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Cansados y resignados, los que acababan su permiso esperaban a lo largo del andén. El «Fronturlauberzug» de Berlín saldría pronto despidiendo vapor negro, de la estación de Silesia y los devolvería al frente del Éste.
Choltitz había cogido con frecuencia este mismo tren. Sin embargo, sería otro el que había de trasladarle aquella noche. Unas palabras en francés, medio borradas, que podían leerse aún sobre el costado exterior del vagón donde se le había reservado una litera, trajeron recuerdos de otros tiempos a la mente de Choltitz. El viejo coche de la «Compagnie Internationale des Wagons-lits et des Grands Express Européens» pertenecía al «Offizier General Führer Sonderzug De 2», el tren que conduciría al general a Rastenburg, en la Prusia oriental, donde, a la mañana siguiente, celebraría su primera entrevista con Hitler.
Dietrich von Choltitz empezó a desabrocharse la guerrera. El fiel Priez había preparado sobre la mesa de caoba barnizada del lavabo el jabón, la vieja navaja de afeitar Gillette y el tubo de píldoras de Rivonal que el general necesitaba para dormir.
Choltitz estaba acostumbrado a las largas jornadas en coche. No obstante, aquella noche se sentía fatigado. Salido de Normandía a las cinco de la mañana, había llegado a Berlín sobre las nueve de la noche. Apenas instalado en una habitación del hotel Adlon, el teléfono había empezado a sonar. Era Burgdorf, que le ordenaba acudir inmediatamente a Rastenburg. Hitler deseaba entregarle en persona su nuevo mando, le comunicó. La entrevista había sido fijada para la mañana siguiente, a las once treinta.
Esta llamada le preocupaba. Eran raros los mariscales a los cuales requería Hitler para entrevistarse personalmente. Y mucho más raros aún eran los generales a los que se dignaba conceder una porción de su precioso tiempo. ¿Cuál podía ser, se preguntaba Choltitz, la razón de tal honor? Cuando el tren arrancó por fin, resolvió cesar de atormentarse. Se dedicó entonces a hojear un grueso volumen que había cogido de la biblioteca del hotel Adlon. Era la Historia militar de la guerra franco-prusiana.
En París, bajo el techo de cristales de la estación de Lyon, a mil quinientos kilómetros de la estación berlinesa, arrancaba otro tren aquella noche. Jacques Chaban-Delmas era el único, entre todos los viajeros que habían tomado el tren por asalto, enterado de que, antes de llegar a Lyon, aquel tren corría el riesgo de verse inmovilizado durante largas horas, a causa de los descarrilamientos previstos por el proyecto de sabotaje que tendía a desorganizar las comunicaciones alemanas. El mismo Chaban-Delmas había intervenido en la elaboración del plan. Algunas horas antes, había ordenado que, a título de excepción, se dejara pasar el París-Lyon de la noche, en el cual viajaría él mismo. Sumido en la oscuridad que reinaba en su departamento, Jacques Chaban-Delmas sólo podía aguardar y anhelar que sus órdenes hubiesen llegado hasta los hombres, que por dos veces en la noche, debían deslizarse a lo largo del balasto para hacer saltar la vía.
Porque, a la noche siguiente, en un campo próximo a Mâcon, el general Chaban-Delmas tenía una cita con un Lysander. Al igual que todos los aviones que se posaban sobre la Francia ocupada, este Lysander tendría la consigna de esperar a su pasajero sólo por espacio de tres minutos. Luego, con o sin él, despegaría y regresaría a Inglaterra. Chaban-Delmas creía firmemente que de la exactitud de esta cita dependía la salvación de París.