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Tan sólo un inglés especialmente observador hubiera podido advertir algo desacostumbrado en el «Rover» verde que salió por la tarde de las frondosidades de Hyde-Park para embocar la avenida del Mall. Desde hacía cinco años, circulaban por las calles de Londres decenas de coches como aquél, todos los cuales llevaban en el parachoques la misma escarapela roja, blanca y azul, es decir, los colores del Imperio británico. Un detalle insignificante diferenciaba de todos los demás aquel Rover, que se detuvo ante el Almirantazgo. En el parachoques, los colores de la escarapela aparecían en orden invertido. Eran azul, blanco y rojo, como la bandera francesa.
Del coche, se apearon dos generales. Uno iba de paisano. Jacques Chaban-Delmas había llegado exactamente a su cita con el avión que había ido a buscarle cerca de Mâcon.
Desde su llegada a Londres, Chaban-Delmas había defendido la causa de la capital de su país ante todos los jefes aliados que habían consentido en escucharle. Acompañado ahora por el general Pierre Koenig, jefe de las Fuerzas Francesas del Interior, iba a dirigirse directamente a un superior responsable.
El general sir Hastings Ismay, jefe del Estado Mayor personal de Winston Churchill, había consentido en recibir a los dos franceses en su pequeño despacho, tapizado de mapas y situado a veinticinco metros bajo tierra, cerca del Gabinete de Guerra del Almirantazgo. Recuerda Chaban-Delmas que, sobre los mapas, las líneas rojas que avanzaban como tentáculos ilustraban precisamente aquel movimiento envolvente alrededor de París que los gaullistas pretendían detener a toda costa. Con todo el ardor de la juventud, Chaban-Delmas expuso los riesgos terribles que correría París si los aliados no modificaban sus planes. Ismay le escuchó mostrando interés y simpatía en su grave semblante. Prometió llevar el caso de París ante el mismo Churchill. Advirtió, sin embargo, a su visitante de que debía hacer lo imposible por conseguir el control de París, puesto que era most unlikely, muy poco probable, que los aliados consintieran en modificar su estrategia.
Tras las ventanas cuidadosamente oscurecidas del inmueble Victoriano sito en el número 7 de Bryanston Square, en Chelsea, las luces permanecieron encendidas toda la noche, hasta el alba. Jacques Chaban-Delmas, antes de regresar a la Francia ocupada, preparaba con Koenig y su Estado Mayor un plan extremo para intentar conservar el control de la situación de París, cualquiera que fuera el caso que pudiera presentarse.
Pero, sobre todo, antes de partir, mandaría un SOS a Charles de Gaulle. Pensaba que, mientras De Gaulle no hubiese dicho la última palabra, el «no» de los aliados no sería definitivo.
Chaban-Delmas no podía saber hasta qué punto estaría De Gaulle dispuesto a decir esta última palabra, en su aislamiento aparente de Argel.
Al otro extremo de Europa, bajo la cúpula impenetrable de los árboles centenarios de Rastenburg, Adolf Hitler celebraría aquella noche la segunda conferencia estratégica cotidiana.
Las instalaciones del más importante cuartel general que el Ejército alemán había tenido jamás en su historia, envueltas en un implacable aislamiento, hacían pensar, según recuerda el general Warlimont, en una ciudad fantasma. El inmenso bosque parecía haber sido abandonado por sus animales en centenares de kilómetros a la redonda. Lobos, zorros, búhos, habían desaparecido, ahuyentados por las minas y los alambres electrificados. En los barracones, bunkers y puestos de guardia, los ruidos propios del bosque habían sido remplazados por otros distintos. El zumbido de los ventiladores, el repicar de los teletipos, el sonar incesante de los teléfonos, día tras día, desgastaban los nervios de los centenares de hombres que, dos veces al día, esperaban que el amo del Tercer Reich diera a conocer sus decisiones.
El general Warlimont, de acuerdo con su costumbre, había llegado media hora antes de empezar la conferencia. Llevaba varios expedientes en la mano y, enrollados bajo el brazo izquierdo, los mapas de Estado Mayor sobre los cuales Hitler estudiaría la situación. A partir del 22 de julio, Warlimont no se servía de su cartera de piel de cerdo para llevar los documentos, a fin de no sufrir la humillación de verla registrada por los jóvenes oficiales de las SS de la guardia personal de Hitler, con su uniforme negro.
