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El día de gloria ha llegado. Hace cuatro años que París espera esta aurora que por fin llega. Ni un soplo de aire, ni una nube. Un cielo inmaculado. La naturaleza y la historia parecen haberse unido para crear este día maravilloso, único, como jamás París, ni Francia, ni el mundo, ha conocido otro. Y acaso como jamás la historia llegará a conocer. En este 25 de agosto de 1944, festividad de san Luis, tres millones y medio de parisienses están dispuestos, desde su despertar, a sumergir la ciudad en una oleada tal de felicidad y alegría que un simple soldado estadounidense, el novelista Irwin Shaw, no podrá por menos de exclamar algunas horas después:

—¡La guerra debería acabar hoy!

«Ellos» llegan. Después de haber contado los años, los meses y los días, los parisienses cuentan ahora los últimos minutos. En miles de hogares, manos febriles buscan los tesoros tanto tiempo ocultos: una botella polvorienta de champaña, un vestido preparado con un trozo de tela comprado en el mercado negro, una bandera tricolor prohibida durante cuatro años, una bandera estadounidense, en la que el número de barras y de estrellas es distinto en cada casa, flores, frutas, un conejo… En suma, todo lo que una ciudad agradecida y entusiasta puede ofrecer a sus libertadores.

Cerca de la plaza de la République, en el apartamento de sus padres, Jacqueline Malissinet, de veintiún años, se viste la falda plisada que, con los dedos entumecidos por el frío, había confeccionado ella misma el invierno anterior especialmente para el día de la liberación. Mientras se viste, una idea extraña acude a su mente. Acaba de obtener su diploma de inglés y aquel día, por primera vez en su vida, dirigirá la palabra a un estadounidense. «¿Cómo será?», se pregunta. Tal estadounidense será un capitán peludo y lleno de polvo, mal afeitado, originario de una ciudad industrial de Pennsylvania. Lo verá por vez primera de pie sobre un jeep, en el puente de la Concordia, bello y sonriente. Ignora que llegará a ser su marido.

Al otro extremo de París, cerca de la iglesia de Saint-Philippe-du-Roule, esa iglesia cuyas campanas no han podido sonar la víspera porque no existen, Nelly Chabrier, una linda morena, secretaria de un abogado, se pone el vestido rosa que su madre le ha regalado para la gran ocasión. Luego, como una bella andaluza que esperase la alborada de su enamorado, se aposta tras su ventana para ver pasar los primeros tanques de Leclerc. Dentro de poco, sobre uno de ellos, verá a una especie de gigante, lleno de grasa. Será el hombre cuyo nombre llevará un año más tarde.

En previsión de la última batalla, los FFI del coronel Rol aumentan su presión alrededor de los puntos de apoyo alemanes y se preparan para el asalto que coronará con una gloriosa victoria cinco días de combates heroicos. Uno de ellos, un chico alto y rubio, de veinticuatro años, abraza a su madre y sale corriendo de su casa. Gracias a las existencias de la célebre farmacia de la familia, Georges Mailly ha abastecido de medicamentos a todos los puestos de socorro del barrio de la Concordia. Ahora se dirige a socorrer a los últimos heridos y dar la bienvenida a los libertadores.

A través de la vitrina de su pequeña farmacia de Saint-Cloud, Marcelle Thomas ve a un hombre armado con un fusil y reconoce que se trata del bombero Jean David. «¡Dios mío! —se dice—. No deberían confiar un fusil en las manos de David». Como todos los vecinos de Saint-Cloud, conoce la afición del bombero por el vino tinto. Y David ha prometido a sus camaradas que en ese día cogerá la mayor «melopea» de su vida.

Para muchos parisienses, este día está destinado a aportarles alegrías mayores aún que la de la propia liberación. Habrá madres que encontrarán de nuevo a sus hijos, esposas que verán a sus maridos e hijos a su padre. En su apartamento de la calle de Penthièvre, madame Boverat no ha pegado el ojo en toda la noche. Al alba, acompañada de su marido y su hija Hélène, han salido en bicicleta al encuentro del famoso Regimiento de «boinas negras» sobre el cual le había hablado por teléfono una comunicante desconocida. Sólo de esta forma podrá obtener contestación a la pregunta que la está atormentando desde entonces: ¿Cuál de sus dos hijos está de regreso? ¿Maurice o Raymond?

En un período de tres años una joven llamada Simone Aublanc no ha recibido más que una carta de su marido Lucien. Procedía de un campo de prisioneros de la Alemania Oriental. Lucien sólo decía en ella: «Voy a intentar unirme a Datiko en otro campo vecino». Datiko era un tío ruso de Lucien. Hacía cinco años que había muerto y Simone lo sabía. No obstante, había comprendido lo que Lucien quería decir con ello: iba a intentar escaparse y llegar a Rusia. Esta única carta y la certeza íntima de que Lucien vivía («Si hubiese muerto, yo lo habría sentido en mi interior») constituían la esperanza que había mantenido a Simone durante tres años. Y aquella mañana, antes de salir de su apartamento para ir a esperar la liberación en casa de sus padres, Simone había tenido una especie de premonición: Lucien regresaría aquel mismo día. Tan convencida se sentía de ello que ha dejado un recado al portero para él. El recado dice simplemente: «Bonhomme, estoy en casa de mi padre». Y firma «Poulet». Es el apodo que le ha dado Lucien desde que se casaron. «Para no tentar a la suerte», Simone no escribe nombre alguno en el sobre.

