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En aquella mañana de agosto, París vivía el mil quinientos tres día de ocupación. Exactamente al mediodía el soldado de 2.ª clase Fritz Gottschalk, al igual que los doscientos cincuenta hombres del 1.er Sicherungs-Regiment, al que pertenecía, bajó por la avenida de los Campos Elíseos. Por el contrario, eran pocos los parisienses que, en aquel día, permanecían en las aceras de la avenida triunfal para contemplar el desfile cotidiano del soldado Gottschalk y de sus camaradas. Hacía ya tiempo que los parisienses habían aprendido a evitar tales humillaciones. Desde el 15 de junio de 1940, las únicas banderas tricolores que podían ver libremente eran las que se encontraban en los Inválidos, guardadas en las vitrinas polvorientas del Museo del Ejército.
Los colores rojo y negro que flotaban sobre la punta de la torre Eiffel correspondían al emblema nazi, con la cruz gamada. Los mismos colores adornaban centenares de hoteles, monumentos e inmuebles de toda clase, requisados por los conquistadores de París.
Bajo las arcadas de la calle de Rivoli, alrededor de la plaza de la Concordia, ante el Palacio de Luxemburgo, la Cámara de Diputados y el Quai d’Orsay, las garitas negro, blanco y rojo de la Wehrmacht barraban a los parisienses el paso por las aceras de su propia ciudad.
Otros hombres montaban la guardia ante el número 74 de la avenida Foch, ante el número 9 de la calle de Saussaies y ante otros edificios más discretos, pero no menos conocidos. Llevaban sobre sus hombreras, la enseña de las SS. Los vecinos de aquellas casas dormían mal. Durante la noche, por las ventanas de dichos edificios brotaban gritos que no podían ser ahogados.
Los alemanes habían llegado incluso a modificar el aspecto de la ciudad. Más de un centenar de sus estatuas más bellas habían sido derribadas, entre ellas el enorme bronce de Víctor Hugo, el cantor de la libertad, que tronaba antes cerca de la casa donde el escritor había fallecido. Enviadas a Alemania, fueron fundidas y transformadas en cañones.
Los arquitectos de la organización Todt las habían sustituido por monumentos menos evocativos, pero más eficaces; decenas de pequeños blocaos, cuyas armas podían barrer las principales esquinas de París.
Ante las sillas de mimbre del «Café de la Paix», había surgido un verdadero bosque de carteles indicadores. Las direcciones en ellos marcadas llevaban nombres extraños: Der Militärbefehlshaber in Frankreich, General der Luftwaffe y Hauptverkehrsdirektion Paris. En aquel verano, se había añadido un nuevo cartel. En él se leía: «Zur Normandie Front».
Los amplios bulevares de la ciudad no se habían visto jamás tan vacíos. No había autobuses. Los taxis habían desaparecido por completo desde 1940. Los pocos vehículos que poseían el ausweis de los alemanes para circular utilizaban como carburante el carbón de encina. Este dispositivo recibía el nombre de gasógeno y esparcía por las calles un humo negro y acre.
Los reyes de la calle eran la bicicleta y el caballo. Los parisienses les dedicaban cuidados y afectos que nunca habían concedido antes a los automóviles. Algunos taxistas habían transformado su vehículo en un simón. Otros habían inventado el velo-taxi. Varios de estos curiosos ingenios eran conducidos por antiguos corredores de la Vuelta a Francia. Muchos de estos velo-taxis llevaban un nombre que expresaba el espíritu burlón de los parisienses que los alemanes no llegaron a dominar nunca: Los tiempos modernos o Siglo XX.
El metro cerraba de las 11 a las 15 en los días laborables y todo el día durante el fin de semana. Por la noche, dejaban de funcionar a las 23. El toque de queda sonaba a medianoche. Cuando los alemanes detenían a un parisiense por la calle después del toque de queda, lo llevaban a la Feldgendarmerie y, por lo general, le obligaban a limpiar botas o a recoser botones hasta la mañana siguiente. Mas, por el solo crimen de haber perdido el último Metro, algunos hombres y mujeres se convirtieron en rehenes de los alemanes y fueron fusilados cobardemente cuando había sido abatido algún miembro de la Wehrmacht.
Las tabernas dejaban de servir alcohol tres días por semana. En las terrazas de los cafés, los parisienses degustaban un líquido negruzco, a base de bellotas, al que se había dado el nombre de «café nacional».
La ciudad vivía prácticamente sin gas ni electricidad. Las amas de casa habían aprendido a cocinar quemando bolas de papel dentro de unos pequeños hornos, fabricados con latas de conserva.
Pero, por encima de todo, París estaba hambriento. Convertido en una aldea grande, París despertaba cada día con el canto de los gallos. Los parisienses habían convertido en gallineros sus bañeras, sus armarios, las habitaciones de los huéspedes. Los niños criaban conejos en sus habitaciones, dentro de cofrecitos de juguetes. Antes de salir para la escuela, cada mañana iban a escondidas, ya que estaba prohibido, a coger hierba de los jardines públicos, con la cual alimentar a sus inquilinos.
Durante todo aquel mes de agosto, los parisienses, a cambio de sus boletos de racionamiento, no recibirían más que dos huevos, cien gramos de aceite y ochenta gramos de margarina. La ración de carne era tan pequeña que los chansonniers aseguraban que podía envolverse en un billete de Metro, a condición de que no hubiese sido picado, pues, de ser así, la carne corría peligro de escurrirse por el agujerito. Lo cual viene a decir que, a pesar de todo, París se esforzaba en seguir riendo.