Sin esperar la llegada del Führer ni de los demás oficiales, desplegó sobre la mesa de conferencias el mapa inmenso de todo el frente Oeste, a 1:1 000 000 de escala, y los mapas de sector, a escala 1:200 000, sobre los cuales los oficiales del 3.er buró habían trazado la línea del frente, tal como se encontraba a última hora del día. Dentro de poco, una vez examinada la situación en el Éste, Warlimont pasaría los mapas a Hitler, el cual, según su costumbre, los llenaría de marcas de lápiz. Warlimont sabía que, aquella noche, el trazado del frente sería motivo de una nueva explosión de cólera por parte de Hitler. Los mapas indicaban que cuarenta y seis divisiones enemigas[30], atacando por el Norte se acercaban al Sena, entre Rouen y Elbeuf. En el sur y sudeste de París, habían llegado hasta Dréux, Chartres y Orleáns. Warlimont sabía que, estratégicamente, Hitler tenía razón, porque, una vez franqueado el Sena, los alemanes tendrían que evacuar las rampas de lanzamiento de las V-1 que bombardeaban Inglaterra y desmantelar las rampas que se estaban construyendo para las V-2. Hitler recibía diariamente un informe de su futuro cuñado, el general de las SS Hermán Fegelin[31], sobre el estado de los trabajos de construcción de las rampas para las V-2. El Estado Mayor SS[32] del 5.º Cuerpo de Cohetes, instalado en «Maisons Laffite», anunciaba que unos cincuenta de aquéllos, diseminados por el norte de Francia[33], se hallarían inmediatamente en condiciones de operar. En cuanto a las V-1 que, desde el 16 de junio, caían sobre Londres, Hitler sabía que su radio de acción era demasiado corto para ser aprovechables en caso de retirada[34].
Salvar las rampas de lanzamiento no era la sola razón que incitaba al comandante en jefe de los Ejércitos alemanes a una defensa desesperada del Sena. Hitler sabía que, al avanzar hacia el Norte, los aliados seguían el camino más corto para llegar al corazón de Alemania. Pronto las grandes llanuras del Norte, donde, en el curso de la historia, se habían enfrentado tantas caballerías, verían desembocar en ellas a los Sherman, con sus estrellas blancas. Sobre aquel terreno ideal para las batallas de carros, los últimos Panzer de cruz negra que poseía aún el jefe de la Alemania nazi tendrían que batirse en la proporción de uno contra diez.
En aquella conferencia, hubo un detalle que quedaría grabado para siempre en la mente del jefe del Estado Mayor adjunto del O. K. W. Por primera vez, desde el 21 de junio de 1941, Hitler rechazó aquella noche el mapa del frente del Éste que le presentaba el general Alfred Jodl, para empezar la conferencia con el examen de la situación en el Oeste. Warlimont recuerda el aspecto de «fiera acorralada» que presentaba el Führer en aquella ocasión. Con las dos manos apoyadas sobre el borde de la mesa, se inclinaba sobre los mapas que Warlimont había deslizado bajo sus ojos. Su mirada se detuvo sobre el documento a escala 1:200 000, que cogió para examinarlo atentamente.
En medio del mapa, a caballo sobre las tres revueltas del Sena, una mancha enorme, parecida al corazón de una tela de araña, llamó una vez más la atención del jefe de los ejércitos alemanes. Dicha mancha, de la que partían todas las carreteras para el Norte y el Éste, era París y sus arrabales. Hitler cogió un lápiz de la bandejilla que tenía delante y comenzó a trazar rayas rojas alrededor de París. Al fin, se enderezó. Había llegado el momento, dijo, de prepararse a defender París.
—Resistir sobre el Sena significa, en primer lugar, resistir ante París, resistir en París —añadió—. La noticia de la caída de París daría la vuelta al mundo. Tendría repercusiones desastrosas sobre la moral de la Wehrmacht y de la población alemana. A continuación, Hitler se volvió bruscamente hacia Jodl y le dictó una orden que abarcaba tres puntos, la primera orden directa dada por el Führer para la defensa de la capital. Todos los puentes sobre el Sena y, especialmente los puentes de París serían minados en previsión de su destrucción. Se paralizaría la industria de la Villa. Se enviarían al comandante de la Villa todos los refuerzos disponibles, tanto en hombres como en material.
Cuando Jodl hubo terminado de escribir Hitler se levantó y, pasando revista a los generales con la mirada, declaró que «París sería defendido hasta el último hombre, sin consideración alguna por las destrucciones que ello pudiera acarrear».
Warlimont recuerda que, después de un largo silencio, resonó nuevamente la voz de Hitler en el barracón de conferencias:
—¿Y por qué razón habríamos de preservar París? —preguntó—. ¡En este mismo instante, los bombarderos enemigos aplastan sin compasión nuestras ciudades!