En un pequeño apartamento de Neuilly, un hombre exhuma de un armario la bandera estadounidense que ha prometido regalar el día de la liberación a sus amigos del Ministerio de Sanidad, cerca de L’Étoile. El estadounidense Norman Lewis había traído aquella bandera en 1917, cuando, como un joven Sammy, vino a combatir para liberar a Francia. Habiéndose convertido luego en un rico banquero, Lewis se había instalado en París y se había casado con una francesa. Después de Pearl Harbour, había sido internado por los alemanes. Herido en una pierna, fue libertado poco después. Aquella mañana, envolvió la bandera en un papel de periódico y, cogiendo sus muletas, con la cara radiante de alegría, se puso en camino hacia el Arc de L’Étoile.

Dos parisienses desconocidos tienen que cumplir hoy una promesa. Pierre Lorrain, de cincuenta y cuatro años, jefe del servicio de conservación de la fábrica Renault, de Boulogne-Billancourt, ha jurado que haría ondear sobre la fábrica la primera bandera francesa. Toda la noche ha esperado en el taller el momento de poder cumplir su promesa. A las ocho de la mañana, Lorrain telefonea a su mujer:

—¡Ya llegan! —le dice—. ¡Somos libres! ¿Comprendes? ¡Libres! ¡Voy a izar la bandera!

Y Lorrain promete regresar a su casa inmediatamente después de haber terminado la breve ceremonia.

Por su parte, el oficial de zapadores-bomberos Raymond Sarniguet también ha jurado hacer ondear hoy en el cielo de París la bandera francesa. Para Sarniguet se trata de un desquite. Va a ser el primero en izar los tres colores en la cúspide de un monumento del cual tuvo que retirarlos, con sus propias manos, una triste tarde de junio de 1940: aquel monumento era la torre Eiffel.

Cercados en sus Stutzpunkte, los alemanes defensores de París cuentan también los minutos que les separan del asalto final. Como otros muchos soldados de la Wehrmacht, el Unteroffizier Otto Kirschner, de treinta y cinco años, tuvo que escuchar la arenga entusiasta de su jefe. En la Kommandantur de la plaza de la Ópera, el coronel Hans Römer, de Wiesbaden, gritaba:

—¡Deberemos combatir hasta el último cartucho por nuestro querido Führer!

En la mayoría de los puntos de apoyo, el desayuno se compuso de una bebida inesperada: media botella de coñac. En la Cámara de los Diputados, el Unteroffizier Hans Fritz, que había caído la víspera con su camión en una emboscada de las FFI, recibió la orden de ir a recuperar su vehículo. Mas apenas había recorrido unos cuantos metros cuando descubrió las barricadas que las FFI habían levantado por todas partes. Bajo el fuego cruzado de las ametralladoras, Fritz se batió en retirada, refugiándose en un portal. De pronto, el alemán vio abrirse la puerta y aparecer en el umbral una viejecita que, muy cortésmente, le rogó que «se fuera a disparar a otra parte».

Fritz dejó escapar un suspiro. No tenía ningún deseo de «disparar» ni bajo aquel portal, ni en ninguna otra parte.

—Para mí, la guerra ha terminado —dijo a aquella vieja dama, sintiendo una especie de alivio.

Decidió no salir de su escondite. Ante el primer soldado enemigo que apareciera, tiraría su fusil y se entregaría.

Un alemán, por lo menos, había tenido la oportunidad de escapar a la suerte que esperaba aquel día a Hans Fritz y a sus veinte mil camaradas de la guarnición del Gross Paris. Al empezar la insurrección, Joachim von Knesebeck, director de la Siemens en Francia, había salido de vacaciones. Nadie le había dicho que París estaba a punto de caer. Y he aquí que se le ocurrió regresar precisamente aquel último día de ocupación. Cuando la portera de su casa vio llegar al gigante rubio, exclamó:

—Pero ¡está usted loco, monsieur Knesebeck! ¡Van a matarle!

Tras estas palabras, la portera corrió al sótano y volvió con una vieja bicicleta que allí guardaba.

—¡Márchese pronto! —aconsejó, entregándola al alemán.

El capitán Otto Kayser, el ex profesor de Literatura en Colonia, que había visto la víspera el terrible eslogan del coronel Rol en una pared de París: «A cada uno su boche», contemplaba, juntamente con el conde Von Arnim la salida del sol desde una ventana del hotel Meurice. Kayser se sentía angustiado:

—Los parisienses seguramente querrán vengarse de nosotros —decía—. Me pregunto si algún día podremos volver aquí…

Algunas horas después obtendría una respuesta definitiva a su pregunta.

Al otro lado de la calle de Rivoli, en los jardines de las Tullerías, el general Von Choltitz, acompañado del coronel Hans Jay, pasaba una última revista de sus tropas, camufladas bajo los árboles tres veces centenarios.

En la central de transmisiones del Gross Paris, el Unteroffizier Otto Vogel se mostraba inconsolable. Acababa de intentar por última vez telefonear a su familia en Bad Wimpfen. Pero la comunicación telefónica no había conseguido pasar de Reims. Sobre la mesa del Unteroffizier, sonaban continuamente los teléfonos de Hypnose.

—¡Al habla! —contestaba Vogel—. Aquí el mando del Gross Paris.

Mas la mayor parte de veces eran voces francesas o inglesas las que le contestaban. Sonaban burlonas, reservando habitaciones en el Meurice para aquella mismo noche. Hacia las ocho de la mañana, el telégrafo comenzó a repiquetear de repente. Transmitía al comandante del Gross Paris una pregunta que ni siquiera se habían molestado en poner en clave. A Otto Vogel se le desorbitaron los ojos al leerla: «¿Ha empezado ya la destrucción de los objetivos de París?», preguntaba el mensaje.