Se veían pasquines que invitaban a los obreros parisienses a «unirse con los obreros alemanes», o bien, a ingresar en la «Legión contra el Bolchevismo». En las primeras hojas de los periódicos colaboradores, tales como Le Petit Parisien, L’Oeuvre y el semanario Je Suis Partout, se decía que «ir a trabajar a Alemania, no suponía ser deportado» y se declaraba enfáticamente que «el Alto Mando alemán confiaba en el porvenir, ahora más que nunca». En las hojas interiores, había anuncios ofreciendo «caballos para toda clase de mudanzas».
Las oficinas de la Waffen SS, en el n.° 13 de la calle Auber, no dejaron de reclutar voluntarios para el III Reich hasta el 16 de agosto.
No obstante, París, había conservado su corazón de antes de la guerra. Las mujeres no habían sido nunca más bonitas. Cuatro años de restricciones y el uso diario de la bicicleta, habían endurecido su cuerpo y afinado sus piernas. Y a pesar de la escasez de telas, en aquel verano, llevaban grandes sombreros de flores, como en las pinturas de Renoir.
Madeleine de Rauch, Lucie Lelong y Jacques Fath habían lanzado en el mes de julio la moda marcial: hombros cuadrados, cinturas anchas, faldas cortas.
Algunas de las telas eran de fibra de madera. Se decía en broma que, al mojarse cuando llovía, brotaban de ella retoños.
En aquel mes de agosto, los parisienses no habían salido de vacaciones. La guerra hacía estragos sobre el suelo de Francia y nadie había podido desplazarse a la playa o a la montaña. Las escuelas seguían abiertas. Muchos se tostaban al sol en las orillas del Sena. El río se había transformado, aquel año, en la mayor piscina del mundo.
En el Maxim’s, el Lido y en algunos cabarets como el Shérézade y Suzy Solidor, se encontraba aún champaña y caviar para los colaboracionistas y sus amistades y para los nuevos ricos del mercado negro.
En aquella semana, un francés afortunado había de ganar seis millones de francos con el número 174 184, del 28.º sorteo de la Lotería Nacional, más de lo que Alain Perpezat había traído a París, dentro de su cinturón de paracaidista.
Los sábados, domingos y lunes, se celebraban carreras de caballos en Longchamp y en Auteil. Los caballos estaban algo más delgados que antes de la guerra, pero las carreras seguían contando con sus miles de fanáticos. Luna Park fijaba pasquines publicitarios, consolando a los parisienses por no haber podido salir de vacaciones: «Encontraréis aquí —decían— aire fresco y sol».
Yves Montand y Edith Piaf cantaban juntos en el Moulin Rouge. Serge Lifar hacía balance de la última temporada de danza y felicitaba a dos jóvenes desconocidos; Zizi Jean-Marie y Roland Petit.
Seguían abiertos algunos cines, que funcionaban gracias a generadores eléctricos, movidos por pedaleadores esforzados. En el Gaumont Palace se ofrecía «aparcamiento gratuito para trescientas bicicletas».
Los teatros sólo abrían durante las horas en que las oficinas estaban cerradas. Las representaciones empezaban a las tres de la tarde.
Las columnas Moriss anunciaban más de treinta obras distintas. En el Vieux Colombier se representaba Huis Clos. Su autor Jean-Paul Sartre, se escondía en un granero y escribía folletos para la Resistencia.
Sin embargo, en aquel memorable verano, una costumbre sagrada retenía cada noche a los parisienses en su casa. Durante la media hora escasa que duraba el suministro de electricidad, con la oreja pegada a los aparatos de radio, trataban de oír, a través de las interferencias alemanas, las prohibidas noticias de la BBC de Londres. En la noche del 3 de agosto, al final de una bella jornada, millones de parisienses oyeron una noticia, que sería el anuncio de su propia e inminente pesadilla. Varsovia, ardía aquella noche. Mientras los liberadores soviéticos se hallaban a las mismas puertas de la ciudad, la guarnición alemana aplastaba la insurrección prematura de sus habitantes. Pronto la capital polaca no sería más que un montón de escombros, bajo los cuales quedarían enterrados doscientos mil de sus habitantes.
Pero París aún estaba intacto. Desde todas sus ventanas, los parisienses podían contemplar aquella noche el milagro más sorprendente de la guerra: Notre-Dame, la Sainte-Chapelle, el Louvre, el Sacré-Coeur, el Arco del Triunfo, los Inválidos, todos estos monumentos que hacen de la Villa el faro de la civilización humana, salían de cinco años del conflicto más destructor de la historia sin un solo arañazo.
Se acercaba ya la hora de la liberación. Y París se vería pronto amenazado por la misma suerte horrible corrida por Varsovia. Tres millones y medio de parisienses, conscientes de ser los guardianes de un tesoro inestimable temían cada vez más tal amenaza. Y, junto con ellos, millones de seres esparcidos por el mundo entero, para los cuales París era el símbolo de los valores por cuya defensa el mundo libre se batían contra la Alemania nazi.
No obstante, para tres hombres, separados entre sí por miles de kilómetros, París representaba otra cosa aquella noche. Para ellos, París significaba entonces un objetivo.