
Había fracasado. Eisenhower se había negado a modificar sus planes y a marchar sobre París. Durante toda la entrevista, los dos generales se habían enfrentado sobre los mapas de Estado Mayor, atrincherado cada uno en su propia posición.
Cogiendo un lápiz, Eisenhower había explicado al francés la doble maniobra envolvente que proyectaba alrededor de la capital. De acuerdo con aquel plan[86] —le dijo—, no podía adelantarse fecha alguna aproximada para la liberación de París. Para De Gaulle, el mensaje escrito sobre los mapas de Eisenhower no tenía misterio alguno. El horario del comandante en jefe no era el suyo.
Según los recuerdos de Eisenhower, «De Gaulle pidió que la cuestión de París fuese reconsiderada inmediatamente, teniendo en cuenta la seria amenaza que los comunistas hacían pesar sobre la ciudad». Advirtió al comandante supremo que, «si demoraba su entrada en París, se arriesgaba a encontrar allí una situación política tan desastrosa que podría incluso acarrear una ruptura del esfuerzo de guerra de los aliados».
Eisenhower se mantuvo intransigente, a pesar de la estima personal que sentía por Charles de Gaulle y de la comprensión de sus problemas[87]. Preocupado por «la terrible batalla que tendríamos que librar en la ciudad», el comandante en jefe respondió a su visitante que la entrada de los aliados en París, en aquel momento, era prematura[88].
Para el hombre encorvado y solitario que se dirigía hacia la puerta del Lodestar France, la decisión final de Eisenhower representaba un grave dilema. Hacía poco que De Gaulle había dicho al comandante supremo que la liberación de París era algo tan importante para el porvenir de Francia que estaba decidido, si se presentaba el caso, a retirar la 2.ª DB al mando aliado y enviarla sobre París, bajo su propia responsabilidad[89].
Al subir al avión, De Gaulle se volvió a su ayudante de campo. Rompiendo el silencio que había guardado hasta entonces, hizo una sola pregunta:
—¿Dónde está Leclerc?